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Arrabales de Leningrado (1)

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CAPÍTULO 1º

 

Iba ya de capa caída aquella tarde de Septiembre de 1942, cuando el sargento Juan José Jimeno, Juanjo para cuántos le conocen, saltó del pescante del desvencijado carro ante el barracón que albergaba la Plana Mayor del 2/269 (2º Batallón/269 Regimiento) al tiempo que decía

―“Pancho”, enchúfale la “manguera” al “motor” del “hipomóvil” (1), que lo mismo se nos “gripa” en el viaje de vuelta.

Diciendo esto desapareció por la puerta del barracón, mientras el soldado que a su lado sostenía las riendas del “motor” del “hipomóvil” se bajaba del pescante del carro y el cabo que viajaba en la caja del carro hacía lo mismo pero provisto de un costal lleno de avena que colgaron del cuello del “jamelgo” algo más que viejo que tiraba del carro, dejando que el animal se hartara de cuanto grano le apeteciera.

El sargento entró en el barracón quitándose la gorra al tiempo que saludaba a gritos, alegremente, a los allí reunidos.

―¡Hola chavales! ¿Qué tal desde la última?

Un coro de voces respondió casi al unísono

―¡Hombre Juanjo, dichosos los ojos! Pues ya ves, macho, como siempre; trabajando….

―¡Mucho trabajáis vosotros, manada de emboscados! Aquí tranquilitos, con buenos cigarrillos, buena comida y buen vino y coñac de Jerez de la Frontera. Y también buenos “caldos” de Valdepeñas, que lo cortés no quita lo valiente.

―¡Menos lobos Juanjo, menos lobos! Que cuando tú entras en los almacenes de intendencia hay que ponerle guardia militar a la zona de bodega.

Del fondo surgió la voz un capitán sentado tras una mesa repleta de papeles

―Haya paz entre los contendientes... (Aquí, algún que otro exabrupto) Y qué, Juanjo; qué te trae hoy por aquí.

―¡Hay mi capitán Hernando! Que el teniente Escobedo me ha tomado por recadero y me manda con un par de “guripas” a buscar provisiones de boca y munición para la compañía

―Pues el cabo Lorenzo hace ya un rato que salió para el almacén a hacer no sé qué. Seguro que allí lo encuentras para que te dé cuanto precises.

―¡Bueno mi capitán, que no creo haya tantas prisas! Digo yo que podría invitarme a un traguito de lo de Domecq o de lo de Terry…

―No, si cuando dicen que cuando tú te acercas hay que poner las botellas bajo guardia militar no van muy descaminados macho…. Anda Juanjo, que sabemos lo que es necesidad… Sírvete tú mismo. Y no te doy un vaso pues sé que te gusta beber a morro…. ¡Pero limpia luego el borde del gollete, que las babas ajenas no resultan apetecibles!

El capitán Hernando dijo esto mientras lanzaba por el aire una botella de un muy popular coñac de Terry al sargento Juanjo

―Y qué Juanjo, qué novedades hay por la compañía

―Ninguna mi capitán. Todo normal. El “rusky”, zambombazo va, zambombazo viene; y nosotros rehaciendo trincheras siete días por semana.

Tras dar dos o tres “lingotazos” a la botella Juanjo se la devolvió al capitán mientras decía

―Muchas gracias mi capitán. Pues nada, me voy a ver si encuentro a Lorenzo y nos podemos marchar cuanto antes, que no me gustaría que se nos haga demasiado de noche a la vuelta…. Esto… ¿Qué tal si mando a los dos “guripas” a que “abreven” algo de esa botella, mi capitán?...

―¡Encima!... ¡Anda, anda!... En fin, qué le vamos a hacer… Paciencia y barajar… ¡Mándales para acá, que algo habrá también para ellos!

―¡Gracias por partida doble, mi capitán!

El sargento Juanjo saludó al capitán, salió a la calle y dio la buena nueva a los dos “guripas” que esperaban junto al carro, mientras el “motor” del “hipomóvil” comía tranquilamente del morral que le colgaba del cuello. Mientras el cabo y el soldado corrían hacia el barracón, el sargento dio la vuelta al edificio para dirigirse a otro, de mayores proporciones, que quedaba a un costado del de la Plana Mayor.

Entró en el nuevo barracón que estaba más a oscuras que en penumbra, por lo que cogió una lámpara de carburo que colgaba a la puerta para alumbrarse un poco, al tiempo que gritaba

―¡Cabo Lorenzo! ¿Dónde narices andas, condenado vago?... La madre que te…

La retahíla se le cortó a flor de labios. De la oscuridad, de un rincón oscuro, provenían ruidos, jadeos apagados de alguien que pugnaba con algo o alguien, hasta que restalló el claro sonido de un guantazo que más parecía un pistoletazo mientras una recia voz de hombre clamaba

―¡Maldita zorra rusa!... ¡Ya te enseñaré yo a morderme!…

Y otra palmada restalló cual nuevo pistoletazo. Juanjo echó a correr en dirección a dónde provenían las voces y jadeos, y al acercarse la escena que vio le llenó de indignación e incontenida rabia. A la luz de la lámpara apareció un cabo que, a pantalón caído, se encaramaba a horcajadas sobre el cuerpo de una muchacha que fieramente pugnaba por deshacerse de él. El cabo, con ambas piernas, mantenía bien abiertas las de la joven, con una mano sujetaba las dos de la muchacha y con la otra, la derecha que indudablemente sería la que acababa de abofetearla por dos veces, trataba de arrancar las burdas bragas a la chica.

Sin pensarlo dos veces, el sargento Juanjo se abalanzó sobre el cabo Lorenzo. Le agarró por el cuello de la guerrera y le lanzó violentamente hacia atrás, donde le asestó un par de puntapiés, lleno de rabia y desprecio

―¡Hijo de mala madre!... ¡Debiera vaciarte el cargador en la cabeza, violador asqueroso!...

―¡Juanjo!... ¡Sorprendí a esa zorra intentando robarnos!…

Al tiempo que decía esto, el cabo señalaba un saquito con algunas patatas, desparramadas en parte por el suelo, caído casi al lado de la joven.

―¡Hijo de perra, para ti, mi sargento! ¡Levántate y cuádrate! ¡Y súbete el pantalón, cacho cabrito! ¡Y abróchatelo, desgraciado hijo de siete padres!

El cabo se levantó y, tras acomodarse la indumentaria, se puso firmes ante el sargento

―¡A sus órdenes mi sargento!

El sargento desvió entonces la mirada sobre la joven, que se había erguido ligeramente manteniéndose casi en cuclillas, aferrando contra su cuerpo los girones de la camisa que vestía, en intento casi inútil por cubrirse el pecho, ya que la desgarrada blusa no alcanzaba a hacerlo. Sus ojos todavía expresaban terror al mirar a los dos hombres ante ella, pero también expresaban desconcierto ante lo que acababa de ver. No lo entendía bien, aunque pensaba que, simplemente, los hombres se la estaban disputando a mamporro limpio. Y de ahí su terror, presintiendo que la lucha por defenderse se reiniciaría de un momento a otro.

A Juanjo le pareció que la chica era muy, muy joven: Diez y seis, diez y siete años escasos. Pelo más bien largo y liso, casi lacio, muy rubio, tanto que los cabellos parecían hebras de paja amarillo muy claro. La cara muy sucia aunque dejaba entrever unos rasgos faciales más bien agradables. Ojos entre azules y verdes, muy propios de su raza eslava.

Juanjo se dirigió al cabo Lorenzo

―Coge un saco de patatas y en otro saco pon cebollas, coles… También un cuarto de canal de cerdo y un par de planchas de tocino. Y grasa de cerdo. ¡Andando!

―Pero mi sargento… ¡Eso lo van a notar tanto el sargento como el capitán del escalón de Intendencia!…

―Pues tú verás cómo te las arreglas para justificarlo

―Mi sargento… ¡Que me veo en primera línea!...

―Más bien… Pero, ¿Qué tal verte ante un Consejo de Guerra, respondiendo de un delito de violación? ¿Recuerdas las leyes penales al efecto? Casi del tirón vas a parar ante el pelotón de ejecución… En fin, tú decides….

―¡A sus órdenes, mi sargento!

Allí se acabaron las vacilaciones del cabo. Con inusitada diligencia, reunió cuanto el sargento Juanjo le encomendara, poniendo los dos sacos a disposición del suboficial, que a su vez los acercó a la joven, indicándole por señas que todo eso era para ella.

La joven, ante aquello, entendía aún menos. O, mejor dicho, lo que no entendía era la abundancia del “regalo” que se le ofrecía a cambio de lo que todos los soldados querían de las chicas. Le repugnaba ese tipo de “intercambios” que nunca consintió, pero en casa había excesiva hambre y… ¡Qué le iba a hacer!.

La chica se puso en pie despojándose de la desgarrada camisa. Del tosco sujetador que antes cubriera sus senos apenas si quedaba rastro. Seguidamente se empezó a bajar la falda.

Pero Juanjo llegó hasta ella en una zancada; le subió la falda que empezaba a caer y del suelo recogió la desgarrada camisa, tratando de cubrir así el torso desnudo. Se volvió hacia el cabo Lorenzo diciéndole

―Tu camisa, mamón. ¡Rápido, que es para hoy!

La joven entendía cada vez menos lo que pasaba. De pronto, un rayo de luz vislumbró su desconcertado cerebro. Y más por señas que por palabras, se estableció este diálogo entre la joven y el sargento Juanjo.

― Tú a mí comida… Y… ¿Tú no placer?

Cuando logró entenderla, Juanjo se rió con ganas

―No chica… Yo no placer…Yo soy Juanjo; sí Juanjo… ¿Tú?

―Yelena (Elena).

Allí se acabó, de momento, el diálogo. El cabo Lorenzo tuvo que acarrear ambos sacos hasta el “hipomóvil” y, ayudado por los dos “guripas” que al poco tiempo llegaron del barracón de la plana, la mar de alegres y apestando a coñac de garrafón más que al embotellado, cargaron también el encargo del capitán jefe de la compañía, la 5ª del 2/269.

Cuando el sargento Juanjo y los dos guripas llegaron por fin al Puesto de Mando de la 5ª compañía, era ya bastante más que noche cerrada y el teniente Escobedo, jefe de la Compañía, esperaba a Juanjo con las de “alberi” ante su tardanza

―¿Dónde “puñetas” te has metido? ¡Además, te presentas apestando a coñac! ¡Eres incorregible Juanjo! ¡Y seguro que alguna falda que otra anda de por medio! No, si el coñac y las “nenas” algún día te van a costar caro, macho

―Mi teniente, tiene usted toda la razón; para usted soy un libro abierto. Mas… ¿Qué quiere que le haga? Soy un españolito de sangre ardiente, que se chifla por un coñac, mejor bueno que malo, y por una “chavala”, mejor jovencita y guapa que mayorcita y no tan guapa; pero ya sabe usted lo que se dice: “A falta de pan buenas son las tortas” o “A buen hambre no hay pan duro”. Es que, mi teniente, Dios Nuestro Señor me hizo así, y no querrá que yo le vaya a enmendar la plana al Buen Señor y Dios Nuestro….

―Juanjo, tienes más “jeta” que un saco de perras chicas (2)

―Sí mi teniente. Tiene usted razón mi teniente

―Anda y desaparece de mi vista antes de que te largue un puntapié donde ya sabes

―Sí, mi teniente. A sus órdenes mi teniente.

Y el sargento Juanjo Jiménez hizo “mutis por el foro” de la manera más marcial, aunque eso sí, con la gorra ladeada y caída “demasié” sobre la ceja izquierda, la guerrera y la camisa  lo suficientemente abiertas para presumir de “pecho lobo” y las manos en los bolsillos canturreando despreocupado aquello de “Carrasclás, carrasclás, qué bonita serenata; carrasclás, carrasclás, ya me estás dando la lata”… En fin, que estampa más “marcial” a ver dónde se encontraba.

Y es que sí, el sargento Jimeno, Juanjo para quien quiera que le conozca, había dado un soberano rodeo para regresar a la compañía, pues en el “hipomóvil” no sólo subieron él mismo y los dos “guripas” que le acompañaran junto a cantidad de sacos y cajas, sino que también se encaramó al pescante la joven Yelena, cubriendo sus desnudeces con la camisa del cabo Lorenzo. Y de milagro no tuvo que entregarle también la guerrera, cosa que incluso al sargento Juanjo, bien pensado, le pareció “masié”, por lo que fue él, el propio Juanjo, quien galantemente cedió su guerrera a la joven para que  mejor se defendiera del relente que se empezó a adueñar del ambiente tan pronto la tarde cedió terreno a la oscuridad nocturna allá por las ocho y pico-nueve de aquella tarde-noche, cuando por finales el “hipomóvil” se puso en camino abandonando las edificaciones de la Plana del 2/269. Pero no lo hizo en dirección a la 5ª compañía, sino en forma enteramente opuesta, pues se puso en marcha para cubrir los escasos quinientos-seiscientos de metros que separaban la Plana Mayor de la aldea de Yelena, a cuyas afueras el mando del batallón asentara sus reales. A poco de entrar en la aldea, la comitiva que se detuvo a la entrada de la casi covacha que la muchacha señaló. Una vez allí, los “guripas” descargaron los dos sacos con que el suboficial obsequiara a la muchacha, metiéndolos en la humilde vivienda, entre el general asombro de sus entonces ocupantes, sencillamente el padre y la madre de ella, pues los otros dos miembros de la familia faltaban de casa desde que se iniciara la “Operación Barbarroja”, es decir, la ruptura de la frontera germano-alemana en tierra polaca, en Brest Litovsk. Como era de esperar, los anfitriones de la casa obsequiaron a su vez a sus benefactores con lo poco que pudieron, en definitiva unos cuantos tragos de vodka asaz peleón que por poco no les despelleja el gaznate, aunque ambos “guripas”, antes de hacerle ascos, casi se relamen de gusto de lo “sufridos” y “sacrificados” que eran, sobre todo en materia alcohólica. Juanjo y Yelena retomaron su charla por señas y es que claro, un joven y una joven, aunque sólo sea por señas, siempre acaban entendiéndose…. Misterios insondables de la Madre Naturaleza… Así, supo que la chica no sólo había rebasado los diez y siete años, sino también los diez y ocho tres meses antes. Pero sobre todo lo que Juanjo constató en ese tiempo es que Yelena no es que sólo fuera guapa de verdad, con esa belleza sensual y profunda de la mujer eslava, sino que era un verdadero ángel cuya presencia y compañía embriagaba.

En fin, que con todo ello eran las mil y quinientas cuando los bravos y entonces, gracias a los largos tragos de vodka peleón trasegados, más que alegres soldaditos españoles reemprendían el regreso a su compañía. Cuando se levantaron para marcharse, Yelena acompañó a Juanjo hasta la misma calle y allí se despidió de él con un beso en su mejilla, que al sargento no es que le supiera a Gloria bendita, sino que le produjo una especie de vértigo interno la mar de dulce que difícilmente acertaba a explicarse.

Total, que desde aquella tarde el pobre sargento andaba a la que caía tratando de escaquearse para ir de visita a casa de su amiguita rusa. Lo malo eran los más que cumplidos siete u ocho kilómetros que le separaban de allí, pasando previamente por la Plana Mayor del batallón. Pero en fin, las más de las veces encontraba un alma caritativa que, bien en “hipomóvil” bien a lomos de motocicleta o simple bicicleta alguna vez que otra, consentía en acercarle cuando menos un trecho. Esto no obstante, lo más frecuente eran los viajes en el coche de San Fernando, unas veces a pie, otras andando… A gusto del consumidor quedaba el medio de locomoción. Pero… ¡Qué eran siete, ocho, diez kilómetros incluso para un corazón joven y animoso como el de Juanjo! Y ello, sin añadir enamorado, pues ese detalle para el sargento todavía no estaba del todo claro, aunque barruntos de ello, habíalos. Claro que ocho kilómetros, eran ocho kilómetros aún para corazón tan esforzado como el de Juanjo, dos horitas de ida más otras dos de vuelta, que sumadas a las horas muertas pasadas a la vera de la joven, tenían al joven suboficial con unas ojeras que casi alcanzaban el suelo y unas penurias de sueño reparador de aquí te espero, Lucas. Pero todo sea por la efervescencia juvenil, aunque no tanto, pues el bueno de Juanjo dejó atrás los veintiocho meses ha.

Así, la vida de Juanjo transcurría tranquila y un tanto monótona en tanto no estaba junto a su amiga Yelena: Cotidiano esfuerzo de atrincheramiento, cotidiano cañoneo soviético y cotidiano fuego de franco-tirador ruso. Estos, los franco-tiradores, eran lo peor pues pocas veces fallaban el disparo, con lo que las bajas mortales menudeaban bastante más de lo tolerable, lo que hacía que la gente anduviera más mosca que un pavo escuchando villancicos, por aquello de que el pavo era la casi obligada Cena Navideña de la época, a lo que el bombardeo nuestro de cada día obsequiado con la más exquisita puntualidad por la Artillería soviética, precisamente no ayudaba a paliar, sino que agudizaba todo ese estrés. Pero, aún y así, benditos sean los frentes mínimamente tranquilos por más que sometidos al constante zurriagazo artillero y al diario “paqueo” de franco-tiradores, pero exentos del duro cañoneo y bombardeo aéreo de “ablandamiento” previos al asalto de las oleadas de la infantería soviética, del correoso y valiente, a la par que salvaje a veces, soldado ruso, temible por su bravura y capacidad de sacrificio siempre y cuando esté con las armas en la mano, combatiendo, pues tras ser capturado se convierte en el ser más dócil, complaciente incluso, que pueda darse. Inestimables asistentes y ordenanzas de oficiales y suboficiales; hasta de simples “guripas” que los toman bajo su “manto” no para que les limpien las botas, genuino lujo asiático por más que absolutamente superfluo en la vida casi de topo en las trincheras, sino para que les hirvieran el café o les calentaran las latas de suministro, alubias, lentejas, garbanzos y demás, más o menos condimentadas, más o menos sabrosas y con más o menos chorizo, morcillas y otras exquisiteces del sufrido cerdo nuestro de cada día y que no nos falte, latas que acababan siendo compartidas por el hiwy de turno, como los alemanes llamaban a estos rusos que se prestaban a colaborar de mil amores con el invasor “fascista”. O también, para que en las marchas les llevaran armamento e impedimenta personal. Estos “hiwys” solían andar siempre sonrientes y felices entre sus captores y eran trabajadores natos, excepcionalmente útiles en las cocinas y talleres de campaña y no digamos en cuantas tareas penosas a diario se presentaban, resultando insustituibles en las duras tareas de atrincheramiento, donde cavaban y cavaban hasta extenuarse sin perder la alegría y la sonrisa. Incluso, cuando el “Iván” atacaba en firme, solían reclamar un arma para apoyar ellos mismos la defensa; y no sólo los “hiwys” de las unidades españolas, sino de las alemanas también. En Stalingrado, por ejemplo, a millares desertaron, pasándose al bando alemán y combatiendo contra sus ex camaradas con más ahincó aún que los propios alemanes. Esto lo confirma el historiador británico Anthony Beevor en su gran obra “Stalingrado” que ha merecido el universal reconocimiento a su ardua y ejemplar labor de investigador sereno e imparcial, relatando la pura verdad de lo que allí y entonces realmente sucedido.

Obvio, que a tales pretensiones de armas para los “hiwys”, los cautos españoles ni por equivocación suscribían, por aquello de “Hoy no se fía; mañana tampoco”, pero solía suceder que, tan pronto un español era baja, por ensalmo aparecía un “hiwy” que se apoderaba de su arma y se ponía a disparar sobre sus compatriotas con más saña aún que los españoles, y al alarido de “Malditos rojos hijos de mala madre. Malditos “bolcheviks” que arruináis la Santa Rusia” Incomprensible, increíble, pero más cierto que aquello de que durante el día suele alumbrar el sol y por la noche reina la oscuridad. En Internet circulan no pocos Diarios de Campaña de unidades de la “Blau” que lo confirman; Diarios que van desde nivel compañía hasta nivel Batallón o Regimiento. Amén de los testimonios al efecto de casi todos los supervivientes de hoy día

Mientras la semi calidez de Septiembre y principios de Octubre lo permitió, Juanjo y Yelena solían pasear por las calles de la aldea, siempre rodeados de la chiquillería local al amor de los caramelos, chocolate y otras golosinas de que, al efecto, solía proveerse el bueno del sargento siempre que se dirigía a la aldea; incluso era normal que el suboficial cargara con los chavales a las espaldas y, haciendo de caballo trotón, los paseaba calle arriba, calle abajo entre el general jolgorio de grandes y chicos. Con todo esto, la verdad es que no sólo el sargento Juanjo vivía feliz, sino que también Yelena lo era, pues lo cierto es que esos días con el soldado “ispansky” estaban siendo de los más felices de su vida. Y no sólo porque el soldado “ispansky” casi siempre aparecía con un saquete bien surtido de exquisitos alimentos, como los clásicos chorizos y morcillas de la tierra hispana, que también por ello, pues haber a quién le amarga un dulce, sino porque le parecía simpático y le había llegado a tomar verdadero aprecio, hasta el punto de considerarle como su mejor y más querido amigo.

Así, ambos jóvenes nunca se cansaban de estar juntos, charlando y paseando cogidos más de una vez y más de dos de la mano, tanto que no faltaba quien en la aldea hasta hablara del novio, el “drug”, de Yelena a lo que ella, cuando sus vecinos se lo comentaban, se reía alegremente al tiempo que con no poca contundencia lo negaba, diciendo que sólo era su “dorogoi drug”, su querido amigo. Y lo contenta que se ponía cuando su “dorogoy drug” aparecía en casa con cualquier “chuchería” de nada, el más mísero regalito para su “dorogoi podruga”, su querida amiga; como cuando Juanjo apareció con una pulserita elaborada con flores secas endurecidas con goma y engarzadas con un simple elástico: Yelena creyó volverse loca cuando recibió tal ofrenda. Le saltó al cuello a su “dorogoi drug ispansky”, le plantó sendos besos en ambas mejillas al tiempo que le decía: “On mne nravitsia. On mne nravitsia mnogo. Balshoye Spasiba”. (Me gusta, me gusta mucho. Muchas Gracias.)

Cuando Juanjo sintió en su piel los labios de Yelena, ya no le cupo duda alguna: Hubiera dado casi todo el resto de su vida porque esos labios se hubieran posado en los suyos. Sí, no le cabía duda, ni la menor duda. Se había enamorado de aquella chiquilla hasta el tuétano, y no la mitad de su vida daría por ella, sino toda su vida, toda entera, a cambio de sólo una semana de felicidad con ella.

Transcurrió Septiembre y Octubre se fue quedando atrás con Noviembre y el gélido invierno ruso en ciernes. Lo cierto es que en los últimos días de Octubre ya no se podía aguantar paseando por las calles, por lo que las veladas en casa, al amor de la chimenea o la estufa, era lo que se iba imponiendo a marchas forzadas, aunque también menudearan los ratos en la prácticamente única calle de la aldea rodeados de chavales/as, pues Juanjo era un gran chiquillero que le encantaba andar rodeado de gente menuda y aún más si los cargaba a las espaldas haciendo de caballito trotón; también, por ello, cuando acudía a la aldea lo hacía con una buena provisión de golosinas que, tan pronto estaba en su calle, repartía a diestro y siniestro.

También las relaciones y amistades de Juanjo se ampliaron. En primer lugar, resultó que un compañero, el cabo 1º de la Plana Eusebio Delgado, andaba ennoviado de verdad con una amiga de Yelena, Tonia, (diminutivo de Antonina o Antonia) y la cosa iba viento en popa, hasta el punto que podría decirse que en la sesera de Eusebio sonaban campanas de boda, pues el chaval empezó a dar la tabarra al jefe de personal de la Plana, el capitán Hernando, sobre la posibilidad de contraer santo matrimonio con su amada Tonia, tanto por la Iglesia como por lo civil, con el descontado concurso al efecto del capellán de la Plana y el jefe del 269 de Infantería, el bravo coronel Esparza. Pero lo que hasta entonces había encontrado por parte del capitán era que éste le mandara a hacer gárgaras cada vez que le sacaba el tema y que la última vez el capitán Hernando le despachara con un buen par de puntapiés en cierta parte de su “retaguardia”, que más vale no nombrar. Además, en este último caso, la “afabilidad” del capitán se complementó con la amenaza de poner guardia militar a la entrada de la aldea para que le impidieran el acceso al pobre Eusebio; y no sólo eso, pues le amenazó con tenerle arrestado, sin salir del barracón ni para hacer pis, por decirlo finamente y no a lo bestia, hasta que el Infierno se congelara, que ya es tiempo, mi capitán. En fin, que el bueno de Eusebio llegó a la conclusión de que, por de pronto, no molestar al capitán con semejantes arrebatos amorosos y contentarse con seguir “pelando la pava” con su maravillosa rusita a la espera de tiempos mejores. Pero que, de renunciar a sus planes de casorio, nada de nada mi muy querido capitán Hernando.

También conoció a un par de amigos de Yelena y Tonia, Mihail Mihailovich Selenko y Andrei Antonovich Kowalsky, hijo de un polaco que se alistó en el Ejército Rojo cuando la Guerra Civil y acabó casado con una ciudadana rusa y asentado en esa parte de Rusia, como ciudadano ruso. Ambos chavales, pues eso eran al no pasar de los veintidós-veintitrés años, le cayeron bien, muy bien a Juanjo, y de Eusebio no digamos, pues le conocía de un tanto antes y la amistad hecha era bastante estrecha. A ello coadyuvaba el que los dos rusos tuvieran alguna noción de alemán y hasta de castellano, pues habían estudiado ambos idiomas en la Universidad de Leningrado desde poco antes de la guerra, y Eusebio, por su continuo trato con “hiwys”, no se valía del todo mal con el ruso. En el caso de Juanjo la cosa del idioma revestía más dificultad pues él entendía bien poco de “ruski”; y Yelena, aún menos de español, aunque su facilidad idiomática debía ser superior a la de Juanjo, o a lo mejor era más fácil aprender castellano que ruso, pues lo cierto era que, a esas alturas, tras algo más de un mes desde que se conocieran, la joven rusa se manejaba mejor en español que el sargento Juanjo en ruso.

De todas formas, la amistad de Juanjo con el llamado Andrei, el medio polaco, a veces se resentía un tanto, pues al español no se le ocultaba el interés que en Kowalsky despertaba Yelena, y eso hacía que los celos devoraran al pobre Juanjo más a menudo de lo que él quisiera.

Ah, una cosa se me olvidaba. A pesar de que Yelena, mejor o peor, se entendía bastante bien con los españoles en castellano, ello no significaba que fuera capaz de pronunciar el rotundo nombre de “Juanjo”: Ambas “jotas”, de tan ruda pronunciación, casaban peor que mal con el léxico ruso, suave hasta hacerse casi musical, por lo que decidió irreversiblemente llamarle Iván, dado que en ruso Juan se dice Iván. Y con “Ivan” se quedó el bueno del sargento “ispansky”, no sólo para sus amigos rusos, sino que también para su casi compadre Eusebio, pues no veas cómo une eso de estar ambos “colados” por sendas bellezas rusas.

El tiempo siguió pasando y ya no era que Noviembre y los hielos invernales se avizoraran, sino que el mes iba ya más que mediado y el hielo invernal metido en los huesos cuando acaeció un suceso que, al poco tiempo, casi anonada a  Juanjo. Fue uno de esos días invernales, en los que a las cinco de la tarde ya es más noche cerrada que otra cosa en aquellas latitudes. Juanjo había pasado la tarde en casa de Yelena, con la chica, sus padres, Tonia y Andrei Kowalsky, para máximo disgusto del español. Eusebio no había podido acudir esa tarde por haberle caído en suerte un inoportuno servicio de armas que no pudo eludir. La tarde transcurrió como era costumbre, con Juanjo en el Séptimo Cielo al poder acaparar casi en exclusiva a su amada, toda vez que el amigo Andrei parecía más interesado en conversar en su lengua con los dos viejos y Tonia, aunque a ratos tratara de meter baza en la conversación entre Yelena y Juanjo. Por cierto, que lo de mostrarse hasta cierto punto comedido ante Yelena y Juanjo era más bien cosa rara en Andrei, pues el interrumpir esos coloquios, y además en ruso para que Juanjo se incomodara más, parecía ser un especial deleite para el joven ruso. En fin, que cuando Juanjo se levantó para abandonar la humilde morada, como era su costumbre, Yelena le acompañó hasta estar ambos en la calle. Como también era su costumbre, Yelena le despidió con sendos besos en cada mejilla, pero en esta ocasión la muchacha sólo pudo depositar un ósculo en la mejilla del hombre, pues inopinadamente se encontró con los labios de su amigo sellando ávidamente su boca. Ella quedó, de momento, desconcertada ante el hecho inesperado. Notó perfectamente cómo la lengua del “spansky” presionaba en su boca, buscando abrirse camino hacia su interior, y ella cedió. Sí, abrió sus labios, su boca, a la lengua invasora y admitió dócilmente su caricia. No la devolvió, no hundió su lengua en la boca del español, pero tampoco se opuso a que la lengua masculina lamiera la suya propia, acariciándola con todo cariño, con todo amor y, por qué no admitirlo, con todo el deseo que en el pecho del hombre ardía. Al fin, Juanjo cayó en lo improcedente de su acto, y se avergonzó de sí mismo…. ¡Con qué derecho había invadido de tal forma la intimidad de la mujer!... Por finales, balbució: “Proshcheniye, Yelena” (Perdón Elena). Ella le miró con intensidad, como si no asimilara del todo lo ocurrido. Luego, le sonrió con esa sonrisa casi cándida que a Juanjo le podía, le deslumbraba. Y, con la mayor naturalidad del mundo, apostrofó

― ¿Tú querer placer con mí?

Juanjo alucinaba en colorines… ¡Yelena se le ofrecía con la mayor sencillez, sin malicia ninguna! ¡Se le ofrecía…como si le ofreciera una fruta! Estaba apabullado, sin saber ni qué pensar, ni qué hacer…

―Yelena… ¿Tú me quieres?... “¿Ty liubish menya?”…

De nuevo la mujer quedó en suspenso, sin llegar a comprender lo que él trataba de saber. Pensaba y pensaba… Había entendido perfectamente lo que él le dijera, en español y, cómo no, en ruso. Pero no acertaba a explicarse el sentido en que Juanjo le hablara. Por fin, una luz pareció encenderse en su mente. Pero no sabía bien cómo explicarse. Al fin, se decidió por una mezcla de diálogo vocal y por señas

―Tú mi amigo; así yo quiero tú

Luego hizo una expresiva señal: Unió ambos dedos índice, en señal de unión y añadió

―Así niet, no.

No obstante, Yelena siguió mirándole con fijeza, con mucho cariño en sus ojos.

Pero a Juanjo se le había caído el sombrajo al suelo. Bajó la cabeza y musitó “Claro linda, cómo iba a ser de otra manera”. Acarició el rostro de la muchacha con enorme ternura, la besó en la mejilla y diciendo “Adiós amor. Do svidaniya” se empezó a separar de ella. Yelena entonces corrió tras él, le tomó del brazo y, volviéndole hacia ella, preguntó

―Tú… ¿No placer conmigo?

―No linda, no… Niet

―¿Por qué “niet”? Yo… quiero… Tú, “moi dorogoy drug”; tú buen amigo; tú bueno con mí.

―Ya Yelena; sé que me quieres… Pero como amigo… “Ti ne khotite byt moyey zhenoy”…  Tú no quieres ser mi esposa, mi mujer…

Yelena esto lo comprendió perfectamente. Él la amaba, la quería de verdad. Como a mujer, como a su mujer… Ella para Ivan no era un simple deseo, un capricho del momento. Eso la agradó, pues ¿a qué mujer no le agrada ser querida?... Pero la entristeció más que la agradó. A Ivan le quería muy de veras, con él, con su compañía disfrutaba como con nadie…pero no hacía que su corazón se acelerara lo suficiente cuando estaba a su lado… Y esto la apenaba, pues quisiera que las cosas fueran distintas, que los dos, ella e Iván, sintieran al unísono, como buenos amigos ambos o como mutuos enamorados ambos.

Se dirigió por fin a su amigo

―“Do svidaniya, moi dorogoi drug” Yo sentir no “vasha zhena”, no querer ser mujer tuya. Amigos “ruskis” besarse boca. Mujer y hombre, poco. Pero yo sí beso boca tú. Lengua si tú querer.

―Yelena, en España los amigos se besan en las mejillas. Y yo soy español. Caballero español y los caballeros españoles respetan a la mujer que aman.

―“Ya ne ponimayu”. No entender

Juanjo se echó a reír; un tanto amargamente pero se rio. Se acercó aún más a ella, la tomó por la cintura y le estampó un beso en la mejilla. Sostenido, prolongado y hasta sonoro, pero un simple beso en el lindo rostro de la muchacha

―Así, “ispanskys”. Adiós mi amor, mi vida, mi cielo… “Do svidaniya, moi dorogoy podruga”

―¿Volverás Iván?

―Tal vez… Seguramente… Sí, creo que sí. ¿Cuando?... No lo sé

Y Juanjo, definitivamente, se perdió en la noche…

NOTAS AL TEXTO

1.     La propaganda alemana insistía en la potencia motorizada de la Wehrmacht, pero esto más bien era un mito, pues lo normal eran las Divisiones de Infantería, así, a secas. Estas Divisiones eran las famosas “Hipomóviles”, es decir, dotadas de tracción animal y no motorizada; la típica Infantería que se mueve “a golpe de calcetín”, pues las “Panzer Grenadier”, las de Infantería Motorizada y las “Panzer Divisionen”, las Divisiones Acorazadas, eran la minoría. Los españoles de la “Azul” jocosamente solían llamar a carros, mulos y caballos los “Hipomóviles”

2.     La “perra chica” era una moneda de cinco céntimos, la de menos valor por bastantes años. Las monedas fraccionarias de aquellos años 40 y 50 eran la de 5 céntimos o “perra chica”, la de 10 céntimos o “perra gorda”, la de 25 céntimos o real y la de 50 céntimos, también llamada de dos reales.De la moneda de 25 céntimos o real, recuerdo que era un tanto gruesa y horadada al centro. De la de 50 céntimos, o dos reales, la verdad, no me acuerdo.

2.1.  Una curiosidad: Las primeras monedas de 5 y 10 céntimos, emitidas en 1870, en su reverso llevaban un león rampante sosteniendo el escudo de España. Pues bien, al león, el vulgo le confundió con un perro y de ahí que a esas monedas la gente las empezara a llamar “perras”, chica y gorda.

 

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