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Solo Dios perdona

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Julio de 1984

 

Una de las mayores lacras de esta sociedad moderna es la ignorancia y lo peor es cuando  esta se haya impregnada de arrogancia. Mi familia, mis amigos, toda la gente de mi pueblo había determinado que era culpable por irme con dos desconocidos al encinar y ninguno se paró a ver los múltiples moratones de mi cuerpo, a ninguno se le pasó por la cabeza que mi labio roto y mi ojo morado no era ningún efecto colateral del sexo entre hombres.

Si había algo que había aprendido de pequeño era que ser maricón era lo peor, el pobre Genaro se vio obligado a marcharse del pueblo cuando su secreto dejó de ser tal. Incapaz de soportar las miradas reprobatorias y los insultos velados, no tuvo más remedio que abandonar la tierra que le vio nacer.

Aprendí que lo diferente daba miedo a las mentes estrechas y  que todo lo que no comprendían era pecado o una inmoralidad. Aún hoy en día, en un alarde de parecer políticamente correcto,  es habitual escuchar aquello: “De a mí mientras me respeten, los respeto”, como si lo normal fuera que los homosexuales fuéramos irrespetuosos con los demás, como si ese principio no fuera aplicable al resto de la raza humana…

Mis padres haciendo suya la máxima de “ojos que no ven, corazón que no siente”, me desterraron a un internado en las afueras de Madrid. Un internado con un alumnado de lo más “selecto”, que  si bien no iban a hacer de mí mejor persona, si me hicieron más fuerte.

No llevaba ni dos meses en el puto internado y me había vuelto una persona completamente distinta a la que había sido: interesado,  egoísta, manipulador, frio, calculador… Nadie de los que me rodeaban me importaba, mi única prioridad desde que empezaba el día era sobrevivir y no tener problemas. Nadie me importaba excepto yo,  hasta que apareció Ignacio.

Ignacio era un chico de Jaén que estaba en mi clase, tímido e insípido como él solo. Al igual que yo, Ignacio cumplía “condena” por los pecados de la carne, en su caso un primo de sus padres era el culpable. Un ser depravado cuyo dinero y clase social impidieron que fuera a parar con sus huesos en la cárcel, por traspasar una línea que ningún humano se debía plantear cruzar.

A diferencia de los míos, sus padres hicieron saber al centro los verdaderos motivos por los que el muchacho estaba allí, sobre todo, por si algún día el degenerado de su primo hacia aparición por el internado.

Aunque entre el alumnado el detestable suceso era desconocido, se ve que entre el personal docente y clerical del centro sí lo habían hablado. Prueba de ello era Don Anselmo, un perverso sacerdote que, con la excusa de limpiar su alma,  obligaba al pobre Ignacio a revivir una y otra vez el repulsivo recuerdo.

Cuando supe de tal iniquidad, puse mi cerebro a funcionar y preparé una trampa al hipócrita cura. Haciendo de tripas corazón, rememoré el “acontecimiento terrible”, con el único afán de grabar la confesión y tener un arma para enfrentarme al perverso servidor de Dios.

Ya en mi cuarto aprovechando que Oscar (mi compañero de cuarto) no estaba, escuché la cinta y, aunque su calidad dejaba mucho que desear, se escuchaba nítidamente la pérfida voz del párroco  excitándose ante el relato de lo acontecido, incluso, prestando atención, se podía oír los gemidos de placer de Don Anselmo al alcanzar, parecía  ser,   un orgasmo.

Aguardé el siguiente sábado, día de confesión, como agua de mayo. Llegado el momento, le pedí a Ignacio que me cediera su turno y procedí con la segunda parte de mi elaborado plan.

Una vez me arrodillé sobre el pequeño habitáculo, agaché la cabeza en señal de arrepentimiento e  inicié la liturgia:

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida.

—Padre confiéseme porque he pecado.

—El señor está en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados.

—Padre… He vuelto a soñar.

—¿Otra vez hijo?... ¡Cuenta, cuenta! —Su repugnante tono, me dejo claro que aquel tipo tenía poco de redentor y mucho de pervertido. 

—Esta vez el sueño ha sido distinto. En él no aparecían los dos de Cañete, en ella aparecía un párroco pervertido que acosaba con pérfidas  preguntas a sus jóvenes feligreses.

Durante un momento se hizo un silencio sepulcral, yo en vez de mirar al abismo, había dejado que el abismo mirara en mí y, con todo el poder que tenía la iglesia dentro de aquella institución, era una especie de David enfrentándome a Goliat.

—¿Qué diantres quieres decir Pepe?

Me armé de valor y con toda la firmeza que fui capaz le contesté:

—Simplemente que no soy tonto y sé porque hurga en la herida de Ignacio, lo comprobé cuando “confesé” mi pesadilla del otro día.

—¿Cuál es, según tú, la causa de ello, desvergonzado?

La cólera en la voz de Don Anselmo, me amedrentó un poco y estuve a punto de desistir, sin embargo no sé porque extraña circunstancia, imaginaba que en vez de estar hablando con el cura, lo hacía con los dos de Cañete. Al fin y al cabo, tanto el sacerdote como ellos solo buscaban su placer personal, sin importarles el daño que hicieran en el trayecto.

—Que eres un pervertido y que te gusta fantasear con el sexo entre hombres.

—¿Cómo te atreves?

—Pues no te quejes, porque he sido comedido y no le he dicho lo que realmente pienso.

El pequeño panel de madera del confesionario, parecía insuficiente para contener la ira que manaba del párroco ante mi insolente respuesta.

—¡Te vas a llevar limpiando baños hasta que te gradúes!

Como el abismo había dejado de mirarme y se proponía a engullirme, procedí con la segunda parte de mi plan y pulsé el “play” de la grabadora que llevaba en el bolsillo y la confesión enlatada rompió el silencio de la pequeña capilla.

Don Anselmo guardó silencio, su rabia se había transformado en miedo. Una vez consideré oportuno paré la grabadora y haciendo alarde de las muchas novelas y películas que había visto, solté una perorata fantasiosa e inverosímil:

—La grabación que acabas de escuchar se la he enviado a un primo mío con órdenes precisas de que si me ocurriera algo, envíe una copia a todos los medios de comunicación. Si no atiendes a mis peticiones, el centro y la misma iglesia católica  se verán envuelto en un escándalo sin precedentes.

En perspectiva, veo que mis argumentos eran endebles y mis palabras carecían de cualquier tipo de consistencia y que un cura con un poco más de picardía, los hubiera desbaratado, propiciando que mi estancia entre aquellas cuatro paredes se convirtiera en el peor de los infiernos. Sin embargo, aquel diablo con sotana todo lo que tenía de vicioso, lo tenía de botarate. Quizás por su poco mundo o porque la culpa le impedía pensar en condiciones, las siguientes palabras que salieron de su boca fueron las siguientes:

—¿Y…cuáles…son tus peti…ciones?

—Sólo una —Contesté de modo tajante —que el confesor de Ignacio y el mío, a partir de ahora,  sea el padre Gonzalo.

—Así se hará —Respondió tras quedarse pensativo un momento —pero debes prometerme a mí y a nuestro Señor, que jamás dejaras escuchar la grabación a nadie.

—Lo prometo —Respondí intentando disimular que aquel juramento ante “Su señor” me importaba un pimiento.

Aquel día descubrí que aunque el refrán dijera: “No sabe el diablo por diablo, sino por viejo”. Los años, si no te cultivabas,  no te hacían más sabio por sí, únicamente más viejo y el puñetero cura, encerrado en su mundo particular de sermones y pecados particulares, cayó en mi trampa de la manera más fácil. Mi plan, ingenuo y artificioso  como sí solo, tuvo éxito porque Don Anselmo demostró solo estar versado en la palabra de Dios y ser un completo desastre en el trato con los hombres.

Mi victoria sobre el perverso sacerdote me valió para dos cosas. La primera para ganar seguridad en mí mismo, aunque antes no me había acobardado ante nada, a partir de aquel momento me volví un poco (bastante) arrogante.

La segunda cosa que trajo mi triunfo sobre los pecados de la Santa Iglesia, fue la amistad incondicional de Ignacio, que se convirtió en una especie de perrito faldero.

La verdad es que como no me interesaba forma parte de ninguna pandilla y la mayoría de los jefecillos precisaban de mi ayuda académica, me convertí en una especie de “frikie” intelectual y mi contacto con el resto del alumnado era casual o se limitaba a mi colaboración con sus tareas de clase.

Mis únicas conversaciones las tenía con Ignacio y Oscar. El primero porque me era bastante difícil no hablar con alguien que prácticamente se había convertido en mi sombra y el segundo porque compartíamos cuarto.

Oscar era, por así decirlo, uno de los cabecillas de los pueblerinos. Los méritos que le habían proporcionado dicho puesto eran su altura (más de metro ochenta), su fuerza (tenía unos bíceps de culturista) y su parquedad en palabras (primero golpeaba y después preguntaba).

Aunque era bastante feote y su intelecto eran de los que repelían cualquier buena idea, un sentimiento de atracción empezó a nacer en mí hacía aquel joven. No es que me estuviera enamorando ni nada por el estilo, pero verlo pasear en calzoncillos una y otra vez por la habitación, con los huevos moviéndoseles bajo el slip de pantaloncito, era de lo más sugerente y, sin proponérmelo, su robusto cuerpo se convirtió en una pequeña obsesión para mí.

Todas las noches era el mismo suplicio, pues cada vez que lo contemplaba medio desnudo, corroboraba que no tenía remedio y que me seguían atrayendo los hombres. De nada había servido que mi primera experiencia sexual fuera un completo y violento desastre. De nada estaba sirviendo mi reclusión en aquel “penal” académico y por mucho que confesara mis pecados ante Dios y este me perdonara, las líneas de mi vida estaban escrita y para los balas perdidas como yo, los renglones  del destino se torcían más de lo habitual.

A pesar de que imaginar estar con un chico me producía canguelo, mi deseo hacia el cuerpo masculino era inevitable. Si algo aprendí entre aquellos altos muros, fue que siempre sería maricón, un bicho raro que nunca tendría una vida “normal”.  Un ser despreciable que nunca sería un marido, un padre de familia, al no ser que, como hacen muchos, decidiera llevar una doble vida.

Si verlo pasear en paños menores por nuestro pequeño cuarto era una tortura, peor era verlo practicar su “ritual nocturno”. Aunque lo descubrí por casualidad, he de reconocer que era uno de las pocas cosas que me mantuvieron entero los primeros meses de internado.

Oscar esperaba a que me durmiera (a alguien que simulaba todo el día ser heterosexual, fingir que estaba en el mundo onírico  le era de lo más fácil). Una vez se cercioraba de mi profundo sueño, paseaba por la habitación hasta el armario, ver como se marcaba su culo bajo el pequeño pantaloncito enervaba mis sentidos y sin dejar de aparentar que estaba en los brazos de Morfeo, no perdía  detalle de cada uno de sus movimientos.

Todo se repetía de un modo casi rutinario, sigilosamente abría la puerta del ropero en la que se encontraba una  enorme luna de cristal, sacaba de un doble fondo de uno de los cajones una revista y una pequeña linterna y volviendo a asegurarse de que yo seguía durmiendo (una respiración profunda asemejando un ronquido,  oculta muy bien un ojo entre abierto), iniciaba lo que yo llamaba su “ritual”.

Al encender la pequeña luz, un robusto torso surgía de la oscuridad sugiriéndome los más pecaminosos pensamientos. Contemplar aquel duro pectoral inflarse ante la visión de las mujeres desnudas que poblaban la revista, me resultaba tan excitante como mortificante.

Ver como impregnaba sus dedos en saliva y, a continuación, jugueteaba con sus pezones era de lo más incitador. Desconozco, si  llegado a ese punto, las inertes imágenes sensuales habían conseguido empinar  ya su polla, la mía estaba dura como el cemento y clamando salir de su cautiverio.

Su ruda mano acariciando sus tetillas, pellizcándose de un modo casi doloroso con la única intención de obtener placer era el preludio de un espectáculo sensual. La iluminación del pequeño halo de luz de la linterna me mostraba un corpulento torso, que se me antojaba como el mayor de los manjares. Mi ángel de la guarda vociferaba que era pecado, más mi demonio instructor lo mataba con su tridente y me susurraba: “Vive la vida”.

El beneplácito de mi parte oscura no bastaba, para reunir el valor suficiente para terminar rindiéndome a  la tentación y, aunque lo estaba deseando, en vez de salir de la cama para gozar del vigoroso cuerpo de Oscar, me limitaba a observar cómo se entregaba a la lascivia delante del espejo.

Su “ritual” siempre seguía los mismos pasos, tras la estimulación corporal de magrearse el pecho, abandonaba la revista  en el hueco del armario y colocaba estratégicamente la linterna para poder deleitarse con su reflejo  en el espejo. La visión de aquel robusto joven  completamente desnudo de cintura para arriba y con su polla pugnando por salir del pequeño pantaloncito, me hacía olvidar que aquello no era lo correcto y dejaba que mi imaginación campara a sus anchas.  

Me era fácil fantasear con que mis labios mordían sus erectos pezones y jugaba con mi lengua sobre la morada areola. Luego me veía hundiendo  mi cabeza en su pecho hasta que llegaba a su vientre, olisqueaba aquel mástil de carne y tras cómo había visto hacer en múltiples ocasiones a mis primos gemelos, saboreaba la morada cabeza como si fuera un helado.

Sin embargo, el mundo real venía a visitarme y me recordaba que aquello exclusivamente se limitaba a mirar, que lo de tocar estaba vedado si no quería que aquel bruto   me partiera la crisma y, de camino,  se enterara todo el mundo el pedazo de maricón que estaba hecho.

Con el repiquete de la culpa martilleando mi cerebro, seguí contemplando al narcisista de mi compañero de cuarto, sufriendo en silencio  todos los deseos que el vigoroso joven despertaba en mí, y puesto que Oscar gustaba de tomarse su tiempo deleitándose en cada centímetro de su cuerpo, sus masturbaciones estaban lejos de ser un pajote rápido para salir del paso, con lo que mi suplicio era aún mayor.

Tras quitarse la ropa interior, el joven alimentaba su vanidad regodeándose ante el espejo haciendo posturitas para marcar sus más que ejercitados músculos.  Ver como esos bíceps, ese abdomen y ese pecho se inflaban al tiempo que su polla miraba al techo, era  más de lo que podía soportar y, disimuladamente, llevaba una mano a mi entrepierna.

En algunas ocasiones levantaba los brazos y movía las caderas  con la única intención de que su polla cimbreara al aire, de un modo tan gracioso como petulante.

No contento con alardear ante el espejo del buen físico que tenía y la polla tan hermosa que se gastaba, el muchacho probaba el sabor de su cuerpo, llevándose una mano al hombro contrario pasaba la lengua por los músculos de la parte superior de su brazo y, preso del entusiasmo, comenzaba a masturbarse.

Había veces que  se impregnaba la palma de la mano con saliva y la paseaba por su abdomen, para pegarse a continuación pequeños pellizcos sobre este. A pesar de que intentaba ser discreto, no podía evitar emitir pequeños gemidos de placer que para mí eran de lo más gratificante.

Los días que tenía más ganas de jarana, entre penumbras, podía ver como lanzaba unos enormes escupitajos en la cabeza de su cipote y, envolviéndolo en el viscoso elemento, lo masajeaba contundentemente. Normalmente mientras hacía eso se llevaba una mano a los glúteos y pasaba toscamente el torso de la mano por entre el canalillo de estos.

Fuera como fuera los prolegómenos,  el “ritual” siempre concluía de la misma manera: Oscar se acercaba al espejo, comenzaba a acariciar con las manos la imagen que se mostraba en él, pegaba su pecho, su abdomen y mientras besaba su reflejo se corría sobre el cristal. Dejando manar el fluido de sus cojones por la fría superficie.

Tras aquello el tiempo parecía detenerse unos segundos y Oscar permanecía pegado al cristal como una mosca. Una vez su cuerpo volvía del “viaje” sexual, lo primero que hacía era cerciorarse de que yo no me había despertado, limpiaba minuciosamente  la luna del armario con papel higiénico, se vestía y silenciosamente volvía a la cama.

Yo,  a veces, terminaba  haciéndome una silenciosa masturbación,  sin embargo otras, por temor a ser descubierto por el garrulo de mi compañero, dejaba que la excitación abandonara mi cuerpo y me rendía al sueño.

La tortura de aquel escaparate tras el pastel, la tuve que soportar un día sí y otro también, durante más tiempo del que yo hubiera preferido, pues observar su “ritual” era tan mortificante como placentero. 

Sin embargo, si algo hace el tiempo es pasar  y cuando el primer trimestre estaba a punto de concluir recibí la primera visita familiar: Mi madre, mi tía Enriqueta y mi tío Paco.

—… Gertrudis y Juan no han podido venir porque tienen cosas que hacer, pero te mandan muchos recuerdos…

La voz de mi madre sonaba impersonal, en vez de ser sincera diciendo lo mucho que detestaba en lo que me había convertido,  se comportaba con una amabilidad fingida, como si lo de perdonarme no fuera porque me había parido y porque seguía siendo sangre de su sangre, sino porque era lo que socialmente se esperaba de ella.

Mi tía Enriqueta, por el  contrario, dejo que el cariño fluyera en sus palabras y como si no le importara lo más mínimo lo ocurrido en el encinar, me colmaba de atenciones y me recordaba que sus hijos (incluso Matildita) me seguían queriendo muchísimo. No olvidaré nunca que utilizó las palabras “besos y abrazos” en vez de los fríos “recuerdos” de mi progenitora.

Dicen que la familia no se elige, si yo pudiera haber escogido una madre sería aquella mujer: una señora de los pies a la cabeza que siempre me ofreció su cariño incondicional, sin esperar nunca nada a cambio. ¡Parecía mentira que fuera hermana de mi padre!

Con el tiempo supe que la promotora de aquella visita fue ella. Mi padre se había encerrado en banda y quería pensar que su hijo no era maricón, sino que se había muerto. Mi madre que se la fumaba en pipa para lo que le interesaba, nunca contrarió a su marido y de no ser por que aquella buena mujer, habrían  transcurrido los cuatro años de mi “reclusión” académica, sin tener visitas de ningún tipo.

Mientras mi madre y mi tía fueron a hablar con el director para que lo comentaran como estaba siendo mi estancia en el centro, mi tío y yo dimos una vuelta por los jardines del internado, lugar,   que dicho sea de paso, era solo para las visitas, pues el alumnado teníamos prohibido el acceso a ellos.

Los jardines se hallaban en uno de los costados del edificio, se habían construido en el lugar que ocupaba el huerto del antiguo convento.  Me sorprendió lo limpio y cuidado que estaba, parecía como si el personal del centro, para dar una buena impresión a los padres,  se esmerara más de lo normal  en ello.

Estaba repleto de frondosos enebros, que tal como si se tratara de un deforme ejército, vigilaban nuestros pasos por los largos pasillos.  No sé si por la circunstancia de tenerlo vetado, o porque realmente lo era, aquel pequeño homenaje a la naturaleza me pareció el sitio más maravilloso que había visto en muy largo tiempo. A eso ayudó mucho la compañía de mi tío Paco, que siempre había dejado bastante claro que era su sobrino preferido.

—¿Cómo estás?

—Bien, no se come mal, los compañeros no son demasiado plasta y los profesores saben lo que se hacen.

—¿Cómo estás tú? —Recalcó mi tío.

—¿ De.. que?...

—¿Por lo que te pasó?

Avergonzado, agaché la cabeza y  por un momento enmudecí, no había hablado de aquello con nadie, ni me veía con la suficiente fuerza y confianza para hacerlo con mi tío.

El corpulento y atractivo hombre que tenía al lado carraspeó, movió la cabeza y llenando sus palabras de rabia dijo:

—Estas barrundío y no quieres reconocerlo. ¡Es que Francisquito tenía que haber venido! —Dijo como reprendiéndose a sí mismo.

Lo miré atónito, no entendía el enfado de mi tío y menos el significado de lo último que había dicho, sin esperar alguna pregunta por mi parte, prosiguió:

—Tu padre, ¡muy bueno y muy santo!, pero cenutrio como él solo. Todavía no ha ido el pobre hombre al bar, desde que te pasó lo que te pasó y si te ha mandado aquí, no es porque no te quiera sino porque no tiene huevos de aceptar que aquello que tanto ha criticado le haya tocado en la familia.

—¿Qué ha criticado mi padre? Si el pobre no habla por no ofender.

—Tú seguramente no te acuerdas porque eras muy pequeño, pero cuando en tu pueblo se descubrió que el pobre Genaro era “especial” —Me pareció por la forma de referirse a él, que mi tío conocía bien al butanero —, las comadres y compadres del pueblo se cebaron con el buen hombre, tu padre fue uno de los que hizo más saña con él… El resultado fue que se tuvo que ir del pueblo.

—Igual que me ha pasado a mí —Dije intentando disimular que la pena me corroía por dentro.

—Sí, igual que te ha pasado a ti, chaval.

De repente un flagrante silencio se abrió entre los dos, no sé porque tuve la sensación de que el padre de Francisco se quedó con las ganas de decirme algo, no obstante, me dio la sensación que traía el discurso preparado y rompió el silencio, retomando la conversación por donde la había dejado.

—Lo que sucede es que tu padre, no sé si porque teme que alguien le eche en cara todo lo que largo del Genaro, o porque realmente está avergonzado por lo que a ti te pasó, el caso es que no sale de tu casa nada más que para ir al trabajo.

A pesar de que me intentaba hacer el fuerte y decirme a mí mismo,  que los últimos meses me habían vuelto más duro, los ojos se me inundaron de tristeza y comenzaron a brillar, presagiando una tormenta de lágrimas. Mi tío se percató de ello y muy serio me dijo:

—Pepito, —Yo para él siempre sería Pepito — no tienes por qué sentirte culpable por lo que pasó.

—Yo me fui con ellos —Dije consternado.

—No sé exactamente como pasó todo, pero no creo que tú tuvieras culpa de la paliza que te pegaron. A nadie le gusta que le pongan un ojo morado.

La rotundidad de su razonamiento no dejaba de sorprenderme, más viniendo de él que, a pesar de lo mucho que lo quería, siempre lo había considerado un poco bruto e incapaz de hablar como lo estaba haciendo.

Nunca había comentado lo que aconteció con nadie, no por nada, sino porque ni mis hermanos ni mis padres pusieron el más mínimo interés. Mi tío Paco me estaba abriendo los brazos de par en par, para que le contara con pelos y señales el suceso que me había llevado a aquel internado, a pesar de la diferencia de edad y el respeto que le procesaba, lo empecé a ver como el único verdadero amigo que había tenido en los últimos meses.

—No tenía que haberme ido con ellos.

—Un error lo tiene cualquiera —Dijo parándose ante mí y buscando mi mirada.

Levanté la cabeza, clavé mis ojos en los suyos y como si las palabras estuvieran esperando para ser pronunciadas, deshojé punto por punto lo sucedido en aquella noche de feria.

—…sospechaba que había pasado algo así. Lo que no entiendo, es como tu padre y tu madre no han hecho nada al respecto. Cerrar los ojos ante los problemas, no los soluciona…

—Es que yo me lo busqué.

Mi tío movió la cabeza en señal de perplejidad, a la vez que resoplaba indignado. Me cogió por los hombros y con total firmeza me dijo:

—¡Nadie, nadie se busca eso! Pepito, lo que esos dos desalmados han hecho es delito. Si hubiera sido una chica de buena familia a la que le hubiera pasado eso, seguramente esos malnacidos hubieran ido a la cárcel. Pero como  ha sido a un pobre marica, todo el mundo considera que es el justo precio por su anormalidad.

Escuchar cómo se refería a mí como marica, no me pareció un insulto pero si muy extraño, aquel apelativo siempre se aplicaba a gente afeminada: al hijo del frutero, a los cantantes de moda… Yo ante todo me sentía hombre y aunque no quise quitarle la razón a mi tío, para mis adentros me dije: “¡Yo no soy marica!”.

—¿No le has contado a nadie lo que realmente pasó?

—¿Para qué, tito? Nadie se ha preocupado antes, eres la primera persona que se ha preocupado por mí…

—Tu tía Enriqueta y tus primos, también piensan lo mismo.

—¿Matilde también?

—Tú ya sabes cómo es ella de particular, pero aunque no me ha dicho nada al respecto, su madre me ha contado que piensa que no es justo lo que tu padre ha hecho contigo…

Asentí con la cabeza dándole la razón a su aseveración.

—Si no fuera porque creo que sería peor el remedio que la enfermedad, hablaba con tu padre  para que te sacara de aquí. Tenerte aquí alejado de los chinchorreros del pueblo, no va hacer que se olvide lo sucedido, ¡al contrario!

—Tampoco se está tan mal —Dije intentando evitar que mi tío se soliviantara  más de lo que lo hacía.

—Sí, pero esto tiene que ser como las cárceles, debe haber gente de toda calaña y me temo que  con esas compañías te vas abangar aquí.  

—No se preocupe tío,  aquí hay de todo pero yo solo me ajunto con la gente buena —Mentí para no preocupar a mi tío —, me he concentrado en sacar el bachiller y, si Dios quiere, poder ir a la Universidad después y hacerme un hombre de provecho.

El arrojo con el que hablé hizo que mi tío me miraba de arriba abajo con satisfacción y echándome el brazo por los hombros me dijo:

—¡Qué buen chaval eres! ¡Qué pena que tu padre no se dé cuenta de ello! ¡Dios le da pañuelo a quien no tiene mocos!

Lo miré y comprendí porque mi tía, a pesar de ser hermana de mi padre, era tan diferente a él. Una persona así al lado te cambia la vida y si siempre había considerado que Francisco tenía mucho de su madre en él, Fernando era una fotocopia exacta de su padre

Cómo comprendí que el tema estaba agotado y cualquier cosa que pudiera hablar  mi tío con su cuñado, no iba a cambiar su decisión de tenerme allí encerrado, opté por cambiar de conversación y le pregunté por mis primos.

—Francisco quería haber venido, pero el Facu anda ingresado con un virus raro que ha cogido y él es quien se encarga de echarle una mano a los gemelos…

Nuestra charla se vio interrumpida por la llegada de mi tía y mi madre, quienes ya habían terminado de hablar con el director.

—¿Qué os han dicho de cómo va el jovencito?

Mi madre frunció el ceño y contestó a mi tío con un tono bastante impersonal:

—Bien, no se ha estropeado del todo.

Escuchar a mi progenitora hacerme aquel desplante, hizo que la tristeza volviera a asomar en mi rostro. Mi tía Enriqueta reparó en ello y no dejando que su cuñada cargara sus armas más contra mí dijo:

—¡Pero qué poco te gusta presumir de tus cosas, Rosario! Es el primero de su clase y no contento con eso, ayuda a todo aquel que va un poco atrasado… —Hizo una inflexión al hablar y sonriendo tenuemente prosiguió —El chico se habrá equivocado como todo el mundo, pero aquí lo está haciendo de maravillas.

El fervor que su cuñada puso en sus palabras consiguió que mi madre alargara su mano y acariciara levemente mi brazo, cuando la miré con cara de felicidad, algo pareció que se rompía en su interior y adoptando su pose habitual me dijo:

—Bueno, basta de cháchara que todavía tenemos que darte las cosas que te hemos traído y el tren no espera.

Fuimos a la sala de visitas y me dieron mis regalos. Mis tíos habían traído embutidos: chorizo  y lomo  ibérico de bellota hecho por ellos. Mi madre en cambio se presentó con algo que más que agradarme, lo que consiguió fue apagar mi alegría: una caja de bombones de higo, otra de roscas de alfajor y tres tabletas de turrón.

Ver los dulces típicos navideños ante mí, me dejo claro donde pasaría las vacaciones de invierno. A pesar de lo evidente, me armé de coraje y mirando fijamente a la Margaret Tacher que me había tocado por madre, le pregunté:

—Entonces, ¿no iré a casa por Navidad?

—Tu padre y yo hemos decidido que la cosa está muy fresca todavía… A lo mejor para Semana Santa.

A pesar de que me estaba portando todo lo bien que podía, que no me metía en líos y que estaba sacando unas notas excelente, mi madre no cambio el horario de ruta que tenía establecido antes de venir. Ignoro si fue por miedo a la reacción de mi padre, o al qué dirán de las vecinas.

Aquel gesto por su parte me dolió una barbaridad, pero maestro en esconder mis sentimientos, le devolví una forzada sonrisa y le dije:

—Sí, para Semana Santa puede ser buena fecha.

 Unos minutos después mis tíos me dieron dos besos, me prometieron  regresar en cuanto buenamente pudiera y me dejaron solo con mi progenitora para que nos despidiéramos con más tranquilidad.

—¡Pórtate bien!, haz que tu padre se sienta orgulloso de ti.

Pese a que ella  intentaba disimularlo, unos ojos que rozaban lo vidrioso evidenciaban que se le rompía el alma el tener que dejarme allí. No obstante, era muy mayor para aprender que el cariño de las personas era más importante que los convencionalismos sociales y yo era muy joven para poder enseñárselo.  

Una vez se marcharon subí a mi habitación a soltar las cosas que me habían traído. Cuando Oscar vio los bombones de Higo no pudo reprimirse de pedirme uno.

—¡No que te lo comes! —Le dije bromeando.

—Anda no seas rácano.

—Es que si la abro, para Navidad no voy a tener nada.

—¿No vas a ir en vacaciones a tu casa? —Preguntó bastante extrañado.

—No…

—¿Y eso?

La charla con mi tío me había dado tanto valor, que estuve a punto de contarle la verdad. Pero a pesar de que Oscar parecía buena persona, era bastante cerradito de molleras y, sospechando que no  lo entendería, opté por contar una de mis muchas mentiras:

—Mis padres desde que se murió un tío mío por estas fechas, no celebran la Navidad y han pensado que mejor vaya en Semana Santa.

Oscar me miró perplejo y no sé si porque me vio un poquillo triste, me dio un pescozón me dijo:

—Vale, ¡pero no te la vayas  a comer todas!

—No te preocupes que te guardaré unas cuantas. ¡Verás que ricas están!

Mientras guardaba los dulces y las viandas en una pequeña alacena que teníamos en un rincón del cuarto, no me podía quitar a mi progenitor de la cabeza. Su negativa a verme yo la entendía como que aún seguía resentido conmigo, es más creo que me prefería muerto a maricón. Aunque yo no lo sabía aún en aquella época, mi relación con mi padre nunca volvería a ser la misma.

Terriblemente, los seres humanos nos agarramos a nuestro resentimiento y no somos capaces de perdonar, como mucho de olvidar. Tras confesar nuestros pecados y mostrarnos arrepentidos, solo Dios perdona, el hombre no.

Querido lector acabas de leer:

"Solo Dios perdona"

Tercer  episodio de:

Juego de pollas.

 Continuará próximamente en

"El rumor de las piedras"

Estimado lector: Este episodio es el tercero, del arco argumental titulado “El acontecimiento terrible”. Espero te haya gustado. Si no habías leído los dos primeros, ahí te dejo sus links. La voz dormida ; La sombra de una duda.

 

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