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El patito feo

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Aunque no llegara a ser una belleza, Laura era de rostro en verdad agradable; antes alta que de mediana estatura con ese par de centímetros excediendo el metro setenta, cinturita estrecha más pecho y caderas bien desarrolladas, pero sin estridencias desagradables, andaba más cerca que lejos de ese ideal de la esbeltez femenina del 90-60-90; y si a ello sumamos unas piernas largas, torneadas cual si las hubiera  cincelado un Fidias o un Praxíteles griego, sobre el habitual pedestal de unos zapatos de altísimo tacón, deberemos concluir que resultaba una chica algo más que atractiva.

Por su parte Emilio era un verdadero “musculitos”. Alto, con su metro ochenta, más pasados que escasos, de estatura y algo más de ochenta kilos de peso a sus, más-menos, dieciocho años; torso amplio, espaldas anchas, cintura estrecha, piernas largas, firmes y fuertes, de muslos y bíceps en verdad musculosos, se diría de él que era la imagen, en carne y hueso, del Discóbolo de Mirón

Y como lo casi perfecto se atrae mutuamente, como imán e hierro, a nadie le sorprenderá que Laura y Emilio fueran novios; novios más o menos formales, tal y como correspondía a las últimas boqueadas del siglo XX-primeros balbuceos del XXI; es decir, que mejor menos que más.

Ambos personajes cursaban el último curso en un instituto del extrarradio madrileño, cuyo final y correspondiente aprobado, les permitiría acceder a la Universidad. Y, lógico, tampoco será sorprendente decir que ambos dos constituían el polo de atracción de la admiración, la envidia y, por qué no decirlo, la animadversión de más de uno y más de dos de los alumnos/as del citado Instituto. Y que, como es de esperar, eran la pareja más popular del centro estudiantil

En torno a ellos circulaban algunos compañeros, chicos y chicas, que con ellos dos formaban el grupo de amigos que siempre solían andar juntos, en “botellones”, fiestas y demás “saraos” acostumbrados entre los jovenzuelos/as de aquellos y estos años.

En este grupo de, digamos, satélites girando en torno al planeta doble que la pareja estelar representaba, se encontraba Carlos. El era otro chaval de entre diecisiete-dieciocho años, pero a Emilio venía a ser como el dorso de la misma moneda; es decir, la versión de hombre en ciernes opuesta a la que el segundo representaba, pues Carlos, “Carolo”, como por mal nombre solía ser nombrado, no era ni alto ni bajo, ni grueso ni delgado, ni guapo ni feo, aunque eso sí, con menos garbo, menos gracia en su cuerpo serrano que un elefante en una cacharrería

Porque, al parecer, en el reparto de dones, a los de la facilidad de palabra y la desenvoltura mundana debió llegar asaz tarde, pero en el de timideces, “cortes” en público y demás zarandajas por el estilo, debió de quedarse con toda la existencia a repartir, pues el bueno de “Carolo” era más tímido que nadie, en especial si se trataba de echarse una nena a la cara, y ya no digamos si era Laura la que, casi por equivocación, le dirigía la palabra, pues entonces era de ver cómo enrojecía hasta la raíz del pelo y la lengua se le trababa, que alguna vez que otra hasta llegó a tartamudear un tanto de lo nervioso que la sola cercanía de ella le causaba.

Para nadie era un secreto que el bueno del “Carolo” bebía los vientos por la hermosa diva, y para ella, la propia Laura, menos que para nadie, que no veas cómo se complacía en meterse con él de vez en cuando, haciéndole enrojecer hasta la punta del pelo con salidas como esta

·       Carlitos, cariño, no me mires así, con esos ojitos gitanos que tienes, que me derrites, y lo mismo el menor día te violo

Y ya no digamos cuando la broma llegaba al punto de ser Laura quien sacaba a bailar a “Carlitos”, como ella más bien solía llamarle, antes que “Carolo”, pues entonces, con toda intención, se le pegaba como una lapa, acariciándole además la nuca y el pelo, hasta que lograba que el bueno de Carlos se pusiera a “tono”, momento en que ella solía separarse de él y, riéndose a mandíbula batiente, le decía

·       ¡Que no soy de piedra, Carlitos, y si me sigues arrimando “eso”, tal y como me lo estás arrimando, no sé lo que hago!… ¡Que me vuelves loca cuando me acercas “eso”!

La risión general, viendo cómo se le había abultado el pantalón por cierto sitio, era de esas de las que se dice “De Órdago a la Grande”, y de lo corrido que el bueno de Carlos quedaba en tales momentos, más de una vez llegó a marcharse, dejando plantado a aquel grupo de nenes y nenas, de los que no estaba tan seguro de que, en verdad, fueran sus amigos, pues más parecía que, si le aceptaban, era porque de alguien había que reírse, y él parecía ser el mejor “payaso” que habían encontrado.

Aquel curso terminó y casi todo el grupito de amigos pasó  la Universidad, Carlos incluído, aunque la aventura universitaria del muchacho acabó pronto, pues cuando apenas si acababa el primer semestre en la Universidad, la desgracia llamó a la puerta de casa, bajo la forma del paro, al ser su padre despedido del trabajo que, desde tiempo casi inmemorial, venía realizando.

Cuando era todavía un chaval de dieciséis-diecisiete años, el padre de Carlos entró como meritorio en una notaría de Madrid, y allí seguía todavía cuando Carlos accedió a la Universidad, pero ya como oficial de notarías. Pero sucedió que para esas fechas el notario se jubiló, pasando la notaría a un nuevo notario. Eso no era la primera vez que ocurría, pero las anteriores el nuevo titular había conservado al viejo equipo. Fue ese, el que acababa de hacerse cargo de la oficina, quien decidió despedir a casi toda la antigua plantilla, pues venía con la suya propia.

Lo peor fue que el padre de Carlos, como la mayoría de sus compañeros, no era oficialmente de plantilla, ya que a la notaría sólo les ligaba un contrato mercantil, como trabajadores autónomos. Eso se había venido traduciendo en mejores haberes, pero en ese último cambio de notario fue desastroso, pues a los que no figuraban en el Régimen General de la Seguridad Social los pusieron en la calle y sin un duro, en tanto que al par que estaban en plantilla regular, el nuevo notario los mantuvo en sus puestos.

Y así quedó la familia, sin trabajo ni tampoco subsidio de desempleo, pues el Régimen Especial de Trabajadores Autónomos, a cambio de cotizaciones muy bajas, no contempla la prestación por desempleo. En principio, los padres no vieron la perspectiva muy mala del todo, pues contaban con ahorros que, de momento al menos, les garantizaban una vida cuando menos decorosa, por lo que quisieron que Carlos siguiera estudiando, pero el muchacho lo declinó de plano, por lo que de inmediato dejó la Universidad, para intentar abrirse paso en la vida por otros medios.

En un principio Carlos intentó encontrar trabajo; un empleo que le reportara un sueldo que, como mínimo, le permitiera ingresar en casa algún dinero. Pero la cosa laboral, por aquellos inicios de los años noventa, no estaba nada clara. Sin ser como ahora, con la famosa crisis, lo cierto es que los empleos un tanto remunerados, desde luego, en los árboles no crecían. Y menos para un chaval con diecinueve años ya y sin experiencia ninguna de trabajo.

Así que poca cosa encontró, y con sueldos fatales, pues de repartidor a domicilio no pasaba nada y de las treinta-cuarenta mil del ala, pesetas hablo, claro, pues tampoco. Así y todo permaneció aquel año, desde Mayo más o menos, en una repostería de un cierto postín llevando pedidos y paquetes a mil y una casas. Por Navidades, sacó algo más, pues las propinas fueron menudeando, con lo que, cuando pasaron los Reyes, se vió con un pequeño capital, tres o cuatro mil pesetas, aparte del sueldo y la parte proporcional que de la extraordinaria de Navidad le correspondía.

Las celebraciones de Noche Vieja-Año Nuevo, marcaron la defunción del año 1991, y el nacimiento de 1992, año en el que la vida de Carlos dio un viraje rotundo que señalaría su definitivo rumbo. Digamos que el día tres, tal vez el cuatro de Enero del nuevo año 1992, le llegó la respuesta a una instancia que allá por Septiembre anterior presentara en el Gobierno Militar de Madrid. La respuesta era un pasaporte para viajar, por cuenta del Estado, el día uno de Febrero hasta la ciudad de San Fernando, Cádiz, para allí hacer las pruebas de acceso al Voluntariado Especial en la Armada Española, en el CIM, Centro de Instrucción de Marinería, de Cádiz.

Pasó las pruebas de ingreso, con lo que, directamente, quedó encuadrado en una brigada (compañía) iniciando de inmediato el periodo de Instrucción, tres meses, tras el cual, a primeros de Mayo, viajó de nuevo a Vigo, en Pontevedra, para hacer el curso UNO, de ascenso a cabo y primeros estudios de la especialidad elegida, en este caso concreto, transmisiones.

Tras otros tres meses en Vigo, en la ETEA, Escuela de Transmisiones y Electrónica de la Armada, finalizado ya el curso, obtuvo el galón de cabo y el diploma que certificaba su competencia técnica en receptores-transmisores de radio y teletipos.

Pero este fin de curso y de sus primeros seis meses en la Armada, tampoco significó que pudiera pasar una temporada de descanso junto a sus padres, pues en Madrid sólo pudo pasar tres días, en tránsito hacia Cartagena. Fue una de las pocas excepciones entre los miembros del curso y promoción de cabos que no disfrutó de su permiso de verano, el mes de Agosto, pues él mismo solicitó destino en el buque oceanográfico “Hespérides”, que zarparía de Cartagena en los primeros días de Agosto para la campaña anual de nueve-diez meses consecutivos, seis de ellos en la Antártida.

¿Por qué eligió tal destino, embarcarse del tirón por espacio de, cuando menos, nueve meses? Sencillo. El había ido allí, a la Armada, porque es donde más dinero se gana, pero sólo si se navega y no por aguas españolas, sino emprendiendo singladuras largas, de meses y meses, lejos de España, pues se cobran “aguas”, dietas diarias, tanto más altas cuanto más lejos se navega. Y el “Hespérides”, con sus singladuras de nueve meses mínimos, y hasta la Antártida, es el “Buque Insignia” de las dietas, las “aguas”… Sólo le superan las unidades destinadas a aguas peligrosas, zonas de guerra y tal.

 

Han pasado ocho o nueve años desde que Carlos se alistara en la Armada, y allí sigue, pero ya no es cabo. En los tres primeros años hizo los cursos UNO y DOS, con lo que pudo lucir los galones de cabo y cabo 1º; a fines del tercer año, logró aprobar las oposiciones para seguir el curso TRES, en la Escuela de Suboficiales de la Armada, en San Fernando, con lo que tras cinco años de servicio vestía los galones de sargento. Para entonces, esgrimiendo su título de bachiller superior, opositó al ingreso en la Escuela Naval Militar, en Marín, Pontevedra, cerca de Vigo, donde se forman los oficiales de la Marina española, cosa que logró entre el sexto y séptimo año de servicio, que eso no está claro, por lo que para entonces, el octavo o noveno año, acababa de salir de la Academia con la “coca” de alférez de fragata, alférez a secas en el Ejército

En esa ocasión sí que pudo pasar unas vacaciones en su casa, en Madrid, pues amén de llegar a casa a fines de Junio con el mas de Julio de vacaciones, venía además como disponible, al albedrío pues del Almirante Jefe de Personal, lo que quiere decir que no tenía destino determinado aún, quedando a la espera de que surgiera plaza libre para un alférez de fragata en algún buque.

De más estará decir que, desde que saliera de la Universidad, casi diez años atrás, no había vuelto a saber nada de aquél grupito de chavales-chavalas que fueran sus compañeros durante sus etapas estudiantiles, por lo que se llevó la mayor sorpresa de su vida cuando se topó de bruces con ella.

Había salido de casa por unos asuntos que debía resolver en las oficinas del ISFAS (Instituto Social de las Fuerzas Armadas; esto es, la Seguridad Social de los militares); cuando acabó lo que allí le llevara, ya en la calle de Alcalá, cuando se dirigía hacia el metro, se la encontró de frente. Sí, era Laura. Al instante se reconocieron pero, de momento, quedaron parados, sorprendidos los dos, pues encontrarse era lo último que ambos podían esperar.

Fue Carlos quien primero se repuso del momentáneo estupor.

·        ¡Laura! ¡Dios mío, eres tú! ¡Cuánto tiempo, Señor, cuánto tiempo! Me alegro, Laura; me alegro mucho de volverte a ver

Confianzudo, Carlos se llegó hasta la mujer, dándole dos besos en las mejillas, uno en cada una. Laura, medio saliendo de la impresión al verle, correspondió a la atención de su viejo amigo, devolviéndole los dos besos.

·       Sí, Carlos; cuánto tiempo de no vernos

·       Diez años casi justos. ¡Pero qué bien que estás, chica! Estás imponente, de verdad. Guapa eras, pero ahora estás bastante más guapa que entonces; más, mucho más atractiva.

Entonces reparó en que la muchacha no estaba sola, pues más que a su lado, casi detrás de ella y cogida de la mano, había una niña de unos seis o siete años, que le miraba intrigada a la par que un tanto recelosa

·       ¡Anda, y qué niña más guapa que veo por aquí!

Se acuclilló frente a la cría en intención de dedicarle alguna que otra carantoña, pero la nena se apartó de él, aferrándose a las faldas de Laura entre pucherillos al tiempo que se medio escondía tras la mujer

·       Tu hija, ¿verdad? No hay más que verla; bien guapa que es, como la madre… ¡Bendita la rama que al tronco sale!

·       Es muy tímida con quienes no conoce. Enseguida se esconde tras de mis faldas. ¡Cosas de niños!

·       Sí; cosas de críos. No te preocupes, no tiene importancia.

Carlos se había levantado del suelo, pero aún miraba a la criatura. Se volvió hacia la madre diciendo

·       Qué guapa que es la nena; un cromo, un sol de criatura… Así que te casaste. Con Emilio, claro…

Si le pica un bicho Laura no se queda tan tiesa y envarada. Levantó la cabeza más con soberbia que con orgullo, y con los ojos llameantes y el tono de voz más cortante que el filo de una navaja barbera, espetó a Carlos

·       Sí, es mi hija, pero no estoy casada. Soy soltera; madre soltera y mi hija lo es de padre desconocido. ¿Qué piensas? Que soy una zorra, claro; una mala hembra que se “abre de piernas” con cualquiera, ¿no es eso? Y qué, tú también estás pensando en probar suerte, ¿no?  Y por qué no. Soy soltera y tengo una hija; una hija sin marido, luego soy de las que “tragan”… No te apures, no serías el primero de aquellos “amigos” que piensa así, que pretende “mojar” con la “furcia” de Laura… ¡Pero te equivocas; os equivocáis todos!... Sí, tengo una hija y soy soltera, pero no soy una “furcia”… Ni una “chica fácil”… Me equivoqué una vez… Pero no me volveré a equivocar…

Carlos estaba, más que pálido, casi lívido. Las palabras de Laura le habían hecho mucho daño. Pero no estalló en tormenta de ira, sino que respondió a tamañas sin razones con calma, sin estridencias, sin malos modos ni voces altas. En forma fría, mesurada, contestó a las diatribas de la mujer  

·       No tienes derecho a hablarme así, Laura. ¿Cuándo te he ofendido yo? ¿Cuándo me he portado mal contigo, cuándo te he faltado al respeto?... Si mal no recuerdo, fuiste tú quien alguna que otra vez lo hizo conmigo… Repito, Laura; me alegro de haberte vuelto a ver, pero perdona, que tengo algo de prisa. Hasta la vista Laura. Que seas dichosa y encuentres la paz de espíritu te deseo. Adiós, mi querida  amiga…

Hizo una leve inclinación y, con la cabeza muy alta, se marchó calle Alcalá arriba, en querencia del metro de Goya.

Laura le vió alejarse, consciente de que se había equivocado otra vez, pues acababa de ser enteramente injusta con aquél hombre. Quiso ir tras de él, llamarle al menos; decirle que no se fuera, que la perdonara pues había sido majadera e injusta con él, pero no pudo. Se quedó allí, inmóvil, quieta, con la niña a su vera. Luego se sentó, realmente desalentada, en un banco de la calle que junto a ella allí había.

Se sentía mal, no sólo por la injusticia cometida, sino también, y de manera muy particular, porque intuyó que, muy probablemente, acababa de espantar de su lado al, tal vez, único amigo de verdad que le quedaba. Tan mal se llegó a sentir que hasta las lágrimas pugnaron por correr a lo largo de sus mejillas

La niña se le acercó un tanto desorientada, pues perfectamente percibía que su mamá estaba triste, y no se explicaba la razón de aquello

·       ¿Qué te pasa mamá? ¿Es malo ese señor?

Laura miró a su hija; le tendió la mano y la atrajo hacia sí, hasta acogerla en su regazo, sentándola sobre sus muslos

·       No hija; el señor no es malo. Es muy bueno y quiere mucho a mamá… Pero mamá sí ha sido mala con él… Le,… Le ha hecho mucha “pupa”

·       Pues yo no he visto que le pegaras

La salida de la cría puso una leve sonrisa en sus labios

·       No hija; no le he pegado. Pero ¿sabes?... Los mayores a veces somos muy tontos, y le hacemos daño, pupa, a quién nos quiere, sin razón ni motivo

 

La vieja pasión, el amor que Laura despertara años ha en Carlos, últimamente estaba muy diluida, casi olvidada en el pasado; la actividad desarrollada por él a lo largo de esos diez años transcurridos fue borrando el recuerdo de aquél amor primero. Pero al volver a encontrarla, a verla, tan bella, tan espléndida, reavivó lo que un día lejano fuera.

Así, que volvió a casa desazonado; en primer lugar, por la forma de tratarle ella, sin razón ni motivo; pero también porque rememoró el “picorcillo” en el alma de otros tiempos. Y es que, no nos engañemos, Laura estaba para eso y para bastante más.

Así, en un querer y no querer, fueron transcurriendo los días; cuatro, cinco seis, puede que ocho, cuando una mañana, a eso de las once, once y media, tal vez las doce del medio día, su madre, muy misteriosa, entró en su cuarto a decirle que tenía una llamada telefónica

·       Creo que es Laura, aquella chica, compañera del instituto, que tanto te gustaba

Carlos se quedó de una pieza al oírla pero, no obstante, saltó del sitio donde estaba, como impulsado por un muelle.

Sí, era Laura, que le llamaba para disculparse por su actitud del otro día. Carlos la tranquilizó, diciéndole que no se preocupara, pues sabía que no había mala voluntad en su acción. No era muy exacto lo que le decía, pero quería suavizar las cosas con la chica. Dio resultado su estrategia cuando ella le agradecía, con muchos visos de verdad, su comprensión hacia ella. Entonces él se decidió a hacer lo que nunca se le ocurriera: Proponerle verse un día, sólo un momento, desde luego, para tomar algo y recordar los viejos tiempos. Entonces Laura se quedó un momento en silencio, como pensando la propuesta, para decirle al cabo de un minuto

·       ¿No estarás casado… o lo que sea?

Carlos se rió con ganas ante los escrúpulos de la muchacha

·       No Laura; no estoy casado, ni nada por ese estilo. Soltero y sin compromiso, chica, qué le voy a hacer. ¿Es que no te acuerdas? Soy Carlos, Carolo, el que no se “comía ni una rosca”… Y sigo  así hija, qué quieres que le haga. ¡Es mi sino!...

Ahora quien se rió con ganas fue ella, Laura, aunque mejor sería decir que fueron los dos los que se rieron a mandíbula batiente. Y sí, quedaron para un par de días después en una cafetería de la calle de Goya, sobre las seis de la tarde. Con unos seis/siete minutos de adelanto llegó Carlos y se encontró con que Laura debía de acabar de llegar también, pues la vio sentándose a una mesa en ese momento. Ella alzó la cabeza un segundo más tarde y también le vió, poniéndose en pie al momento para hacerle señas, por si no la hubiera visto.

Se sentaron los dos juntos, tras los ósculos de rigor, uno en cada mejilla, y pidieron sendos cafés con leche más dos tortitas con nata ella, y unos churritos él.

Estuvieron en la cafetería una par de horas, puede que algo más, y luego anduvieron paseando por la zona hasta algo más de las diez de la noche. Hablaron mucho, aunque bastante más de lo sucedido a ambos desde que Carlos dejó el instituto que de lo vivido por los dos cuando compartían clase en el centro escolar.

Así, Carlos supo cómo casi todo el antiguo grupo de amigos accedió a la universidad, a la Complutense exactamente; y cómo, a poco de comenzar el tercer curso de Arquitectura, Laura comunicó a Emilio que estaba embarazada de él, de unos dos meses, de siete u ocho semanas, y cómo entonces el novio la dejó en la estacada al negarse ella, rotundamente, a abortar, tal y como Emilio le demandó.

Laura dio a luz a su hija, pero ello no fue óbice para que acabara la carrera, con un año de retraso, sí, pero logró licenciarse en Arquitectura, completando su titulación universitaria con un Máster de post-grado, lo que le reportó un sólido empleo en una de las más prestigiosas empresas constructoras de Madrid, con el consiguiente bien pasar de que para entonces disponía.

Y, lógico, también Laura conoció el próximo pasado de Carlos, quedándose de una pieza cuando se enteró de sus andanzas por esos mares de Dios, y todavía más cuando él le dijo que acababa de obtener la “coca” de oficial de la Armada, de alférez de fragata. No podía creer que aquél chico asaz tímido y hasta apocado que ella en tiempos conociera, deviniera en esa especie de aventurero, surcador de los bravíos mares, que hasta a la Antártida navegara.

El a eso repuso que no había dejado de ser tímido y más o menos apocado, pero que aquella vida, siempre navegando, y cuando no estudiando en las escuelas militares de la Marina española le había cautivado. Amén de que, como le decía, sólo era tímido y casi apocado cuando trataba, sobre todo a chicas, fuera del servicio, pues a bordo de un buque y con el uniforme y las insignias de mando encima, de todo aquello nada de nada, pues ni se cortaba ni dudaba al obedecer y hacer obedecer las órdenes precisas.

Tal repuesta provocó un casi ataque de risa en Laura, haciéndola decir

·       ¡No me digas que has resultado un sargento come-quintos, Carlitos, (otra vez el dichoso diminutivo, se dijo Carlos al oírlo), que no me lo creo, Ja, ja, ja!…

Y claro, Carlos torció algo el gesto mientras decía, mucho más en broma que otra cosa

·       Sigues siendo lo mismo de cruel conmigo, Laura… Pero… ¡En qué mala opinión que me tienes!

·       Anda, anda Carlitos, (y dale, se dijo otra vez Carlos), no te enfurruñes conmigo que ya sabes que eso no te va…

Cuando se separaron, Carlos no es que se revelara como un valiente, sino que hasta se diría que heroico, pues incluso se atrevió a sugerirle a la muchacha volver a verse alguna que otra vez, a lo que ella, jovial, respondió

·       No veo por qué no. Espera que te dé el número de mi móvil.

No transcurrieron muchos días hasta que Carlos telefoneó a Laura, proponiéndole salir a comer el siguiente sábado; pero ella le respondió que no podría ser, pues sus padres estarían fuera de Madrid ese fin de semana a ver a su hermano y su cuñada, que hacía poco habían sido padres por tercera vez, y los abuelos tenían “morriña” de su nuevo nieto, así como de sus hermanos, más si cabe que de su propio hijo.

Pero de nuevo Carlos se destapó como persona de recursos, cuando le respondió

·       Y por qué no te la traes. Podríamos ir a comer a la Casa de Campo, a uno de los restaurantes o “chiringuitos” del Zoológico o del Parque de Atracciones… Seguro que la nena disfrutaría cantidad… Por cierto, ¿cómo se llama? Bueno, creo que es una tontería lo que he preguntado, pues cómo ha de llamarse sino Laura, Laurita, ¿verdad?

·       Pues “pirdió” usted, caballero, que se llama Amalia, como mi madre. Ella se empeñó en llamarme Laura en honor a su suegra, mi abuela paterna, y como una deferencia hacia su marido, por lo que yo a mi hija le puse el nombre de mamá… Y respecto a lo que me dices, pues no sé… No me parece bien que cargues con la niña toda la tarde del sábado.

·       ¡Pero qué dices! ¡Si a mí los niños me encantan!… Por si no lo sabes, soy un inveterado chiquillero!... Nada, nada, te la traes… Ya verás lo bien que se lo va a pasar; lo bien que nos lo vamos a pasar los tres…

Laura quedó desarmada, sin argumentos ante aquél Carlitos tan diferente al que antaño conociera… Y claro, quedaron en verse el próximo sábado, para comer los tres juntos.

Cuando Laura colgó el teléfono se quedó junto a él, sentándose en una silla que al lado había, en tanto que una sonrisa lucía en sus labios. La verdad es que le había agradado mucho que Carlos insistiera en que llevara consigo a su hija, pues eso le demostraba, palmariamente, que en su interés por ella no había doblez alguna, nada innoble había en ese interés. Porque de que el muchacho estaba más que interesado en ella, a Laura no le cabía duda alguna.  Desde el primer momento, el primer día lo supo: Carlos, Carlitos, seguía tan loco por ella como antaño lo estuviera… Sin quererlo, se dijo para sí misma: “Qué buena persona es”·… Y de inmediato, recordó los desplantes, las burlas que entonces, diez años atrás, le dedicara… Y de nuevo se dijo a sí misma: “Qué tonta, qué imbécil que yo era”… “Y qué mala persona también”… Luego, pensando en Carlos, incluso se dijo que:” Bien mirado, tampoco estaba tan mal”…

Ese sábado siguiente fueron a comer al Parque de Atracciones, y allí pasaron casi toda la tarde. Para Amalia, la hija de Laura, aquella tarde fue una gozada pues apenas si paró de montarse en las atracciones. Laura estaba la mar de cohibida, pero también algo enfadada, pues Carlos no paraba de consentirle caprichos a la niña, induciéndola incluso a pedir más y más cosas. A las claras se veía que el hombre estaba disfrutando como un enano con la cría, que en un santiamén estaba loca con él, queriéndole al lado del alma.

Laura le decía a su amigo que se la estaba malcriando, pues a los niños no se les debe de consentir tanto, y él le respondía que no se preocupara, pues un día era sólo eso, un día. Laura protestaba por lo condescendiente que era Carlos con su hija, pero en el fondo de su ser, le agradaba un montón la actitud de él para con su hija…

Aquella tarde se fue repitiendo a lo largo de los días, las semanas, de aquél mes de Julio, pues eso de salir a comer los tres juntos se hizo lo cotidiano de cada sábado y cada domingo a partir de aquel primero, pero es que las salidas de los tres, o de los dos solamente, Carlos y Laura, empezaron a menudear hasta el punto de repetirse un día sí y al otro también. La Casa de Campo, con su Parque de Atracciones, su Parque Zoológico, su lago, sus caminos, paseos y zonas arboladas, unas veces, las menos, cubiertas de suave y mullida hierba, otras, las más, por arbustos o simple maleza, sin descontar sus calveros pelados, llenos sólo de tierra más o menos apisona, se convirtió en su habitual “zona de operaciones”, aunque alternándolo no pocos días con alguna que otra cafetería, donde la niña, Amalia, se ponía “morada” de helados y otros dulces.

Julio fue transcurriendo, y tras de Julio llegó Agosto; en la tarde de uno de sus domingos, coincidente tal vez con el octavo día del mes, puede que con el noveno, estaban los tres en una de esas escasas áreas donde la arboleda está plantada sobre un pequeño mar de hierba, con la niña Amalia correteando, saltando, revolcándose y, en definitiva, jugando, y ellos dos, Laura y Carlos, tumbados boca arriba sobre la hierba, pero sin perder de vista a la pequeña.

Tras un tiempo en el que ambos se mantuvieron callados, Laura dijo     

·       Perdóname Carlos

El, que tuviera la vista prendida en el azul de un cielo sin siquiera una nube, la volvió intrigado hacia ella, que también le miraba entonces, mientras su rostro reflejaba la sorpresa que la aseveración de ella le causara

·       Perdonarte… ¿De qué?... ¿Por qué?

·       Por lo mal que en otro tiempo te traté

·       ¡Ah!... No tengo nada que perdonarte… nada, nada en absoluto

·       Sí Carlos, sí. Fui mala, muy mala contigo… Me burlé mucho de ti… Ahora lo sé y me arrepiento… Perdóname Carlos, por favor, por favor…

·       No Laura; no hay nada que perdonar… De aquello, ya ni me acuerdo… Bueno, no; eso no es verdad. ¡Ya lo creo que me acuerdo de los “achuchones” que, algunas veces, por entonces me arreabas!... Eran deliciosos… Lo mejor de mis recuerdos… Tenerte tan cerquita de mí; tan “pegadita” a mí, sintiendo el calor, la embriagadora fragancia de tu cuerpo… Ja, ja, ja… ¡Y cómo me ponías!... ¡A “tono” de verdad!... ¡Y no veas los dolores de escroto que me sobrevenían luego!...

·       ¡Carlitos, eres un golfo por recordar eso!... ¡Dios y qué vergüenza!...

Rieron los dos una vez más y luego se quedaron silenciosos, mirándose intensamente el uno al otro. Pasaron así unos instantes, como si los dos, Carlos y Laura, Laura y Carlos hubieran quedado atrapados en una especie de círculo mágico. El sortilegio se rompió a medias cuando la voz del hombre se hizo oír

·       Te quiero Laura…

·       Lo sé… ¿Sabes? La vida, a veces, es muy injusta. Deseo quererte; amarte igual que tú a mí, pero no puedo… Lo siento; de verdad que lo siento, pero sólo me atraes como amigo, como hombre no…

Carlos quedó callado unos minutos, mirando al cielo; luego se volvió hacia ella, que no había dejado de mirarle en todos esos momentos. La tomó de una mano y le dijo

·       En los sentimientos no se manda Laura. Son espontáneos y no se someten a raciocinio que valga… Uno, una, se enamora porque sí, porque así sucede, y no porque uno, una, se lo proponga…

Carlos se medio incorporó, volviéndose hacia Laura y llevó una de sus manos a su rostro, acariciándolo. Luego acercó su propio rostro al de ella, y la besó en la mejilla.

·        No te preocupes Laura, que todo está bien. Al menos, creo que, como amigos, me quieres un poco… Incluso, puede que un mucho

·       Gracias Carlos… Eres una gran persona… Y sí; como amigo, te quiero mucho…

 

Se dice que en esta vida todo acaba por llegar, y la asignación de destino a Carlos también llegó. Fue un telegrama del Cuartel General de la Armada, Mando de Personal, llegado el martes siguiente, por el que se le destinaba a la fragata F 103, “Blas de Lezo”, a la que debía incorporarse al otro lunes a más tardar. De modo que en la noche del domingo siguiente estaban en la estación del Norte, para despedir a Carlos, tanto sus padres como Laura.

La semana precedente había transcurrido como de costumbre, con los dos juntos, al menos, casi todas las tardes; con la niña Amalia desde el mismo martes hasta el viernes, ellos dos solos el sábado y el domingo. Desde las once de la mañana hasta más allá de la medianoche el sábado y de once de la mañana a esa hora, de las diez y bastante de la noche, el domingo.

Sobre todo ese domingo hablaron poco y se miraron mucho. Sí, mucho se miraron, pero más aún acarició Carlos a Laura; caricias de lo más limpio, sin asomo de erotismo en ellas, pero colmadas de ternura y cariño, pues todo fue acariciarle las mejillas, el pelo, con las manos, y, pasándole el brazo por la cintura, arrimarla hacia sí, estrechándola contra su hombro, con lo que Laura dejaba descansar su cabeza entre el omóplato y el pecho de Carlos. Y es que la congoja que aquejaba a la mujer era más que evidente

·       Pero qué te pasa Laura… No es para tanto mujer… Anda, no seas tonta mujer, y alegra esa cara…

·       Es que me he acostumbrado a estar contigo; de verdad Carlos, que daría algo grande porque no te tuvieras que marchar…

·       ¡Vamos, vamos, chica! ¡Que cualquiera diría que se te va el novio a la guerra!

Laura entonces soltó una risita nerviosa y su rostro se arreboló cual el de una colegiala a la que sorprendieran besándose con su primer noviete

·       ¡No, si a este paso hasta casi voy a creer que te estás enamorando de mí!... ¡Oh milagro  de milagros!

Y aquí el rojo fuego del rostro de Laura, casi, casi, que cambia a rojo bermellón.

En la estación llegó al fin la hora en que el tren estaba a punto de arrancar, con lo que llegaron los últimos besos y abrazos entre viajeros y personas próximas. Entonces, en esos últimos momentos, con Carlos ya encaramado al vagón, en la plataforma de acceso y junto a la puerta abierta, Laura le dijo, casi suplicando

·       ¿Me escribirás?...

·       Cada día Laura; cada día. Y alegra esa cara, que ya verás; en nada estaré aquí de nuevo. Seguro que el próximo fin de semana. Ya verás; el viernes te llamaré tan pronto esté en Madrid para que quedemos…

El tren por fin arrancó; con marcha lenta, lenta, en principio, para, casi de inmediato, ir tomando más y más velocidad. Laura, tan pronto el convoy echó a andar, corrió andén adelante tras la puerta donde, abierta aún, Carlos agitaba la mano despidiéndose, al tiempo que le gritaba mientras corría

·       ¡Te quiero Carlos! ¡Te quiero! ¡Te quiero!...

A Carlos le pareció escuchar ese “Te Quiero”, pero no le hizo mucho caso… Sí, lo sabía; sabía que le quería y también sabía que le quería mucho… Pero como amigo…

 

Al viernes siguiente, Carlos no pudo ir a Madrid, tal y como le dijeran a Laura, porque ese mismo viernes la fragata “Blas de Lezo” zarpó de Ferrol rumbo al Atlántico Norte para integrarse en una agrupación naval de la OTAN y participar en una serie de maniobras anti-submarinas y de defensa aérea que la mantuvo alejada de España hasta el doce de Diciembre, cuando por fin regresó a Ferrol. Vamos, que los cuatro días hasta su vuelta que Carlos prometiera a Laura, al final se trocaron en cuatro meses.

Cosas que ser profesional de la Armada; o de la mar en general, y si no que se lo digan a esposas y madres de los pescadores de altura, los grandes buques factoría, etc, etc.…

Desde Portsmouth, al sur de Inglaterra, en el Canal de la Mancha, último puerto que tocaron, ya en viaje de regreso a Ferrol, Carlos llamó a Laura a decirle que en tres o cuatro días, cinco a lo sumo, estaría de vuelta en Ferrol, y su sorpresa fue inmensa cuando, bajando por la escalerilla del barco, la divisó entre el gentío reunido a pie de muelle. No podía dar crédito a sus ojos: Ella allí, en Ferrol, esperándole

Si él corrió al encuentro de ella, Laura no se quedó atrás volando más que corriendo hacia el que ya, sin duda alguna, era también su amado. Pero como para Carlos ese “detalle” todavía estaba un tanto bastante oscuro, cuando ella, al llegar junto a él, le saltó más o menos literalmente al cuello, arreándole un “morreo” de esos que hacen época, se quedó que no sabía si aquello lo estaba viviendo o lo soñaba; aunque, se decía, a lo mejor me he muerto, he ido al cielo, y yo, sin repajolera idea de todo ello.

En fin, que de momento al menos, se le quedó una carita de tonto l’haba que para qué te cuento; pero sí, sí, tonto, que no veáis cómo espabiló el “tontito” tan pronto se “coscó” de qué iba aquello, pues agarró por banda a Laura, que me le diga, por la cintura, y… ¡La “mare de Deu”!, que diría un catalán, cómo correspondió al “morreo” de que era objeto; con “morreo” y medio, digamos.

Aquella misma tarde tomaron en La Coruña el talgo para Madrid, tomando, al llegar, habitación en un hotel donde, por vez primera, durmieron juntos. Como jocosamente decía Laura, aquella fue su “Noche de Bodas”, aunque la ceremonia, canónica y civil, hasta mes y pico después no tuviera lugar

Y cuando todavía no hacía ni ocho meses desde la boda, Laura dio a luz al primer hijo que de Carlos tuvo, al que el padre, para no variar, no pudo conocer hasta que la criatura tenía ya más de tres meses, pues en ese gran momento de su vida estaba en la mar, en el Mediterráneo Oriental exactamente.

 

FIN DEL RELARTO

NOTA DEL AUTOR

 

Escribir este relato, me ha resultado especialmente grato, entrañable, más bien, pues hay en él detalles que me “pillan” de muy, muy cerca, ya que la carrera profesional del protagonista, Carlos, que ingresa en la Armada Española como simple recluta de Marinería, según el, en tiempos, llamado Voluntariado Especial de las Fuerzas Armadas, llegando  por sus propios méritos a oficial, tras pasar por ser cabo, cabo 1º y sargento, es la mismita carrera militar de mi hijo mayor, que también ingresó en el Voluntariado Especial de la Armada en 1988, con veinte años sin cumplir, y hoy día es alférez de navío, esto es, teniente en el Ejército, propuesto ya al ascenso a teniente de navío, es decir, capitán, tras ser, primero, cabo, cabo 1º y sargento. Veintisiete años han pasado desde entonces, a lo largo d los cuales se ha tirado casi veinticinco en la mar, con hasta trescientos días de mar, algún que otro año.

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