Nuevos relatos publicados: 13

Ninfomanía e infidelidad (10)

  • 17
  • 21.121
  • 9,69 (32 Val.)
  • 0

En realidad ya tenía una propuesta laboral en otra área para hacer un trabajo más creativo pues, aún sin cumplir con los estudios, sí tenía la suficiente cultura y conocimientos prácticos para ser museógrafa. Allí conocí a Othón, un escritor un par de años menor que yo y que trabajaba por honorarios haciendo corrección de estilo, solamente nos saludábamos cuando nos cruzábamos en el camino o las pocas veces en que llegaba temprano y coincidíamos en la entrada del trabajo, sin embargo, yo sentía “maripositas en el estómago” al verlo y recuerdo haber tenido un par de sueños húmedos por su causa; al parecer tampoco yo le era indiferente, pero mantenía un comportamiento ecuánime, supongo que era por estar casado.

La primera ocasión en que fui a su oficina para revisar el contenido de un tríptico promocional de una exposición que estaba a mi cargo, la cercanía de nuestros cuerpos hizo que las feromonas nos pusieran literalmente a temblar. No me contuve y acerqué mucho mi rostro al suyo, él no pudo evitar besarme, luego abrazarme y luego... Sí allí mismo hicimos el amor, yo sobre él que estaba sentado en su sillón, exponiéndonos a perder ambos el trabajo pues a la puerta no le pusimos pasador, ¡ni nos acordamos que debíamos ponerlo! Todo fue un arrebato que incluso impidió el uso del condón. “Te amo”, me dijo entre resoplidos y aún con el menguado miembro adentro, antes de meterse uno de mis pezones a la boca. “Yo también”, le contesté segura de que era verdad, acariciando sus cabellos y ofreciéndole la otra teta. Repuestos un poco de la agitación que causa el coito, me arreglé las ropas, aunque seguían ajadas me fui a mi lugar cerrando la puerta de su oficina con cuidado para no llamar la atención. Al poco tiempo llegó a mi escritorio, se sentó enfrente para sugerirme algunos cambios en el tríptico. Era evidente que no quería que volviera a su oficina, lo cual me dio un poco de tristeza. Pero él, que no tenía que firmar ni checar tarjeta y se retiraba al terminar su trabajo, esperó hasta la hora de mi salida, abrió la puerta de su oficina y me llamó. Cuando entré, me pidió que no la cerrara, lo que me entristeció aún más. Sólo preguntó “¿Podemos comer juntos?” Obviamente le respondí que sí y tomé el teléfono para suplicarle a mi hermana que se estuviera en casa con mis hijos. Ella captó el tono suplicante de mi voz e intuyó que se debía a causas de trabajo que no llegaría temprano a casa. Al terminar mi llamada, la oficina estaba prácticamente vacía.

En el restaurante me confesó que le atraje desde la primera vez que me vio, pero que, al ser casado, evitó cualquier comunicación conmigo y la de hoy, forzada por las circunstancias, no imaginó que se diera así. Sin dejarme hablar, me dijo que tenía una hija, que amaba a su esposa, pero que no se arrepentía de haber hecho lo que hizo pues fue una experiencia cercana a lo que ha de ser la Gloria. Me preguntó si tomaba anticonceptivos. Respondí “No...” y antes que continuara mi explicación me dijo “No importa, estoy dispuesto a reconocer mi paternidad si fuese necesario”. Solté una carcajada de alegría pues me hizo ver que no era para él una aventura de ocasión. Mi risa lo turbó, pero le tomé la mano y le expliqué que me reía pues lamentaba estar ligada de las trompas de Falopio (en realidad usaba DIU), lo que hizo que cambiara su seño y se enterneciera mucho. En la noche, después de haber platicado mucho y dejar claro que nos amábamos y que yo estaba dispuesta a estar con él en las condiciones que fueran, me dejó en mi casa pidiéndome que nos viéramos el sábado “desde muy temprano”. Según supe no fue al deportivo, como lo acostumbraba, y dijo en su casa que tendría trabajo. Dejó apagado su teléfono móvil en casa como hacía cuando iba a hacer deporte. Nadie lo molestaría...

Othón resultó todo un experto y muy creativo en lo que al sexo se refiere, además de ser muy cariñoso y romántico. Me hizo un pequeño poema, escribiendo uno o dos versos cada vez que descansábamos. Además, al llegar a casa, me esperaba un gran ramo de rosas rojas con unos versos prestados de una canción: “Desdigo a Dios porque al tenerte yo en vida /no necesito ir al cielo tisú:/ Amor mío, la Gloria eres tú”. Cuando me habló por teléfono en la noche para agradecerme lo feliz que había sido ese sábado, le correspondí de la misma manera diciéndole que yo también había sentido una felicidad que hacía mucho no me pasaba, le agradecí el detalle de las rosas, pero le reclamé por su ignorancia debido a lo que puso en la tarjeta “El popular bolero, en todas las versiones conocidas dice Bendigo en lugar de Desdigo, ¿no lo has oído bien?” “Sí, tienes razón, pero su escritura original era esa. El compositor debió cambiarla, por su puño y letra, para que la aceptaran los magnates de la radio y las disqueras”, me contestó, y el lunes siguiente me llevó fotocopia de una investigación que había hecho recientemente al respecto.

Lo admiré por su trabajo y por lo que sabía hacer conmigo, desde las palabras tiernas y las caricias, hasta la forma de embestirme con la lujuria que le provocaba, además de las sorpresivas maneras en las que me hacía el amor. Aún recuerdo con mucha viveza lo que hacíamos cuando salía de comisión y me pedía que lo acompañara. Eso ocurría cuando iba a lugares relativamente cercanos y prefería recorrer el trayecto en automóvil y, si era necesario, me presentaba como “su asistente”; pero a los lugares donde había que trasladarse en avión, llevaba a su esposa y a su hija, lo cual me daba algo de tristeza porque no me resignaba ser “la otra” y “vivir a la sombra”. Con el tiempo, y por comentarios que hizo su pequeña hija de cuatro años con quien a veces salíamos acompañados de mis hijos, su esposa sospechó de nuestra relación y sin que supiéramos pudo conocerme porque tenía algunas amigas donde trabajábamos. Los celos que ella manifestaba, las palabras hirientes que ella, diez años menor que yo, le dirigía por andar con una “anciana de cara bonita a la que se le colgaban las chiches”, la belleza y juventud de su mujer y el mayor tiempo que cada vez más me dedicaba Othón, lo hicieron oscilar entre divorciarse para irse a vivir conmigo y “disfrutar de la Gloria que yo le ofrecía en la Tierra” o dejarme para continuar la vida familiar y sentimental que había sido antes muy tranquila. Pasamos así casi dos años. Su romanticismo se iba apagando pero su lujuria aumentaba y me satisfacía enormemente. Fingí enojarme ante su indecisión, pero claramente la comprendía. Le hice saber que si no se decidía no podía seguir siendo sólo suya (a decir verdad solamente el primer mes fui sólo de él), pues necesitaba más de lo que me daba. Dijo que estaba en mi derecho de buscar algo más estable o explorar con otros, que él entendía que yo era de fuego, aceptando implícitamente que no se molestaría por eso. Con Othón reconocí de manera evidente que en verdad yo era una gran puta y así me trataba él para beneplácito mío. Sí, también seguí siendo la putita de Roberto, visitaba a Saúl o él iba a mi cama y Eduardo acudía en las noches que yo sentía frío, había tiempo para todo...

Una de las veces que Othón y yo fuimos a Puebla y planeamos regresar el mismo día pues sólo se haría la inauguración de un taller de Redacción que él dirigiría, no tuvo tiempo para mí, pues lo acosaban los periodistas y funcionarios de cultura. Sin embargo, al retorno ocurrió un coito estupendo. Ya era de noche, cuando regresábamos por la autopista y, como ya dije, en el auto era frecuente que no trajera calzones ni brasier y a mis acompañantes, desde que anduve con Eduardo, les pedía que tampoco trajeran ropa interior pues les sacaba la verga para acariciarla y mamarla. Así fue en esa ocasión en que lamía su glande y le chupaba uno a uno los testículos, mientras él con la mano derecha me pellizcaba los pezones y metía sus dedos en mi vagina, de la que al poco tiempo escurrió el flujo con el aromático olor que me caracteriza y, aunque está mal en que yo lo diga, sucumben todos mis compañeros. Sin haber tenido nada la noche anterior ni en ese día, mi calentura crecía conforme el auto recorría los kilómetros.

–Ya se me antojo que me lo metas, amor. ¿Podrás? –le dije a Othón.

–Pues siéntate en mí, mujer, pero me ayudas a manejar –me advirtió, disminuyendo la velocidad del auto.

–¡Que sabroso! Parado y mojado... –grité después de un suspiro, cuando me ensarté.

–Toma el volante y yo acaricio estas tetas –me solicitó, manteniendo la dirección con la mano izquierda y apretándome la chiche derecha con la otra mano.

Sentí una nueva emoción, pues entre todas las cogidas que me habían dado (incluso un “rapidín en un ascensor), no había una parecida. Me mecí para gozar más aquella empalada que me daba Othón.

–¡Me estoy viniendo, Othón! ¡Qué rico coges! –grité tratando de no cerrar los ojos, pues sabía que mi pelo, largo y suelto, le imposibilitaba la visión.

–¡Yo también, mi puta, yo también! –dijo soltando completamente el acelerador y me estrujó las chiches.

El auto, que iba lento, bajó aún más la velocidad y lo orillé antes de que se detuviera. Me moví más para exprimirle todo el semen y tener un orgasmo más.

–¡Qué rico, amor, qué rico! –dije y cerré los ojos, volteé para besarlo y se me escurrieron algunas lágrimas por la satisfacción.

–¡Eres muy puta, mujer, por eso estoy contigo, amor!

–Sí, soy tu puta, tú me has hecho puta, quiero coger a todas horas! –le contesté, recordando en silencio que en esa semana me habían cogido también mis otros tres amores...

Ya habían pasado varios años en que una de mis amigas me contó que la penetración anal era muy satisfactoria, pero había que hacerla con cuidado y, de preferencia con lubricante. Me atreví a vencer ese tabú y a los pocos días de que mi amiga me lo sugirió se lo pedí a Eduardo. “Reponte, mi amor, porque quiero que me lo metas por el ano” le dije dándole un beso y moviéndole el pene rápidamente. Eduardo estaba exhausto y se negó. Me hice la ofendida y sin hacerme limpieza me fui para mi casa. Hacía una hora que Saúl había llegado y como los niños estaban con sus abuelos se dedicó a pensar cómo recuperar mi cariño. Era frecuente encontrarlo tiste cuando llegaba a casa, pues sus intenciones siempre eran las mismas, a sabiendas de que regresaba de andar con Eduardo. Esa noche no sería distinto, sabía que trataría de ser cariñoso conmigo así que se lo permití al llegar y en la penumbra nos desnudamos. No dije nada de las recriminaciones que sin desearlo le salían entre las palabras de mimo. Yo todavía seguía caliente y sus caricias me calentaron más, así que le propuse que me tomara por el ano. “Te amo, Saúl, penétrame por allí, con nadie lo he hecho antes así”, le insistí ofreciéndole la grupa. No quiso, pero me lo empezó a lamer, después me limpió la vagina y lo que me había escurrido entre las piernas, la luz le impedía ver que acababa de hacer el amor, pero el tacto y el olor no lo podían engañar... Volví a sentir la misma fascinación que la vez anterior al probar en sus besos la mezcla de mi flujo con el semen de Eduardo, me metió la verga en la vagina y antes que se viniera cambié de posición para chuparle el pene que sabía igual que sus besos. Saúl, obviamente con la seguridad de que el flujo no era sólo mío, por lo abundante y seguramente por el evidente sabor y olor que tiene el semen, en un 69, como la vez anterior en que lo había hecho así con él, siguió lamiendo mi vagina y mi ano sin decir más y ¡tuve un orgasmo magnífico! Pero seguí virgen de mi trasero...

Pasaron cinco años de que me quedé con las ganas de sentir cómo era la experiencia de una relación anal. Othón y yo andábamos en Puebla, a donde íbamos seguido pues, como ya dije, él daba un taller de Redacción, nos trasladamos en una camioneta grande, así que casi todo el tiempo que manejaba, lo traje con el pito de fuera, pocos se dieron cuenta de que yo también traía mi palanca de velocidades. Ya tenía a Othón muy caliente y aunque esa tarde regresaríamos a México, enfiló su camioneta hacia un motel. Él andaba tan ganoso que casi se baja de la camioneta con la bragueta abierta y el badajo colgando. “Nos quedaremos esta noche aquí” me dijo ese día. ¡Ah! Él estaba ardiendo. Pidió un cuarto y nos metimos de inmediato a la recámara. Me desvistió rapidísimo y él se quitó toda la ropa como un relámpago. No lo dejé hacer nada, simplemente me agaché y me metió su tronco en la vagina. Entró facilísimo ¡Estaba riquísimo! ¡Cómo no acordarme con lujuria de eso! Lo dejé que me diera unas cuantas embestidas y le pedí que me lo metiera por el ano. Él sacó la verga completamente mojada de mi raja y fue metiéndomela despacito. Sentía un pequeño dolor, pero le urgí a que continuara “hasta que sienta que tus huevos me golpean” le supliqué. Por fin entró todo, la verga de él es un poco más corta que la de Eduardo pero más gruesa, y empezó el bombeo. Tenía razón su esposa, mis tetas no están tan firmes como las de ella, pero la ligera flacidez hacía que ellas bailaran al mismo ritmo con el que te embestía...¡Ay, fue riquísimo!, yo me puse a llorar de felicidad y cuando me vine le grité que también quería que a él se lo estuvieran cogiendo así para que sintiera tan hermoso como yo. ¡Ja, ja, ja, ja! Aún me río de mi magnanimidad, ¡Ja, ja, ja...

Regreso a mi relación con Othón. Me enseñó que era una buena puta y como tal me trataba, me gustaba porque su lujuria no aminoraba con ello, al contrario. Pero la ausencia del romanticismo que lo caracterizó en un inicio me apenaba. Sus visitas sólo eran para coger y las salidas que hacíamos terminaban, más temprano que tarde en algún hotel de paso. Un buen día me habló para vernos por última vez y me explicó, entre cogida y cogida, que se iba a trabajar lejos, le ofrecían un buen empleo y mucha libertad para continuar escribiendo. “¿Me llevas?” pregunté. “No, esa es una de las condiciones que me puso mi esposa para acompañarme”, contestó con una brutalidad que me dejaba ver qué había resuelto y cómo había terminado el amor que decía sentir por mí para que el sexo fuera la única razón que nos unía y que esta despedida la había aceptado ella como una muestra de amor que esperaba le correspondiera con su decisión. “No te olvidaré putita” dijo volviéndome a cubrir. Putita me recordó a Roberto y la triste realidad de cómo me veían los demás a mí. “¡Sí, pinches machos, solamente me quieren para coger!” le dije aventándolo al piso con una fuerza salida de mi odio. En lo que él tardó en reponerse, me puse el vestido, metí mis prendas interiores a la bolsa y, con los zapatos en la mano, salí corriendo de allí. Nunca más lo volví a ver ni contesté sus llamadas. No por rencor, sino que, ya calmada, se me hizo una luz de que él sí merecía ser feliz. Su esposa lo disfrutaría a plenitud y quizá a ella le calentaran mucho las pláticas, o al menos las prácticas, de cómo él cogía conmigo... La verdad es que yo soy quien los quiere para eso, aunque siempre trato de imaginarme que también los amo.

Mientras estuve al lado de Othón, también tuve relaciones con Eduardo, Roberto y Saúl. Con Eduardo cuando a mí se me antojaba él; con Roberto cuando podíamos ya que se había casado con una muchacha escandinava y pocas veces venía para acá y yo sólo una vez al año iba a visitar a mis padres; con Saúl, cada vez que a éste se le antojaba cogerme.

Recuerdo que en una ocasión, Saúl me habló por teléfono en la mañana y me pidió que lo recibiera. Él quería cogerme pues había soñado conmigo y quiso completar su sueño “en la realidad”. Vino, me cogió casi al llegar y después de que descansó del primer orgasmo sus manos y su boca se regodearon con mi pecho unos minutos antes de volver a besarme. Mientras nuestras lenguas se entrelazaban, tomé su pene, que no había dejado de estar erecto, y restregué su glande contra mi clítoris y los labios internos de la vulva. Se movió sobre mi cuerpo, tomando mis chiches desde los costados. Dirigí el miembro hacia mi interior, después lo abracé fuertemente, levanté las piernas y las bajé aprisionando con ellas su cadera. Nos movimos más rápido, jadeamos, y con gritos entrecortados anuncié mi primer orgasmo. Cuando se vino, mi hermana abrió la puerta. Él, de espaldas, no pudo ver, pero la escuchó decir “¡Perdón!”, antes de que ella cerrara rápido.

—Ja, ja, ja —reí y le apreté el falo con mi “perrito” para escurrirlo—. Ya nos vieron.

—¿Qué hizo? —preguntó contrariado.

—Nada. Sólo cerró, ha de haber creído que eras Othón —expliqué, refiriéndome a mi amante en turno—. Hace dos noches pasó lo mismo. Estábamos solos Othón y yo, y no nos dimos cuenta cuando llegó ella a casa. Oyó ruido, ja, ja, ja, el mismo tipo de ruido que ahorita. Yo estaba arriba, sentada... bueno, justo en ese momento me dejé caer porque acababa de tener un buen orgasmo, y ella vio desnudo a Julián, quedándose con la boca abierta antes de hacer lo mismo que hoy —concluí y nos separamos para descansar abrazados.

Al rato, mientras me puse la bata, Saúl se vistió. Me dio un último beso y al salir de la recámara nos vio mi hermana, que estaba en la sala.

—Hola —saludó asombrada al darse cuenta de que no era Julián con quien yo estaba.

—Hola —contestó Saúl con una sonrisa—. Adiós —concluyó dándole un beso en la mejilla, que no le correspondió porque su gesto de sorpresa no desaparecía, ni lo borraba la sonrisa que acompañaba su despedida.

Cerró la puerta y, desde afuera, por la ventana, vio cómo mi hermana dirigió su mirada hacia mí, seguramente esperando una explicación. Yo solamente arqueé las cejas y levanté un poco los hombros antes de volver a mi cuarto para vestirme. Sí, así es la vida...

Así me la pasaba yo de un pito a otro y cada vez con más ganas de acostarme con quien se me antojaba.

Mi trabajo me permitió tener contacto frecuente con varios artistas, claro que en ocasiones hacía que fuera tan cercano e íntimo como se me antojaba... Las veces que veía a Saúl le platicaba mis aventuras, como la siguiente, las cuales él me provocaba calentándome para que se las contara.

–¿Ha habido alguien nuevo que usara esta rica pepa que me tocó desvirgar? –preguntaba Saúl entre chupada y chupada que me daba.

–Sí, fue un pintor, a quien le monté una exposición en la Casa de la Cultura, en Coyoacán.

¿Cómo fue? insistió.

Me invitó a su casa el día de la inauguración, cuando ésta terminó. Allí nos acabamos unas botellas que habíamos empezado en el vino de honor, bailamos un poco y, sin que yo recuerde exactamente cómo, terminamos desnudos y en su cama. Seguramente el vino ayudó para que me excitara mientras bailábamos.

Sí, tú te pegas cuando bailas y eso nos excita mucho; al menos Eduardo no lo resiste –dijo quizá con un poco de enojo al recordar lo que, estando aún casados, leyó eso en una carta que me escribió Eduardo–. Así que tú le montaste la exposición a él y él, en reciprocidad, te montó a ti...

Bueno, a decir verdad, también yo lo monté. Ja, ja, ja. Además, cuando bailábamos, sentí cómo le creció el pene pues me lo tallaba en las piernas y en las nalgas en cada giro que hacíamos. ¿Cómo resistirme a tan evidente insinuación?

Saúl se enardecía con lo que le contaba y me penetraba con gran lujuria, cosa que me encantaba. ¡Cómo no contarle lo que me pasaba si me agradaba tener muchos orgasmos! Con él tuve muchos seguidos, eso de la multiplicidad solamente tiene un par de secretos: que estén calientes y dispuestos a soportar suficiente tiempo sin eyacular, y ¡Saúl se lleva el premio!

Saúl supo de casi todos los hombres con quienes hice el amor y cómo. Sin embargo, al repasar lo que le contaba me di cuenta que era una adicta al sexo y creí que ya debía calmarme un poco, pero mi cuerpo me pedía seguir.

 

Por favor, lea ahora “Ninfomanía e infidelidad (12)” para continuar con la ruta que usted eligió, estimado lector.

(9,69)