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Las lecciones de la señorita Larsson (Caps. IV, V, VI y VII)

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Estimado Lector, aquí dejo los enlaces a los capítulos anteriores:

Las lecciones de la señorita Larsson (Caps. I y II)
http://www.cuentorelatos.com/relato/5135-las-lecciones-de-la-senorita-larsson/

Las lecciones de la señorita Larsson (Cap. III)
http://www.cuentorelatos.com/relato/5174-las-lecciones-de-la-senorita-larsson-cap-iii/

 

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IV

La cena con su familia transcurrió de la forma habitual: en un respetuoso silencio que solo fue quebrantado por su padre, quien le preguntó qué pensaba hacer durante aquella primera semana de receso escolar. Ella respondió que iba a prepararse en Biología con su profesora del instituto, la señorita Larsson.

–Me gusta esa mujer.– dijo su padre. –Por su aspecto debe ser descendiente de alemanes. Y ellos sí que saben cómo educar a los jóvenes.

–Ya lo creo.– Pensó María Luz, quién por primera vez coincidía plenamente con la opinión de su padre.

Después de la cena y antes de acostarse, se dio un baño caliente. Bajo la ducha humeante se percató de que algo había cambiado en ella después de aquella tarde. Recorrió su cuerpo con la esponja jabonosa y por primera vez tuvo la sensación de reconocerse en él; de comprender que ella y su cuerpo conformaban un todo. Era la misma pero distinta. Sintió una fuerte comunión entre su ser y la piel que habitaba. Esta percepción la llenó de paz. Cambios sutiles. Pensar en el próximo domingo y en Tomás, la intranquilizaba pero no la paralizaba. Sabía que todavía había mucho por aprender y estaba dispuesta a ser una alumna ejemplar. Apenas faltaban dos días para el miércoles.

Su cama estaba helada y su doble frazada pesaba una tonelada. Era una hermosa sensación sobre su cuerpo desnudo. Se cubrió completamente con las colchas y no pudo resistir la tentación de acariciarse. La cama fría fue entibiándose poco a poco con el calor de su piel. Sus pechos en punta volvían a estar duros como rubíes y lamentó no llegar con su propia lengua para sentir aquella indescriptible sensación. Cerró los ojos y aparecieron las llamas del hogar; pero el verdadero calor subía desde su entrepierna. Y hacia allí dirigió su mano exploradora.

Entonces volvieron a su mente las palabras de despedida de la señorita Larsson:

–Si quieres regalarle tu virginidad a Tomas, si quieres sostener ese hermoso acto de amor, ten cuidado con tus dedos… Igual puedes gozar con caricias, como lo hemos hecho hoy.

Antes de dormirse y bajo el peso de sus colchas de lana experimentó el segundo orgasmo de su vida. Luego hizo algo que deseaba hacer desde aquella tarde: Lamer de su dedo mayor, tal como lo había hecho Conrado, el sabor de su propia esencia.

–Olivas y canela en rama… –dijo en un susurro en la soledad del cuarto.

Y con aquel sabor en la boca, se quedó profundamente dormida.

 

V

El martes María Luz ayudó a su madre con las tareas de la casa. Siguiendo la vieja tradición familiar, hablaron poco y trabajaron mucho. Durante la mañana se dedicaron a la limpieza. Por la tarde, como todos los martes, su madre la mandó al mercado.

María Luz estaba particularmente de buen humor y aceptó de buen grado todas sus responsabilidades. Su cuerpo estaba allí a disposición de las necesidades del hogar, pero su mente vagaba por senderos mucho más interesantes.

Mientras recorría el puesto de frutas y verduras de Don Ignacio seleccionando la mejor mercadería, recordaba una y otra vez el momento en que Tomás había abordado furtivamente su intimidad. Había acariciado sus nalgas, se había hundido en ellas y se había atrevido a llegar hasta allí… Y ella... Ella lo había espantado presa de sus propios temores. Había resignado el placer que comenzaba a provocarle aquella íntima exploración por el miedo paralizante de su propia ignorancia en los asuntos del amor… No. ¡No había que meter al amor en todo aquello! Como le había explicado su profesora, el sexo no era lo mismo que el amor. El amor por Tomás era un hecho. Era el sexo lo que debía enfrentar, lo que quería enfrentar. Y gracias a la señorita Larsson, María Luz sentía que había dado el primer paso.

 Terminó de seleccionar concienzudamente la docena de zanahorias que le había encargado su madre para el pastel y se las ofreció al verdulero para que este las pesara en la báscula. Don Ignacio era un sexagenario de brazos anchos y barriga prominente. Habituado al comercio, siempre intentaba entablar conversación. Pero sobre todo cuando se trataba de jovencitas bien formadas que pudieran darle letra en sus noches solitarias.

–Veo que te llevas las zanahorias más cojonudas del mercado, hija… ¿Qué piensas hacer con ellas?

Por supuesto que para María Luz aquello no llevaba implícita ninguna segunda intención. Era pura trivialidad. Pero ante un comentario similar, el martes pasado –como todos los martes pasados–, María Luz habría dibujado en sus labios una sonrisa tímida de puro compromiso y habría bajado la vista. Sin embargo ahora…

–Es que me gustan bien grandes y carnosas, Don Ignacio.

Aquella respuesta completamente inocente, tampoco llevaba ninguna otra intención más que la de responder con cortesía y buen humor. Pero Don Ignacio, aficionado a las segundas intenciones, no entendió lo mismo y se quedó sin respuesta. Sin habla. María Luz le regaló una dulce y amplia sonrisa mirándole directamente a los ojos; cogió la bolsa con sus generosas zanahorias y dio media vuelta para marcharse:

–Adiós, Don Ignacio. ¡Que tenga buen día!

El viejo le fulminó el culo con la mirada sin poder articular una sola palabra. Aquella noche se acordaría de María Luz y de cuán grandes y carnosas le gustaban las zanahorias a aquella zorrita pelirroja.

Por supuesto, la jovencita aun no sabía nada a cerca de la diversidad de tamaños y consistencias de cualquier otra cosa que la mente perversa del viejo verdulero hubiese imaginado. Pero ella había percibido que algo en su actitud había cautivado la atención de Don Ignacio.

Se sentía libre; segura de sostener la mirada.

Así empezó a notar algunos cambios sutiles también en su actitud.

 

VI

Antes de acostarse se dio un baño caliente y nuevamente se deslizó desnuda entre el colchón y las gruesas mantas de lana. Se tendió boca abajo agotada por la actividad del día. Se quedó inmóvil sintiendo la presión de la ropa de cama sobre su espalda. El lecho estaba frío, pero ella sabía por experiencia, que no tardaría en tomar su temperatura corporal. Mientras tanto permanecería inmóvil entregándose mansamente al reino de los sueños. Le fascinaba aquella sensación. Antes de quedarse profundamente dormida, no pudo evitar una mueca de alegría al recordar que se acercaba el miércoles. El día de su segunda lección con la señorita Larsson.

Sus labios aun sonreían de gozo cuando llegó a su nariz un aroma que podía identificar fácilmente. El dulzor del tabaco de pipa con perfume de vainillas era inconfundible.

–¿Conrado?

Cuando abrió los ojos advirtió que había alguien sentado al borde de su cama. La oscuridad del cuarto solo le permitía percibir el contorno de aquella figura. No se trataba del escritor. Era alguien mucho más grueso y pesado.

–Vengo a traer un pedido para tu madre.

Su voz le resultaba familiar.

–¡Ah! Hola, Don Ignacio. No sabía que usted también fumaba en pipa.

–Si. Claro. Todos lo hombre lo hacemos.– El tono del viejo era amigable y comprensivo. Siempre intentando dar lata. Siempre intentando retener a la clientela.

–Tom, no. Él no fuma.

–¿Y por eso le quitaste el dedo del culo el otro día?

–No. Es que estaba asustada…

Don Ignacio comenzó a acariciarle suavemente su trenza pelirroja que descansaba sobre la ropa de cama.

–¡Pobre niña! Entonces, si él quisiera volver a tocarte allí… ¿se lo permitirías?

–Creo que ahora si, Don Ignacio. Estoy aprendiendo mucho con la señorita Larsson.

–Mmm… ya veo. Y si yo quisiera tocarte allí… ¿me dejarías hacerlo?

–Usted no es mi novio, Don Ignacio. Quiero decir…Usted no lo haría por amor.

–No, claro.– Dijo el verdulero con solemnidad, mientras acariciaba con sus callosas manos el fino cabello anaranjado de María Luz. –El amor es otra cosa…  Yo solo te metería mano porque me gusta mucho como mueves el culo. Y porque a ti también te gusta que te toquen allí…

–Eso mismo piensa la señorita Larsson, Don Ignacio.

–Entonces no veo el problema con que me dejes tocar un poco.

El viejo escabulló su mano debajo de las mantas y palpó la piel del muslo desnudo de María Luz. Subió por él con su piel curtida y llegó hasta la elevación de sus nalgas. Con toda la palma de su pesada mano recorrió varias veces la circunferencia del redondo trasero de la jovencita, alcanzando toda su superficie. Luego deslizó uno de sus gruesos dedos por el valle secreto de su intimidad y finalmente palpó la rugosidad superficial de aquel pequeño y apretado ojal.

–¡Aaaah! Creo que lo ha encontrado, Don Ignacio.

–Si, pero… ¿No hueles nada extraño?

María Luz tenía toda su atención puesta en aquel dedo que se había posado suavemente sobre su agujero posterior y la acariciaba con delicadeza, una y otra vez, como una abeja revolotea el corazón de una margarita.

–Mmm… ¿Oler? Es tabaco de pipa…

–No es tabaco. Es un aroma como a… a olivas.

–…y a canela.

–¡Exacto! ¿También lo hueles?

–Ahora que lo menciona, Don Ignacio… ¡Esa es mi esencia! El aroma de mi sexo cuando se humedece. Si baja un poco su dedo sentirá cómo…

Don Ignacio trazó una línea descendente con la punta de su grueso índice y llegó hasta la puerta de su entrada principal. El clima cambió repentinamente: de la desértica aridez a la intensa humedad en apenas unos poco centímetros.

–¡Mmmmm! Me gustan sus caricias, Don Ignacio… Por suerte el sexo y el amor son cosas distintas… ¿Le gustaría probar mi sabor?

–No. Quiero explorar este otro agujerito que tienes aquí.

Al oír esto se sobresaltó. Apretó las piernas con fuerza apresando la mano del verdulero.

–¡No, Don Ignacio! ¡No lo haga! ¡Yo no lo amo a usted! ¡Mi almejita es para Tom!

Cuando el dedo del verdulero comenzó a avanzar hacia su interior, contra su voluntad, María Luz se despertó sobresaltada ahogando un grito.

Se alivió al advertir que era su propia mano la que estaba atrapada en su entrepierna. El sol del alba apenas entraba por la ventana en destellos anaranjados. Aun seguía boca abajo, y así como estaba, entredormida y empapada, se frotó su entrepierna en aquella zona que tanto placer le provocaba. Con su mano libre buscó aquel rincón de su cuerpo que Tomás había descubierto tan prematuramente y por donde Don Ignacio la había asaltado en sus sueños. Cuando sus finos dedos rozaron su retaguardia, hundió su cabeza en la almohada para ahogar el grito de un intenso orgasmo.

Luego tomó aire. El aire no olía a nada.

La jovencita todavía tenía algunas horas de sueño por delante y pensaba aprovecharlas. Volvió a dormirse como un bebé.

Con el dedo en la boca.

 

VII

El miércoles amaneció soleado y sin viento. A pesar del frío, el invierno parecía más piadoso y apacible aquella mañana. Un pantalón de deporte color negro, como los que usaba para sus clases de educación física, y una polera de lana gruesa sobre la remera sería la muda adecuada para salir a tomar sus lecciones a casa de la señorita Larsson. El domingo se acercaba y todavía había muchas cosas por aprender. No sabía exactamente cuáles, pero así se lo había hecho saber su profesora.

El tren llegó a horario a la estación. El viaje fue tranquilo. Luego caminó una vez más sobre las hojas secas de aquellas cuadras que separaban la estación de su destino final.

Llegó puntual a la cita y la señorita Larsson la recibió con el entusiasmo de siempre.

Aunque dos cosas la desilusionaron levemente. En primer lugar el aspecto de su profesora: Lucrecia Larsson volvía a ser la señorita de marcado aspecto alemán que tanto admiraban las monjas y su propio padre. Llevaba la melena rubia recogida en un riguroso e impoluto rodete sobre la nuca y vestía unos pantalones azules pinzados y una blusa, sin escote, sobria y elegante. María Luz pensó por un momento que había venido a tomar clases de biología. Por suerte pudo corroborar en seguida que el cambio era solo aparente.

–Puedes quitarte la polera si tienes calor.– Dijo Lucrecia mientras hacía pasar a su alumna a la sala principal, donde estaba la gran biblioteca y el hogar, aunque ya sin fuego ni leños incandescentes.

El clima de la sala era agradable, pero al encontrarse el hogar apagado la polera no estaba de más. ¿Habría batas blancas el día de hoy? ¿Se cambiarían más tarde?

Su segunda desilusión aconteció tras el comentario de la señorita Larsson mientras entraba a la sala con la tetera hirviente:

–Hoy no nos demoraremos mucho más de media hora. Estoy un poco apurada.

Como una reacción natural ante los cambios manifiestos, Luz se refugió en las regularidades. Allí estaba aquella extraordinaria biblioteca completando las dos paredes más grandes de la estancia; allí estaba, junto al hogar, la gruesa alfombra que había recibido sus primeros efluvios; allí estaba todavía, flotando en el ambiente, el dulce aroma a tabaco de pipa; allí también estaba Conrado, con su larga barba, en su sillón de lectura, leyendo en la misma posición en la que lo había visto la última vez. En silencio y con la misma indiferencia por todo lo que sucediera a su alrededor. A él si se le permitía vestir con bata.

–Hola.– Le dijo María Luz en voz baja pero sin timidez, sin bajar la vista.

Conrado levantó los párpados y miró por sobre el marco de sus lentes. Al ver a la muchacha de la trenza pelirroja le dedicó un mínimo movimiento de cabeza como gesto de bienvenida justo antes de volver a la lectura.

No se sintió incómoda. De alguna manera asumía que esa era la actitud esperable de parte de Conrado. Allí todo transcurría con tal naturalidad que le hacía sentir como en casa, o mejor dicho, mucho mejor que en casa. “Todo” incluía la voluntad de Conrado de seguir leyendo sin que nadie lo perturbase; como también incluía la necesidad de estar desnudos o hasta incluso tocarse en el medio de la sala, si esa era la voluntad. A María Luz aquella casa se le antojaba como la quintaesencia de la libertad y ella quería ser una chica libre. Por eso quiso saber por qué la lección de aquel día solo iba a durar media hora, aunque todavía no se atrevía a preguntar.

La señorita Larsson sirvió dos tazas de té. Esta vez no se sentaron en la alfombra sino que usaron el sofá de dos plazas que hacía esquina con el sillón de lectura de Conrado. La proximidad de las mujeres tampoco pareció distraer su atención.

María Luz estaba intentando articular la pregunta sobre la duración de la lección de hoy, pero resultó no ser necesaria. Lucrecia se adelantó con su respuesta. Siempre lo hacía. Parecía poder leer su mente. María Luz la admiraba por eso.

–El fin de semana tengo que viajar por trabajo y hoy por la tarde tengo que hacer algunos trámites de rutina para el viaje. Por eso no tenemos mucho tiempo hoy. El día más importante será el viernes, para que llegues bien preparada al domingo… ¿Estás de acuerdo?

–Claro, señorita Larsson. Lo que usted diga. –Hizo una pausa pero no pudo resistir agregar un comentario: –Estaba muy ansiosa por volver. La vez pasada estuvo muy… muy bien. Siento que algo en mí ha cambiado… No sabría bien…– Trataba de encontrar las palabras que mejor describieran sus sensaciones, pero por más libertad que sintiera en compañía de Lucrecia, algunos temas seguían siendo difíciles de abordar. –Me siento más segura.- Dijo finalmente en un intento por resumir.

–Me reconfortan tus palabras, Luz. Perderle el miedo a tu cuerpo; poder disfrutar de él todo el tiempo; es algo necesario, no solamente para tu vida sexual y amorosa. Es una forma de ser libre y feliz.

María Luz la escuchaba embelesada. Era exactamente eso. El resto del mundo podía seguir siendo una mierda hecha por monjas y padres herméticos, pero ella podía sentirse libre y feliz a pesar de todo. Le dio un sorbo a su té. ¡Que placentero era estar allí!

–¿Cómo has pasado el día de ayer? ¿Has pensado en lo que hicimos el lunes?

–No he pensado en otra cosa.

Este comentario hizo sonreír a Lucrecia:

–¿Te ha mantenido excitada la idea de volver?

–Me di caricias por la noche, señorita… como lo hicimos aquí.

–¿Te has masturbado?

–¿Qué es eso?

–Masturbarse es provocarse placer a uno mismo… ¿Lo has hecho? ¿Has usado tus deditos?

–Sí, señorita Lucrecia. Lo hice dos veces… y las dos veces sentí ese fuego, esa explosión… las dos veces me he mojado completamente.

–Pues eso es masturbarse. Es muy sano y muy placentero, y...– Pasó distraidamente su dedo índice por la circunferencia de la boca de su taza de té, mientras construía una de sus pausas perfectas. –¿En qué pensabas mientras lo hacías?

–Pues, la primera vez se me cruzaban imágenes de… de lo que habíamos hecho aquí, junto al hogar.

Conrado levantó levemente la vista y por un segundo se cruzó con los ojos de María Luz. Ella se preguntó si estaría prestando atención a aquella conversación tan privada en la que, de alguna manera, había estaba incluido desde el comienzo. Luego continuó con su relato.

–La segunda fue hoy, a primera hora de la mañana, después de un extraño sueño...

–¿Quieres contármelo?

–Claro.

María Luz contó con detalles el sueño en el que Don Ignacio había aparecido inesperadamente junto a su cama. Lucrecia la escuchaba con atención; hasta creyó haber capturado la atención de Conrado al mencionar la cuestión de los aromas: primero la pipa y luego las olivas con canela.

El relato trascendió el sueño propiamente dicho y culminó con la descripción de su segundo orgasmo.

–Y dime una cosa, María Luz… ¿De verdad sientes algo especial cuando te tocas atrás… allí, en tu parte íntima?

Era una pregunta fuerte y la jovencita no pudo evitar ruborizarse. Pero todo era naturalidad. Todo fluía con su profesora. Ni la presencia masculina en la sala le parecía fuera de lugar.

–Bueno… desde que Tom lo hizo aquella tarde en el parque… Siento como un escalofrío en todo el cuerpo hasta cuando lo recuerdo.

–Es muy importante que identifiques esas zonas de tu anatomía. Tus zonas sensibles. Así podrás darte más placer y explicarle a tu compañero cómo te agrada gozar.

María Luz la escuchaba con denodada atención, pero se le impuso una pregunta que debía hacer inmediatamente.

–¿Señorita Lucrecia? –Preguntó en un tono absolutamente reflexivo.

–Dime.

–¿Puede ser que me esté… mojando ahora mismo, solo por nuestra charla? ¿Es normal?

A Lucrecia le dio tanta ternura aquel inocente comentario que no pudo evitar darle un abrazo antes de responder.

–¡Claro que sí, niña! ¡Incluso yo creo que voy a tener que cambiar mi ropa interior antes de salir!

Las dos mujeres rieron y tomaron un sorbo de sus tazas de té de jazmín como viejas amigas.

–Bien. Es hora de comenzar. No quiero que se haga más tarde.

–¿Voy a cambiarme, profesora?

–No. Hoy no vamos a trabajar con nuestro cuerpo. –Otra pausa magistral. –Vamos a conocer el cuerpo del otro… Conrado está dispuesto a ayudarnos. Ya lo hemos conversado. ¿Estás de acuerdo, Luz?

María Luz le dirigió una mirada al hombre que seguía abstraído en la lectura; luego respondió por inercia, sin saber muy claramente qué tenía en mente su profesora:

–Claro.

Por suerte la señorita Larsson siempre sabía qué hacer. Bebió un sorbo más de su té y esperó unos segundos sin hacer absolutamente nada. La jovencita la imitó y acompañó el silencio con una sensación creciente de curiosidad. ¿Estaban esperando algo? ¿Era ella quien se suponía que debía hacer algo?

A los casi noventa segundos de reloj, fue Conrado quien finalmente cerró su libro; lo apoyó sobre el apoyabrazos de su sillón de lectura; se puso de pie y, sin mediar palabra, se colocó justo delante de la señorita Larsson. Esta apoyó su taza sobre el suelo. Acto seguido, estiró su brazo hacia Conrado; tomó un extremo del cinturón de su albornoz y jaló de él hasta deshacer el nudo que lo ajustaba a su delgada cintura.

María Luz pudo ver con lujo de detalle como la bata se abría y dejaba al descubierto una extensión anatómica que colgaba como un péndulo por entre las piernas de aquel compulsivo lector. Conrado se adelantó un paso a pedido de la señorita Larsson y aquella herramienta inanimada osciló tímida y pesadamente de un lado al otro.

–¿Habías visto un pene alguna vez, Luz?

–Jamás, señorita Larsson.– Su voz era un susurro y su mirada hipnotizada seguía cada movimiento de aquel vástago pendular. Se hubiese dejado morir antes de desviar un solo segundo su atención. Aquí estaba, finalmente, aquello que le era negado. Ahora se encontraba al alcance de su mano y, pese a las horrendas pesadillas que le había provocado hacía solo unos días, ahora le parecía algo totalmente inofensivo y fascinante.

–Mira con atención.– Pidió Lucrecia innecesariamente. –Eso es lo que todos los hombres llevan entre sus piernas.– Pausa justa para la contemplación. –Y también nuestro eterno objeto de deseo… y de goce. ¿Qué dices? ¿Lo imaginabas así?

María Luz se tomó su tiempo para responder. No era fácil verbalizar todas las cosas que pasaban por su mente en ese momento. Finalmente sus palabras tomaron forma en una pregunta. Aunque había mucho por preguntar.

–¿Todos son…– Trató de gesticular con sus manos tratando de dibujar las dimensiones del miembro en el aire. –…así?

–Todos son iguales y todos diferentes.

–Cómo nuestros cuerpos.- Reflexionó Luz recordando su primera lección.

–Exacto. Conrado está… un poco por encima del promedio en cuanto al tamaño, pero eso es algo que vas a ir diferenciando con el tiempo. Mira…– La señorita Larsson extendió su mano y tomó aquella herramienta colgante por su extremo inferior y la levantó. Luego, con la otra mano acarició los testículos de Conrado. –Al calor de esta bolsa se cocina la semilla de la vida... Ven… Dame tu mano… toca, no seas tímida.

María Luz extendió sus dedos y acarició tímidamente el escroto de aquel hombre utilizando las cinco yemas. Le temblaba la mano y el cuerpo. Tan solo una semana atrás se hubiera sentido extremadamente culpable por semejante pecado. ¡Tocar los genitales de un hombre que ni siquiera era su pareja! Eso era lo más maravilloso de toda aquella experiencia con la señorita Larsson. Sacarse aquella pesada carga de encima.

Sobre esas cuestiones divagaba su mente mientras sus finos dedos blancos sobaban las bolas del filósofo. Podría haber continuado buena parte de la tarde tocando aquella piel que se le antojaba tan delicada como la seda, pero las señorita Larsson hizo un movimiento rápido de mano que la desconcertó: aferró el instrumento en toda la extensión que su mano alcanzaba a cubrir;  luego jaló hacia atrás con el puño, liberando completamente un fruto redondo y rosado. Parecía una cabeza ciclópea, calva y con una rasgadura central que miraba hacia abajo. María Luz abrió su boca instintivamente en un gesto de asombro.

-¡Oh!

–Para que el pene esté preparado para la penetración, necesita ser estimulado de esta forma.– Entonces Lucrecia comenzó con un delicado movimiento de muñeca. Aquella cabeza se escondía y se descubría rítmicamente, una y otra vez. La piel que la recubría se deslizaba sobre ella como un guante de seda.

A los ojos de la jovencita, aquella danza de mostrar y esconder, se le antojaba de lo más divertida y sensual. Hasta que en un momento advirtió algo diferente que la colmó de asombro; una mutación; un cambio sutil.

–Está… ¡está creciendo, señorita Larsson!

–La estimulación nerviosa provoca el flujo intenso de sangre en la zona y esto provoca, a su vez, la erección.

–¿Y qué es eso?

–Es cuando el pene se pone más grande, más duro y más caliente… como ahora.– El movimiento oscilante de la muñeca de Lucrecia era dulce y constante. Las miradas femeninas no se apartaban un solo milímetro de aquel ojo ciclópeo, solitario y rasgado, que ahora las miraba de frente.

Mientras tanto, Conrado extrajo su pipa y su encendedor a bencina del bolsillo de la bata.

Cuando María Luz percibió el primer aroma a humo de tabaco, el pene de Conrado había doblado su tamaño original y estaba rígido como el roble. Una vena gruesa y oscura recorría el tronco longitudinalmente y en diagonal, desde la base hasta… hasta dónde hace un momento había una cabeza rosada, ahora sobresalía una ciruela madura, morada y brillante que ahora dirigía su ojo levemente hacia arriba.

La señorita Larsson consideró que su estímulo ya era suficiente y soltó aquella imponente vara de carne. En su rostro se dibujaba una sonrisa de orgullo por la tarea cumplida. Al sentirse liberado, Conrado volvió a su sillón de lectura a disfrutar cómodamente de su pipa. Parecía orgulloso de su cetro de rey.

María Luz sintió algo de nostalgia al pensar que todo había acabado ya. Él volvería a sumergirse en la lectura y todo habría concluido. Pero Conrado no cogió su libro al sentarse. Permaneció con las piernas abiertas y la inhiesta vara a la vista, apuntando hacia el cielorraso, desafiando la ley de la gravedad.

–¿Podrías hacerme un favor, María Luz?– Ante aquel pedido inesperado de la señorita Larsson, la jovencita despertó del transe que la mantenía sujeta a aquella magnífica pieza.

–Si… Sí, claro, señorita Larsson.

–¿Ves aquel libro del tercer estante de la biblioteca? ¿El grueso, de lomo marrón y letras doradas?

–Sí. Lo veo, señorita Larsson.

–¿Puedes cogerlo por mí?

–Si, señorita Larsson.– Entonces María Luz se levantó del sofá y avanzó hacia la biblioteca. Cogió el libro en cuyo lomo se leía una sola palabra grabada en letras doradas: Decamerón.

–Aquí está, señorita Larsson.– Anunció desde la biblioteca con el libro en alto.

–Bien. Pero no es el libro lo que necesito, sino lo que hay detrás, sobre el estante.

María Luz introdujo la mano en el hueco que había dejado la ausencia de aquel grueso ejemplar y extrajo un pomo cilíndrico, parecido a un dentífrico pero más grande y sin ninguna señal visible que advirtiera sobre su contenido.

Se lo tendió a su profesora.

–Gracias, Luz.– La señorita Larsson quitó la tapa de aquel pomo y vertió sobre su mano un líquido espeso y transparente. –Es para lubricar… para facilitar el trabajo.

–¿Qué trabajo, señorita Larsson?

–Quiero que prestes atención– Lucrecia frotaba sus manos que ahora brillaban cubiertas por aquella sustancia aceitosa. –El lunes descubrimos nuestro placer, pero el sexo también es comunicación, es interactuar con el otro… Y para eso necesitas conocer al otro… saber cómo goza.

Mientras terminaba de dar su lección teórica, la señorita Larsson se levantaba del sofá y se colocaba de rodillas sobre el suelo, justo frente al sillón de lectura donde estaba Conrado.

A María Luz se le ocurrió que su profesora se disponía a la oración. Pero lo que tenía enfrente no era exactamente un cirio pascual, aunque se le parecía bastante.

Lucrecia apoyó sus antebrazos sobre los muslos desnudos de Conrado y se aferró con ambas manos a su falo. Trazaba movimientos circularas y ascendentes–descendentes al mismo tiempo.

–Así se masturban ellos… utilizando sus manos, tal como lo hacemos nosotras. ¿Te agradaría probar?

–¿Yo?

–¿Por qué no?– Cómo era costumbre en la señorita Larsson, no esperó la respuesta. Simplemente abandonó sus manualidades y se desplazó hacia un lado. –Ven. Disfruta de coger un buen trozo de carne como el de Conrado. Con el tiempo y la experiencia aprenderás a valorarlo.

María Luz solo tuvo que bajar sobre sus rodillas y ubicarse en el lugar que había dejado libre su profesora. En su esfuerzo por ser una buena alumna, no dejó pasar detalle; puso sus manos en forma de cuenco y las extendió a la señorita Larsson para que ésta le proporcionara el lubricante.

–Frótate bien.

María Luz ya lo estaba haciendo.

Cuando aferró la polla de Conrado; cuando sus manos entraron en contacto por primera vez con el calor y la rigidez que manaba de allí, tuvo aquella repetida sensación de haberse orinado. Solo que esta vez no sintió miedo ni vergüenza; sabía que no era exactamente eso lo que sucedía entre sus piernas. Sabía que poner las manos allí la excitaba aun más que una simple charla. Sabía que estaba manchando su braguita con elixir de olivas y canela.

Mientras comenzaba a masturbar al hombre misterioso que fumaba en pipa, María Luz tuvo su primera inferencia lógica sobre sexo que daba buena muestra de sus nuevos conocimientos: pensó que si aquel pene quisiera penetrarla ahora mismo, no necesitaría de lubricación extra. La señorita Larsson la hubiese felicitado por aquella deducción, pero Luz no se animó a hacer pública su reflexión.       

–¿Cómo lo sientes, dulzura?– Preguntó Lucrecia mientras que, desde atrás, acariciaba la trenza pelirroja de Luz.

–Está caliente y… dura. Pero también es muy suave…

–¿Puedes imaginarte ahora cómo sería tener el pene de Tomás entre tus manos?

–Creo que sería muy… muy excitante. Yo… ahora mismo me estoy mojando, señorita Larsson. Espero que no le moleste.

–¿Por qué habría de molestarme?

–Bueno, pues…– María Luz subía y bajaba la vaina de aquella herramienta con absoluta fascinación. Le costaba concentrarse en sus propias palabras. –Él no es Tom, él es… él es su compañero.

–Recuerda que el sexo y el amor son paisajes diferentes, pequeña.– Lucrecia continuaba acariciando con dulzura su trenza. –Lo que haces ahora mismo con Conrado es disfrutar del sexo, practicarlo, aprenderlo. Que tu deseo sea regalarle tu virginidad al hombre que amas es un acto de amor. El sexo con amor es maravilloso, pero el placer no tiene límites.

Conrado, que hasta ese momento había permanecido casi indiferente a la escena que él mismo protagonizaba, llevó una de sus pesadas manos hacia el hombro de la jovencita que lo masturbaba con delicada inocencia.

María Luz continuó su tarea con abnegada entrega, le gustaba sentir como aquella carne rugosa se deslizaba y latía entre sus dedos.

Conrado acarició el hombro de la chica con sus grandes manos, luego recorrió el área superior de su espalda hasta posarse en la parte posterior de su cabeza. María Luz comenzó a sentir una leve presión sobre su nuca pero no acertaba a entender su significado. Temía estar incomodando de alguna manera al escritor.

–Conrado está disfrutando mucho de tus caricias, María Luz...– Le dijo Lucrecia desde atrás, casi en un susurro. –Y ahora te está invitando a que te lo lleves a la boca… a que lo deleites con tus labios.

–¿Quiere que me lo… me lo meta en la boca?– Preguntó, tratando de interpretar el gesto.

–Quiere que continúes dándole placer… quiere que se la chupes, preciosa. Él realmente lo desea.

–¿Y… qué debo hacer?

–Simplemente lo que tú desees, Luz. Nunca lo contrario.– La pausa duró dos movimientos de manos de la jovencita: arriba, abajo; arriba, abajo. –Si te animas, verás que es una sensación maravillosa…

–Pero si lo hago… ¿seguiré siendo virgen, señorita Larsson?

–Por supuesto, mi amor.– Su voz no podía ser mas dulce. –La virginidad es una débil membrana en la entrada de tu vagina que se romperá por única vez cuando lo hagas con la persona que tú decidas. La virginidad está en tu cuerpo, no en tu mente.

María Luz ya creía haber aprendido algo de sus lecciones con la señorita Larsson: el sexo no es para pensar o para tomar decisiones, es para actuar.

Y actuó.

Simplemente se dejó llevar por aquella enorme mano que la direccionaba levemente desde la nuca.

Su cabeza avanzó hacia el imponente cetro, hasta que la punta de su nariz rozó la piel lubricada y cándida del tronco. Cerró los ojos para evitar volverse bizca. Entonces percibió por primera vez un aroma que la acompañaría el resto de su vida; que siempre la remitiría a aquel momento con Conrado; y que siempre le provocaría humedad interior y secreción de saliva. Ella misma lo describiría, años más tarde, como auténtico olor a verga.

La lengua salió de su boca sin pensar –actuando– y recorrió el falo verticalmente hacia arriba. Sintió la vibración de un escalofrío en el cuerpo de Conrado al pasar por la zona del frenillo. Cuando llegó hasta la punta de su polla sintió un sabor a sal marina en su boca e instintivamente ofrendó a aquella fresa madura con un tierno y largo beso. Sus manos habían detenido momentáneamente el ritmo, pero aun se mantenían aferradas al tronco. Con la punta de la polla pegada a los labios en un beso eterno, María Luz retomó la cadencia de sus movimientos.

Las dos manos de Conrado ahora se aferraban a los lados de su cabeza. Las palmas se apoyaban contra sus orejas y los largos dedos casi se entrelazaban en su nuca, por debajo de la trenza.

–Lo haces maravillosamente, Luz… –Intervino Lucrecia desde su espalda: –Lo estás haciendo gozar como si fueras una amante experta… Ahora tan solo abre tus labios y deja que se deslice adentro de ti. Devóralo.

Y ella actuó.

Y la boca se le fue colmando de a poco de sustancia y de calor. Continuó bajando todo lo que su elástico maxilar le permitió. Las manos de Conrado ya no traccionaban, solo acompañaban el movimiento. María Luz no había engullido ni la mitad de toda aquella pieza cuando su garganta llegó al límite. Sus manos continuaban el sube y baja. Cada vez que liberaba la ciruela de su funda, la sentía golpear contra su campanilla. La jovencita abrió los ojos y alzó la vista para ver la expresión de Conrado; descubrió que él la observaba sonriente, con cariño. No hacía falta que dijera nada, podía entenderlo con la mirada.

La señorita Larsson, desde atrás, acariciaba una y otra vez su trenza con ambas manos. Mientras impartía algunas indicaciones técnicas:

–Ahora quítatelo y vuelve a engullirlo… Bien… Succiona… lame… no detengas el ritmo de tus manos.

María Luz incorporaba coordinadamente cada una de las recomendaciones.

–Creo que tienes un don especial para este arte, preciosa.– Aventuró la señorita Larsson con auténtica admiración.

No eran las palabras de aliento de su profesora, ni el placer que le provocaba mamar de aquella hinchada y venosa tranca; era sentir haber derribado un muro que, hasta hacía solo unos días, se le antojaba impenetrable: el muro del pánico. Y allí, del otro lado de los escombros, estaba el placer, el goce de los cuerpos; y también estaba él, Tomás, su futuro amante.

Estos pensamientos no hacían otra cosa que encenderla todavía más. Lamía, succionaba y engullía, todo a la vez. Lo masturbaba con las manos y con la boca al mismo tiempo. Su ritmo se aceleraba al compás del latido de su corazón y de su entrepierna.

Estaba totalmente poseída cuando las manos de la señorita Larsson dejaron de acariciar su trenza y se aferraron a esta con fuerza. No fue dolor sino asombro lo que sintió cuando su profesora comenzó a jalar hacia atrás. El tirón no fue violento pero sí con gran decisión. María Luz levantó la cabeza impulsada por su propio cabello. Los labios ahora vacíos de la jovencita, mojados y encendidos por la fricción, permanecieron en forma de O. Sus manos seguían en acción casi involuntariamente.

No tuvo tiempo de sobreponerse a la sorpresa ocasionada por el jalón de la señorita Larsson a su trenza, cuando otro fenómeno hasta el momento desconocido redobló su asombro. De la pequeña rasgadura cenital de ese ojo hipnótico del cíclope, salió eyectado hacia arriba un chorro blanco y espeso; luego otro, y otro…  y luego, con menos impulso pero igual abundancia, la esencia  se derramó sobre las manos delgadas y pequeñas de María Luz.

La primera descarga, la más violenta, rozó su frente y sus rojizos cabellos, pero casi en su totalidad fue a dar al suelo. La segunda alcanzó a salpicar el costado de su mejilla abriendo un cause blanco entre sus encendidas pecas, y luego terminó acertando sobre el apoyabrazos izquierdo del sofá de lectura.  La tercera cayó íntegramente sobre el antebrazo izquierdo de Luz. Luego, el grueso de la corrida de Conrado rebalsó por entre los dedos de la muchacha.

No fue este sorpresivo y potente manantial lo que asustó a María Luz, sino los espasmos que provocaron en el cuerpo de aquel hombre.

–¿Qué ha sucedido, señorita Larsson? ¿He hecho algo mal? ¿Le hice daño al señor?

–No, preciosa. Has hecho todo estupendamente bien. –Volvía a acariciar la trenza, como intentando redimirse por el jalón que se había visto obligada a propinarle. –Has hecho gozar tanto a Conrado que te ha obsequiado un orgasmo… ¿Recuerdas lo que es un orgasmo verdad?

–Si. Cuando acaba... cuando viene la descarga…

–Exacto. Y así es como acaban lo hombres. Regalándonos su semilla en forma de leche tibia y espesa.

–¿Es leche? Se parece más a un yogurt…– María Luz se miraba las manos y comenzaba a mover los dedos cubiertos de esperma– No. Parece clara de huevo.

–Se llama semen o esperma.

María Luz observaba una gota espesa que pendía de su dedo índice. La llevó al alcance de su boca y la dejó caer sobre su lengua.

–Mmm… –Degustó con auténtico interés. –Es raro... Es un poco salado y su aroma es bastante fuerte.

–Perdona por el tirón, pero no quería que recibieras por sorpresa toda esa descarga dentro de tu boca. No es en absoluto dañino, pero a veces puedes atragantarte si no estás preparada para recibirlo.

María Luz escuchaba a su profesora mientras seguía explorando la viscosidad adherida entre sus dedos.

–¿Usted lo traga, señorita Larsson?– Preguntó, sin apartar la vista de sus manos.

–Generalmente.

–Entonces yo voy tragar la de Tom.- Afirmó en voz alta. Y luego dudó: -¿No hace daño, verdad?

–Hay solo una precaución que debes tener con el semen, y es cuando la descarga se  produce dentro de tu almejita...– Lucrecia miró su reloj y se puso de pie. –Pero eso lo veremos la próxima. Ahora debemos irnos. Hasta aquí llegamos con la lección del día de hoy.

Cuando María Luz terminó de enjuagar sus manos y brazos en el lavabo, la señorita Larsson ya la aguardaba con la puerta de salida abierta. Miró hacia el interior de la sala con intención de despedirse de Conrado, pero este estaba nuevamente sumergido en la lectura.

–Estoy en auto. ¿Quieres que te alcance hasta algún sitio?

–Voy a tomar el tren, señorita Larsson. Pero prefiero caminar hasta la estación para despejarme un poco. Todavía estoy algo… acalorada.

–Me parece muy bien.

–Gracias. Es usted muy amable.

–No hay porqué… ¡Nos vemos el viernes para nuestra última lección!

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