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La Atalaya (capitulo 5)

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Era tiempo de que comenzaran a brotar los jazmines, cuando amaneció ese día de primeros de julio. Rafael se levantó temprano y salio a pasear con los perros; necesitaba aislarse, reflexionar y serenarse, y para eso, sabía que el campo y la compañía de los animales, era imprescindible. Intentaba no pensar sobre las próximas horas que sabía que serían vertiginosas, pero era difícil, y aunque intentaba pensar en el colegio y en el partido, siempre su mente terminaba enfocando la capilla y el festejo que se avecinaba.

—«Menudo socialista estoy hecho, parezco más un señorito andaluz que un revolucionario», —pensaba resignado con una leve sonrisa irónica en los labios. Recordó cuándo terminaron los estudios, y con sus flamantes títulos de maestro debajo del brazo, regresaron a Andújar: el con 25 años y Nicolasa con casi uno menos. Fue el año en el que, en el mes de octubre, la infanta Isabel Francisca de Borbón, pasó por Andújar para visitar el santuario de Ntra. Sra. de la Cabeza, patrona de la localidad junto a San Eufrasio, del que nadie se acuerda. Se pueden imaginar el alboroto que se organizó en un pueblo donde los partidos dinásticos controlaban el ayuntamiento, (solo había un diputado socialista: Diego Sánchez Carnicer). Al año siguiente, y siguiendo la recomendación de su tía, paso también por Andújar el rey Alfonso XIII. Su intención era visitar a la virgen, pero como no debía tener ganas de subir al santuario, y eso que seguro que no lo iba a hacer andando, le bajaron la imagen hasta la iglesia parroquial de Santa María la Mayor, donde, en su presencia, se rezaron diversos fervorosos responsos. Después de la partida real hacia otros lugares de la comarca, los actos religiosos continuaron durante un par de días más, en los que las supersticiones populares estuvieron desbordadas, por supuesto convenientemente organizado por curas, terratenientes y oligarcas de la comarca.

En ese año, mediados de 1.916, comenzaron las obras de la casona de la calle de los Hornos para adecuarla como escuela, que en un principio se llamaría San Rafael, y cómo su vivienda particular. A finales del verano de ese año, Nicolasa comenzó a dar clase a los pequeños, y a los mayores que todavía no habían empezado a dar clases y tenían que iniciarse en las primeras letras. Y es que la situación económica de la comarca era desastrosa: sequía pertinaz, y trombas de agua que desbordaron el Guadalquivir; incluso en una ocasión, el agua llegó a los limites del pueblo e inundo las primeras casas, pero antes se llevó por delante las casuchas de mucha gente humilde que vivían como podían junto al río. A todo esto, hay que añadir innumerables apagones de luz, que en Andújar, a los que más fastidiaba, por una vez, era a las clases pudientes. El sueldo de un jornalero oscilaba entre las 3 y las 3,50 pesetas, (eso el que encontraba trabajo), mientras que los artículos de primera necesidad estaban por las nubes, como el pan, que el kilo estaba a 35 céntimos, y el de tocino a 5 pesetas. Para terminar de arreglar las cosas, en el ayuntamiento los políticos andaban a la greña para ver quien se subía al sillón de alcalde. El que lo conseguía duraba poco: la guerra entre los dinásticos y los albistas (liberales partidarios del duque de Alba: una de esas cosas extrañas que pasan en España), era total, y por consiguiente, el ayuntamiento casi no existía. Aun así, a pesar de las dificultades, en septiembre de 1.917, se inaugura oficialmente la escuela San Rafael y el curso escolar. Nicolasa seguiría dando clases a los pequeños, para los que tenía una mano especial, y Rafael lo haría con los mayores que ya estaban iniciados en el estudio. Este primer curso escolar, a pesar de las dificultades causadas por su bisoñez no fue malo, y eso, les animó a contraer matrimonio al año siguiente.

 

Según lo previsto, la novia llegó a La Atalaya a primera hora de la mañana acompañada de su madre y varias sirvientas. Allí se peinaría y vestiría bajo la atenta vigilancia materna. Rafael tenía prohibida la entrada a la zona de la casa ocupada por el séquito de la novia, por eso, salio temprano a dar una vuelta por los centenarios olivos plantados por su tatarabuelo, aunque otros muchos eran anteriores.

La incertidumbre sobre lo que le depararía el futuro, lo llenaba de desasosiego. ¿Seria capaz de sacar adelante la escuela?, y, ¿seria capaz de suavizar la distante relación con su futuro suegro? Para nadie era un secreto que don Fabián no veía con buenos ojos el matrimonio de su hija con este Morales en particular del que desconfiaba. Pero así mismo, para nadie era un secreto que no era capaz de decirle no a su hija. Absorto en sus pensamientos paso el tiempo y comenzó a sentirse ligeramente cansado. Miro a su alrededor y comprobó que estaba en un extremo de la finca y tenía a la vista el santuario. Lo miro desde la distancia con calma, detenidamente, y después, giró sobre sus talones y apresuró el paso de regreso al cortijo.

—«Estaría gracioso que llegara tarde a mi boda», —y sonriendo añadió—. «Don Fabián me la corta, seguro».

 

Cuando llegó a casa la actividad era frenética. Los criados se movían con rapidez y aparente profesionalidad montando el toldo que cubriría gran parte del patio. Bajo él, se colocaron las mesas para la cena temprana y posterior baile. A todos estos quehaceres, Rafael asistía con más temor que interés, consciente que las intensas horas que se avecinaban.

A las seis de la tarde comenzó la ceremonia. La capilla estaba decorada con grandes centros de flores y guirnaldas de jazmines. El olor era penetrante y embriagaba un poco. La familia directa había ocupado su lugar en el interior. A continuación, los notables allegados a ambas familias. El resto de invitados se sentaron en el exterior bajo un gran toldo, aunque algunos se quedaron fuera a pleno sol.

Don Fidel, cura párroco de Santa María y amigo de la familia, ofició largamente la ceremonia, muy largamente. Tan largamente, que durante el sermón varias criadas tuvieron que dar aire a más de alguna gran dama para evitar soponcios inoportunos y embarazosos. No desaprovechó la oportunidad de atacar las ya conocidas ideas del novio en su propia boda.

Cuando terminó la ceremonia, se ofreció una copa de Jerez a los asistentes antes de sentarse en las mesas para la cena. Por fortuna, en ese momento el calor dejó de apretar y todo se desarrolló en un ambiente menos agobiante.

En la mesa principal, donde estaban los novios y sus padres, había un lugar reservado para don Fidel, por deseo expreso de doña Matilde, la madre de la novia. Ineludibles mojigaterías de pueblo. Desde su lugar de la mesa, Rafael veía engullir a don Fidel con una gula exacerbada y se ponía malo. Le asaltaban pensamientos socialistas sobre el poder del clero, su influencia en las clases bajas y su relación simbiótica con las clases altas, con la agroburguesía. 

Finalizada la cena comenzó el baile. Como es habitual lo abrieron los novios, y se notó que el vals no era el fuerte de Rafael. Gran bailarín de ritmos más modernos, se esforzó en todo momento en no pisar a Nicolasa. El resultado fue bastante patético y durante mucho tiempo su flamante esposa le tomaría el pelo con su estilo de vals «pisando huevos».

Pasada la medianoche los novios y sus respectivos padres se situaron en la salida para ir despidiendo a los invitados, que fueron desfilando ante ellos proclamando todo tipo de elogios y falsos parabienes.

 

Avanzaban despacio, con calma, conscientes de que la vorágine del día había pasado. Bajo un formidable mar de estrellas, inexplicablemente el caballito blanco relucía como si fuera fosforescente, a pesar de que la luna solo era un leve rastro. Con paso tranquilo, pero constante, tiraba de la pequeña calesa en dirección al hogar de los recién casados. Nicolasa se empeñó en pasar la primera noche en su casa, fuera la hora que fuera. 

Hacia varios días que la vivienda que les acogería estaba preparada; aunque las obras hacia más de un año que estaban finalizadas, la vivienda familiar se había terminado de amueblar hacia escasamente diez días. 

Situada en el ala izquierda del futuro internado, tenía fácil acceso al resto del edificio a través del patio central y era cómoda y sencilla, pero suficiente para ellos dos y los hijos que querían tener. 

El mismo año de su matrimonio, UGT inaugura la Casa del Pueblo de Andújar. La sociedad de obreros albañiles: «El Trabajo», compró el edificio, de 359 m2, donde más o menos encubiertos, funcionaban desde casi diez años antes, en la calle Juan Robledo, 4, (durante la República el nombre de la calle cambió y pasó a denominarse Pablo Iglesias). El hecho abre muchas expectativas de futuro para el movimiento obrero de la comarca que se encontraba francamente disperso. Desde ahí, el PSOE se lanza a la conquista, no solo de la comarca, también de las limítrofes, en un avance verdaderamente espectacular. 

Con la Casa del Pueblo a tiro de piedra, Rafael pudo alternar con facilidad su trabajo docente con su trabajo político. En ella, al margen de sus obligaciones políticas, comenzó a dar clases de alfabetización para adulto. El analfabetismo andaluz era un problema terrible. Los braceros y peones tenían que tener acceso a la lectura y por consiguiente a una formación política más completa. 

En esta actividad, como en cualquier otra que tuviera relación con el partido, Nicolasa jamás participó. Como ya he dicho anteriormente, por decisión propia e influencia familiar, despreciaba profundamente todo lo que tuviera que ver con política, políticos y partidos de izquierda o derecha. La única excepción era su marido, ya lo conoció metido en política y en su caso lo veía normal, y era eso: una excepción.

A finales del verano, Nicolasa ya estaba embarazada y como siempre pasa en pueblos de moral cerrada, mente estrecha y lengua larga, hubo suspicacias. No pocas voces fueron los que difundieron la sospecha de que había ido al altar preñada. Con el curso escolar ya comenzado las habladurías seguían y estaban en boca de todos. La única que no se enteró de nada fue Nicolasa. El runrún era tan insistente que incluso Matilde, su madre, la sondeó sin mucho tacto sobre esa cuestión. 

—No me puedo creer madre que prestes oídos a esas infamias, —la dijo visiblemente enfadada cuando la preguntó.

—Pero hija, es que mucha gente lo está comentando…

—¿Quién es mucha gente? —la interrumpió. Se notaba claramente que empezaba a perder la calma con su madre—. ¿Las beatonas del Círculo Católico?, ¿don Fidel, el cura?, ¿o la generala, la mujer del sargento?

—Solo quería estar segura…

—¡Pues que tú dudes de mí me ofende madre!

—Pero hija…

—No hay más que hablar. Vete madre, —no estaba dispuesta a seguir con el tema y desde luego cortó por lo sano—. Y con infamias de este tipo, no vuelvas a mi casa.

—Pero hija…

—Adiós, madre, —la interrumpió de nuevo y abrió la puerta de la calle.

Cuando Rafael regresó a casa, se la encontró muy enfadada. Le contó un poco por encima la conversación con su madre y vio claramente que estaba al tanto de las habladurías.

—¿Lo sabias y no me has dicho nada? ––le espetó.

—Sí, lo sabía. Mira cariño, no quería que te llevaras un disgusto, —la hablaba con sinceridad—. Un compañero del partido me puso al corriente de las habladurías. Lo que no esperaba es que tu madre se hiciera eco.

—Pues ya sabe lo que hay, —le dijo. Seguía muy enfadada y se notaba—. La he echado de casa.

—¿Has echado a tu madre de casa? —la preguntó. No se podía creer lo que acababa de oír—. Pero mujer. ¿Cómo se te ocurre? 

—¿Y que quieres que haga? ¿Qué la ría la gracia? Y además a espaldas de mi padre. Y seguro que don Fidel esta detrás. Cómo si lo viera.

—Seguro que Fabián no la hubiera permitido venir, —y cogiéndola por los brazos en un gesto cariñoso la dijo—. No puedes pelearte con todo el pueblo. Y menos con tu madre.

—Entonces ¿Qué debía haber hecho?

—Nada Nicolasa, nada. Según tus cuentas, el hijo nacerá diez meses después de la boda.

—Si Dios quiere.

—Como tú digas, pero entonces todo quedara claro y esas brujas se buscaran otra victima, —la decía con tranquilidad cuando sonó la campanilla de la puerta. 

Rafael se encaminó a abrirla y se encontró con Fabián, su suegro.

—Mire Fabián, Nicolasa esta muy enfadada, —le dijo muy serio antes de permitirle entrar—. Si viene a cabrearla más, lo mejor que puede hacer es irse y regresar mañana.

—Tranquilo Rafael, no habrá problema. 

Le franqueo la entrada y paso al salón donde le esperaba una enfurruñada y llorosa Nicolasa. Sin decirla nada, se acercó a ella y la abrazó mientras la besaba en la frente.

—Niña, no me parece bien que tu madre haya venido a mis espaldas con majaderías, pero tampoco me parece bien que la hayas echado de tu casa.

—Mire Fabián, ya sabe que cuando su hija se enfada, se enfada, —intercedió Rafael. Y a continuación añadió—: mañana, seguro que ve las cosas de otra manera.

—¿Piensas hacer algo sobre este tema? —preguntó directamente a Rafael.

—Nada. Nada en absoluto. Ya se lo he dicho a su hija. Cuando el crío nazca, habrán pasado diez meses y… 

––Si Dios quiere, —interrumpió Nicolasa.

—… lo mejor es no echar gasolina al fuego de esas brujas, —siguió Rafael.

—Estoy de acuerdo contigo. Es lo mejor.

—Y no se preocupe, le repito que seguro que mañana su hija ve las cosas de otra manera.

Nicolasa y su madre hicieron la paces. Las costó trabajo volver a estar unidas como antes, pero lo consiguieron. 

El embarazo de Nicolasa siguió adelante sin novedad, y su madre se pasó muchas horas rezando en la capilla de San Pedro, al tiempo que quemaba muchas velas para que el parto no se adelantara. Con esta situación, y los problemas propios de cualquier embarazo, Nicolasa estaba de los nervios. Rafael, refugiado en la actividad docente de su flamante colegio, intentaba rehuir a su esposa todo lo que podía.

 

Como estaba previsto, a mediados de mayo de 1.919, diez meses y medio después, nació José. Cuando los achaques propios del parto se lo permitieron, corrió a la Iglesia de Santa María para dar gracias a Dios, o al santo o al que fuera. Por primera vez desde el regreso de la familia de México, un primogénito Morales no se llamaría Rafael. No cayó muy bien, pero Rafael se mostró inflexible y cortó tajantemente cualquier intento de culpar a Nicolasa. La decisión fue suya. Solo Nicolasa y Servanda, su hermana, sabían que Rafael desde pequeño aborrecía su nombre.

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