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Ninfomanía e infidelidad (12)

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Después conocí a Lorca. Ese era su nombre, no su apellido, su madre lo eligió no sé por qué razones. Cinco años menor que yo, profesionista que trabajaba para mantener a su madre y continuar estudiando sus postgrados. Estábamos sentados juntos en la sala de conciertos a la que yo había ido sola, pues sola estaba, y a él lo acompañaba su madre. Otra vez las feromonas actuaron. Él me buscaba plática en los intermedios. Al principio fui cortante, pero su gesto de inocencia y ternura me subyugaron. Al terminar me ofreció llevarme a mi casa, lo cual acepté. Cosa que no le agradó a su mamá, principalmente porque a ella la dejamos primero, su casa estaba más cercana que la mía, le argumentó y citó el cansancio que ella dijo tener. Fuimos a caminar al centro de Coyoacán, la plática se tornó más íntima y al poco tiempo nuestras manos estaban entrelazadas. Enseguida vinieron los besos y los roces de mi pecho en su cara, pues la estatura baja de Lorca lo propiciaba. Irresistiblemente metió su nariz en mi escote, aspiró mi perfume, que seguramente le gritaba “¡Cógeme!”, y al retirarse me dio un beso. Cenamos en mi casa y allí seguimos la charla hasta muy tarde, y cuando los niños dormían, mi hermana se retiró. Iniciamos las caricias y me sacó las tetas para llenarlas de besos y chupetones. Lo tomé de las manos y lo llevé a la recámara de mis padres, quienes no llegarían ese fin de semana a casa. Sólo hice lo que él me pidió, aunque me moría de ganas por chuparle el pene de dimensiones pequeñas me comporté sin lujuria. A las cinco de la mañana lo obligué a irse pues, le dije, quería que la relación se fuera dando de manera natural ante mis hijos, entonces ya adolescentes. Le emocionó saber que yo hablaba de una relación duradera pues él estaba enamorado, y yo también. Pero, ¡ay, siempre creía yo lo mismo! Afortunadamente, todo se dio al ritmo que Lorca marcó. Fuimos formales y casi todos los días él comía o cenaba en casa. También, a veces, cuando no estaban mis padres ni mis hijos él dormía en casa conmigo.

Un día, después de recoger de la mesa los platos, sólo uno de ellos, el mío, conservaba un pequeño trozo del sabroso flan que hice de postre. Tomé la porción con la cucharilla y engullí el dulce. ¡Sí, me quedó delicioso! Mientras llevaba al fregadero los últimos trastos, sonreí complacida por el éxito que tuvo la comida que preparé. ¡Nada sobró!, como siempre. Todo estaba bien calculado; hasta las raciones extras para los comensales golosos. Al terminar de lavar, puse en el escurridor la flanera y me sequé las manos. Sonó el timbre de la puerta. Mis hijos y demás familiares habían salido ya a sus ocupaciones vespertinas. “A alguien se le olvidó el llavero”, me dije porque todos tienen llave para entrar.

Al abrir me sorprendiste de ver a mi amante, quien no tiene llaves, pero fue el primero en despedirse al terminar de comer.

—¡Hola! ¿Olvidaste algo? —pregunté dejándole el paso franco.

—No. Ya terminé de visitar al cliente que me faltaba para concluir el día de trabajo. Antes de irme a escribir el reporte a mi casa, quise venir a probar un poco más de tu postre —contestó.

Al tiempo de entrar, me tomó de la barbilla y besó delicadamente mis labios.

—Qué mala suerte... ¡Se acabó todo! —precisé al cerrar la puerta.

—¿Cómo? ¡No puede ser, si lo estoy viendo! Mucha leche ha pasado por aquí, la dulzura con que tu corazón palpita y la suavidad que tiene tu piel hacen de esto un flan delicioso —me dijo con la mirada puesta en el escote de mi blusa, comenzándola a desabotonar.

Nos besamos y sin separar nuestras bocas más de lo necesario, empezamos a quitarnos mutuamente todas las prendas superiores. Al quedar sin ellas, nos abrazamos fuerte y mis tetas, que sobresalían a los costados, recibían las caricias de sus codos y brazos.

Sin decir más, lo tomé de la mano y lo llevé hacia la acogedora recámara de madera, en la parte trasera del patio, donde nos desnudamos completamente. Él se acostó y veía cómo acomodaba la ropa que nos habíamos quitado para que no se arrugara; me observaba deleitándose con mi figura. Volteé a mirarlo, con una sonrisa maliciosa le modelé y me reí al ver cómo crecía su pene.

—¡Es que eres muy hermosa! —susurró, por toda explicación, extasiándose con el movimiento de mi cuerpo.

—Me agrada que te guste —dije al acercarme y acariciarle el escroto.

Mi caricia continuó hasta el falo, el cual apreté y agité un poco. Me senté a su lado y le acerqué mi pecho a su cara, invitándolo a que tomara “todo el flan que te quepa en la boca”, la cual abrió cuanto pudo, sentándose para saborear la blandura de mi seno. Al poco rato de estar así, me separaste para que cambiara de lado y se escuchó un chupetón al que rematé con un “¡Ah!”. De su boca salió el húmedo pezón guinda, rizado y ovalado que figuraba una ciruela pasa coronando a un postre.

—Ahora la otra... ¡Mámala igual! —dije al mostrar el pezón, grande, todavía liso y redondo, entre el índice y el anular abiertos, que empujabas con el pulgar por atrás, tal como lo había hecho al amamantar a mis hijos cuando eran pequeños.

Con la otra mano volví a jalar su miembro. Quitó de la teta los dedos que le estorbaban para llenarse la boca de mi. Boca y manos eran poco para abarcarla y chuparla con la fruición que lo hacía al ser acicateado por el masaje que daba mi pulgar en su glande húmedo. Allí, mi pulgar seguía al ritmo con que su lengua recorría mi pezón, y sus labios apretaban de la misma forma que el resto de mis dedos a su tronco.

Cuando de su boca salió otra “ciruela pasa” —guinda, ovalada y rizada de tantos pliegues que formaba tu areola—, me miró con mucho deseo y me besó con una pasión que le correspondí de la misma forma. Lo acosté y yo también lo hice sobre de él, pero ofreciéndole mi vulva ya brillante con el aromático flujo de amor. “Venías por dulce, pero también lo salado es rico”, le dije para completar el “69”.

Metió su lengua en mi vagina, disfrutando del sabor a mar que le ofrecía; sintió en sus labios a los míos. Por mi parte, también chupaba con demencia cada gota del líquido que mis manos y labios extraían. Nuestras bocas y pubis se movían cada vez más aprisa. Me tragaba una porción mayor de su miembro en cada viaje, quería que su semen brotara a borbollones directamente en mi garganta; sentías que ya se iba a venir y también inicié la marcha hacia el abismo. Cuando mi lengua sintió el chorro cálido, me saqué la verga de la boca y la metiste entre mis tetas para que las regara con su líquido. Seguimos moviéndonos; y al unísono, después de otra descarga, se oyeron dos gritos e inmediatamente después vino la calma... Nuestros corazones retumbaron fuerte, pero sólo podíamos escuchar el latido propio y, como fondo, el dueto de jadeos con el que pedíamos reposo.

Rodé hacia la cama. En silencio y acariciándonos uno al otro degustamos el sabor que la pasión dejó en nuestras bocas. Me atreví a exprimir la última gota de esperma que no había sido derramada entre mi pecho y sus piernas, la tomé con el índice y la llevaste hacia mi boca. El resto de semen lo había extendido en mi piel y en la de él con las palmas de las manos, hasta que formó una capa de espuma blanca endureciéndose pronto. Él, cada vez que pasaba un poco de saliva, paladeaba el frenesí con el que yo había saturado su boca, además de habérselo extendido en labios, mejillas y nariz; veía mi triángulo de abundante vello negro, enmarañado con mi jugo, y aspiraba el enervante olor que me fluía cuando yo deseaba encadenar para siempre a cualquier amante. Cerrando los ojos, reposamos.

—¿Otro? —pregunté cuando volvió a crecer su miembro entre mis manos.

Él, sonriendo, asintió con la cabeza. Me acomodé subiéndome a su cuerpo. Lo besé apasionadamente sin soltar aquella zona donde se le acumulaba cada vez más sangre y deseo. Froté su glande contra mi clítoris y los labios de mi vulva... mi lengua en la suya hizo lo demás para que el pene llegara a su tamaño máximo. Ensartada en su erección, me moví hasta venirnos. Después, cuando la respiración se nos estabilizó, dormimos así, una sobre el otro.

Despertaste primero, Al abrir los ojos noté que la única luz que se veía venía de la casa, algunos de mis familiares ya habían regresado. Prendí la lámpara del buró y él despertó. Me levanté. Saqué dos toallas, fui al baño que estaba en la recámara, abrí la regadera, y desde allá invité a mi amado a la ducha.

No salía mucha agua, por lo que tuvimos que estar muy juntos bajo la regadera e iniciamos otra ronda de caricias. Le enjaboné cariñosamente el falo y se lo tallé con delicadeza, usando como estropajo el vello de mi pubis, hasta que le creció enorme. Él me había enjabonado una y otra vez las “soberbias chiches”, me decía. Me colgué de su cuello, abrí las delgadas piernas hasta que quedaron sobre su cadera y las crucé aprisionándole la cintura, lo que permitió que me penetrara fácilmente. De inmediato te tomó de las nalgas para ayudarme en el movimiento impetuoso que había iniciado y avisaba que me hallabas en camino al paraíso. Por ello no pude notar su gran temor a resbalar: no pesaba mucho, pero de ninguna manera era sencillo equilibrarse con el frenesí de mi actividad. Escuchó mi grito ahogado, sintió cómo lo apreté más del cuello y la cintura y no pudo evitar recordar la vez en que, también cercana al paroxismo, casi le cercenaba la lengua en un beso ardiente. Seguí apretándole cada vez más fuerte; resaltaban mis músculos, se me notaban muy tensos; mas repentinamente aflojé todo el cuerpo y empecé a descender. Ambos quedamos de pie, él tuvo que separar un poco más los pies para no salirse de mi cálida vagina. Lorca seguía con los ojos cerrados y no pudo ver cómo me escurrían algunas lágrimas pues se diluyeron entre el agua que caía sobre mi rostro.

Habían pasado ya muchos años de que no lo hacía así, cargada y en la ducha. ¿Fue la plena satisfacción del acto sexual consumado o fueron los recuerdos de la primera ocasión en que lo experimenté de esa manera lo que me hizo llorar? Creía no saberlo, pero al recordar aquellas escenas arreció mi llanto, incluso tuve que ahogar un gemido. Me zafé de él y lo volví a enjabonar. Cuando terminamos de enjuagarnos cerré la llave, tomé la toalla y empecé a secarlo, de ahí, de la misma parte donde lo había enjabonado varias veces. Después le coloqué la toalla en la espalda y tomé la otra para secarme.

Salimos hacia la recámara. Él comenzó a vestirse mientras veía con detenimiento cómo me secaba: froté vigorosamente los vellos de tu triángulo moreno, tratando de que quedara completamente seco; cuando me esmeraba en la zona del clítoris yo cerraba los ojos en evidente demostración de disfrute, parecía que mi apetito no tenía fin y que era contagioso porque lentamente le crecía el abultamiento que se notaba en su trusa. Se acercó, me dio un beso en los labios y mis pequeños ojos se abrieron enormes. Acariciándome mi mata me preguntó si me ayudaba, después metió su dedo anular en mi vagina, que seguía mojada, lo sacó completamente húmedo, lo cual estuvo de maravilla porque siguió con mi clítoris. Sus movimientos circulares me hacían sentir en la gloria. Enervada por los delicados mimos, cerré los ojos para besarlo y nuestras lenguas se trenzaron, literalmente, en caricias húmedas que reflejaban las otras que daban nuestras en las partes bajas. Después del jugueteo, su boca se ocupó de mis pezones.

—Ya, amor, si no jamás vamos a salir de aquí —le supliqué, separándome.

Me coloqué la bata de baño para no provocar un deseo más y me calcé con las sandalias. Él continuó vistiéndose.

Cuando terminé de enredar mi largo pelo lacio en la toalla y ponérmela como turbante, él ya tenía puesta toda su ropa. Lo peiné y salimos de allí tomados de la mano.

Tres meses duró mi conformidad con el cuerpo de Lorca –solamente hubo algunos encuentros amatorios con Saúl de quien, debido a la frecuencia con la que iba a casa para ver a los hijos, Lorca no sospechaba–, pero otra vez llegó Roberto a mi ciudad y durante tres días no acepté que Lorca fuera a verme, pretexté que mis padres querían estar sin que importunaran las visitas a mi hermana y a mí, pues nos visitarían muchos amigos y familiares con motivo de los sesenta años de vida de mi padre y nosotros debíamos estar atentos a lo que se necesitara. Al parecer me vio con Roberto, “tomados de la mano”, dijo cuando nos volvimos a ver, pero si me vio con él, seguro que vio mucho más pues Roberto me tomaba de todas partes y me besaba sin importarle quién nos viera, solamente guardaba compostura ante Saúl, incluso aún divorciados, y ante mis padres. ¡Ni la presencia de mis hijos le merecía recato! “Es mi primo, que llegó de visita”, dije esa ocasión y lo besé y acaricié con lo mejor de mi repertorio hasta que fuimos a la recámara de mis padres, casi siempre vacía y ya habíamos hecho nuestra “para platicar sin interrupciones”. No creo que su madre haya influido para que él me tratara de otra manera, ella, aunque no quería una mujer mayor, divorciada y con hijos para nuera, respetaba los sentimientos de su hijo. Una tarde que Saúl fue a ver a los niños (ya no tanto) le presenté a Lorca, quien iba acompañado de su sobrino. Me extrañó que Lorca se mostrara muy respetuoso en el saludo. Pero más me sorprendí cuando saludó al sobrino pues ya se conocían de varios años atrás. Después supe que Lorca lo reconoció pues había visto a Saúl en el pasillo de la facultad donde aquel estudiaba su maestría, justamente cuando un doctor maestro suyo se despedía y le agradecía el apoyo que le dio al criticar un texto de próxima publicación. “Es muy chingón ese señor” le dijo a Lorca, señalando la puerta por donde acababa de salir Saúl y hojeaba el futuro paper lleno de anotaciones de todos colores. No supe dónde conoció al sobrino ni qué le haya dicho éste a Lorca. También, algunas veces que Lorca salía a trabajar fuera de la ciudad en fines de semana y mis hijos estaban con su padre, me dieron ganas de una verga grande y llamé a Eduardo para salir al cine y pasar la noche en su departamento, pues mi hermana, aunque no me recriminaba nada, se sentía incómoda por usar así a los hombres. ¿Qué supo de mí Lorca o a qué conclusiones llegó cuando me atrapó en una o más mentiras? No lo sé, pero al año estaba claro que no quería una relación más formal conmigo. Sin embargo también quedó atrapado en mis redes por la manera en la que hacía yo el sexo... Sigo en comunicación con él, aunque está casado y con hijos, es claro que disfruta mucho el par de veces en el año que puede acudir a mi llamada y estamos juntos, aún en las raras ocasiones en que no hay sexo. A mí también me gusta su compañía y nunca le recriminé que se hubiera alejado ni casado. Sé que no le hubiera dado lo que él soñaba en el aspecto familiar.

Mis padres decidieron regresar otra vez a la ciudad donde vivieron antes de estar aquí. Vendieron la casa de México y un rancho que él ya había decidido no atender pues su estancia oscilaba entre el rancho y el DF y ya estaba cansado de tanto trote. Yo tenía qué decidir si me quedaba aquí en el DF o si me iba con mis padres.

 

Si quiere saber lo que ocurriría si me quedaba aquí, lea “Ninfomanía e infidelidad (14)”

Si quiere saber lo que ocurriría si me iba con mis padres, lea “Ninfomanía e infidelidad (15)”

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