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UNA HISTORIA DE AMOR FILIAL (2)

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Capítulo 2

 

Al perder de vista a Elena y Humberto, Daniel les buscó con la vista pero nada, se habían vuelto invisibles, habían desaparecido. Y así, con la pareja desaparecida fue transcurriendo la noche.

Daniel prácticamente se desentendió de sus acompañantes. Se levantó de la mesa separándose del señor Puigvert y las dos “tigresas” completamente obsesionado con Elena. La buscó sin descanso por todo el local. Era grande, muy grande, con varias pistas, y sí, sería hasta fácil extraviarse allí, no lograr después encontrarse dos personas que se separaran, pero Daniel tenía un desasosiego que no le dejaba vivir; sufría indeciblemente… Sí, los celos le atenazaban, le ahogaban, le destruían minuto a minuto.

Tras bastante más de una hora buscando sin éxito volvió a la mesa, vencido, derrotado. Entonces los encontró, sentados a la mesa, juntitos como antes los viera en la pista, sólo que ahora el Humberto se tomaba más libertades con Elena, pues con una mano le acariciaba suavemente, casi imperceptiblemente, el muslo y a Elena no parecía molestarle. Antes bien reía divertida lo que el Humberto deslizaba en su oído. Cuando los vio al acercarse de vuelta a la mesa Daniel se quedó quieto, clavado al suelo. Luego reanudó el paso hasta llegar allí. Mientras se sentaba en su silla el señor Puigvert  le decía

Ves Daniel como no tenías que preocuparte, que con Humberto estaba en buenas manos. Y aquí la tienes, sana y salva.

Daniel no respondió. Se limitó a dirigir una fría y dura mirada a su madre cuando ésta le preguntó “Qué te pasa”. Lugo tomó el vaso de licor que ante él había sobre la mesa, lo bebió de un trago y a una camarera que, ligerita de ropa, parecía sobrevolar por entre las mesas, le pidió otra copa de lo mismo. Elena vio la rabia en la mirada de su hijo: De nuevo estaba enfadado con ella. Parecía un niño mimado, siempre enfurruñado por cualquier cosa. Se levantó deshaciéndose de la mano con que Humberto pretendía retenerla y se fue a sentar junto a su hijo, desalojando de su sitio al “monumento” que junto al muchacho se sentara. Elena empezó a hacer carantoñas a su “niño”, intentando desenfadarlo, pero Daniel las rechazaba y su rabia iba en aumento. Le sirvieron la nueva bebida y bebió un trago no corto precisamente. Elena a lo “bajinis” le afeaba su manera de proceder con la bebida, pero Daniel, mirándola desafiante, bebió de un trago cuanto quedaba en el vaso, y se volvió para de nuevo llamar a la camarera; ésta le vio e hizo una seña a Daniel en entendimiento de que quería otra copa más.

El Humberto se acercó a Elena deseoso de seguir bailando con ella, besándola y magreándola por todos lados, muslos, culo, pechos, pubis; de seguir alzándole la falda para alcanzar su “prenda más preciada” y allí hundir sus dedos juguetones al tiempo que jugaban, acariciaban y se enredaban en aquel excelso vello púbico… Pero esta vez Elena no estuvo por la labor. Le despidió diciendo que le apetecía bailar con su “niño”. Tomó de la mano a Daniel y tiró de él hasta arrastrarle a la pista de baile.

Se enlazó con él y le pidió perdón por haberse perdido con aquel otro hombre. Le juraba y perjuraba que entre ellos no había pasado nada, que simplemente bailaron y que no se dio cuenta de que se alejaban… Daniel permanecía en silencio, pero sus ojos llameaban de ira al mirarla. Ni tan siquiera se movía, ni tan siquiera bailaba. Se había dejado llevar porque no tuvo ánimos para oponerse, pero se negaba tercamente a bailar, a mudar su cara, a cejar en su rabia, en su enfado descomunal y Elena acabó por molestarse también; por enfadarse también.

Se separó de Daniel y regresó a la mesa con él tras ella pero con el mismo gesto ceñudo de antes en su cara. Casi estuvo tentada de reclamar al Humberto el baile que antes le rechazara, pero se dijo que más valía dejar las cosas como estaban. Se sentó se nuevo en el sitio que antes ocupara junto a su hijo y esperó a que éste se sentara. Daniel se sentó y tomó la copa recién servida dispuesto a beberla, pero Elena se le adelantó. Se la quitó de las manos y se la bebió de un trago.

Daniel entonces se levantó diciendo que estaba cansado y se volvía al hotel. Elena se levantó también y trotó tras su hijo. Tomaron un taxi en la puerta de la discoteca que los llevó al hotel. Durante el trayecto no abrieron la boca ninguno de los dos, pero cuando llegaron al hotel, ya en el propio ascensor, Elena se volvió a deshacer en testimonios de que no había pasado nada, que no tenía por qué enfadarse y demás.

Llegaron a la planta y Daniel, desentendiéndose de su madre, se encaminó a su habitación, pero Elena siguió tras de él con sus promesas de que nada había pasado, nada que a él debiera enfadarle pues nada pasó entre el tal Humberto y ella. Pero Daniel no quería seguir oyéndola. Se sentía mareado; mareado por la tensión sufrida, por el alcohol ingerido, que no había sido poco. Además le dolía la cabeza, también por ambos efectos, la tensión y el alcohol. Rogó a Elena que se marchara, que le dejara en paz, pero ella no quiso… También estaba muy molesta con él. Afeaba su comportamiento de aquella noche diciéndole que le molestaba la poca confianza que tenía en ella; que si pensaba que acababa en la cama con cualquier hombre que la hablara. Daniel entonces, al límite de su rabia encendida aún más por el alcohol, se le volvió y encaró, diciendo que no le sorprendería que se hubiera metido al wáter con el Humberto y se la hubiera “mamado”. Elena aquí sí que se enfadó de verdad

¡Un respeto niño, que soy tu madre!

¿Madre? Tú no eres ni fuiste nunca otra cosa que una puta, una maldita y hedionda mala puta

Al momento, un bofetón cruzó el rostro de Daniel, con lo que su furia se desató. De un empujón hizo caer de espaldas a Elena, de espaldas sobre la cama del dormitorio y se lanzó sobre ella como una fiera sobre su presa. Forcejeó y su mano se perdió bajo las faldas de la mujer acariciando brutalmente por encima y debajo de las bragas. Elena gritaba, gritaba enfurecida como pocas veces antes lo estuviera

Daniel imbécil, que soy tu madre, esto no puedes hacerlo. ¿Te has vuelto loco?

¿No es esto lo que te gusta, lo que quieres que te hagan? Pues disfrútalo mala puta, puta embrutecida

Suéltame Daniel, suéltame… Por favor hijo… No sigas

No Elena, no te voy a soltar. Te daré todo lo que te gusta, todo lo que deseas.

Déjame Daniel; suéltame. No sigas, por favor. No sigas, no sigas… Por favor

Te gusta calentar a los hombres, ¿verdad? Te gusta verles babeando por ti. ¿Verdad que sí? Elena, yo también soy un hombre y aquí me tienes, caliente por ti, babeando por ti… Disfruta puta, disfruta; disfruta de este hombre que se rinde a tus pies, que babea por ti, que te desea más que a todas las cosas

Daniel estaba sobre su madre, sujetándole las dos manos con una de las suyas y las piernas con las suyas. Elena se resistía fieramente; cuando pudo le arañó inclemente, con furia casi asesina; si hubiera podido, tal vez habría llegado a matarle para impedir la vejación, la más ensañada violencia que contra una mujer puede ejercerse, violarla. Porque a esas alturas Elena ya sabía que ese era el designio de Daniel, de su hijo, de su propio hijo. El ser a quien ella diera la vida veintisiete años atrás; el ser que sus entrañas formaran y acunaran durante nueve meses; el ser que ella alumbrara con tremendos dolores y que de pequeñín fue su principal alegría; el ser que era sangre de su sangre. El ser que ahora le estaba haciendo pasar EL RATO MAS HORRIBLE de su vida, EL RATO MÁS DOLOROSO de su vida, pues el dolor no era físico, aunque también, sino empíricamente anímico, pues era su corazón de madre y su alma de mujer las que estaban siendo lastimadas, heridas, destrozadas…

Daniel por su parte cada vez se enardecía más. Cada rechazo de su MADRE, cada insulto, cada lágrima de su MADRE, sólo producía en él la resolución de ir a más, a más, a mucho más. No lo buscó, ni siquiera lo pensó; nunca, nunca había pensado, ni por soñación, someter a su MADRE a la tortura a que ahora la estaba sometiendo. Sí, a su MADRE, pues desde que esa violencia demencial se desató contra esa mujer, esa mujer cuyo cuerpo era su obsesión desde adolescente casi niño, dejó de existir como Elena para resurgir en MADRE, y sólo MADRE. Elena dejó de existir para que resurgiera la mujer de su padre; la esposa infiel que deshonró, humilló, e hirió a su marido, a su padre, a su queridísimo padre, en lo más hondo que un hombre puede ser herido…

Y es que todo el enervamiento que la resistencia de su MADRE, las lágrimas de su MADRE, evidencia de la tragedia, la pesadilla y tortura a que entonces la sometía, ese multiplicado enervamiento en suma, era en sí mismo expresión de odio, de venganza, de castigo. Castigo y venganza por sí mismo, castigo y venganza por su querido padre. Sí, aquella puta desorejada, aquella hetaira voluptuosa y pecadora, iba a pagarlas todas juntas. Y en eso, en ajustar viejas cuantas estaba su mayor placer, estribaba su mayor deleite. 

La violaría a conciencia, recreándose en ello, haciendo que ella sintiera todo su odio, todo su rencor, todo su desprecio. Con la mano libre le desgarró la camisa haciendo saltar los botones de manera que los senos maternos quedaron al aire, sólo cubiertos por el sujetador que siguió el destino de los botones de la blusa cuando Daniel se lo arrancó de dos tirones. Entonces esa mano libre los acarició, los estrujó, tiró de los pezones hasta hacer daño a la llorosa madre que pugnaba por soltarse, que intentaba librar sus piernas de las de su hijo para patearle, para hundirle la rodilla donde pudiera…

Pero no pudo; Elena no podía hacer nada contra Daniel que la dominaba por completo. Ella era mujer fuerte, alta y de no blandos músculos por el ejercicio en gimnasios para mantener un cuerpo firme, elástico, joven y atractivo… Pero también Daniel era un hombre fuerte, bien formado, musculoso… Y más pesado que ella, más fuerte que ella… Le tenía encima y, simplemente con el peso de su cuerpo, la inmovilizaba. Daniel llevó su boca a esos senos y los besó, los lamió… Con fruición, casi con arrobo… Luego su atención se centró en los pezones que ante él aparecieran: Los chupó, los succionó, los mordisqueó… Los disfrutó hasta sentirse ahíto de esos frutos del Jardín de las Hespérides mientras su madre lloraba quedamente con  lágrimas del intenso dolor de su alma, de su corazón; lágrimas de vergüenza, de humillación, de mujer vejada; lágrimas de desánimo, de desesperación… Seguía rogando a su hijo que la dejara, que no siguiera, que le permitiera salir de aquella habitación convertida para ella en cámara de tortura. “Por compasión hijo; por piedad, déjame marchar”…

Pero Daniel no cedía un ápice en sus intenciones. Su enervamiento crecía por segundos y para entonces su ánimo era un tropel de emociones disparejas, casi encontradas. Al placer de someterla a su venganza y a la de su padre a través de él mismo, se unía el disfrute de ese cuerpo maravilloso, su obsesión hecha realidad. Ya no sólo quería vengarse sino gozar esa venganza hasta sus últimas consecuencias; deseaba con toda su alma dar rienda suelta a sus más bajos instintos de animal de reproducción sexuada. Daniel entonces no era un ser humano, ni tan siquiera infrahumano, sino una bestia salvaje, una fiera que sólo obedecía a la “Ley de la Selva”.

Con su mano libre Daniel bajó la cremallera de la falda de Elena  y tiró de ella hacia abajo, intentando sacársela, pero el alcance de los brazos tiene un límite y ese límite no llegaba a sacar esa falda por los pies sin ayuda. Daniel soltó por un momento las manos de Elena para poderle sacar la falda y la mujer quiso aprovechar para intentar soltarse y huir. Se incorporó casi de un salto y, dando un puntapié a su hijo intentó ganar la puerta de salida. No lo consiguió. Daniel la alcanzó, la tomó del pelo y de un empellón la devolvió a la cama, boca arriba de nuevo. Se volvió a lanzar sobre ella pero Elena se defendió con las uñas por delante que arañaron profundamente el rostro de Daniel, lo que provocó que su hijo le soltara dos guantazos en plena cara, en plenas mejillas. El primero a mano abierta, aplicando toda la ira acumulada y la fuerza de su brazo; el segundo fue un revés a la mejilla opuesta a la ya golpeada.

Ahí acabó la resistencia de Elena. Aquello, las dos bofetadas, acabaron con ella: Su hijo, a la vejación, unía la violencia más brutal. Y eso la desmoronó enteramente. Ante la triste realidad se rindió, pues no tenía sentido seguir oponiéndose a lo inevitable. Se rindió pero no se entregó. Su hijo la tomaría, la disfrutaría, disfrutaría de su cuerpo pero no de su entrega. Sencillamente se resignaría a lo inevitable esperando que todo acabara pronto.

Ya libre de oposición, resignada su madre a sus deseos, Daniel acabó de desnudar completamente a Elena y se desnudó él mismo. Abrió las piernas, los muslos den su madre y la vulva femenina apareció ante él. La volvió a manosear, volvió a meter sus dedos dentro de ella con furia, con rabia hasta hacer gemir a su madre y no precisamente de placer. Llevó su “herramienta” hasta la entrada de esa vulva y la estuvo pasando a todo lo largo de ella repetidas veces, hacia arriba, hacia abajo, hacia arriba, hacia abajo y vuelta a empezar.

Pero aquellas maniobras no surtían el efecto esperado y deseado pues esa vagina en absoluto se humedecía, por lo que simplemente la suavizó ensalivándola directamente y de un brusco empellón penetró las entrañas de su propia madre. Empezó el “baile” de meter y sacar, meter y sacar,  meter y sacar y a repetir desde el principio. El cuerpo de Elena se movía tendido en la cama, desmadejado, inerme, sin vida se diría, subiendo hacia arriba y bajando hacia abajo a cada empellón que la virilidad de Daniel daba a esa vagina que ni por casualidad se humedecía. Mientras Elena se tragaba los gritos de dolor pues esa tan sensible parte de su anatomía la tenía muy, muy rozada, mientras suplicaba a Dios que, por favor, eso se acabara ya, Daniel sentía el dolor, el tremendo escozor de su miembro viril, pero también el inconmensurable placer que estaba experimentando. No es que hubiera disfrutado de muchas experiencias sexuales hasta entonces, pero desde luego ninguna comparable a la que en el cuerpo de su madre había encontrado. Estaba siendo como la reconfortante vuelta al hogar tras años de vagar perdido por esos mundos y ese disfrute paliaba todas aquellas “pequeñeces”.

En Elena se habían secado las lágrimas porque en todo su ser no quedaba ni una más. Miraba entonces a su hijo y lo que veía se diría que la espantaba más que todo lo pasado. Daniel, sobre ella y empujando como un poseso, tenía el rostro desencajado, desfigurado en una mueca de sumo placer que desfiguraba sus facciones haciéndolas poco menos que infernales. Los ojos vidriosos, a su juicio sin ver, y su boca medio abierta con la lengua casi sacada, babeando de placer… Aquello no era su hijo, aquello era un monstruo del Averno, una bestia salvaje… Y esa bestia, ese monstruo que no podía ser du hijo, la aterrorizaba.

De pronto Elena vio como la cara de Daniel se distorsionaba más al acentuarse hasta digamos el infinito el rictus de placer que lo desfiguraba. Observó y oyó cómo los dientes enclavijados del muchacho rechinaban unos contra otros y cómo su espalda se tensaba por momentos; cómo los guturales alaridos de “¡Ay, Ay, Ay” retumbaban en la habitación atronadores, señalando así que Daniel estaba llegando a cima de los Mil Placeres en tanto su espalda se iba tensando de un segundo al otro. La mujer dejó escapar un suspiro de alivio: “Esto” se está acabando, gracias sean dadas a Dios y toda la Corte Celestial”

Mas Elena se equivocaba porque “aquello” todavía no terminaba. “Aquello” tendría su Epílogo, un Epílogo más o menos largo, más o menos corto. Sí, Daniel se “vino”, se vació en las entrañas de Elena y ella fue consciente de ello pues notó cómo el germen de vida de su hijo inundaba su interior llegando hasta el último rincón de su feminidad. Pero eso no detuvo los envites de Daniel, sino que éstos se recrudecieron al segundo para proseguir tan briosos o más que antes en un continuo entrar y salir, entrar y salir, entrar y salir… No sabría decir si fue una sólo vez más; o si dos, si tres incluso, aunque su sentido común la inducía a pensar que a lo sumo una vez más y si llegó a esa primera vez más. Nunca lo sabría con exactitud, pero eso de “Dos sin sacarla” es más “farol” de macho presuntuoso que gozosa realidad en la hembra “partenaire” de tamaña hazaña.

Pero lo cierto es que, con “provecho” o sin él, Daniel continuó “cumpliendo” a la mayor satisfacción de “hembra placentera” que entonces ocupara el lugar de Elena, pues para ella aquello sólo significó la prolongación infame de su tortura. A Dios gracias, todo tiene su fin en este mundo y la “hombrada” de Daniel no fue excepción, por lo que en más tiempo, en menos tiempo, aunque a Elena aquella “propina” se le hiciera una eternidad, la resistencia de Daniel se desfondó, cayendo éste como un fardo, como un pelele, sobre el cuerpo de Elena resoplando, respiración entrecortada, pulsaciones cardíacas a todo meter, rostro desencajado y sin poder ya ni con su alma. Elena entonces, sin demasiadas consideraciones, se lo quitó de encima echándole hacia el lado de la cama, se levantó, recogió su ropa desperdigada por el suelo así como sus zapatos; entró al baño a vestirse y abandonó, por fin, esa cámara de tortura.

 

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Ya en la calle, Elena detuvo un taxi y pidió la llevara a la Comisaría de Policía más próxima. Allí se encontró con que nadie se había presentado autoinculpándose de violación alguna. Elena explicó al comisario que, efectivamente, dos días antes su hijo y ella mantuvieron una discusión muy fuerte en la que su hijo Daniel, acalorado, en un momento profirió palabras muy gruesas contra ella, insultos muy graves. Luego, enfriados los ánimos entró en un estado de depresión inculpatoria que le llevó a castigarse a sí mismo con esa falsa inculpación. Y ahora ella estaba muy inquieta por su paradero, por saber dónde podía estar. El comisario resultó ser buena persona, con lo que accedió a llamar a las comisarías más próximas, a la Policía Municipal incluso, con el mismo resultado: Daniel no se había presentado en ninguno de esos centros policiales.

Lo peor de todo eso era que, en tal caso, ¿dónde estaba su hijo? No era posible saberlo… En realidad, había desaparecido. Desaparecido sin dejar rastro… ¿Por qué? Sí, Dani debía estar mal, muy mal. Muy arrepentido, muy avergonzado… Y, sobre todo, culpándose muchísimo por la que hizo; desde luego que para menos no era, pero de eso a hacer locuras… ¿Y si se había suicidado? O echado por ahí, por esas calles, como un pordiosero…

Con el corazón en un puño Elena regresaba a su despacho. Pensaba que debía hacer algo, buscarle… Pero… ¿Qué hacer? ¿Cómo buscarle?... Recordó otra vez lo que antes cavilara… Lo de que no había querido ni a su hijo. Falso, absolutamente falso… Ya lo creo que lo quería, más que a su vida lo quería… El día de autos estaba con él que mordía, como jamás antes se cabreara con nada ni con nadie, pero desde hacía un rato estaba más cabreada consigo misma que con nadie más y, menos todavía, con su Dani, su hijo Dani… A todas luces, ella era la gran responsable de todo, la gran y única culpable… Por ser como era, una “salida” incorregible… Ella la gran culpable por dejar que sus bragas se mojaran nada más sentarse a su lado el Humberto. Por desaparecer con él; por “mamársela” en el wáter, como su hijo la acusara de haberlo hecho y ella, embustera hasta la médula, lo negó; juró, perjuró realmente, no haberlo hecho, no haber pasado nada de eso… Pero “pasó”, se lo “hizo” con él, con el Humberto… Folgó con él, vamos, porque “Folgar” significa lo mismo que la otra definición al uso, pero es menos zafio y soez que lo “otro”, y Elena ya no era aquella chica zafia y soez que a los trece-catorce años dejó atrás su aldea natal.

Llegó por fin a las oficinas e iba hacia su despacho cuando le salió al paso la secretaria de su hijo

Por favor señorita, estoy muy cansada, agotada sería más exacto, deje lo que sea para más tarde, para mañana si fuera posible..

Pero Dª Elena, es de su hijo… de D. Daniel

¿De Daniel, de mi hijo? ¡Cómo no me lo dijo antes! ¿Qué?… ¿Qué dice? ¿Dónde está?...

Esto… Dª Elena él no ha llamado, no he hablado con D. Daniel. Ha sido del Juzgado de Guardia… Dicen que está allí, retenido; que esta mañana se ha presentado ante el Juzgado inculpándose de algo… De algo grave. Que usted, su madre, debe personarse allí cuanto antes pues lo declarado por D. Daniel la atañe a usted.

Gracias señorita, muy amable. Por favor, pida mi coche al garaje. Que me espere en la puerta principal. Ah, y que D. Andrés me espere también en el coche.

Desde luego Dª Elena

Elena siguió hasta su despacho. Entró, se quitó el abrigo, dejó el bolso sobre su mesa y pasó al lavabo adyacente, su baño privado en la oficina. Se miró al espejo y se vio horrible. Echó mano del arsenal de cosméticos que allí se apilaba y, tras afanarse con potingues de belleza, polvos, cremas y demás, le pareció estar algo mejor. Indudable que no era fácil borrar los estragos de la noche de marras, pero al menos esconderlos lo más posible.

Sin más, tomó un ascensor y bajó al vestíbulo del edificio, donde el tal “D. Andrés” la esperaba para acompañarla hasta el coche aparcado a la puerta. Este señor era un insigne abogado, Director del Departamento Jurídico

Poco más de una hora más tarde Elena salía de las dependencias del Juzgado de Guardia llevándose con ella a su hijo. El asunto quedó en puro trámite: Ante el oficial del Juzgado la madre depuso descargando al hijo de toda culpa, esgrimiendo la misma historia que contó al comisario de Policía. El oficial pasó la declaración al juez y éste ordenó se archivara y se pusiera al autoinculpado en libertad sin cargos. Al salir del juzgado Daniel soltó a su madre que no volvería a casa ni al despacho tampoco. Que se alejaría de ella, de todo cuanto hasta entonces fuera su vida… Pero Elena cortó su discurso con un: 

¡Basta ya de tonterías Daniel! Que a veces pareces un chiquillo. Te vienes conmigo a casa y no se hable más del asunto.

Daniel obedeció a su madre como un corderito porque desde lo de aquel día Daniel quería ser también para su madre el hijo modélico que para su padre fuera. Quería entender, poner muy claro a sí mismo, que ella era una mujer viuda con perfecto derecho a vivir como quisiera.

Despidieron a D. Andrés en la planta de calle, la de salida del Edificio, y ellos dos siguieron hasta el aparcamiento, donde también Elena despidió al chofer para conducir ella de regreso a casa con su hijo. Salieron del aparcamiento y enfilaron el camino de casa. Durante un rato guardaron ambos silencio, como cohibidos el uno ante el otro. Luego Daniel rompió el silencio, intentando justificarse de nuevo ante su madre, pedirle perdón, como ya hiciera en la carta, pero esta vez dando la cara, asumiendo así toda su responsabilidad. Pero Elena le cortó en seco

Daniel, dejemos de momento el asunto. He leído tu carta y sé cómo te sientes ahora por lo “ocurrido”. Lo que debemos hacer los dos es tratar de superar y olvidar. 

Nuevamente Daniel fue el buen hijo obediente a su madre y se calló durante el resto del trayecto. Llegaron a casa y Elena le dijo que se fuera a su baño, se metiera en la bañera con agua calentita y permaneciera así un buen rato, a ver si se relajaba algo.

Pero desde ese día Daniel dejó de ser Daniel. Aquél hombre emprendedor, con empuje, aquél que en tiempo récord supo estar a la altura que el ser Director General de un complejo fabril intrincado y poderoso demandaba, se convirtió en un ser inane. Perdido el interés por todo, absolutamente todo, abandonó el despacho, el negocio que su abuelo levantara, su padre asegurara y expandiera y que bajo su hégira prometía ir no a más, sino a mucho más, para encerrarse en sí mismo y en un permanente mutismo. Aquellos ojos vivarachos se ensombrecieron de golpe, hasta casi desaparecer de ellos la vida. Permanentemente sombrío, permanentemente serio y triste apenas si comía y dormía aún menos que comía. Aunque solía pasar el día metido en su cuarto, tendido en la cama casi que a todas horas, vegetando mucho más que viviendo, tampoco dormía ni un segundo, y las noches se las pasaba en vela, andando, dando vueltas interminables a ese cuarto. Las pisadas en su cuarto cada noche le llegaban diáfanas a Elena, pendiente siempre de su hijo desde que le sacó de los calabozos del Juzgado. Ello, claro está, significó que tampoco Elena dormía, tampoco Elena descansaba y tampoco Elena comía. La mujer, desde entonces, vivía bajo tremendo estrés, pues todo se acumulaba sobre ella: Sustituir a Daniel en la Empresa, atender en la oficina su propio departamento de Producción… Y volver a casa para encontrárselo así… Daniel sufría una profunda depresión y la depresión del hijo hacía mella en la madre

Los días, y con los días las semanas, fueron pasando sin que nada mejorara, al revés, todo se agudizaba, se hacía más insufrible tanto para el hijo como para la madre. Hasta que la bomba estalló. Fue una noche, cinco o seis semanas, puede que siete, tras de que Elena volviera a casa con Daniel rescatado de los calabozos de los Juzgados. Como siempre, Daniel empezó deambulando por su cuarto y Elena escuchándole desvelada, Aquello duró bastante menos que de costumbre, a todo lo más un par de horas… Poco más en todo caso… Los pasos cesaron para, pocos minutos después, ser sustituidos por el pulsar de teclas en el ordenador que Daniel tenía en su cuarto, tableteo que la siguió manteniendo en duermevela. Pero el pulsar en las teclas tampoco fue cosa extendida en el tiempo pues en menos de una hora, cincuenta minutos a lo sumo, cesó.Escuchó algunos pasos, poca cosa, pues más bien le pareció que Daniel había pasado al cuarto de baño unos minutos. Elena oyó el ruido que su hijo hacía al tenderse sobre la cama y después de eso el silencio. Elena respiró aliviada: Al menos por esa noche, la vigilia se había acabado. Quedó dormida en minutos pero unas dos horas más tarde se despertó un tanto inquieta; era raro lo que sentía, como si algo, alguien, la alertara. Aguzó el oído esperando escuchar algo anormal, pero no escuchó nada distinto de lo habitual. Se daba la vuelta en la cama, tratando de recuperar el sueño cuando le asaltó el interés  por saber cómo se encontraría su hijo.

Ese interés momentáneo salvó la vida de Daniel, pues cuando entró en la habitación de él le vio tendido en la cama, con los ojos muy abiertos pero fijos y vidriosos, sin vida, y los brazos muertos: Se levantaban si se cogían y alzaban, pero caían muertos al soltarlos. Daniel estaba en coma, en coma profundo. Elena se lanzó al teléfono y en pocos minutos una ambulancia dejaba a Daniel en una clínica privada que tenía mucho que ver con D. Daniel el IIIº, pues él era su accionista mayoritario. Razón por la cual el intento de suicidio sería ocultado, por aquello del buen nombre del prócer.

La cosa concluyó, de momento, con un lavado de estómago y un par de días de cama allí mismo, en la clínica, pues si el lavado de estómago acabó con los más nefandos efectos del narcótico, los cardiovasculares, sobre los oníricos no tuvo poder alguno, con lo que ese par de días los pasó durmiendo la “mona”, pues el “empacho” de barbitúricos produce unas “monas” que las que el alcohol ocasiona suelen ser risibles en comparación.

Tras aquellos dos días de casi ininterrumpido sueño, Daniel volvió a casa se diría que más destrozado aún que de ella saliera y es que los efectos del “viaje” barbitúrico aún  pesaban en las pestañas del hijo de Elena, con lo que las preocupaciones de aquella madre no cesaban ni queriendo. Y es que los problemas se empecinaban en no dar tregua a Elena.

La “primera en la frente” le llegó en la mañana que siguió a la noche en que Daniel fue ingresado en forma de sendas llamadas telefónicas, una de la Dirección General del Grupo de Empresa y la otra del Consejo de Administración, anunciándole que su hijo, D. Daniel el IIIº, mediante correo electrónico validado con su firma electrónicamente reconocida, había dimitido de ambos altos cargos. Elena trató de frenar esas dimisiones aduciendo que su hijo estaba algo enfermo y, por tanto, se le permitiera reconsiderar ambas decisiones.

La otra le llegó tras llevar en casa Daniel tres o cuatro días. Fue cuando al fin, algo más calmada, pudo revisar su correo electrónico, descuidado desde la famosa noche. Allí estaba el “e-mail” que aquella fatídica noche también a ella enviara. De esa manera la enteraba de la terrible decisión tomada. Le decía que no se entristeciera demasiado y que le perdonara, pero que era la única solución a su gran problema: La amaba, la quería, y no sólo como a su querida madre, sino como a la mujer que también era. Afirmaba que ella era la mujer de su vida… Para qué seguir…

Nada nuevo para ella de todas formas, pues en la carta que le dirigiera cuando decidió presentarse ante el Juzgado de Guardia e inculparse de la violación de que la hiciera objeto ya se lo decía. También en aquella carta le hablaba de los celos que por ese amor maldito sufría y cómo la vio con el Santos, aquél verano en la hacienda.

La situación más que crítica era trágica y Elena se dijo que a situaciones trágicas, soluciones heroicas. La verdad es que había una idea que días atrás le saltara a la cabeza pero que la horrorizó al momento. Esa idea volvió a su mente pero ahora no consintió que el natural rechazo que en su cerebro causaba le impidiera considerarla con calma. Y, bien pensado, se dijo que podría resolver los problemas, el de su hijo y el suyo propio. No se decidió entonces, sino que lo siguió meditando días y días. Pero lo cierto es que cuanto más lo meditaba, cuanto más lo pensaba, más razonable lo encontraba; y eso a pesar de todos los pesares.

Fue cuando Daniel llevaba en casa unas tres, tal vez cuatro semanas cuando sucedió. Era un viernes; Elena regresó del despacho en las primeras horas de la tarde, sobre las cuatro. Preguntó a su hijo si había comido y él le dijo que algo; que ella ya sabía que ahora no solía comer mucho, pero que sí había tomado lo suficiente. Elena no le creyó, pues bien sabía que eso era lo que siempre le decía aunque lo que de verdad tomara se redujera más a nada que a poco. Pero tampoco quería meterse ahora, ese día especialmente, en nuevas trifulcas con el nihilista de su hijo. Estaba segura de que desde esa noche las cosas cambiarían de una vez por todas. Para Daniel y para ella misma.

Se marchó a su habitación y empezó a despojarse de la ropa que vistiera por la mañana. Cuando solamente sujetador y bragas quedaban para cubrirla, dijo a Daniel en voz alta

Dani, ¿te apetecería salir esta noche? A cenar, bailar y tal

No mamá. Ya sabes, realmente no tengo amigos, tampoco amigas. Los que tuve ya no los frecuento. Y largarme por ahí solo, a ver qué se “pesca”, la verdad, nunca me atrajo demasiado

Daniel quedó estupefacto, con la boca abierta y un nudo en la garganta, cuando su madre apareció por la puerta con sólo la lencería para cubrirla. ¡Dios, y qué visión la de ese cuerpo escultural y casi desnudo! Para él la más enervante visión del mundo, su oscuro espejo de deseo.

¡Mira qué bien con el caballero! ¡Desde luego, más galante ya no podías ser, hijito mío!... ¿Es que yo no soy nadie?... Pero qué soso que serás, hijo mío… ¡Te estoy invitando yo a salir, merluzo! ¡A salir por ahí los dos, merluzo, los dos solos! A ver si te aireas un poco, que te vas a apolillar siempre aquí metido. No, si ya hasta a Drácula te pareces, por lo blanquito que te estás poniendo sin dejar que nunca te dé el sol. Hijito, sólo te falta que te crezcan los colmillos para ser todo un señor Drácula.

Esto… Esto… Perdona mamá, que no quiero ofenderte, mucho menos hacerte de menos… Pero… Es que… Es que…

Es que a ver cómo le decía a su madre que mejor no jugar con fuego. Que se empieza cenando… Luego bailando… Luego… Luego… Pues eso, que luego, al final, la tragedia otra vez… Y esta vez sería la “refenetiva”… La que le llevaría a la tumba, pues tras forzarla a hacer el amor él se tendría que suicidar; y esta vez de verdad, nada de pastillas que un lavado de estómago arregla, no, nada de eso: O tirarse por el balcón abajo o arrojarse al metro, que a vercuál de las dos muertes será peor.

Pero quien al final puso los puntos sobre las íes fue Doña Elena. Pues buena era ella para que su “nene” se le desmandara. 

Es que nada Daniel. Esta noche salimos a cenar y bailar y no se hable más.

Y no se habló más. Elena se inclinó sobre Daniel dejando al alcance de su vista, y de lo que no era su vista, sino su boquita, sus labios, el nacimiento de los senos maternos. Bueno, el nacimiento y, si se descuida, hasta los pezones, para más INRI del sufrido mancebo. Pero la cosa no quedó ahí, pues la muy “salida” madre pegó un soberbio beso a su retoño en toda la comisura de la boca que hizo que los ojos del noble doncel se pusieran en blanco y vieran chiribitas.

En fin, que de momento las glorias eróticas acabaron y acabadas estuvieron durante toda aquella tarde, pues mamá Elena permitió que el sufrido varón disfrutara de esa última tarde que disfrutaría mirando a las avutardas en su cuarto, que también hay cada predilección en este mundo mundial que bien merece una hermosa tunda de palos… Pero doctores tiene la Santa Madre Iglesia que se lo explicarán mejor que yo.

Se hicieron por fin las siete de la tarde y mamá Elena demandó a su retoño que se duchara, perfumara y se pusiera de bonito subido al vestirse pues tan real hembra no iba a ir del brazo de un galán que la desmereciera. Ella, por su parte se dedicó a la misma tarea con pleno entusiasmo. Como es natural, Daniel estaba en el salón de la casa esperando a su madre un tanto antes de que su madre concurriera a la noble estancia de la casa, pues ya se sabe que eso de retrasarse es indiscutible prerrogativa femenina y mamá Elena era empecinada hembra en la defensa de las prerrogativas de su sexo. Y ello en todos los sentidos.

Daniel venía temblequeando desde que su madre dijera: ¡A arreglarseee!… ¡Ar!, temiendo a la noche aquella más que a un miura, pero cuando vio aparecer a su madre de milagro el temblequeo no deriva en infarto fulminante. Y es que la aparición no era para menos pues Elena estaba algo más, mucho más, que espléndida. “¡Qué belleza, qué cuerpo” se dijo Daniel… Y ante esa visión del paraíso Daniel se rindió diciéndose que esa noche sería la de “Aquí murió Sansón con todos los filisteos”, pues, sin duda alguna, el nuevo amanecer no lo vería. Tendría que suicidarse, cortarse las venas por lo menos, después del desaguisado que, inevitablemente, cometería con aquella hembra que le quitaba el sueño.

Porque cómo venía Elena. Cuidadosamente maquillada, con los labios y boca perfilados, la sombra de ojos y rímel de las pestañas perfectos, el cabello suelto hasta por debajo de los hombros y enfundada en un vestido negro de seda natural que le llegaba hasta los pies. Un profundo escote que dejaba más bien poco a la imaginación pues mostraba generoso buena parte de sus senos sostenidos por un minúsculo sujetador en palabra de honor cuya única misión era sujetar mínimamente esos pechos por su base, pues lo cierto es que Elena casi no necesitaría sujetador alguno, dado que esas glándulas mamarias, a sus cuarenta y cuatro años, se mantenían casi más firmes y tersas que las de más de una, más de  dos, tres y ni se sabe cuántas jovencitas veinteañeras. La seda del traje se ceñía a su cuerpo como si de una segunda piel se tratara, resaltando sus formas de mujer espléndida. Unos zapatos negros de increíble tacón alto formaban el ideal complemento del conjunto.

Lo grande era que, si Elena aparecía como una diosa griega, como una Venus de Praxíteles o Lísipo, al propio tiempo era una mujer de exquisita elegancia. En ella nada chabacano o de mal gusto había.

A Elena en absoluto le pasó por alto la impresión que en Daniel había causado y eso le alagaba tremendamente. Porque a su hijo sólo le faltaba babear al mirarla.   

¿Qué te parezco? ¿Cómo me ves?

Coqueta se dio dos vueltas ante él que no cabía duda que estaba embobado mirándola

¡Preciosa mamá! ¡Como nunca! Eres… Eres… Eres lo más bello del mundo… ¡La mujer más bella, más espléndida del mundo!

¡Vaya y qué galante que es mi hijo conmigo!

Se llegó hasta donde Daniel estaba y le besó. Pero a Daniel se le encendió la sangre todavía más de lo que ya estaba, pues ese beso había ido a parar donde antes ya le besara y dejara con los ojitos bizcos: La misma comisura de su boca, de sus labios. Pero Elena no le dio tiempo a pensar nada, ni siquiera a salir de su asombro, del paraíso al que aquél beso le llevara lo mismito que el anterior, pues colgándose de su brazo dijo

¡Vamos mi galán! El coche y la noche nos esperan

Sin más, Elena echó a andar arrastrando al embelesado Daniel, que no era capaz de dar pie con bola.

La cena transcurrió con normalidad si entendemos por normalidad que Daniel estaba cada más quemado a cada minuto que pasaba y Elena también más insinuante, no ya a cada minuto que pasara sino, más o menos, a cada segundo. Y más alegre y guasona según veía que Daniel estaba al borde de un infarto o una apoplejía. ¡Condenadas madres metidas a seductoras de hijos candorosos!

Tras la cena Elena llevó a su hijo a una más bien pequeña “boîte” bastante alejada de lo que podría denominarse la “Noche Madrileña”, un lugar ideal para pasar desapercibido y no encontrarse con conocidos ni por equivocación. Daniel prefirió ni pensar en el clásico: “Y de qué conocerá mi madre este sitio?” por aquello de “Tengamos la fiesta en paz”. El local era incluso recoleto; poca iluminación para una clientela en absoluto numerosa y que, en general, parecían librar a brazo partido las batallas inspiradas por el dios Eros y la diosa Venus, por lo que, seguro, la luz sería lo que menos echaran en falta. Un pequeño grupo musical desgranab notas y canciones para los clientes del local. La verdad es que a Daniel el sitio y la clientela le gustó

Se sentaron a una mesa ni próxima ni lejana a la pista y pidieron una botella no de cava sino de Champagne “Dom Perignon”, de Moet Chandon. Tomaron unos sorbos de sus copas cuando la botella estuvo ante ellos sobre la mesa, y enseguida Elena arrastró a su hijo a la pista. Lo que entonces sonaba eran los sensuales ritmos de la “salsa” cubana y, tan pronto se incorporaron al grupo de danzantes, Elena se soltó de su hijo y empezó a bailar ante él con un contoneo de cuerpo, un cimbrear de caderas y salva sea parte de tente y no te menees, tía “Grabiela”. Pero para el “inocente” vástago de semejante madre, el ver esos contoneos, esos cimbreos, que quitaban el hipo, no era lo peor. Lo peor era que su diabólica madre le rozaba la parte más sensible del cuerpo masculino que era una vida mía, digo suya, del más que acalorado Daniel que ya no sabía ni qué hacer, ni dónde meterse… Nada, nada sabía ya, el pobre mancebo que pasaba las de Caín diciéndose     

No, si ya verás, Danielico de mi alma y mis entretelas. ¡Hoy acabo capón! Pues a “ésta”, (es decir, su calentorra señora mamá), hoy me la “calzo”. Sea como sea y por “estrecha” que a la hora de la verdad se me ponga. Y claro, tras repetir la “hazaña” de marras no me quedará más remedio que “cortármela” en rodajitas y, repuesto del hecho “quirúrgico”, ¡hala!, de casto anacoreta al desierto de Gobi

Que con las hormonas, feromonas y toda esa mandanga a mil por hora, el inocente Danielito andaba tras su mami como jaco tras jaca “movida”. Vamos, que al futuro anacoreta capón no le faltaba más que sacarse la “herramienta” y cargar sobre su querida “mamuchi” a “bayoneta calada”. Pero resultaba que la muy querida y perseguida “mamuchi” era maestra en eso de dar con la puerta en las narices al “semental” más “salido” y bravío en ciertos momentos y, ante tamaña especialista, el pobre Danielito lo tuvo claro. Pero lo peor era que, la muy eso, unía la befa y el ludibrio a la afrenta, pues cuando ella escapaba dejando a su sufrido hijo con los pies fríos y la cabeza más caliente que el hierro al rojo mayor, la muy “eso”, encima se le reía en las narices, y poco faltaba para que le soltara aquello de “A que no me coges, a que no me coges”…

En fin, que aquello se prolongó no poco rato hasta que la “general en jefe” tuvo a bien concederse un descanso, con lo que, eso sí, colgadita del brazo de su galán, como ella llamaba esa noche a su “rorro”, se dirigieron los dos  a su mesa con la respiración ni se sabe cuánto de atascada y acalorada. Una vez en la mesa volvieron a llenar las copas con lo que la botella quedaba más o menos finiquitada. Allí la “danza” de los equívocos continuó, pues mamá no tuvo ocurrencia mejor que descalzarse y refregar su pie enfundado en media de seda sobre toda la extensión de la entrepierna de su sufrido “niño”, que respondía con verdaderos sudores al maternal magreo. Él quiso acortar distancias de cara a un violento cuerpo a cuerpo bajo el signo de Eros y Venus, pero la “gatita” se le volvió a escapar en aquel juego de “A que no me coges, a que no me coges” que a Daniel le tenía ya algo más que frito, pues “mamuchi” se le escurrió por entre las manos, pasando a ocupar la silla que antes él ocupara frente a Elena.

El “juego” se acabó cuando a la orquestina le dio por atacar otros ritmos del más que “caliente” mar Caribe: Son cubano, guaracha, cumbia, merengue…  Una vez más Elena se llevó a Daniel a la pista y de nuevo a bailar separados, luciéndose ella en todo su esplendor, pues lo cierto es que parecía que para eso había nacido, para bailar. Y otra vez el “juego”; otra vez Daniel, más quemado que un tizón, intentando acorralar a su madre y de nuevo su madre burlándole con risas que a veces se convertían en carcajadas, con lo que el pobre hombre acababa aún más quemado. Menos mal que esta vez la “tortura quemadora” acabó algo pronto, pues apenas duró media hora. Poco más en todo caso, acabándose de momento la música en descanso de diez o quince minutos.

Con la botella de champán casi acabada, Elena pidió una segunda que no llegaron ni a abrir pues cuando el camarero dejaba la botella en su cubo de hielo y la sempiterna servilleta anudada al cuello de la botella, la orquestina acabó su descanso de breves diez-doce minutos, rompiendo con una serie de piezas lentas, románticas… Para parejitas…

Ahora fue Daniel quien primero se levantó, tomó de la mano a su madre y la condujo a la pista, entre las risas de ella     

Mira por donde, a mi “niño” le acaban de entrar unas enormes ganas de bailar con su mamá. Ja, ja, ja… Me estás saliendo un poco golfo Daniel Qué pretendes, bergante… ¿Magrear a tu madre? ¿Meterle mano a tu madre?

Y si así fuera… ¿Qué pasaría, qué pensarías?

Que eres un golfo, chico malo

Alcanzaron la pista y se fundieron ambos. Elena echó los brazos al cuello de Daniel y pegó su cuerpo al de su hijo como una lapa, atrayéndole a ella con entusiasmo. Daniel, por su parte, no se quedó atrás, pues también él proyectó su cuerpo a fundirse con el de su madre que, acogedora, le recibió ansiosa por sentir esa cercanía. Las manos de Elena acariciaban con suavidad la nuca de su hijo, con las uñas surcando levemente el corto pelo de aquella nuca. Entonces notó Elena cómo algo fuerte empujaba sobre su bajo vientre, sobre su pubis a escasos centímetros del inicio de su más femenina intimidad y al segundo esa tan femenina intimidad se empezó a humedecer, convertida en somero manantial, respondiendo así a la demanda de la Madre Naturaleza, lubricando el recorrido que el masculino invasor habría de seguir en atención al mandato  de la Madre Naturaleza.

Siguiendo su instinto ancestral, Elena lanzó su pubis contra el “ariete” que empujaba en tan sensible lugar de su cuerpo en procura de que aquél “cuerpo” carnoso pero firme y duro cual barra de hierro la empujara con más bravura, con más ímpetu a fin de sentirlo más y más junto a su “prenda más preciada”. Daniel fue consciente de que su madre, antes que evitar su “ataque”, se recreaba y colaboraba en él. Así que sus manos bajaron hasta abarcar enteramente ambos glúteos del culo materno atrayéndolos hacia sí mismo al tiempo que sus caderas iniciaban el típico vaivén del “combate de Eros”. Elena se entregó también a ese simulacro de “combate”, pues sus ropas impedían que lo fuera de verdad, haciendo que sus caderas también empujaran complementando y ajustándose al “vaivén” de su hijo.

Elena, en su entrega, cerrando cuanto podía el dogal que sus brazos ciñeran alrededor del cuello de Daniel, alzó su rostro y sus labios besaron ese cuello, su lengua lo lamió y sus dientes lo mordieron con pasión infinita. Suspiraba, jadeaba abiertamente entre quedos grititos:

¡Aggg!... ¡Aggg!... ¡Aggg!.... ¡Ay!... ¡Ay!... ¡Ay!

Daniel, cada vez más excitado, más enervado, respondía a esas caricias con besos, lamidos, y ligeros mordisquitos al cuello materno. Mordisquitos que no causaban dolor alguno a Elena, sino que subían “Ad Infinitum” su enervada excitación hasta casi llevarla al paroxismo… Y es que ella nunca se había sentido así… Nunca hombre alguno la había llevado hasta esas alturas del deseo sexual, pues toda ella era deseo, puro deseo y sólo eso, deseo, deseo y más deseo…

Pero no de hombre cualquiera, no: Deseo del hombre que Daniel era. Deseo del hombre que su hijo era. Deseo del hombre que era carne de su carne, sangre de su sangre, huesos de sus huesos… Deseos del hombre cuya mitad era ella misma, pues la absoluta totalidad de sus genes eran la mitad de los genes de Daniel.

El supremo enervamiento de Elena la llevó a que su boca abandonara el cuello masculino para centrarse en la boca de ese hombre que constituía su delirio con lo que Daniel empezó a recibir el más increíble “morreo” de su vida, pues nunca, nunca, mujer alguna le había besado así, con aquella pasión, poniendo en ello tanto deseo como su madre ponía en ese beso enteramente incestuoso. Ese beso elevó el deseo sexual de Daniel a cotas casi inalcanzables, cotas que implicaban la pérdida de toda consideración hacia los demás. El público que prácticamente llenaba el local, el conjunto de danzantes en cuyo seno la pareja se insertaba desapareció para Daniel. Para él, todo el mundo a su alrededor había desaparecido, no existía; sólo él mismo y Elena existían allí. Así, su mano bajó hasta la cintura de su pantalón, le desabrochó, bajó la cremallera y su “tranca” salió libre de su encierro y buscando guerra.

Elena fue consciente de la manipulación que la mano de Daniel hacía por aquellas “bajuras” y, sin necesidad de ver nada, supo que la erecta masculinidad de su hijo, desnuda y en carne palpitante, empujaba golpeando en lo alto de su entrepierna. Ávida de ese trozo de carne de suave textura pero férrea dureza, instintivamente abrió las piernas, los muslos, dispuesta a dar la bienvenida entre ellos a aquella delicia que tanto ansiaba, aunque fuera enfundada en la seda de su vestido. Ella abrió las piernas cuanto pudo para que “aquello” llegara hasta donde debía llegar, pero el vestido era demasiado ceñido y la contextura de la seda no daba para más, por lo que su gozo en un pozo. De inmediato pensó que ya lo que hacían allí era perder un tiempo precioso, por lo que vertió en el oído de su querido pero casi más deseado hijo

Regresemos a casa cariño. Estaremos más cómodos con menos ropa.

Lógico que Daniel no pudiera estar más de acuerdo con su madre, por lo que casi a la carrera salieron del local, aunque Elena al vuelo se llevara por delante la botella sin descorchar de “Dom Perignon”, se metieron en el coche y en tiempo record entraban en casa y, sin concederse respiro ni para descorchar la botella y saborear otra copa de buen champaña, estaban en el dormitorio de Elena desnudándose mutuamente hasta quedar ambos en pelota picada que es la mejor forma de quedar uno para atender ciertos menesteres.

Tendidos los dos en la cama, Elena separó las piernas de Daniel y, puesta entre ellas, tomó el “ariete” entre sus manos dirigiéndolo a su boca que lo recibió extasiada… Pero sucedió que Daniel, con suma suavidad, apartó la cara de Elena de donde estaba, con lo que ella quedó compuesta y sin “tranca” en la boca.

¿No quieres que te la chupe, que te haga una “mamada”? Te advierto que soy una experta. Y que me gusta mucho hacerlas. Puntualizo: Me gustará mucho hacértelas

Hoy no Elena. Hoy no quiero. Hoy no quiero “sofisticaciones”. Será nuestra primera vez y la quiero distinta, especial. Deseo amarte, que me ames, no que, simplemente, “follemos”.

Con delicadeza Daniel empujó el cuerpo de Elena hasta dejarlo tendido en la cama, boca arriba, en tanto ella se resignaba a perderse la “mamada”. “Algo es algo, nada es menos”, se decía. Pero Daniel la compensó con creces cuando sus manos, sus labios, su lengua se apoderaron de ambos senos y los acariciaros, los besaron los lamieron y chuparon con compartido sumo deleite. Pero el “sumum” del placer le llegó cuando su hijo centró todas sus atenciones en los dos pezoncitos, aunque de tales más bien que tenían poco pues los tenía bien desarrolladitos: Gordezuelos y puntiagudos, más en ese momento por los “calores” que la afectaban; oscuritos, de tono marrón casi oscuro, presidían unas aureolas algo más  claras, entre marrón clarito y beige oscuro. Entonces, cuando Daniel empezó a “trabajar” esos pezones, acariciándolos, besándolos, chupándolos y succionándolos, Elena creyó que perecería de placer. Los gemidos, los jadeos, los grititos se multiplicaron en el ambiental silencio de aquel dormitorio, sede del máximo placer sexual ahora para ella… Y para él.

¡Aaggg!... ¡Aaagggg!... ¡Me matas hijo!.... ¡Me matas de gusto, cariño mío!... ¡Aaagggg!... Cariño… ¡Qué gusto, qué gusto hijito!... ¡Sigue bien mío, SIGUEE!

Y Daniel seguía, y seguía y seguía… Y no se cansaba, cada vez más enardecido, más deseoso de placer… De su propio placer que no era sino el que sentía viendo, sintiendo, cómo hacía disfrutar a su madre. Eso, verla entregada a sus caricias, disfrutarlas como una loca era lo que más placer le proporcionaba, porque él no “follaba” a su madre, él la amaba y por amarla le hacía el amor. El amor del hombre rendidamente enamorado que era

Y Elena se convulsionaba, se retorcía de placer y a los cuatro vientos enviaba el reconocimiento de ese placer. En esas estaba cuando, sin dejar desatendidos pezones y pechos, una de las manos de Daniel descendió a través de su piel, acariciando vientre y pubis, lo que provocaba que cada vez que la mano del hombre rozara su piel un espasmo de gozo le recorriera el cuerpo a través de su columna vertebral. Al momento sintió cómo los dedos de esa mano penetraban esa parte íntima de su cuerpo que a veces llamamos “La Cueva de los mil placeres”, acariciando y abriendo las labios que normalmente cierran la entrada a dicha “Cueva”. Elena abrió aún más sus muslos, si es que eso era posible, disponiéndose a recibir al “invasor” que al momento empezó a penetrar allí suavemente, poquito a poco, con mimo se diría. Y Elena sintió que ese “invasor”, también poco a poco, también con mimo, con ternura, la llevaba al “Paraíso de los Mil Placeres” a que esa “cueva” conducía. Al instante se sintió llena por tal “invasor” y entonces exhaló el mayor suspiro de su vida pues nunca antes se supo tan transida de gozo, de felicidad.

Porque lo que entonces sentía nunca antes lo había sentido, pues supo que por vez primera en su vida ella se rendía al amor de un hombre. Al amor del hombre que era su hijo y eso sí que era nuevo para ella. Hasta entonces, sus amantes, la podían haber sumido en el placer propio de la copulación, la podían haber llevado a las cotas más altas de tal placer, como esa “máquina sexual” que era aquel Humberto famoso. Sí, eso sí lo conocía, eso sí lo había disfrutado, y mucho, pero amarla, ninguno la había amado. Hasta entonces cada uno, ella y ellos, fue a lo suyo para después imponerse lo de “Si te vi, no me acuerdo”; o el “Hasta la próxima” en el mejor de los casos.

Pero ahora, cuando era su hijo su amante, la cosa era distinta porque entre ellos mediaba el amor: El amor de hombre de Daniel hacia ella y el cariño de madre que ella profesaba a su hijo. Así, él quería hacerla disfrutar a ella por encima de todas las cosas; ella, por encima de todas las cosas, quería disfrutar por ella misma, pero también que su hijo disfrutara de ella.

Cuando Elena sintió que el invasor la llenaba por entero se estrechó más y más a su hijo-amante apretando frenética el abrazo que, rodeando el cuello de Daniel, la mantenía íntimamente unida a él, unidos a los dos, Daniel y ella. Al tiempo, sus piernas habían subido hasta encerrar dentro de ellas los muslos del hombre por ese punto donde los glúteos acaban y las piernas comienzan. Enseguida las caderas de Daniel iniciaron la “Danza del Amor” con ese típico movimiento de vaivén, adelante atrás, adelante atrás, adelante atrás, movimiento al que las caderas de Elena respondieron con otro igual movimiento hasta que ambos movimientos se acompasaron tan al unísono que se diría que ambos se habían fundido en uno sólo. Y en cierto modo así era pues ambos cuerpos, idealizadamente al menos, se habían fundido en uno sólo. Tal era la compenetración a la que habían llegado.

Según transcurrían los minutos la sensación de gozo y felicidad en Elena crecía más y más. Estaba obnubilada y para ella sólo existía eso, el gozo y felicidad que su hijo le estaba generando. Pero también la dulzura y ternura que al propio tiempo la embargaba. Aquello era distinto, diferente a lo antes vivido y experimentado, porque en esa relación no había violencia, no había alardes de sexo ciego que buscaran la culminación del placer por vía de la frenética enervación, por vía del típico “Más fuerte, más fuerte, más, más duro”. No, en aquella relación que su hijo la prodigaba lo que brillaba era la suavidad, la dulzura, la ternura con que la trataba. Lo que Daniel transmitía a su madre era, ante todo y sobre todo, amor y cariño; amor y cariño que generaban pasión y ardoroso deseo en lograr que ella fuera por entero feliz y dichosa. Y Elena era feliz y dichosa al máximo; su hijo sabía lo que se hacía y lograba enteramente su propósito

Elena gemía, jadeaba, suspiraba de gozo pero lo hacía quedamente, casi en susurros que llegaban a los oídos de Daniel con meridiana precisión   

¡Ah, ah!... ¡Agg!.. ¡Agg!... Sigue cariño… Sigue así, mi vida… ¡Agg!... ¡Agg!... ¡Ay, ay!... ¡Ay, ay cariño!... ¡Qué… Qué feliz, qué dichosa me haces, vida mía!... Sigue… ¡Agg!... Sigue cielo mío!... ¡No te pares!... ¡Por Dios, no te pares!

Aquello seguía y Elena sintió que llegaba, eyaculaba por vez primera aquella noche. Se aferró cuanto pudo a su hijo y enclavijó los dientes según llegaba esa primera vez de la noche. Y por fin llegó, eyaculó sonoramente dando, más que gritos, alaridos de placer

¡Me vengo cariño, me vengo, me vengo!... ¡Ay cielo, me estoy viniendo, ME ESTOY VINIENDO ALMA MÍA! Sigue cielo; no pares. Ayúdame a llegar, amor, queridito mío.

Elena acabó una, dos veces casi seguidas… Pero Daniel seguía empujando, incansable y Elena se abandonaba al empuje de su hombre… Sí; de su hombre… su macho… Eso sí que lo tenía claro ella, que Daniel, el hijo de sus propias entrañas, para ella era y sería por siempre el hombre definitivo; el único en el que encontraría toda la felicidad que ahora ansiaba, la que él, Daniel, la sangre de su sangre, el hijo que con tanto dolor pariera, le estaba mostrando esa noche: La felicidad del sexo recibido y hecho con amor… Por amor…

Daniel medía y administraba sus embestidas con tiento, con sabiduría; siempre pendiente de su madre, siempre entregado a ella y a satisfacer cuanto necesitara, cuando notaba que la “temperatura” femenina casi alcanzaba el punto de ebullición, frenaba el movimiento hasta niveles muy, muy bajos, casi imperceptibles a veces, para ir imprimiéndole impulso, poco a poco, con mesura, según notaba que la “fiebre” bajaba. Y así sucesivamente, una y otra vez. Elena, con todo eso, estaba que en sí no cabía. ¡Dios, y cómo disfrutaba en aquella especie de “Tío Vivo” o “Carrusel” del amor sexual! Nunca, nunca se había sentido así; él, su Dani, su hijo, entonces más adorado que jamás antes lo fuera, sí que era un HOMBRE, UN MACHO, SU MACHO… SUYO Y DE NADIE MÁS… ¡Qué hermosura de hombre… ¡Y de “TRANCA” la suya! Sus caderas empujaban al encuentro de esa “TRANCA” que la estaba volviendo loca una y otra vez; y otra, y otra, y otra… ¡Dios qué gusto, qué dicha más grande! Gritaba de gusto, aullaba, berreaba, gruñía… Lanzaba alaridos

¡Sigue bien mío!... ¡Qué bien me lo haces cariño, qué bien, qué bien alma mía!... ¡Sigue, sigue así hijo mío, niño mío!... ¡Sigue!… ¡Más!… ¡Más!… ¡Más!... ¡Así cielo mío!... ¡Aaahhhh!... ¡Aaahhhh!... ¡Aaahhhh!... ¡Amor mío!... ¡No!… ¡No!… ¡Aaahhhh!.... ¡No…no…no pue….Aaahhhh…no puedo…MÁASSS!... ¡MMEEE VVVOOOOYYYYY!....!MEEE  VOOOOYYYYY CIIIEEELOOOO MIIIOOOO!...AAAHHHH ¡YAAA!....!YYAAA….YAAA MEEE VVVOOOOYYYYY!...¡DAAAMMEEEEE…FUU….FUUUU…EEERRR…TTEEEE!... ¡AAAHHH

¡Toma mamá, toomaa, tooomaaaa!... ¡Tuuyyooo…toodooo…tuuuyoooo!... ¡Tuuuyoooo!… ¡Tuuuyoooo tooodoooo maamiiitaaa bu…buee…naaa! ¡AAAHHH!... !AAAHHHH!... ¡MEEE VOOOYYYYY  YOOO…TAAMMBBIIEEENNN!  ¡MEEE VOOYYY MAMAAA!... ¡TOOOMAAALOOO   TOOODOOOO!  ¡ESSS TUUUYOOOO! ¡TOOODOOOO TUUUYOOOOO!  ¡PAARAA TII  MAAMAAA!

Acabaron casi juntos; Daniel un pelín antes que Elena pero eso, casi, casi que al mismo tiempo. Y Dani, como aquél día en la hacienda, en aquello que era mitad almacén mitad pajar, cuando él “pescó” a su madre “haciéndoselo” con el Santos, como en aquél aciago día en que violara a su madre, no acabó de eyacular tan pronto se vino por primera vez, sino que, como en aquellas ocasiones, siguió “heroicamente” en su puesto, empuja que te empuja como si en ello le fuera la vida, lo que a Elena le significó orgasmo tras orgasmo encadenados en catarata que no cesaba de fluir.

¿Cuándo acabó aquella noche memorable? Nadie lo sabe, pues ni ellos mismos lo saben. Lo único que los dos recuerdan es que en un momento dado Elena pidió a gritos a Daniel que aquello acabara so pena de quedar su “conejito” desollado, despellejado.

Desde aquella noche la melancolía de Daniel solo fue un mal recuerdo pues al día siguiente, cuando se presentó en el despacho, era de nuevo D. Daniel el IIIº. Pero no exactamente el de antes; no, ni mucho menos, porque el nuevo D. Daniel el IIIº era una persona mucho más vitalista, mucho más emprendedora que el que antes fuera, para desgracia de todo bicho viviente que trabajara para él, pues si él trabajaba hasta dejarse los pelos en la gatera, como se suele decir aquí, en España, de él para abajo ninguno menos pelillos en la gatera que los que él mismo se dejaba… ¡Y menudo trote que se daba trabajando!

De momento, la “pagana” de la resurrección de su hijo fue Elena, pues tras de aquella gloriosa noche tuvo que pasarse tres días en casa pues juntar las piernas era para ella una crucifixión, de lo desollado que estaba el pobre “conejito”.

Pero, dejando a un lado estas “pequeñeces”, lo cierto es que esa noche gloriosa cambió por entero la vida entre Elena y Daniel, entre el hijo y la madre, pues desde entonces se convirtieron en una pareja de adultos, la pareja de hombre y mujer que, de común acuerdo, deciden vivir juntos en unión, digamos, marital: Para Elena, su hijo pasó a ser su hombre, su amante por excelencia, ese amante que siempre está dispuesto, que nunca está cansado y que nunca se cansa. Ese amante al que las más de las veces tiene que decirle: “Basta, por favor, que no puedo más, que me “lo” despellejas”.

Para Daniel, en cambio, Elena era la mujer amada, la mujer soñada para llenarla y rodearla de amor y cariño. Así, vivía para ella, para hacerla feliz, hacerla dichosa cada día, cada hora y minuto del día envolviéndola en amor y cariño sincero. De manera que, por fin, el amor triunfó y en no tanto tiempo, simple mes y pico, dos o tres meses a lo sumo, Daniel dejaba de ser para Elena el amante ideal, para convertirse en el idealizado hombre amado; el hombre que con su cariño, su amor de hombre, acabó por enamorarla; a ella, a la mujer que Elena, aparte de madre, también era. Y la felicidad entre ambos ya no tuvo límites, pues… A ver quién le pone puertas al campo… Es inmenso… Nunca se acaba.

La gente, la sociedad, les señaló con el dedo, murmuró cuando les veía pasear cogiditos de la mano, cual pareja de enamorados adolescentes, pues nunca quisieron guardar formas ante nada ni ante nadie. Ellos se amaban, se querían y eran felices y dichosos juntos, sin dañar a nadie, luego… ¿A qué esconderse?... ¿A qué disimular lo que les saltaba a los ojos? Ellos no podían pasar ni un minuto sin demostrarse su amor; sin besarse, a tornillo incluso si así les apetecía, bien al uno, bien al otro; sin acariciarse cuando pasaba uno al lado del otro; sin decirse lo que se querían, hubiera quién hubiese delante…

Y si la gente, la sociedad, les daba la espalda y señalaba con el dedo antes, cuando a Elena aún no se le notaba el primer embarazo de su marido Daniel, cuando la pareja empezó a pasear, orgullosa y feliz, aquella incipiente barriguita el señalamiento de esa gente que de sentimientos poco entiende ya fue supino. Pero ellos dos, Elena y Daniel, eran los que de verdad se reían de los demás, los puritanos que al fin, como Jesús llamó a los fariseos puritanos, no eran más que “Sepulcros Blanqueados”, nidos de cochambre y podredumbre por muchos golpes de pecho que luego, en la iglesia, se dieran. Pues todas esas personas que ante los demás, ante la flaqueza humana, se erigen en jueces implacables olvidan otra máxima de Aquel en el que dicen creer y  al que dicen seguir: “No juzguéis y no seréis juzgados”… O aquellas otras palabras que en aquella última cena que compartió con sus discípulos dijo: “Un nuevo Mandamiento os doy: Que os améis los unos a los otros como yo os he amado”

 

 

F I N   D E L   R E L A T O   

(9,64)