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Las lecciones de la señorita Larsson (Caps. VIII y IX)

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Aquí dejo los enlaces a los capítulos anteriores:

Las lecciones de la señorita Larsson (Caps. I y II)

Las lecciones de la señorita Larsson (Cap. III)

Las lecciones de la señorita Larsson (Caps. VI, V, VI y VII)

 

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VII

María Luz, con su polera de lana y sus pantalones de deporte, anduvo a pie hasta la estación disfrutando de la brisa invernal que le acariciaba el rostro y le aliviaba el alma. Iba de muy buen humor pisoteando las hojas abandonadas del otoño. Deseaba llegar a su casa y cambiarse la ropa interior. Íntimamente deseaba sumergirse en el agua hirviente y… Esta vez no podría esperar a la noche; sería allí mismo, en la tina. No quería perder ese sabor salino que todavía mantenía en la boca.

Pero al llegar a la estación las noticias no fueron alentadoras. Un accidente ferroviario a pocos kilómetros de allí había interrumpido el servicio. Hacía dos horas que no pasaba ningún tren hacia la ciudad. El andén estaba colmado de gente, la mayoría visiblemente fastidiada. María Luz se ubicó contra una de las columnas de la modesta estación suburbana y se dedicó a mirar a los demás pasajeros fastidiados. Ella no tenía motivos para el malhumor. Más allá de ver demorado su baño, no tenía mucho que perder; estaba de receso.

Mientras aguardaba, jugaba a imaginarse cómo serían los penes de los hombres que pasaban a su alrededor: más cortos, más delgados, más rectos, más blandos… Obviamente, toda comparación remitía a su único modelo patrón: Conrado. Pero… ¿Le gustaría más el de Tomás? ¿Sería el más bello de todos? De lo que estaba segura era de que se lo llevaría a la boca. Sería maravilloso poder hacer gozar a su amor, como lo había aprendido a hacer con Conrado. Notó que sus bragas volvían a humedecerse justo cuando la estridencia del claxon neumático de la locomotora provocó un revuelo intenso entre la gente agolpada en el andén. El tren finalmente se aproximaba.

Luego de un intenso e interminable chirrido provocado por la fricción entre los metales, la formación, agotada por el sobrepeso de la multitud que acarreaba, se detuvo finalmente junto al andén. Parecía imposible que un solo pasajero más fuese capaz de abordarla. Había gente abarrotada frente a las puertas y sobre los estribos. Algunos literalmente colgando de allí. Bajaron una docena de personas, pero todos los vagones seguían repletos. A pesar de esto, el fastidio generalizado por la demora hizo que la multitud se abalanzara como ganado hacia las puertas para lograr ingresar. María Luz, confundida por la situación y envuelta en una marea de obreros, oficinistas, estudiantes y jubilados que querían regresar a casa a cualquier precio, logró abordar uno de los coches. Literalmente se dejó arrastrar por el tsunami. La presión sobre su cuerpo se le estaba haciendo insoportable cuando finalmente logró ubicarse contra una de las paredes laterales de los pasillos que comunicaban dos vagones contiguos, justo antes del fuelle. Allí pudo detener su alocada marcha y zafar de la corriente humana que la arrastraba. Colocó sus antebrazos contra la pared para amortiguar la presión de la estampida que pasaba a sus espaldas y así evitar que la aplastaran. María Luz apretó los ojos y las mandíbulas y rogó que el tren se pusiera en marcha lo antes posible.

Finalmente la formación comenzó su lento movimiento sobre los rieles. El flujo incesante de personas se detuvo, pero no quedaba espacio para desplazarse ni un solo milímetro. Ella sentía que si levantaba un pie del suelo, muy probablemente ya no podría volver a apoyarlo o que perdería su calzado. Tenía la sensación de estar casi tatuada contra la pared del vagón mientras una manada de seres humanos la inmovilizaba a su espalda. Era inhumano, pero si procuraba no asfixiarse, sobreviviría y lograría llegar a casa para darse su merecido baño caliente.

Cuando el tren abandonó la estación, Luz giró apenas su cuello para intentar mirar por la ventana de enfrente, pero el aliento a menta del tipo que estaba justo a su espalda la detuvo a mitad de camino. La invasiva proximidad de aquel rostro acalorado la impactó. El oficinista tenía prácticamente apoyado el mentón sobre el hombro de María Luz.

–Lo siento, señor.– Se disculpó Luz, debido a la incomodidad que le produjo haber casi rozado su rostro con el del desconocido.

–Descuida, no es nada.– A pesar del traqueteo ensordecedor del tren en movimiento, la voz del tipo sonaba amplificada porque tenía su boca a escasos centímetros de su oído izquierdo. –Disculpa tú por tener que soportar todo mi peso sobre tu espalda, pero ya ves que no puedo evitarlo, muñeca. Siento una prensa que me empuja desde atrás. No pudo hacer nada.– El aliento a menta era embriagador.

–Comprendo. No hay problema, señor.– Hasta ese momento María Luz no se había percatado del roce constante entre sus cuerpos debido al vaivén del andar.

–¿Vuelves a casa, muñeca?– Inquirió el desconocido como queriendo amenizar el momento. A María Luz le incomodaba sentirlo tan próximo –adherido–, y a la vez no poder ver tan siquiera el rostro de su interlocutor. Le divertía que la llamara “muñeca”.

–Sí. Mi madre me espera.

–¿Sales del Instituto?

El resoplido gélido de la menta tan cerca de su cuello y oreja, le provocaba un escalofrío cada vez que el tipo hablaba.

–No. Estoy de receso. Vengo de tomar mis lecciones particulares.

–¡Ah! Qué chica aplicada… Dime… ¿Cuál es tu nombre, muñeca?

–María Luz.

–Bonito; como tu trenza… Y dime, Luz…–El tipo, si cabía, acercó aún más su boca. Ella casi podía sentir el contacto de sus labios en el lóbulo auricular. –¿Nunca te dijo tu madre que no debes hablar con extraños?

El roce sensible en la perilla de la oreja era el único que se volvía evidente. Luz percibía en sus nalgas una dureza que la friccionaba al ritmo del constante trajinar del tren.

–Mi madre no dice mucho, señor. Eso me lo dicen las monjas.– Pensó en las reflexiones con la señorita Larsson y agregó: –Dentro del Instituto mandan ellas; fuera, soy un ser libre.

–¡Ah! ¡Me gusta esa actitud rebelde de la juventud! Eres una muchacha inteligente, además de hermosa.

–Gracias, señor.- Prefería muñeca a muchacha.

–¿Sabes? Yo vengo de trabajar y tuve un día pésimo. Además nadie me espera en casa; vivo solo.– El tipo movió levemente la cabeza hacia su derecha. Su nariz se sumergió en el cabello rojizo de María Luz y sus labios le acariciaron los finos bellos de la nuca. La muchacha sintió un cosquilleo intenso en aquella zona. –Espero que no te moleste que me esté apoyando sobre tu espalda y tu… colita, pero no tengo lugar donde moverme. ¿Lo entiendes, verdad?.

La proximidad de sus cuerpos, sumada a la estruendosa sonoridad metálica del tren, convertían sus palabras en un diálogo privado a pesar de estar rodeados por decenas de personas en un espacio ridículamente pequeño.

–Descuide, señor. Entiendo lo incómodo de la situación. No se preocupe.

No fue tanto el tono desprejuiciado e inocente de la chica lo que llenó de lascivia a aquel oficinista; sino su total sinceridad: De verdad no le molestaba.

El tipo comenzó a sudar. Como le resultaba imposible moverse autónomamente, relajó completamente su cuerpo y se dejó arrastrar por el movimiento oscilante del vagón.

–Suerte que eres una chica comprensiva, no quisiera que te enfades…– Ahora hablaba con la boca pegada a la nuca de María Luz. –Mucho me temo que con este movimiento y… teniéndote tan cerca… se me esté poniendo un poco tiesa... es lo natural…¿Sabes a lo que me refiero, verdad?

–Eso de la…– No le salía la palabra, pero finalmente recordó: –¡…la erección! Se produce por el estímulo nervioso...

El hombre no podía creer lo que estaba viviendo. Lamentaba no tener ni siquiera espacio para mover sus manos. Con gusto hubiese empezado a sobar el culo redondo de aquella adolescente que parecía estar tan bien dispuesta a sus perversiones. Apenas pudo mover las caderas lateralmente para intentar acomodar la tranca agarrotada entre las nalgas de la jovencita.

María Luz percibió como la dureza que crecía detrás, se abría lugar entre sus pompis. En su mente recordó la imagen del falo de Conrado completamente erecto y apuntando hacia el cielorraso. Su memoria gustativa le colmó la boca con aquel sabor intenso y sus glándulas salivales respondieron con secreciones.

Inconscientemente ella también acomodó sus caderas para que el bulto de aquel pasajero pudiera ajustarse mejor a su anatomía. Aquella voz volvió sobre la piel sensible de su nuca y el aliento a manta la invadió turbó por completo. Ahora era un susurro cercano que se alzaba apenas entre los chirridos histéricos del tren.

-Parece que te agrada tener mi picha dura en tu colita, ¿verdad, muñeca?

Tenía la respuesta a aquella pregunta. Era su nuevo descubrimiento. Eso hizo que su boca fuera más aprisa que su cerebro:

–Es que mi profesora me dijo hoy que esa es mi zona sensible.– Y agregó, con la inocencia semántica de aquel que no conoce el argot: –Por eso siempre me mojo cuando me tocan ahí.

–Uff… No te imaginas como me estás poniendo, niña… Creo que encontré un demonio disfrazado de ángel… ¿De dónde coños has salido?– Su nariz se revolvió sobre el cabello rojizo y con la punta de su lengua húmeda lamió la nuca de la jovencita. Luego agregó:

–¿Y te agrada que te la den por la colita?

Sentía el calor húmedo de su aliento rozándole la cervical, y el pulso creciente de aquella dureza entre sus nalgas... Su almejita comenzaba a sudar. María

Luz tuvo que tomar aire antes de responder:

–¿Qué me “den” qué, señor…?

–La verga, muñeca.

–¡Ah! Se refiere al... Pues, no lo se. Nunca me la han “dado”.

El tipo resopló con fuerza batiendo los finos cabellos sueltos que rodeaban el nacimiento de aquella trenza inmaculada.

–¡Coño! Hacía tiempo que no me la tenía tan dura.– Confesó en un resoplido inaudible para su multitudinario entorno. Luego, bajó un poco más la voz y lo que balbuceó a continuación fue inaudible hasta para María Luz.

–¿Cómo… cómo dice?

Pero no hubo respuesta, solo más resoplidos calientas sobre la nuca. También sintió que la presión sobre su espalda cedía levemente. También oyó la voz de su compañero de viaje que se disculpaba con alguien más. Luego sintió algo que nunca antes había sentido. Una punta roma la embistió desde atrás. Justo a la altura de su intimidad. Justo en la puerta de su almejita mojada.

A partir de aquel momento, Luz sólo seguía siendo virgen gracias al desarrollo de la industria textil que había logrado desarrollar géneros de alta resistencia, como el de su pantalón deportivo.

Al percibir la embestida separó levemente los muslos y sintió como aquel instrumento friccionaba contra su cola y sus labios mayores, desde abajo, por entre sus muslos.

–Ahora aprésalo fuerte si quieres sentirlo, muñeca. –Ordenó aquel hombre sin rostro desde su espalda.

Y María Luz obedeció.

–¿Así?

El tipo volvió a depositar todo el peso de su cuerpo contra el de ella. Apoyó el mentón sobre su hombro dejando la boca a la altura de su oreja. La verga entraba y salía de su propia vaina apresada entre los cálidos muslos, el culo y la vulva de María Luz. Por su parte, ella recibía una estimulante y cálida fricción en toda la zona del perineo –y en especial en su zona más sensible– que hacía que su almejita húmeda comenzara a exudar nuevamente sobre su ropa interior.

El tipo le preguntó entre jadeos qué más había aprendido en su lección de hoy.

–Yo… eh… –María Luz, que también se había abandonado al goce que le proporcionaba aquel estímulo, hubiese preferido no dialogar…  pero le pareció una falta de cortesía no responder:

 –También aprendí sobre… ¡ah!… sobre el semen. El aroma… ah… ah… el sabor, y… ¡Ay!– Tuvo que ahogar un gemido cuando un movimiento brusco del tren provocó un roce fuerte por detrás… –Señor… ah… me está tocando mi zona sensible, y su coso está… ah… está caliente.

Por un momento perdió la noción de lo que ocurría alrededor: La gente se agolpaba hasta lo imposible; el ruido agudo de los frenos neumáticos y el roce violento de los metales; aquel aliento mentolado en su nuca… Sintió que no le faltaba mucho para acabar. Sería la misma sensación que cuando jugaba con sus deditos en la soledad del lecho, o en casa de la señorita Larsson. Pero hubo dos cambios sorpresivos que la devolvieron a la realidad.

Todavía no había llegado esa sensación de haberse orinado encima, como cuando los efluvios de oliva y canela emanaban con fuerza de su interior. Sabía que todavía no había llegado el momento, su momento; sin embargo, ahora mismo sentía su entrepierna completamente empapada: algo caliente le estaba mojando el culo… El culo, los muslos, el sexo, todo. Algo la estaba empapando. Y no era nada que la industria textil pudiera contener, al menos, con sus deportivos y su braga.

La segunda sorpresa fue que toda la masa de gente que había permanecido inerte durante el viaje, comenzaba a agitarse convulsivamente a su alrededor. El tren se había detenido y los pasajeros se agolpaban para descender. El hombre sin rostro que la acompañó a sus espaldas durante el viaje había desaparecido. Aunque antes de esfumarse, había regado profusamente el tibio nido de María Luz con su semilla caliente.

Mientras llenaba la tina con agua humeante, se quitó sus prendas para ponerlas en remojo. No quería que su madre descubriera aquel enchastre. Cuando pasó dos dedos por su rajita, recogió restos de ese magma untuoso que se le antojaba clara de huevo con nata. Volvió a sentir la textura de aquella sustancia sobre sus dedos. Luego, frente al espejo, se pintó los labios con aquel menjunje como si fuese carmín. Miró divertida el reflejo de su rostro y luego relamió sus labios brillantes. Trató de memorizar el sabor de Conrado mientras lo hacía.

–Iguales pero diferentes.– dijo para sí, recordando las palabras de la señorita Larsson.

Se hizo unos deditos antes del baño; de pie frente al espejo; mirando el reflejo de su propio placer; así, sucia como estaba. Luego volvió a masturbarse mientras yacía sumergida en el agua hirviente. Después de la cena, ya en su cuarto y desnuda bajo las pesadas frazadas de su cama; se colocó boca a bajo y con una mano frotó su almejita mientras con la otra estimulaba su zona más sensible, tal como lo había hecho Don Ignacio cuando la visitara en sueños.

Después de tres intensos orgasmos en poco menos de una hora, durmió como hacía mucho tiempo no lo hacía.

El jueves se despertó pensando en el domingo; en Tom. A los pocos minutos de aquella mañana, sus dedos ya calmaban su ansiedad.

Y el jueves terminó como había comenzado.

 

IX

El viernes llegó lento. María Luz esperaba con entusiasmo la tercera jornada con la señorita Larsson, pero ahora su cuerpo se había habituado al estímulo sexual y lo reclamaba casi a cada momento. Por primera vez sintió la necesidad física de que llegara finalmente el tan ansiado día, el día del encuentro con Tomás.

El traslado en tren de aquel viernes fue completamente diferente a su última experiencia. Pudo escoger asiento y viajar cómodamente. Fantaseó con la idea de cruzarse con su compañero de viaje, aunque ella no lo hubiese reconocido a simple vista. Solo podría identificar de él su intenso aliento a menta y el sabor agrio de su esperma.

Tras abandonar la estación, recorrió las cuadras que la separaban hasta la casa de su profesora con la cabeza gacha y las manos dentro del saco de lana que llevaba. El frío era intenso en la primera hora de la tarde. María Luz guardaba la esperanza de encontrar el hogar encendido como aquella encantadora primera jornada.

Y su deseo se hizo realidad. No solo las llamas crepitaban e iluminaban la sala con su fulgor anaranjado, que tan bien iba con su piel y su cabello, sino que todo parecía ser otra vez como aquel idílico primer día. Con esa candidez única, sobrecogedora e irreal que se respiraba allí.

La señorita Larsson la esperaba con su hermosa cabellera rubia totalmente suelta y luciendo su bata blanca. Conrado era la única constante de las tres jornadas; siempre en su sillón individual, absorto en la lectura. La señorita Larsson le dio la bienvenida y, sin preámbulos, le indicó que pasara directamente al cuarto de baño para ponerse cómoda.

Ya en la sala, las dos mujeres ataviadas con sus batas blancas de algodón, se ubicaron en el sofá para cumplir con otro de los rituales de las lecciones de la señorita Larsson: el té de jazmín.

María Luz disfrutaba especialmente de las pláticas con su profesora, aunque esta vez hubiese preferido pasar directo a los contenidos de la clase. Su ansiedad era, en parte, debido a la proximidad de la fecha; del día D. Pero también debido a los nuevos calores que su cuerpo había comenzado a sentir a partir de sus encuentros. De todas formas la señorita Larsson parecía muy entusiasmada y María Luz siempre estaba dispuesta a escuchar a su profesora:

–Antes de comenzar quisiera contarte lo que me sucedió ayer con un alumno particular que viene a casa los jueves, Julián. Está en tercer año del instituto, es dos años más joven que tú.

–¿También él toma lecciones de..?– Quiso saber curiosa María Luz.

–¿Estas lecciones? ¡Oh! No, no…– Lucrecia mostró una sonrisa complaciente. –Este tipo de lecciones solo son para ti. Julián necesita ayuda en biología.

–¡Ah! Lo siento, señorita Larsson. Pensé que tendría que ver con nuestros encuentros…

–En algún sentido sí lo tiene.

–No entiendo.

–Déjame que te explique.– Lucrecia aclaró su garganta, bebió un sorbo de su té y continuó su relato:

–Julián es un chico introvertido, aunque bastante despierto. Su único problema con la ciencia es que, lisa y llanamente, no le interesa. Entonces su madre me pidió que, por favor, intentara ayudarlo a concentrarse en los libros de biología; a lo que yo acepté. Una semana atrás hicimos el primer encuentro y resultó muy bien; él estuvo muy atento y retuvo sin dificultades todos los conceptos que fuimos repasando. El segundo encuentro, ayer, empezó bien, pero después del primer cuarto de hora su mente comenzó a alejarse… a divagar. Al principio no me daba cuenta qué cosa lo dispersaba tanto, pero cuando comencé a prestar más atención advertí que su vista se perdía una y otra vez en el mismo lugar…

-El hogar- Arriesgó.

-No. Dentro de mi escote.

María Luz no pudo evitar recordar los redondos y turgentes pechos de la señorita Larsson, y el sabor delicado de sus pezones… Y se ruborizó.

–No es que lo llevara especialmente sensual– Continuó la profesora, –pero su mirada revoloteaba distraída y aterrizaba siempre allí. Entonces decidí cortar por lo sano y le dije: “Julián, si sigues perdiéndote en mi escote, vamos a estar toda la mañana sin poder avanzar una sola página.” El pobre Julián se puso como un tomate y me pidió disculpas con la vista clavada en el libro. –Lo siento. Le prometo que no volverá a ocurrir.- Entonces continuamos con normalidad, pero apenas cinco minutos más tarde podía sentir el roce de su mirada escurriéndose nuevamente por allí. Esta vez no dije nada. Continué con la lectura mientras comencé a desabrochar los botones de mi blusa, uno a uno; lo hacía mientras describía las funciones reproductivas del pistilo, que era el tema que estábamos trabajando. No lo miraba pero percibía que su boca se iba agrandando cada vez más. Con la blusa completamente abierta, metí lentamente la mano dentro del corpiño, sin dejar de leer, y liberé uno de mis pechos. Recién entonces levanté la vista. Julián quería decir algo, pero no lograba cerrar la boca para modular ningún sonido.

–¿¡Le mostró un pecho mientras le leía la lección de botánica!?– Preguntó incrédula y divertida María Luz.

–Fue una estrategia pedagógica. Tenía que lograr cortar de alguna forma con aquello que lo alejaba de allí, que lo mantenía distante. Entonces se me ocurrió darle lo que tanto anhelaba para que dejara de pensar en ello y pudiera concentrarse en los libros de una vez por todas. Ese era mi objetivo.

–¡Ah! –María Luz admiraba a aquella mujer también por su inteligencia. –¿Y lo consiguió?

–En parte. En realidad lo juzgué mal… No eran mis pechos lo que realmente lo mantenía disperso. Había algo más…

–¿Entonces no fue necesario haber mostrado su…?

–¡Sí! Porque gracias a eso pude dar con el verdadero problema. Por la forma en que me miraba, me di cuenta que era la primera vez que tenía enfrente a una mujer semidesnuda.

–Pero… ¿Cuál es el problema de no haber visto nunca el pecho de una mujer?

–Ya verás… Julián tiene un hermano en el último año del instituto. Y como a los chicos más grandes les gusta pavonearse con estos temas, el hermano y sus amigos le dijeron a Julián que ya estaba en edad de tener sexo y le prometieron llevarlo a un prostíbulo para que hiciera su primera experiencia. Una costumbre absurda, pero común entre muchos hombres.

–¡Ah! ¿Es dónde se paga por hacerlo, no?

–Sí. Personalmente, creo que es la peor versión del sexo. Cuando el deseo se convierte en mercancía.

Luz no había comprendido del todo la reflexión de su profesora, pero seguía preocupada por el jovencito

–Y el chico, Julián, ¿no estaba de acuerdo?

–Él hubiese preferido elegir la forma y el momento, pero no podía negarse sin pasar como un cobarde ante los ojos del hermano y sus amigotes. Cuestión que todo aquello lo tenía tan ansioso que no lograba concentrarse en sus estudios.

–Comprendo…– María Luz sintió que la historia de Julián se parecía a la suya de alguna manera… que tenían algo en común: el miedo a los desconocido. –¿Y cómo logró darse cuenta de todo aquel asunto, señorita Larsson?

–Bueno… ¡Esa es la parte más divertida! Después de ver su cara de desconcierto al ver mi pecho desnudo, le pregunté si quería sacarse las ganas y tocarlo para luego poder continuar con el estudio. Entonces él extendió su mano nerviosa y comenzó a acariciarme con torpeza y a pellizcarme graciosamente el pezón. Yo acerqué mi silla un poco más; le acaricié la mejilla y atraje su rostro hacia su tesoro. Él respondió con besos y lametones directamente sobre el pezón y luego mamó de él por un buen rato. En ese momento comprendí que había una sola forma de culminar con aquello y retornar a los libros. Deslicé una mano por debajo de la mesa y busque su entrepierna. Abrí la cremallera de su pantalón y lo masturbé en silencio mientras Julián lamía de mí como si la vida se le fuera en aquel acto. Cuando finalmente acabó sobre mi mano, recién pudimos volver a dedicarnos de lleno a la ciencia. Pero antes me dijo que debía confesarme el verdadero origen de su angustia. Entonces me contó aquella historia de la presión que sufría del hermano y su grupo de amigos mayores, y el temor a su inexperiencia. Ellos le cuentan toda clase de historias con mujeres. Todas mentiras. Pero que han terminado por acomplejar al pobre Julián

–Pobre… ¿Y cómo logró tranquilizarlo?

–Le dije que no prestara atención a todas esas mentiras, que cuando el hermano y sus amigos intentaran intimidarlo con sus historias, se riera de ellos y pidiera pruebas reales de aquellas absurdas proezas sexuales. De cualquiera manera, le dije que era su decisión hacer su primera experiencia en un prostíbulo, pero que no debía sentirse presionado.– Entonces la señorita Larsson hizo una de sus pausas magistrales y bebió un sorbo de su té para aclarar la garganta antes de continuar. Pero cuando iba a retomar la palabra, un sonido armónico y artificial que simulaba dos campanadas consecutivas, invadió el cuarto. María Luz nunca lo había escuchado, pero era el sonido inconfundible de un timbre. Hasta el absorto e inexpresivo Conrado levantó apenas la vista de su lectura en acto de manifiesta sorpresa.

–¿Espera a alguien más, señorita Larsson?- Preguntó Luz.

–Es Julián. Él va a participar de las lecciones de hoy. Necesita saber cómo tienen sexo un hombre y una mujer. Y eso es justamente lo que nos convoca, así que se me ocurrió invitarlo.– Lo dijo con una hermosa y cálida sonrisa. Luego se levantó del sofá, arregló su bata y se dirigió a la puerta.

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