Nuevos relatos publicados: 13

Mónica DELUX (2): Un madurito respetable y una golfa… ¡Qué peligro!

  • 25
  • 21.843
  • 9,86 (21 Val.)
  • 0

Los primeros meses en Málaga fueron especialmente difíciles; me costaba Dios y ayuda no perderme por sus calles, tan diferentes y parecidas al mismo tiempo; me suponía un suplicio seguir el ritmo frenético de una ciudad tan grande, por no hablar de sus habitantes. Afortunadamente mis calificaciones en la universidad fueron buenas. Esto suponía que no tendría que estudiar en verano, a pesar de haber aprobado casi por los pelos. Medité durante varios días sobre lo que iba a hacer en verano y concluí que quería trabajar, aunque solo fuesen tres meses; el dinero que mis padres me daban apenas me llegaba a fin de mes.

No me costó mucho encontrar trabajo. La fortuna parecía estar de mi parte. Un día paseaba sin rumbo fijo por el centro de la ciudad. Al pasar por una librería, vi que tenía un cartelito en la puerta, ofreciendo empleo a quien cumpliese una serie de requisitos. Como creía cumplirlos todos, me decidí a dar el paso y ver qué pasaba. El no ya lo tenía por respuesta sin entrar y nada podía perder. Empujé la puerta y me encomendé al Cielo. Al entrar quedé maravillada por el aspecto del establecimiento: coqueto, en ligera penumbra y seguramente con más de un siglo de antigüedad. Entonces me propuse a mi misma que tenía que conseguir el empleo SÍ o SÍ, aunque tuviese que arrastrarme y suplicar.

Entré y una morena muy mona me atendió creyendo que era una clienta. Le dije que pretendía solicitar el empleo ofertado en el cartel. Tras una breve entrevista con la dueña del negocio, esta me alegró el día contratándome. Me pareció más fácil de lo que había supuesto, pero el trabajo era mío y no tenía motivos de queja. Antes de salir de su despacho, me dijo que hablase con Sonia, que así se llamaba la morena, para que ella me diese el resto de detalles relativos al puesto.

―Por lo que veo… te ha dado el trabajo ―me dijo Sonia, con total seguridad, al ver mi amplia sonrisa.

―¿Tanto se nota, Sonia? ―pregunté intrigada.

Ella me lanzó una sonrisa de complicidad y me dijo así:

―Nada más entrar por la puerta y decirme que venías por el curro, he sabido que era tuyo… salvo que fueras tonta o grosera durante la entrevista.

Yo quedé callada. Aquella especie de profecía me dejó totalmente desconcertada.

―No, no soy bruja, ni nada por el estilo. No pongas cara de susto ―añadió al ver mi expresión―, porque tan solo con verte me ha bastado para adivinarlo. Eres guapa, con buen tipo y no vistes tan vulgar como la mayoría de las personas que han solicitado el trabajo. Mis posibilidades de acierto, tras dos semanas viendo desfilar candidatos, eran bastante altas.

Tras indicarme que tenía que estar allí a las nueve de la mañana del día siguiente y la forma en que tendría que ir vestida, nos despedimos. Al llegar a casa abrí el armario de par en par y fui tirando sobre la cama la ropa que no cumplía los requisitos indicados por Sonia.

Esa misma tarde llamé a mis padres para comunicarles la buena noticia, sin esperarme de ningún modo su reacción. No les hizo mucha gracia. Trataron de disuadirme para que renunciase, alegando que no me hacía falta más dinero y que no podría pasar con ellos el verano. Pero yo estaba decidida a mantenerme firme y así se lo dije.

El mes de julio pasó en un abrir y cerrar de ojos. Y con el primer día de agosto llegó mi primer sueldo. Rebosaba felicidad y orgullo. Me parecía un sueño tener semejante fortuna entre las manos. Y es que para mí ochocientos euros, más el pico, eran toda una bendición. La imaginación volaba y me veía comprando todo aquello que anhelaba. Eso sí, sin cometer excesos.

Recuerdo que todos los días visitaba la librería un señor que tendría unos sesenta años. Su aspecto era muy distinguido y se conservaba muy bien para su edad. Lucía una barba canosa y bien cuidada, como si todos los días visitase al barbero. Sus facciones eran muy varoniles, destacando los ojos, profundos y bondadosos. Siempre vestía con traje y corbata, como si fuese inmune al intenso calor del verano. Pero lo que más me agradaba de aquel SEÑOR, con mayúsculas, era que siempre nos trataba con total corrección a Sonia y a mí, sin ahorrarse nunca un ‘usted’, un ‘señorita’ o un ‘por favor’.

Solía darse una vuelta por el local durante una media hora, mirando las estanterías y ojeando algún que otro libro. Llegó un momento en que ni Sonia ni yo le preguntábamos, porque la respuesta siempre era la misma tras el saludo de rigor: ―Gracias, guapa, pero tan solo estoy mirando―. ‘Guapa’ era la mayor ligereza, si se le puede llamar así, que se tomaba aquel buen hombre. El caso es que no nos incomodaba y todas las semanas compraba al menos un par de libros.

Una tarde estaba yo subida en la escalera portátil, colocando unos libros en lo alto de un estante. Entonces vino Sonia y me chistó, llamando mi atención. Rápidamente bajé con intención de averiguar lo que tenía que decirme.

―Me encanta tu culo con ese tanga negro que llevas, Moni ―me dijo y quedé perpleja. Es cierto que habíamos tomado bastante confianza como para que me llamase Moni en lugar de Mónica, pero no la suficiente como para que me mirase el trasero y lo confesase con tanto descaro.

―¿No me digas que te dedicas a mirarme el culo? ―le pregunté confundida.

―¿Mirarte el culo?... ¿Yo?... ―Soltó un par de carcajadas―. Pero si te lo han visto todos los clientes de la tienda. Incluso don Alberto, que no te quita ojo desde hace un buen rato. Y… Lo cierto es que no sé de qué me extraño, porque vaya minifaldita que te nos has puesto hoy. Si es que no escondes nada cuando te subes a la escalera.

―¿Don Alberto? ―Lejos de preocuparme por mi forma de vestir, lo único que me intrigaba era saber quién sería el tal don Alberto, aquel que mi compañera había destacado de entre todos los clientes.

Ella sonrió maliciosamente y se arrimó más a mí para hablarme discretamente.

―Don Alberto es el señor que viene todos los días. El de la barba canosa y el traje. Una de las clientas habituales me ha dicho su nombre, porque lo conoce de cuando daba clases a su hijo en el colegio. Por lo visto, se jubiló antes de tiempo, debido a la depresión en que cayó tras divorciarse de él su mujer.

―¡Pobre! ―No se me ocurrió otra cosa en ese instante.

―¿Pobre? ―Sonia no salía de su asombro ante mi pasividad―. Has de saber que ese, al que llamas ‘pobre’, te tiene bien fichada y que ningún día te quita la vista de encima durante todo el tiempo que pasa aquí. Si miras ahora con disimulo, lo verás detrás de la sección de novela. Normalmente separa un par de libros para mirar por la rendija.

Yo miré tal y como Sonia me había indicado.

―Lo siento, Sonia,  pero…, o soy muy tonta, o muy despistada… y puede que hasta cegata, pero ni veo la rendija que has mencionado ni a ese buen señor. Igualmente no me importa, porque con la mirada solo se ofende quien quiere. Siendo así, puede recrearse la vista todo lo que quiera, porque, si la jefa me lo permite, pienso ponerme minifalda cuando me apetezca.

Ahí quedó la conversación. Yo era consciente de que mi compañera no se había tomado bien mis palabras, pero en ningún momento quise ofenderla o menospreciar su interés por mi integridad moral. Un día, tomando el café de media mañana, así se lo expliqué y el asunto quedó zanjado.

Los días pasaron y don Alberto siguió fiel a su costumbre, honrándonos con sus visitas y sus exquisitos modales. A mí no me importaba lo más mínimo en qué emplease su tiempo o que me mirase como afirmaba Sonia. Varias veces le sorprendí con los ojos clavados en mi culo y no hice nada por remediarlo. Con el tiempo fue ganando confianza en la misma proporción que aumentaba mi despreocupación. Incluso llegó a sujetarme la escalerilla en varias ocasiones, justificando su gesto con el riesgo que corría de que alguien tropezase con ella y cayera al suelo. Nunca hablaba mucho, siempre lo justo, pero sus modales me tenían prendada. Después de todo me halagaba que un hombre tan atento e, incluso, apetecible a pesar de su edad, me contemplase con un deseo tan inocente.

Una tarde entró y dio un par de vueltas por la tienda. Seguramente me estaba buscando, porque pasó junto a Sonia y tan solo la saludó. Lo supe cuando se acercó a mí y me preguntó que si comprábamos libros de segunda mano. Le dije que sí lo hacíamos, pero que en esos casos era la dueña quien se encargaba de tasarlos. Me explicó que era un libro de poemas que su ex mujer le había regalado bastantes años atrás. Continuó diciendo que no era muy grato para él tenerlo en su biblioteca, porque le producía una gran tristeza al recordársela. Finalmente añadió que me olvidara de la venta, que me lo regalaba, ya que no le preocupaba el tema económico, sino que lo tuviera alguien que lo apreciara tanto como lo había hecho él.

Su historia llegó a conmoverme. Rehusé su regalo y le propuse comprárselo yo misma sin que la dueña se enterase. Ante su insistencia, arreglamos que a cambio del libro yo le invitaría a tomar un café, una cerveza o lo que fuese. Esa misma tarde cumplí con mi parte del negocio. Tras cerrar la librería, Sonia y yo nos despedimos y ella tomó camino de su casa. Yo aguardé un par de minutos, hasta que vi cruzar la calle a don Alberto. Como siempre, se acercó y me dio las buenas tardes con todo respeto. A ese regalo añadió una cajita de bombones e insistió en que no los rechazase, porque solo representaban una muestra de amistad. Obviamente no lo hice. Me empiné todo lo que pude y alcancé a darle un beso en la mejilla, rompiendo de ese modo el protocolo que siempre había existido entre ambos. Acto seguido caminamos calle abajo hasta llegar a una cafetería.

Por dos horas me habló de cuando era profesor de matemáticas en un instituto de enseñanza secundaría. También dejó caer su amor por los libros, y añadió que se sentía orgulloso de poseer una gran biblioteca en su casa. Yo nunca había sido buena lectora, pero, desde que trabajaba en la librería, mi afición había despertado y me sentía capacitada para hablar del tema con ciertas limitaciones. Llegó la hora de marcharme y nos despedimos con un apretón de manos.

Durante una semana no volvimos a saber de aquel hombre tan educado y misterioso al mismo tiempo. A Sonia no parecía importarle, pero yo estaba muy preocupada. Me preguntaba constantemente si le habría pasado algo. Siempre me ponía en lo peor. Cada vez que sonaba la vieja campanilla de la puerta, dejaba de hacer lo que tuviese entre manos y volvía la mirada.  Al ver que no era él, retomaba mis quehaceres con decepción y mi rostro se entristecía. Aquel fin de semana lo pasé en mi tierra, con mi familia y mis amigos, pero ni tan siquiera ellos conseguían que mi mente dejase de pensar en don Alberto. Aquella situación comenzaba a angustiarme demasiado. Me decía a mi misma que era una tontería, que no era lógico preocuparse por alguien a quien apenas conocía.

El lunes por la tarde volvió a aparecer como si nada. Mi corazón comenzó a latir acelerado. Las piernas se me doblaban y me faltaban uñas que morder. Mis pensamientos eran confusos. No sabía si reír de felicidad o llorar de rabia. Pero estaba allí y eso era lo importante. Lentamente fue avanzando entre las estanterías hasta llegar a mi posición.

―Buenas tardes, señorita Mónica ―me saludó como siempre. Si él hubiese sabido de mis desvelos, de mi angustia, seguramente habría cambiado el saludo por una disculpa. Pero, claro, cómo iba a saberlo.

―Buenas tardes…, don Alberto ―respondí a su saludo tartamudeando. Tomé aire y me decidí a seguir hablando―. Dichosos los ojos. Nos tenía preocupadas a Sonia y a mí. La librería no es lo mismo sin sus agradables visitas. ―Improvisé lo mejor que pude en lugar de aferrarme a su cuello y apretar cuanto me permitiesen las fuerzas. Me dio tanta rabia verlo tan sonriente, como si nada, que el subconsciente me jugó una mala pasada.

El percibía que mi estado de ánimo no era el de siempre y trató de indagar.

―¿Le ocurre algo, señorita?... No parece tener buen color. Sus mejillas han perdido ese tono rosáceo tan característico.

―¿Qué si me ocurre algo?... ¿Qué he perdido el colorcito de las narices? ―Mi paciencia rebasó el límite y estallé ―. Ha de saber, muy señor mío, que eso no se hace. Uno no desaparece de la noche a la mañana como si nada. Pues sí, pasa algo y muy gordo. Pasa que me ha tenido en un sin vivir durante siete días. Acaso… ¿Acaso ha estado usted creando un mundo en ese tiempo, como hizo Dios?... ¿Acaso ha naufragado durante un paseo en barca por el puerto? ― Tras decir aquellas duras palabras, que sin duda no se merecía, rompí a llorar como una niña.

―Tranquila, chiquilla, todo está bien ―me dijo con tono paternal mientras me ofrecía su pañuelo.

No pude contenerme y me abalancé sobre él, abrazándole con todas mis fuerzas. Quedé colgada de su cuello, sin tocar el suelo debido a su mayor estatura.

―¡Eso no se hace!... ¡Eso no se hace!... ―le repetía con insistencia al tiempo que mi llanto se acentuaba.

Sonia nos miraba, encogida de hombros y gesticulando con las manos. Parecía indicarme el escándalo que estaba causando. No me importó, porque aquel llanto era la única válvula de escape que liberaba la presión acumulada. Además, caí en la cuenta de que me tenía cogida por el culo y me apretaba contra su cuerpo. Pude notar su respiración entrecortada en mi cuello y su aliento en mis orejas, a medida que movía ligeramente la cabeza. Me sentía reconfortada en sus brazos. No me incomodaba que agarrase con fuerza mi trasero. Ni que mis pezones se clavasen en su torso. Inexplicablemente me excitaba aquella escena y seguramente me lo hubiese tirado en aquel instante si el lugar fuera otro.

Una vez calmada, me entregó un sobre blanco y me pidió que leyera su contenido cuando él se marchase.

Tras salir por la puerta, abrí el sobre y lo leí detenidamente. En la nota me decía que su biblioteca era un completo desastre, que durante muchos meses la había tenido muy abandonada y me suplicaba que, por favor, le ayudase a organizarla una tarde que tuviese tiempo y ganas. Terminaba la nota ofreciéndose a pagarme por mis servicios y adjuntando su dirección. Tras aquel día, no volvió a aparecer.

El sábado siguiente, Sonia y yo cerramos la tienda a las dos, como de costumbre, y nos fuimos a comer a unas raciones a un bar. Después ella se marchó a su casa y yo decidí acudir a la de don Alberto. No estaba preocupada por él, pero había decidido aceptar su oferta por dos razones: porque me hacía falta el dinero que me diese, y porque me moría por ver los libros que decía poseer. Tomé un taxi y llegué en poco menos de diez minutos. Había buscado su dirección en Internet y vi que vivía a las afueras. Permitirme ese lujó no me importó lo más mínimo, ya que pensaba añadirlo al importe que le exigiese por mi colaboración.

Cuando bajé del vehículo, quedé alucinada. «¡Vaya choza se gasta el profesor!», me dije al ver aquella especie de palacete de tres plantas. La construcción era de ladrillo visto con remates de granito. En la fachada tenía un enorme porche, con columnas y barandilla de madera tallada. Por un momento tuve ciertas dudas sobre si debía llamar o no. Toda aquella ostentación me intimidaba y me veía fuera de lugar. Pero pensé que, ya que estaba allí, no era cuestión de perder el dinero que me había costado el taxi. Finalmente subí la escalinata de granito del porche y llamé a la puerta. Unos segundos más tarde se abrió y apareció él, vestido con una especie de kimono japonés. Al menos es lo que me pareció.

―Dichos los ojos, señorita Mónica ―me dijo muy sonriente―. Ya pensaba que no había aceptado mi propuesta.

―¡Cómo iba a rechazarla con lo agradable que es usted y la falta que me hace ganar un dinero extra! ―respondí algo avergonzada.

―Pero… ¡Entre!... ¡Entre!... No se quede en la puerta. Entre y en seguida le sirvo una limonada bien fría, que veo que tiene la frente sudorosa.

En el tiempo que mi anfitrión tardó en volver con el refrigerio, puede notar que el interior de aquella casa era más impresionante que el exterior. Los muebles, las lámparas, las paredes, el suelo… todo parecía bastante lujoso y antiguo.

―La casa la heredé de mi padre y este del suyo ―me dijo, apareciendo por mi espalda―. Mi abuelo, que en paz descanse, la mandó construir en 1.927. Con los años ha sufrido varias remodelaciones, casi todas en el exterior. El interior se conserva prácticamente intacto.

―Puessss… ¡Vaya! Realmente no tenía mal gusto su abuelo. ―No se me ocurrió nada más oportuno que decir, porque, en el fondo, me recordaba mucho a la mansión de la Familia Adams.

―Pero… ¡Pase!... ¡Pase!... Pase a la biblioteca ―me dijo al tiempo que parecía abrirme camino con un gesto de su brazo. Lo cierto es que aquella forma de decirme las cosas por triplicado, anteponiendo el ‘pero’, comenzaba a incomodarme. Pensé que no aguantaría mucho si se trataba de una costumbre.

Entramos en la biblioteca y no daba crédito a lo que veían mis ojos. La estancia era bastante amplia, con las paredes totalmente cubiertas de estanterías repletas de libros, un antiguo escritorio junto al ventanal y una gran alfombra en el centro.

―¡Hay que joderse! ―exclamé―. Pero si tiene usted más libros que nosotras en la tienda. Ahora comprendo por qué va casi todos los días y pasa tanto tiempo. Imagino que le costará encontrar uno que no tenga.

―Ese no es el motivo. Al menos no del todo. Es cierto que me gusta ojear los libros, tocarlos, sentir lo que transmiten con el tacto. Pero también es cierto que disfruto de su compañía, la de usted y la de la señorita Sonia. Ambas son siempre muy amables conmigo.

―Bueno… Lo cierto es que usted tampoco se queda atrás, si de amabilidad hablamos. No nos crea problemas y siempre tiene la palabra oportuna que hace que nos sintamos… ¡Especiales!  Esa es la palabra ―le dije mientras recorría las estanterías, con el brazo extendido y pasando la mano por los libros, como si los acariciase.

No sentamos en el sofá y planeamos cómo íbamos a organizar la biblioteca. Me dijo que tenía un artilugio para bajar los libros de lo alto, pero que se las veía negras para colocarlos en el mismo lugar. Me lo mostró y enseguida comprendí cuál era el problema. Se trataba de una especie de brazo extensible con una pinza en el extremo. Tenía incorporado un cordón del cual tiraba para cerrar la pinza y agarrar el libro en cuestión. Esto suponía un inconveniente al realizar la acción contraria, ya que alguno de los libros que quedaban a ambos lados del hueco se caía, impidiendo que el sustraído volviese a entrar. Dijo que había ideado ese sistema porque sufría de vértigo y le daba miedo subirse a la escalera. Añadió que era su mujer quien lo hacía antes de morir. «¡Qué desfachatez! ―pensé―. ¿Cómo tiene el morro de decirme que su mujer ha muerto cuando la verdad es que se separó de él?». Dejé correr el asunto porque poco o nada me importaba. Además, tampoco tenía interés en que supiese los chismes que corrían por la tienda. Eso podría ocasionar que dejase de ir y aquella posibilidad no quería ni contemplarla.

―Pues… bien. Aprovechemos el tiempo ahora que entra suficiente luz de la calle ―le dije y me puse en pie.

―Como quiera, señorita Mónica. ―Él también se levantó.

Durante unos minutos repasamos cómo lo tenía organizado. Luego me mostró la escalera a la que tendría que subirme. Era de madera y se desplazaba mediante dos railes situados en la parte superior e inferior. La situé en el lugar donde irían los primeros libros y subí unos cuantos peldaños.

―Estos van en la parte superior, entre aquellos de color burdeos ―me dijo y señaló el lugar en cuestión.

―No me extraña que le dé miedo subir si padece de vértigo. Si te caes… te partes la crisma sí o sí ―comenté mientras miraba al suelo. La altura máxima eran unos cuatro metros y no era para tomárselo a broma. Volví a bajar para recoger el siguiente lote.

―Estos otros van allí, junto a aquellos. ―volvió a señalar con el dedo.

Empujé la escalera y la coloqué en el lugar preciso. Tomé los libros y volví a subir, procurando no dar un paso en falso. Así estuvimos durante algo menos de una hora. Pasado ese tiempo, no pude contenerme y le dije así desde lo alto:

―¡Hombre de Dios! No se comporte como un chiquillo, que parece mentira con los años que tiene. Si me mira el culo cada vez que subo, no disimule tan mal, porque eso le convierte en un viejo verde y no en un hombre interesado en una mujer. Si me pongo minifalda, es porque no tengo nada que esconder. Y porque no me importa qué dirán… o qué verán los demás.

―Discúlpeme, Mónica. He sido un desconsiderado al comportarme así. Con mayor motivo siendo una invitada en mi casa. Lo cierto es que no le miraba lo que usted dice, sino las piernas. Tiene usted las piernas más delicadas que he visto en mi vida.

―¡Vaya! Menos mal que me ha quitado el ‘señorita’ que tan mal me sienta, Alberto. ¿No le suena mejor Mónica? Y respecto a mis piernas… puede mirar todo lo que quiera, que ni se derriten ni se deforman si lo hace.

Él me miró tratando de asimilar mi condescendencia. Entonces volvió a sorprenderme.

―Y… ¿No le importaría si las toco? ¡Déjeme hacerlo, por favor!

―Claro que no me importa ―dije y descendí lo suficiente para complacerle.

Comenzó acariciando mi tobillo derecho. Luego subió hasta la rodilla y, con la misma delicadeza, terminó palpando el muslo, rodeándolo con ambas manos, como si modelase una figura de arcilla. Cerré los ojos y permití, tras pedirme permiso,  que hiciera lo mismo con la otra pierna. Yo me aferraba a la escalera con fuerza, temiendo caer debido a un desvanecimiento. La delicadeza empleada por aquellas manos artesanas me colmaba de dicha… Sus suspiros eran música para mis oídos y, junto a los míos, componían una bella melodía. Nunca creí que se diese aquella situación, pero reconozco que en mis pensamientos la viví muchas veces. Sobre todo desde el día que me agarró el culo en la tienda.

―¡No pares, por favor! ―le dije cuando dejé de sentir sus caricias―. Bajé un par de peldaños más y mi culo quedó a la altura de su cabeza.

Volvió a posar sus manos sobre mis muslos y los recorrió nuevamente, al tiempo que yo me contorneaba golosa, ansiosa por sentirlas en los glúteos. Mis anhelos obtuvieron la respuesta esperada al notar cómo me subía la minifalda hasta la cintura y dejaba mi culo al descubierto. Deslizó ambas manos por toda su extensión, mientras me propinaba pequeños besos. Por mi parte, meneaba el trasero acompasando el movimiento con el suyo. El ritmo era preciso, la presión la justa, la delicadeza total, la excitación extrema.

―Puedo seguir…

―Como me vuelvas a llamar señorita Mónica o me trates de usted ― le corté bruscamente―, te juro que me marcho a mi casa. Lo mismo te digo si vuelves a pedirme permiso por cualquier motivo. He venido libremente, consciente de que esto podría ocurrir. Imagino que tú también albergabas esperanzas, ¿NO?... Entonces, dejémonos de tonterías y de tanta educación. A mi me gusta que el hombre tome la iniciativa y que me folle, no que me corteje y copule conmigo o me haga el amor. Eso ya vendrá con los años.

―Como quieras, Mónica ―respondió―, procuraré estar a la altura de tus expectativas.

Sin mediar más palabras,  apartó el tanga hacia un lado y comenzó a buscarme el coño con la lengua, sin dejar de magrearme el culo. Mis jadeos volvieron de nuevo y los ojos se cerraron automáticamente. Aquella comida de coño presagiaba un premio mucho más importante. La postura no parecía ser cómoda para él ni mi raja lo suficientemente accesible, porque comenzó a profundizar con un dedo, primero, y luego con dos.

―¡Eso es… así me gusta! ―susurré―. Mete otro si quieres, porque comienzo a lubricar abundantemente.

Durante unos minutos, Alberto me folló el coño en repetidas ocasiones, con dos o tres dedos en función de mis movimientos. Se notaba que ponía interés en complacerme y dicha entrega merecía un premio. Le pedí que me ayudara a bajar y comencé a desnudarle muy lentamente. Acto seguido dejé que hiciera lo mismo conmigo. Luego le tomé de la mano y nos dirigimos a la silla del escritorio. Allí le senté de un empujón y comencé a mamarle la polla, que para entonces ya estaba majestuosa. A medida que esta entraba y salía de mi boca, yo levantaba la mirada para contemplar el placer en su rostro. Su cabeza iba de un lado a otro, sin control. Sus jadeos me animaban a recompensar sus atenciones pasadas. Sus manos, tan cuidadosas como un rato antes, acariciaban mi melena. El comportamiento de su verga era por completo diferente. Insistentemente intentaba introducirla todo lo posible, ayudándose de movimientos bruscos de cadera. Pero su tamaño era mayor que el de cualquiera que hubiese entrado en mi boca con anterioridad. Sobre todo su grosor. Aquel instrumento no era como el de los chicos de mi pandilla. Aquello era una verdadera polla de hombre y no una colita adolescente. Sus posibilidades de proporcionarme placer eran mucho mayores, pero mi boca no la podía tragar del todo.

Sintiéndose satisfecho con la felación, apartó mi cabeza y me ayudó a ponerme en pie. Me agarró del culo y me levantó, depositándome acto seguido sobre la mesa-escritorio.

―Bien, Alberto. Parece que vas sacando la fiera que llevas dentro. Pero no la metas sin preservativo. Apenas nos conocemos y no me gusta que me follen sin él. Con mayor motivo si no es alguien de confianza… ¡Tú ya me entiendes!

―Pero yo no tengo ninguno. Ni recuerdo la última vez que lo usé.

―No importa ―le dije―. Las chicas de hoy estamos preparadas para todo. Mira en mi bolso y coge los que hay dentro. Creo que deben ser dos o tres. De paso, coge también un botecito de crema para el culito… Por si te apetece probarlo.

El pobre se quedó frito al escuchar mi sugerencia. Al menos su mirada así me lo indicaba.

―No me digas que también… ya sabes ―No se atrevió a decirlo.

―No te cortes, cariño. Puedes decirlo con total libertad, que no me molesto. Sí, también me gusta que me follen por detrás. De hecho, a una buena parte de las chicas nos gusta tanto o más que por el coño. Y ahora… ve a por lo que te he pedido. Pero te ruego que cuando vuelvas lo hagas con más alegría en la cara, que parece que te has comido a una beata.

Cuando volvió con el encargo, efectivamente había cambiado su semblante. Se le notaba más confiado y alegre. Me dio uno de los condones, lo rasgué con los dientes y se lo puse muy lentamente, para que su polla recordase el tacto del látex. Me situé en el borde de la mesa y el coño quedó bien accesible. Luego me recliné hacia atrás, hasta apoyarme con los antebrazos sobre la mesa.

―Ahora métela muy despacito, quiero sentir cómo entras en mí ―le pedí cuando estuve preparada.

Fiel a mi mandato, la fue introduciendo muy despacio, sin precipitarse. Yo notaba que el coño se abría como una flor. A medida que su polla iba desapareciendo dentro de mí, abría más las piernas, facilitando de ese modo una penetración plena. A partir de ese momento no necesitó más instrucciones. Parecía haber encontrado la sexualidad perdida. Sus movimientos al entrar y salir de mis entrañas eran más ágiles, más alegres. La violencia de las embestidas proporcionales a mi deseo. La fiera no solo había despertado de su letargo, sino que lo había hecho con hambre, con muchas ganas de devorar a su presa. De vez en cuando murmuraba palabras entrecortadas que yo no alcanzaba a comprender. Posiblemente trataba de jalearse a sí mismo. Fuese lo que fuese, era efectivo y conseguía arrancarme gemidos de placer. Pronto llegó mi orgasmo y con él las palabras de agradecimiento.

―Gracias, Alberto. Me has follado ‘DELUX’. ¿Quieres probar ahora mi culito?... ¿Alguna vez lo has hecho por ahí?

―Lo cierto es que no. ¡Nunca! A mi esposa no le iban este tipo de prácticas. Ella era muy tradicional y yo, para qué engañarme, también. Jamás se me pasó por la cabeza ni siquiera proponérselo.

―Ok. Entonces vamos a intentarlo, verás como te gusta. A los chicos les suele gustar más, porque el ano ejerce mayor presión sobre la verga. Pero…, que tontería, qué te voy a decir a ti que no sepas, aunque nunca lo hayas probado.

En esa misma posición, me recosté, me cogí por detrás de las rodillas y tiré de mis piernas hasta casi tocar con ellas los pechos.

―¿Estoy bien así? ―le pregunté.

―¡SÍ! ¡SÍ! así estás muy bien.

―Entonces pon un poquito de crema y luego entra sin miedo ―le dije―, porque puede parecer la boca de un tiburón blanco, pero no tiene dientes.

La estocada que me clavó, tras embadurnarme el ano, me dejó alucinada. Sabiendo que no era un matador consagrado, pudo deberse a un golpe de suerte. En todo caso fue limpia, bien dirigida y profunda, de las que te aseguran al menos las dos orejas. En ese momento me hubiese dejado cortar las mías, porque me daba por el culo como si lo hubiese hecho toda la vida.

―Fóllame todo lo fuerte que puedas y no te preocupes por mis gritos, porque eso es buena señal… Cuanto más grite, mayor será el gustito que me das.

―No te preocupes por eso, princesa, porque estoy empezando a cogerle el gusto. ¡Ay si mi mujer me viera en esta situación! Seguro que le daba un infarto.

No pude evitar soltar un par de carcajadas pensando el la difunta que realmente estaba muy viva. Menudo mentiroso y embaucador resultó el muy pájaro. Por un momento llegué a pensar que lo del vértigo solo era una excusa para mirarme el culo con detenimiento. O que todo aquello lo había preparado a conciencia, desordenando él mismo la biblioteca para que yo cayera en la trampa. Puede que fuera así, pero yo también acudí a su casa con la intención de provocarle. En ese sentido estábamos a la par.

Pasados unos minutos, me noté flotando en el aire. Abrí los ojos y pude darme cuenta que me había levantado en vilo, como si fuese una muñeca de trapo, y son la polla aun dentro de mi recto. De esa forma me llevó hasta el sofá, sin que saliera palabra alguna de mi boca. Me depositó en el suelo y giró mi cuerpo, colocándome de cara al sofá. Luego me dio un ligero empujón y caí de rodillas sobre el asiento.

―¡Vaya, vaya, Alberto! ―exclamé―. Parece que has perdido los buenos modales y tratas a tu ‘señorita’ como a una fulana. ¿Dónde tenías guardada tanta rudeza?

―Por lo que he podido observar lo prefieres de este modo ―me respondió con descaro.

Sin decir nada más, me empujó por la espalda hasta dejarme con la cara apoyada en lo alto del respaldo. Buscó el ano con una mano y me la volvió a clavar sin contemplaciones. Enseguida volví a gemir de placer y pronto me corrí por segunda vez.

―¡Sí, Alberto! No pares… ¡Por lo que más quieras, no pares! Dame por el culo como si fuese una golfa. Dame por el culo como si fuese la puta tu mujer. Seguro que a ella le hubiese gustado tanto como a mí.

No sabía si mis palabras le enfurecían o le provocaban, pero el resultado era el mismo: un pacer inmenso proporcionado por una polla experta. Estaba segura de que aquel cabrón follaba con más frecuencia de la que aparentaba. Posiblemente con las putas de algún burdel fino. Pero me daba igual que me tomase por una de ellas, porque en el fondo me sentía como tal.

―¿Puedo correrme en tus tetitas? ―me preguntó enloquecido―. Creo que me falta poco.

Yo asentí con la cabeza y acompañé sus movimientos para que terminase lo antes posible. Cuando anunció el desenlace, me tumbé sobre el sofá y el derramó la leche sobre las tetas. Recuerdo su rostro rojo como un tomate y totalmente desencajado, los músculos del cuello en tensión y los ojos clavados en los míos, mirándome de una forma muy diferente a como lo había hecho desde que nos conocíamos.

Desde ese momento, algo dentro de mí cambió. Permanecimos sentados en el sofá durante un buen rato. Yo le miraba y parecía otro, alguien muy distinto al señor apuesto y educado que había idealizado en mi cerebro. Si bien es cierto que volvimos a follar por segunda vez aquella tarde, ya no fue lo mismo. Era como si la llama se hubiese apagado. Como si la pasión se hubiese desvanecido cuando le vi enloquecido. Por supuesto que fue una reacción lógica, propia de un hombre cuando alcanza el clímax, pero aquella idea no cambió mi pensamiento.

La situación se agravó en los días sucesivos. Todas las tardes iba a la tienda y se acercaba a mí, me saludaba y acto seguido comenzaba a manosearme el culo, con total descaro y sin importarle quien nos veía. Finalmente proponía esperarme al terminar mi jornada e ir a su casa a ‘jugar un rato’. Pero yo no quería. No estaba por la labor de repetir nunca más. Como mis excusas no le servían, al final tuve que mentir diciéndole que había venido mi novio a pasar una temporada conmigo y que no era posible, que no insistiese más. Desde entonces dejó de acudir a la librería. Yo no volví a preocupare por sus ausencias prolongadas, y menos al enterarme de que frecuentaba otro establecimiento donde, supuestamente, cortejaba a una chica más o menos parecida a mí.

(9,86)