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Las lecciones de la señorita Larsson (Caps. X y XI)

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Aquí dejo los enlaces a los capítulos anteriores:

Las lecciones de la señorita Larsson (Caps. I y II)

Las lecciones de la señorita Larsson (Cap. III)

Las lecciones de la señorita Larsson (Caps. VI, V, VI y VII)

Las lecciones de la señorita Larsson (Caps. VIII y IX)

 

 

 

 

X 

Mientras Conrado seguía impávido en su sillón de lectura, la profesora y sus dos alumnos se sentaron sobre la mullida alfombra de gruesos y largos pelos de lana, junto al hogar, cada uno con su taza humeante de té de jazmín. También Julián vestía una bata de algodón blanca. ¿Cuántas de esas tendría guardadas en su casa la señorita Larsson? Se preguntó María Luz. Pero en seguido pasó su atención al joven Julián, quién se le antojó poco más que un niño. Era un muchacho desgarbado, con el pelo negro y lacio. El flequillo largo le caía sobre la frente todo el tiempo. Era dos años más joven que Luz pero le sacaba una cabeza de altura. Ella no era precisamente baja con su casi metro setenta, pero Julián era flacucho y alto. -Puro hueso-, pensó Luz momentos antes, cuando lo vio entrar por la puerta con la espalda encorvada, las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta militar y el flequillo sobre la cara.

De entrada, María Luz no tomó muy bien la incorporación de Julián a las lecciones. Lo sintió como una violación a la cómoda intimidad que había construido con su profesora, incluso con la presencia de Conrado. Pero más tarde, la actitud pasiva e introvertida del muchacho la tranquilizó y fue atemperando su disimulado mal humor. La piedad, la comprensión y la empatía con el jovencito lograron abrir su corazón. Y María Luz tenía un gran corazón; en eso nada había cambiado.

La señorita Larsson, experta en el manejo de grupos de adolescentes, identificó claramente las emociones de ambos jóvenes y se tomó el tiempo necesario para abordar la cuestión central de la reunión. Hablaron de bueyes perdidos mientras el té y el calor del hogar hacían efecto sobre los cuerpos. Los jovencitos permanecían en silencio mientras la profesora animaba la tertulia. Les narró cómo había conocido a Conrado y logró captar poco a poco la atención de su auditorio hasta fascinarlos con algunos detalles de su primer encuentro. Al fin y al cabo, ese era el tema que los convocaba.

–El primer día del taller de literatura que dictaba Conrado, me di cuenta que íbamos a tener una historia. El daba sus clases con su pipa y su voz grave, y yo no paraba de fantasear con él, y con lo bien que sabría tratar a una mujer en la cama. ¡Y no me equivoqué!– La profesora sonrió y ambos jóvenes miraron de reojo a Conrado, pero este parecía no estar conectado con el mundo que había más allá de las páginas de su libro. Lucrecia continuó: –Estaba tan cachonda con mí profesor que todos mis trabajos literarios en el taller incluían temas relacionados con el sexo. Él siempre me devolvía muy generosos comentarios, pero parecía no darse cuenta de mis verdaderas intenciones... Hasta que un día…– Los dos jovencitos la miraban fascinados. Lucrecia era una gran narradora. –…el día del tercer ensayo, decidí hacerle saber mis sentimientos… cuánto lo deseaba… ¿Y saben lo que hizo el desalmado que está allí sentado?– Luz y Julián susurraron un nooo por lo bajo, y la profesora continuó: –¡Reprobó mi ensayo! No solo eso: Me dijo que era absolutamente inverosímil y no se correspondía con el estilo realista del ejercicio. Yo, llena de furia, le monté una pequeña escena delante de toda la clase reclamándole que no tenía derecho a reprobarme sin darme una explicación más clara de los motivos. Recuerdo que los otros cinco asistentes al taller, todos hombres, se voltearon para mirarme, pasmados por mi ataque de ira. Entonces Conrado, que le fascinan los desafíos, decidió leer el final del ejercicio delante de toda la clase. ¡Justo la parte donde yo le declaraba toda mi pasión!

–¡Oh!– Luz no pudo contenerse.

–¿Quieren que les lea el fragmento? Es breve… aunque un poco subido de tono.

–Por favor, profesora Larsson. –Dijo Julián incontinente.

Fueron las primeras palabras claras que María Luz escuchó de su boca. Y sintió una primera gran empatía con el muchacho ya que también se moría por conocer esas líneas.

Lucrecia, que no dejaba nada librado a la improvisación, extrajo un papel doblado del bolsillo de su bata y se aclaró la garganta:

 

“(...) Unos minutos antes de comenzar, la joven estudiante esperó al profesor oculta debajo del magno escritorio. Había llegado el momento. Nadie podría verla durante la clase. Como era su costumbre, el docente de literatura saludó a los presentes, encendió su pipa, se sentó frente al escritorio y comenzó con su exposición, siempre pausada y fascinante. El timbre grave y envolvente de su voz no flaqueó un solo tono cuando una mano se posó sobre su entrepierna. Tampoco titubeo cuando los finos y delgados dedos bajaron su cremallera y extrajeron su miembro. Apenas fue una pausa imperceptible para el auditorio el momento en que la jovencita envolvió toda la masculinidad del profesor entre sus cálidos labios. Completamente. Hasta que su nariz y mentón chocaron contra la bragueta. En silencio mamó como una dulce ternera de la teta de su madre, hasta hacerlo crecer al doble del tamaño. El profesor dio una clase magistral durante una hora completa, mientras alguien también obraba magistralmente debajo del escritorio. Una hora completa mamó de aquella tranca la joven estudiante. Sin pausa, sin prisa y sin cansancio. Por dos veces empapó sus bragas del placer que le provocaba tener aquel sabor y aquel calor entre sus fauces. Por dos veces ahogó sus gemidos, pero en ningún momento se la quitó de la boca. Cuando el timbre sonó anunciando el final de la hora, el profesor se despidió de la clase y, simulando una leve carraspera, descargó toda su simiente bien al fondo de la garganta de su alumna; quien, por puro gusto, no dejó derramar ni una sola gota por entre sus comisuras. Mientras los estudiantes se marchaban, él volvía a encender su pipa y la alumna satisfecha, volvía a subirle la cremallera. Conrado abandonó el salón sin siquiera otear debajo de su mesa. Lucrecia sintió en su boca la cremosidad acre del semen, mezclada con la languidez de la indiferencia y la sal de sus propias lágrimas.”

               

Por un momento solo se escuchó el crepitar de las llamas en el hogar. Fue solo después de algunos segundos cuando Luz balbuceó:

–¿Eso leyó delante de todos?

–Si.– Afirmó Lucrecia.

–¿Y qué sucedió después, señorita Larsson?– Inquirió Julián, absolutamente cautivado por la historia.

–Primero me puse roja como un tomate, pero más por furia que por vergüenza. Luego, cuando todos se hubieron marchado, le pregunté qué parte de aquel relato le resultaba tan inverosímil como para reprobar el trabajo. Y… ¿Saben cuál fue su respuesta?

-Nooo…- Contestaron a coro los adolescentes, como dos niñatos.

-Se acercó junto a mi oído y me susurró: “La que te metes mi verga completamente dentro de la boca.” Y esa misma noche Conrado me demostró que estaba en lo cierto.

–No entiendo– Dijo tímidamente Julián con algo de frustración.

María Luz no dijo nada.  Pero una sonrisa le iluminaba el rostro. Había comprendido todo.

–¡Amor! ¿Podrías acercarte?– Llamó Lucrecia en dirección al sillón de lectura y todos giraron su cabeza en dirección a Conrado.

El filósofo cerró su libro con pesada parsimonia, lo apoyó sobre uno de los brazos del sillón y se puso de pie. Era alto y delgado. Julián pensó que no mediría menos de un metro noventa. Luego se acercó lentamente hacia la pequeña ronda de tres; se ubicó junto a la profesora y tiró de una de los extremos del nudo de su cinturón. La bata se abrió y, por supuesto, no llevaba ropa interior. Ante la mirada atónita de los dos adolescentes, el péndulo osciló pesadamente entre sus muslos.

Julián fue el más sorprendido de los tres. Después ver las dimensiones de aquel miembro cerró el puño y observó su propio antebrazo. Sintió que el pene se le encogía dentro del pantalón.

En María Luz produjo otra sensación. Aquella imagen le activó su memoria emotiva, y sus glándulas salivales le colmaron la boca de humedad. La biología humana es tan impredecible como sus emociones, le hubiese dicho su profesora.

Lucrecia tomó el rabo en su mano y se lo llevó directo a los labios. El pene flácido entró hasta la mitad antes de provocarle el primer síntoma de ahogo.

–A esto se refería Conrado– Concluyó, luego de sacarse el miembro de la boca y recuperar la ventilación. –¿Lo ven? Es imposible devorarlo completo.

Dicho esto, la señorita Larsson volvió a engullir el mástil de Conrado para darle una deliciosa mamada delante de Luz y Julián que no perdían detalle. Observaban como el tronco aumentaba paulatinamente su volumen y rigidez al tiempo que se deslizaba por entre los labios de la profesora; se marcaban sus venas y se tensaba su piel. La sala había comenzado a colmarse de aroma a sexo mezclado con te de jazmín. Un aroma muy singular que María Luz siempre llevaría en su memoria a lo largo de su vida. Al seco crepitar de la leña en el hogar, se sumaba ahora el contrapunto del sonido húmedo que provocaba la sonora felación, componiendo así una auténtica sinfonía erótica.

Todo aquel bombardeo a los sentidos estaba llevando a los adolescentes a un estado de excitación nunca antes experimentado. Julián comenzaba a sentir que su erección le incomodaba, entonces decidió deslizar disimuladamente una mano dentro del albornoz. María Luz, con imperceptibles movimientos de cadera, frotaba deliciosamente su perineo contra los gruesos pelos de la alfombra. 

Cuando la señorita Larsson lo consideró oportuno, se puso de pie y dejó caer su bata exponiendo toda su belleza al auditorio.

-Chicos, la clase de hoy va a ser una demostración práctica. Ustedes tendrán que observar con atención.

Julián y María Luz se miraron con timidez y ninguno dijo ni hizo nada.

Pero la señorita Larsson sí. Desnuda como estaba, se arrodilló sobre la alfombra y dejó caer su tronco hacia delante. Apoyando las palmas de sus manos sobre los pelos de lana, se acomodó sobre las cuatro extremidades. Su cara miraba hacia el hogar y su intimidad hacia los espectadores.

-¿Conocías los secretos del cuerpo de una mujer, Julián?- Preguntó la profesora con un gran espíritu pedagógico.

El chico no podía responder. La mano que permanecía bajo su bata se aferró con fuerza al miembro endurecido. Apenas negó con un movimiento de cabeza y balbuceó:

-No tanto.

María Luz sintió piedad por él e intentó explicarle lo que ella había aprendido. Pero también estaba muy excitada y le costó hacerse entender.

-Esos son sus labios grandes y… lo que está en medio, lo rosado, es la vagina. Más arriba, esa estrella de piel de allí, es la… la cola, que también sirve para… bueno, para el placer.

Julián se sentía igualmente fascinado e intimidado por toda aquella información expuesta tan desprejuiciadamente por aquella hermosa chica pelirroja. Por lo cual, su única reacción fue un leve movimiento de cabeza.

-¿Lo dije bien, señorita Larsson?- Quiso saber, insegura, la jovencita

-Si, María Luz. ¡Muy bien! Ahora solo observen con atención cada detalle.

La señorita Larsson tiró toda su cabellera rubia hacia atrás con un movimiento felino y arqueó con gracilidad su espalda exponiendo aun más su intimidad. Conrado, se quitó la bata y se arrodilló sobre la alfombra, justo por detrás.  Su pesado miembro parecía desafiar la ley de la gravedad curvándose levemente hacia arriba como una cobra amaestrada. El filósofo tomó la gruesa herramienta por su base y la direccionó hacia la candidez de aquellos labios carnosos y lampiños, hasta apenas rozarlos. Entre ellos deslizó aquella bellota inflamada, una vez… luego otra vez; de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba. Cada pincelada extraía un nuevo suspiro de la señorita Larsson. María Luz podía advertir como el sexo de su profesora empezaba a exudar su agua de miel impregnando la ciruela morada de Conrado. -Se están lubricando-, reflexionó con sabiduría la jovencita de la trenza colorada.

Lucrecia llevó sus manos hacia la cara interna de sus muslos y abrió completamente los pliegues de su sexo. Conrado posó la punta roma de su corva daga justo en la puerta de entrada de aquella rosada hendidura. Entonces todos contuvieron la respiración; hasta las llamas del hogar parecían respetar aquel solemne silencio dejando de crepitar. Inmediatamente las caderas de él comenzaron a empujar muy lentamente hacia delante hundiendo su carne en la de la profesora.

-¡Ahhhh! ¡Conrado, mi amoooor! Aun no… Quiero que uses un condón. Es importante que ellos aprendan a cuidarse.

Entonces Conrado se retiró y rebuscó con su mano en el bolsillo del albornoz. De allí extrajo dos pequeños sobres plásticos que le extendió a Lucrecia. La profesora giró sobre sus rodillas y, mientras extraía uno de los condones de su envase, se aferró al inhiesto miembro de Conrado y lo besó en la punta.

Luz no entendía qué se disponía a hacer su profesora. Nunca había escuchado hablar de condones. ¿Sería otro tipo de lubricante?

Pero una vez más, la profesora Larsson se anticipó a las dudas de Luz y les habló a los dos:

-Nosotros somos más que nuestra biología, jovencitos. Los hijos deben ser el fruto del amor, y no un accidente biológico…

-…el sexo es otra cosa.- Dijo Luz de repente, completando la frase de su maestra.

-Así es, María Luz. Nosotros no tenemos sexo para reproducirnos, tenemos sexo para sentir al otro en nosotros…- La profesora impartía su lección mientras desenrollaba con maestría el fino latex sobre el miembro palpitante de Conrado. -Pero como también somos animales y como tales nos reproducimos sexualmente, debemos hacer algo para evitarlo si no es esa nuestra voluntad.

El trabajo estaba terminado. Conrado tenía tres cuartas partes de su miembro recubierto por el profiláctico. A María Luz se le antojó divertido el ridículo gorro frigio que se erguía ahora sobre su glande.

-Aquí va a permanecer toda su semilla.- Aclaró Lucrecia al ver la sonrisa de la adolescente. Y sacudió entre su pulgar y su índice el gracioso bolsín de látex que había quedado en la punta del miembro cubierto del filósofo.

Julián, que observaba todo con impávida atención pero sin emitir un solo sonido, se sobresaltó cuando la profesora se dirigió hacia él.

-¿Te has puesto un condón alguna vez, Julián?

-Eeeh… yo…. nunca…

-¿Ni por curiosidad?

-No, señorita Larsson… lo siento.

-No tienes por qué sentirlo. Estamos aquí para aprender. Toma, póntelo.- Y le arrojó el segundo condón. –Solo para que no te coja de sorpresa cuando lo necesites de verdad.

Julián sacó el preservativo de su envase y lo tomó del borde como si le diera impresión al tacto o tuviese miedo de romperlo.

-¿Voy al baño?

-Puedes hacerlo aquí mismo, si quieres.

Ni María Luz ni Lucrecia hubiesen apostado un solo centavo a que Julián actuaría con tanta decisión. Sentado como estaba sobre la alfombra, abrió su albornoz y su instrumento saltó, ante la vista de todos, como un muñeco en una caja de sorpresas.

Era el segundo pene que Luz veía en su vida. Lo cual representaba el número mínimo necesario de ejemplares para habilitar las comparaciones. A todas luces, este era más corto y más delgado que el de Conrado, pero se le antojó la mar de simpático… Su cabeza en punta; su leve curva hacia la izquierda; su color pálido... ¿Será que todos los penes me resultarán atractivos de aquí en más? Se preguntó María Luz, mientras miraba divertida como Julián intentaba, sin resultados, enfundar su tranca inexperta.

La profesora Larsson, advertida de la curiosidad que María Luz evidenciaba por el rabo del joven Julián, le preguntó:

-¿Te animas a ayudarlo, Luz?

La jovencita de la trenza pelirroja carrasepeó nerviosa y sus pecas se encendieron con el rubor de sus mejillas. Julián le inspiraba un pudor especial. Conrado era un ser muy lejano a ella, pero Julián… Él era un chico simpático. Podría haber sido su amigo… o su novio.

Entonces un aroma dulce y fuerte impregnó el ambiente. Ella conocía aquel perfume embriagador: Conrado había encendido su pipa. Muchos años después todavía se seguiría preguntando por qué aquella fragancia poseía tales poderes afrodisíacos sobre ella.

-¿Quieres… ayudarme?- Preguntó Julián con un hilo de voz casi imperceptible.

Entonces Luz, que seguía sin poder hablar, respondió con su cuerpo. Se acercó hasta ubicarse junto a Julián y este le extendió el pedazo de látex perfectamente enrollado. La jovencita estudió la pieza sintética meticulosamente: su temperatura, su humedad, su textura y la forma en la que estaba enrollado sobre sí misma. Luego tomó el bolsín entre su dedo índice y pulgar, como si se tratase de una pinza de precisión quirúrgica, y lo apoyó con delicadeza sobre la punta del pene de Julián. Luz no lo advirtió, pero todos en la sala estaban pendientes de sus movimientos. Había logrado captar la atención del mismo Conrado, quien fumaba su pipa y esperaba con su verga inhiesta y enfundada el momento de actuar.

La jovencita, concentrada en sus menesteres, movió su trenza hacia un costado para que no interfiriera en la acción. Mientras mantenía el sombrero apoyado sobre la verga del muchacho utilizando las yemas de sus dedos pulgar, índice y mayor; con su otra mano comenzaba a desenrollar el látex sobre la carne cálida y pálida de Julián. Lo hacía con ternura… y podía sentir como la polla del joven aprendiz latía bajo su mano a través del latex. Su almejita se humedecía cada vez más. Julián, por su parte, exhalaba fuertes ráfagas de aire desde sus pulmones mientras veía como aquella hermosa y dulce adolescente pelirroja le colocaba un preservativo por primera vez en su vida.

-Listo.- Dijo con orgullosa timidez María Luz al culminar la tarea.

La joven, como siempre, buscaba la aprobación de su profesora. Pero esta nunca respondió. Se había acomodado en cuatro patas sobre la alfombra con su hermoso culo en pompa para recibir de una vez por todas al fabuloso miembro de Conrado:

-¿Qué esperas, amor? Demuéstrales a estos jovencitos como goza una mujer…

Entonces, el hombre desgarbado de barbas blancas y anteojos redondos se sumergió en las profundidades de la profesora Larsson mientras disfrutaba de su pipa. Empujó su herramienta desde atrás, abriéndose paso centímetro a centímetro, ocupando lentamente toda la capacidad anatómica de Lucrecia; tensando su carne. Colmándola de placer.

A partir de allí, aquella escena capturó la total atención de los jóvenes que observaban inmutables y excitados.

Conrado se aferró de las caderas de la profesora Larsson y comenzó a cabalgarla con ritmo creciente. Sus cuerpos chocaban y los jadeos de Lucrecia iban en aumento.

Julián miraba de soslayo a su compañera pelirroja cuando, casi sin advertirlo, comenzó a masturbarse.

Luz estaba fascinada con la performance de su profesora y el filósofo. Aquel pistón que bombeaba incansablemente el sexo de la señorita Larsson extrayendo de ella los más fabulosos gemidos de placer, le perecía la sublimación misma de la belleza.

Si el alumno particular de la señorita Larsson no hubiese apoyado una de sus huesudas manos sobre su muslo, María Luz jamás se hubiese percatado de lo que estaba haciendo a su lado. Cuando Luz sintió el calor de la mano de Julián a través de la fina tela del albornoz cayó en la cuenta de cuán sensible estaba su cuerpo en aquel momento, cuán receptivo… El chico que estaba a su lado se lustraba su propio rabo siguiendo el ritmo de las estocadas de Conrado… Entonces Luz posó su mano sobre la del jovencito y la guió hacia la cara interna de sus muslos. Julián reconoció con la yema de sus dedos que había cruzado la frontera del fino algodón para llegar a la cálida piel de Luz. Ella lo condujo hacia su entrepierna…

-¿Sabes tocarme sin hacerme daño…?- Preguntó María Luz casi en un susurro. -Quiero decir… soy virgen.

De pronto los jadeos de la profesora pasaron a un segundo plano junto al crepitar del hogar. Julián la miraba sin dejar de masturbarse. Ella, sin esperar respuesta, llevó la mano inexperta hacia su entrepierna. Los dedos largos y delgados de Julián se enredaron torpemente entre sus bellos rojizos. Ella escogió el dedo corazón, y lo apoyó sobre su resbaladiza hendidura. Sintió como una ráfaga eléctrica le recorría el cuerpo cuando él comenzó a acariciarla instintivamente moviendo levemente sus falanges.

Durante algunos minutos la danza sexual se ejecutó sincronizadamente, aunque poco después comenzaron a llegar los primeros tonos disonantes. Fue Julián quien tensó su cuerpo de golpe, retirando torpemente la mano que estimulaba a su compañera. Luz lo miró con sorpresa y recelo, pero el cuerpo del joven había quedado en tensión permanente y la chica pudo ver el instante en que aquel ridículo sombrero de látex que coronaba su polla se colmaba de una abundante crema blanca y espesa. Apenas tuvo tiempo de pensar en que su propio clímax había quedado a mitad de camino, cuando el gemido ahogado de Lucrecia la estremeció. El cuerpo de la profesora vibraba como si estuviese recibiendo una descarga eléctrica.

-Todavía no… Dámelo en la boca, amor…- Rogó entre balbuceos, mientras su cuerpo continuaba en trance.

Entonces Conrado desenvainó su daga del cuerpo de la señorita Larsson. Esta, como un acto reflejo al sentir el vacío de su ausencia, volvió a girar sobre sus rodillas, retiró el látex con una velocidad propia de un prestidigitador y engulló la gruesa vara mientras lo masturbaba con frenesí utilizando ambas manos. Diez dedos, dos labios y una lengua eléctrica no alcanzaban para cubrir toda la superficie de aquella herramienta; pero trabajaron simultáneamente con tal destreza que Conrado no demoró más de un minuto en alcanzar su propio orgasmo.

María Luz observó en detalle como los ojos de su profesora se abrían como platos y su cara se hinchaba en el momento de la descarga. Ella sí puede recibirlo todo en su boca. Sabe cómo hacerlo. Reflexionó la jovencita con admiración por su maestra.

Lucrecia no dejó de succionar sonoramente durante toda la descarga, mientras Conrado le acariciaba los sedosos cabellos rubios. Cuando la señorita Larsson retiró finalmente su presa inhiesta de la boca, esta se encontraba perfectamente limpia y brillante.

-Gracias.- Le dijo a su amado, después de tragar los últimos restos adheridos a su paladar. Y le dedicó la sonrisa más dulce y hermosa que Luz jamás haya visto en una mujer. Él la ayudó gentilmente a ponerse de pie y luego retornó a su sillón de lectura.

Cuando la señorita Larsson se dirigió a Luz, esta se hallaba en una profunda ensoñación:

-¿Vamos a cambiarnos?

Aquellas palabras la sacaron del trance. Entonces advirtió con sorpresa que Julián ya no se encontraba a su lado.

               

El muchacho se había marchado sin despedirse

-No lo juzgues mal, María Luz. Julián es un buen chico, pero es algo tímido.

-No debí conducir su mano hacia mí…

-Creo que ha sido una gran experiencia para él. Probablemente no haya sido su mano lo que lo haya puesto en apuros, sino su corazón.- Y Lucrecia le guiñó un ojo de pícara complicidad.

-No entiendo, señorita Larsson.

-Déjalo ya, Luz. Julián se ha ido muy feliz. La timidez se le pasará pronto.

 

Ya en el cuarto de baño, la jovencita se quitó el albornoz y volvió a vestirse con sus ropas. Mientras fregaba sus manos con agua tibia y jabón, miró su rostro en el espejo y vió sus mejillas acaloradas, encendidas. Pensó, con algo de recelo, que ella había sido la única en irse sin premio de aquella última jornada de lecciones en casa de la señorita Larsson. Pensó en el orgasmo de su profesora y en el de Conrado. También pensó en Julián y en cómo había colmado su condón al tocar su almejita. Se enjuagó las manos bajo el grifo y sintió que su entrepierna volvía a estar húmeda.

Se habían acabado las lecciones con la señorita Larsson. Se había acabado el hogar, el té de jazmín, el aroma a tabaco de vainilla. Secó sus manos con la toalla nívea que colgaba junto al lavabo. Luego secó sus lágrimas. Ahora viene Tom, se dijo para darse fuerzas. Pero… ¡cuánto había cambiado su vida desde su último encuentro en el parque! El domingo volvería a besarlo y a sentir aquel dedo explorador en su retaguardia… el domingo le regalaría su virginidad en un acto de amor. Sus manos y sus mejillas ya estaban secas, solo su entrepierna permanecía mojada. Pero no había nada que pudiera hacer. Nada, al menos por ahora. Acomodó su trenza frente al espejo y se dispuso a abandonar el cuarto de baño. Ya tenía la mano sobre el picaporte cuando vió aquel objeto abandonado en un rincón del piso, junto al retrete. Se dio cuanta al primer golpe de vista de qué se trataba. Lo cogió sin proponérselo y lo guardó dentro del bolsillo de su saco de lana. Recién entonces abandonó el cuarto de baño.

 

XI

La despedida con su profesora fue breve:

-Creo que vas a disfrutar mucho de tu velada con Tomás… ¿Qué dices?

-Ya no siento miedo, señorita Lucrecia. Cuando pienso en él, me dan nervios… pero no siento miedo. Estos días han sido muy importantes para mí… Realmente no sé cómo agradecerle.- Luz se quedó mirando a su profesora que aun llevaba el albornoz y el hermoso cabello dorado suelto sobre sus hombros. Sentía la nostalgia de saber que ya nunca la vería otra vez de aquella manera. En la Instituto volvería a ser la señorita Larsson de “marcado aspecto alemán” que tanto respetaban las monjas y su propio padre. Este pensamiento le cerró la garganta y ya no pudo decir mucho más: –Déjele un saludo de mi parte al señor Conrado y un… agradecimiento por todo lo que ha hecho por… por mí.

-No tienes nada que agradecer, pequeña. Igualmente le daré un beso especial de tu parte.

Luz reprimió una leve sensación de recelo hacia su profesora por no poder ser ella misma quien pudiera darle un “beso especial” de despedida a Conrado, y volver a sentir una vez más aquel dulce aroma a humo de pipa.

Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras desandaba el camino hacia la estación.

 

No sabía si era el recuerdo de Conrado, la proximidad de la cita con Tomás o aquel objeto tibio y laxo con el que su mano jugueteaba dentro del bolsillo de su abrigo… Pero durante todo el viaje de regreso tuvo una persistente sensación de humedad entre las piernas.

Luz llegó a casa con la intensión de darse un baño de inmersión para distender su cuerpo, pero su madre se sentía indispuesta y la estaba esperando con una lista interminable de tareas. Como siempre, ella resignó desinteresadamente sus deseos y aceptó de buen grado sus responsabilidades. Fue de compras, lavó la ropa y preparó la cena. Cuando su padre llegó a casa, la mesa estaba servida. Comieron en perfecto silencio, como cada noche. Luego Luz le recomendó a su madre, que no se sentía nada bien, que se fuera a la cama. Ella se haría cargo de la limpieza.

Mientras fregaba los platos su cabeza era una tormenta de ideas perversas, pero ella no lo pensaba así. Había sabido gozar de su cuerpo; había aprendido que el placer no tiene límites. Luz era, al mismo tiempo, una niña que había recuperado la infancia y una mujer que empezaba a conocer el mundo. Todo en el mismo cuerpo. Solo pensaba en jugar como niña y en gozar como mujer.

Cuando terminó de secar y acomodar toda la vajilla, la casa estaba limpia, oscura y en silencio… y sus bragas tibias. Antes de marcharse a su cuarto tomó de la alacena un pequeño plato de loza blanca que se llevó consigo.

Ya no quería un baño de inmersión. Una ducha caliente era justo lo que necesitaba antes de meterse bajo las frías y pesadas colchas de su cama. Una ducha caliente que no duró más de diez minutos.

En la privacidad de su cuarto, como cada noche, desenredó su hermosa cabellera rojiza durante un buen rato; como cada noche, lo hizo envuelta en su toalla de ducha; sentada a los pies de la cama observando las estrellas a través de la ventana. Solo que esta noche su mirada se desviaba, una y otra vez hacia el abrigo de lana que descansaba sobre la silla. Como si algo allí requiriera ser celosamente vigilado. Las cerdas de su cepillo de mango anacarado resbalaban lentamente entre la cremosa humedad de su cabello, acariciándolo; devolviéndole algo de libertad después de someterlo al rigor de su disciplinada trenza durante toda la jornada.

Cuando terminó con la paciente tarea, devolvió su cepillo a la mesa de noche y dejó caer la toalla sobre el suelo del cuarto. El frío le erizó la piel pero inmediatamente se sumergió bajo las pesadas cobijas. Desde allí, tanteó con su mano debajo de la cama y dio con el primer objeto, el que había traído desde la cocina. Luego cogió el segundo objeto desde el cajón de su mesa de noche. Apoyó uno junto al otro sobre su almohada: el pequeño plato de loza blanca y unas tijeras que usaba para recortarse las uñas de los pies. Luego estiró su brazo cuanto pudo hacia la silla intentando no deshacer la cama. Pudo introducir dos dedos dentro del bolsillo de su abrigo y extraer de allí el tercer objeto que colocó sobre el plato de loza. Ya tenía todo frente a sus ojos. La luz del exterior era tenue, pero sus ojos encandilaban.

Dentro del lecho y acodada sobre su almohada estudiaba los tres objetos con rigurosidad quirúrgica. Sin dudas, lo que más llamaba su atención era el bolsín de latex que descansaba sobre el plato. El preservativo que Julián había abandonado en el piso del baño de la señorita Larsson llevaba un nudo en la base. Luz cogió con dos dedos el aro del profiláctico y lo levantó hasta hacerlo pendular sobre el plato como si intentara medir el peso real de su contenido. Luego tomó la tijera y, con un corte limpio justo por debajo del nudo, el preservativo mutilado cayó nuevamente sobre la loza, impulsado por el peso de su contenido. María luz guardó el pequeño excedente de látex dentro del cajón de la mesa de noche, junto a las tijeras, y volvió sobre su plato.

Acercó su nariz intentando adivinar el olor al pene de Julián que no hacía mucho tiempo había estado allí dentro, pero nada le sugirió aquel aroma. Luego introdujo su dedo índice en el interior del preservativo hasta alcanzar el líquido viscoso que descansaba en su interior. Al tacto se le antojó más espeso que el de Conrado… Y en cuanto aquel nombre vino a su mente, su boca se saturó de saliva. Sintió que su cuerpo respondía espontáneamente lubricando su sexo; esperando un visitante que nunca llegaría... Al menos no todavía; no en aquel instante, cuando se le antojaba absolutamente imprescindible. Cerró los ojos y, como un felino, froto delicadamente su nariz contra el preservativo. El frío de la loza contra su rostro la excitó tanto que no pudo evitar un resoplido de deseo. Comenzó a lamer su propio dedo a través del látex al tiempo que frotaba su mejilla contra el plato. Su mano libre había descendido entre las cobijas hasta la tibia hendidura de su sexo. Sus dedos sabios acariciaban siempre respetando estoicamente su virginidad.

Su cuerpo se había encendido a tal velocidad que Luz sintió rabia por no poder satisfacer planamente su apetito sexual. Bruscamente quitó el dedo que se retorcía dentro del preservativo y se lo llevo a la boca. Aquel no era ni parecido al sabor que Conrado le había dejado en la garganta y en la memoria, pero igual saboreó hasta la última gota que su dedo podía cargar.

Boca abajo como estaba y con las caderas apenas levantadas para darle libertad de movimiento a su muñeca, lamió su dedo como una infante. Pero no era suficiente; nada parecía ser suficiente… Succionaba de su dedo como de un biberón mientras se frotaba la entrepierna a velocidad creciente. Lo hizo durante un rato esperando que llegara la descarga, pero al cabo de un momento se dio cuenta que esta nunca llegaría. Por primera vez experimentó una necesidad imperativa y absolutamente desconocida: Necesitaba sentirlo dentro; que se la “den”, como había dicho el hombre del tren. Necesitaba que la penetren; que la colmen de masculinidad hasta quitarle esa angustiante sensación de insatisfacción, de vacío.

Una idea se le cruzó por la cabeza y se detuvo en seco con la respiración entrecortada y el rostro bañado en sudor. No tendría polla aquella noche, pero algo era mejor que nada. Cogió el cepillo de su mesa de noche. Aquel con el que había desenredado pacientemente sus hermosos cabellos rojizos. Aquel de empuñadura oval…

Lo aferró del lado de las cerdas introduciendo el mango en su boca hasta sentir arcadas. Pero no era suficiente… Se lo quitó de la boca y lo frotó contra su sexo. La dureza del material rozando la sensibilidad de su clítoris le provocó un jadeo involuntario, pero no conseguiría mucho más… Volvió a lamer la empuñadura de su cepillo y colmó su paladar de olivas y canela en rama… Los pensamientos se le agolpaban confusos. ¿Pero dónde estaba Tomás? ¿Dónde estaba Conrado? ¿Dónde estaba Julián? ¿o el tipo del tren? ¿o el verdulero?

Sus manos no llegaban a tiempo a cumplir las órdenes de su mente convulsionada. Ahora cogió el preservativo y lo colocó en el mango ovalado de su cepillo. Los restos de esperma de Julián quedaron adheridos al plástico cuando Luz retiró el látex. Estaba a punto de volver a engullirlo cuando una idea grandiosa casi le provoca un orgasmo espontáneo.

Siempre boca abajo, quitó las pesadas cobijas que apresaban su cuerpo y llevó su almohada debajo de la cadera. Luego condujo  la empuñadura goteante del cepillo hasta apoyar la punta entre sus nalgas. Como una masilla, el pesado esperma de Julián colmaba los finos surcos de la rugosa piel de su ano. En ese momento su mano apretó las cerdas con fuerza y empujo… hacia adentro… El músculo cedió gracias a la lubricación natural que aportaba el semen. Luz tuvo que morderse la mano para no gritar… La punta delgada del mango ingresó con facilidad, y conforme se iba engrosando, su anillo apretado y hambriento se dilataba con generosa ansiedad.

Luz no fue verdaderamente consciente de cuánto tiempo llevó masturbándose de esa forma. Pero su orgasmo fue algo que sin dudas recordará por el resto de su vida como su auténtico primer orgasmo. Volvió a sentir que se orinaba, pero esta vez, verdaderamente un chorro de agua tibia fue eyectado de su sexo. Para no gritar, se llevó el preservativo a la boca y lo masticó furiosamente como a una goma de mascar.

Luego se quedó profundamente dormida.

Durante la noche, y sin que ella lo notara, el mango del cepillo se deslizó lentamente fuera de su cuerpo y se extravió entre las cobijas.

 

Cuando amaneció, aún tenía el latex con restos de esperma entre sus labios. 

 

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