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Mis días siendo forzado: Capítulo 2

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CAPÍTULO 2: No hay furia en el infierno como una mujer despechada

 

Viernes, 28 de mayo

Desde ese extraño ángulo, Mike se distrajo unos minutos viendo a Linda tan ensimismada, se movía de una manera coqueta a pesar de toda su rabia. Su pequeña falda revoloteaba por los laterales de sus rodillas mientras caminaba y los tacones de sus zapatos tamborileaban sobre el parquet del piso. Sus brazos cruzados por debajo de sus pechos, los sostenían con mayor firmeza, dándole más sensualidad a su figura.

«¿Que demonios tiene en mente?». Se preguntó Mike mientras ella no parada de murmurar—. Humillada... —logró captar que decía aparte de otra retahíla de insultos dedicados expresamente a él. De improviso chasqueó los dedos con vigor y se giró hacia su esposo—. ¡Claro! ¡Eso es! —exclamó incomprensiblemente—. Me he sentido la mujer más humillada del mundo y ahora es tu turno, Mike —se le acercó en una exhalación y agarrándole de la camisa le instó para que se levantara del suelo—. ¡Ven conmigo! —si Mike hubiera sabido (o siquiera intuido) una mísera fracción de lo que Linda tenía planeado para él, tal vez no se habría mostrado tan dócil. A decir verdad, no era un plan muy bien definido, tan sólo unos pensamientos al azar que se le habían ocurrido en medio del calentón. Le llevó literalmente a rastras hasta su habitación y le quitó rudamente las gafas de pasta de su lampiño rostro.

—¡Desnúdate! ¡Ahora! —le ladró esa orden a Mike como si se trata de un sargento pasando revista a su pelotón—. ¡Quítatelo todo, hasta la ropa interior! —él empezó a despojarse de las prendas muy lentamente, tirándolas encima de la cama. Rara vez Mike se quedaba completamente en bolas dentro de la casa y sintió una pizca de miedo y pudor por verse así. Linda le contempló de arriba abajo cuando terminó y se detuvo unos instantes con la cabeza gacha, examinando su entrepierna con atención—. ¡Pobrecito! No pareces muy excitado, Honey —añadió de una manera cruel y mezquina, después de observar cómo languidecía su pene ante su severo escrutinio—. Ve a afeitarte bien y date una buena ducha después.

Mike entró en el baño presa del estupor y tras mirarse en el espejo unos segundos, se aclaró el rostro con agua fría para despejar sus ideas. Comenzó a afeitarse el poco vello que tenía de una semana sin asearse, pero su mente seguía procesando lo ocurrido a cámara lenta. Aún seguía sorprendido por las fotografías que Linda le había mostrado. Le costaba creer que lo que habían visto sus ojos hubiera sucedido en realidad. No había vuelto a pensar en Sarah Rosenberg y en los demás desde que terminó el instituto.

Recordaba aquellas tardes de sábado que se reunían. El hermano mayor de Tom Vasili era el que siempre conseguía la marihuana para los porros y escondían el alijo en el fondo de un bote de pintura vacío del sótano de Jimmy. Tom conseguía también unas cuantas cervezas del frigorífico de su padre. Sarah y Emily siempre traían algo de música para escucharla. Pero que Mike recordase, las juergas que se montaban entre los cinco nunca habían llegado a esos límites.

«¡Me acordaría perfectamente si me hubiera enrollado con Sarah Rosenberg!», recapacitó Mike, desde que habían sido vecinos él había estado colado de ella, pero nunca se había declarado. Cuando en décimo grado se hizo animadora pensó que se había vuelto inalcanzable, hasta que Tom Vasili la convenció de que se viniera un par de veces al sótano de Jimmy Evans.

También recordó que Emily Van Horne estaba en el club de fotografía del instituto y que en más de una ocasión había traído su cámara al sótano donde organizaban sus reuniones, pero seguía sin recordar que algo tan escabroso hubiera sucedido. Más de una vez regresaba al fin de semana siguiente con las fotografías de la última juerga para que viesen las tonterías que habían hecho. En más de una ocasión, Mike tuvo una noche en blanco, pero solía despertarse con la boca pastosa y con jaqueca... ¡nunca en pelotas!

* * * * *

Mientras Mike estaba ocupado lavándose en el baño, Linda aprovechó esos minutos para buscar los componentes cruciales de su pequeño plan de venganza. Fue hasta el sótano con la pila de ropa de él y la tiró a un rincón para empezar a revolver entre las viejas cajas polvorientas que había apiladas.

Eran algunos de los recuerdos de su madre que había heredado tras su muerte y que ahora por un giro del destino iban a serle de mucha utilidad. Dio con la caja correcta en medio de las penumbras que arrojaba la mísera bombilla del sótano y una amplia sonrisa se dibujó en su rostro.

«Ahora sabrás lo que es sentirte humillado, Honey». Linda subió las escaleras raudamente hasta su habitación y mientras Mike terminaba de afeitarse preparó el resto de cosas que tenía planeadas para él y ordenó el desastre que reinaba en la habitación. Al examinar la mesita de noche encontró un cheque a nombre de su marido de veinticinco mil dólares. Sin dudarlo un instante, lo dobló y se lo escondió en el sujetador.

Durante los días que había transcurrido en Sacramento Linda había sopesado los pros y los contras de divorciarse de Mike. Ella era la que prácticamente administraba todos los asuntos financieros de los dos y podía dejarlo tirado de patitas en la calle y sin un céntimo en el bolsillo.

Entre su cartera privada de clientes se encontraban algunos de los mejores abogados del estado de California y el contrato de la hipoteca de la casa (un verdadero chollo a interés fijo que había conseguido antes de que los tipos subieran por la crisis) estaba inscrito a su nombre. Linda, a diferencia de su madre cuando se divorció, no estaba desamparada ni carecía de medios para seguir adelante.

Era valiente, perseverante y decidida a llevar las riendas de su vida. Sin embargo no lograba imaginarse qué clase de vida llevaría sin Mike a su lado.

«¡Maldita sea! ¡Quiero a ese cabrón mentiroso!».

Poco después de ordenar la habitación Linda entró sigilosamente en el baño. Su marido todavía se estaba duchando y no se percató de que ella estaba contemplando a través de la mampara cómo el agua le chorreaba sobre su cuerpo desnudo.

Linda recogió el anillo de matrimonio de Mike que había dejado despreocupadamente en la repisa y lo guardó en uno de sus bolsillos. Esa noche, si todo salía según su plan, no lo iba a necesitar. Después cogió el bote de espuma de afeitar y la cuchilla de Mike y esperó pacientemente a que su marido terminara.

* * * * *

—¡Menudo susto! —exclamó agitado Mike, cuando se encontró a Linda de sopetón al descorrer la mampara. Ella no le respondió sino que agitó el bote de espuma y se le aproximó cortándole la salida, para que no saliese del plato de la ducha. Le examinó muy de cerca el rostro desde varios ángulos y luego rozó con el dorso de sus dedos los pómulos de Mike para ver si su piel estaba suave. Ella cabeceó afirmativamente como si hubiera pasado su visto bueno ante la revisión—. ¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó Mike cuando acto seguido Linda se arrodilló delante de él y le miró despectivamente desde abajo.

—Te voy a rasurar el cuerpo entero, Mike —le explicó Linda, extendiendo sobre sus escasamente velludas piernas una generosa capa de espuma—. No te resistas o te dolerá muchísimo —le advirtió cuando empezó a pasarle la cuchilla sobre la piel de las piernas. El frío contacto de la hoja de metal fue suficiente como para que Mike se quedara paralizado.

—¿Para qué vas a rasurar...? —comenzó a quejarse, pero Linda le interrumpió.

—Me dijiste que harías lo que yo te pidiera, pues obedéceme sin hacer preguntas —exclamó ella sin dirigirle siquiera la mirada.

Durante los siguientes diez minutos Linda le estuvo afeitando las piernas de una manera eficaz, pero groseramente descuidada. Le obligaba a girarse a la fuerza y no paraba de levantarle las pantorrillas para que llegar mejor a todos sus pelos. Cuando llegó a la entrepierna una nueva oleada rabia invadió a Linda y le aferró firmemente sus genitales con una mano.

«¡Ay, mi madre!». Mike contuvo la respiración a duras penas, pensando que Linda le iba a castrar ahí mismo arrancándole las pelotas de cuajo—. No te muevas ni un milímetro, no querrás que te corte algo muy preciado por ti —exclamó vilmente Linda con un tono de voz gélido. Durante otros diez interminables minutos ella se dedicó a recortar cada centímetro de pelo púbico con mucho esmero.

Con el bote de espuma todavía en ristre, cogió del mueble otra cuchilla nueva y centró toda su atención en el torso desnudo, los brazos, las manos y las axilas de él. Los testículos de Mike le dolían tal barbaridad, de lo fuerte que se los había apretado, que le costaba mantenerse erguido en el plato de la ducha. Una fuerte sensación de entumecimiento y agudo dolor le atenazaba toda la entrepierna.

La ducha de agua tibia le había logrado despejar sus ideas y recuperarse del embotamiento que tenía su mente. Pero el alivio que Mike había sentido había durado demasiado poco. Linda prosiguió con su desconcertante afán de afeitarle completamente de pies a cabeza. Cuando le rasuró las axilas la concentración de Linda sufrió una dura prueba, Mike no paraba de reírse por las cosquillas que hacía con las pasadas y en más de una ocasión estuvo a punto de córtale.

Linda esbozó una fugaz sonrisa, incapaz de darle tregua a su marido. Luego ella le ordenó que se enjuagara el cuerpo entero en la ducha y admiró su trabajo terminado. Mike nunca había tenido un cuerpo fornido, pero sus extremidades eran firmes, esbeltas y muy finas. Era muy delgado (pero no descarnado) y no tenía unas proporciones muy varoniles. Menos aún sin el poco vello que le caracterizaba al desnudo. Su cuello no exhibía una nuez muy visible, ni tampoco tenía los hombros anchos y musculosos.

—Supongo que darás el tipo adecuado —comentó Linda observándole por la espalda y fijándose en su firme trasero. Al dar por terminado el rasurado le tendió una toalla para que se secara y le hizo una seña para que le acompañara al dormitorio. Mike pudo observar que sobre la cama de matrimonio, las ropas de oficina que había llevado durante todo el día habían sido sustituidas por una pila de ropa de mujer.

Ropa de su mujer.

—¿Recuerdas tu gran disfraz de Halloween del pasado año? —exclamó Linda agitando una larga peluca de color castaño delante suyo. Se la lanzó al aire y Mike la recogió en un acto reflejo—. Pues hoy te voy a disfrazar yo.

—¡Oh, mierda! —emitió Mike al recordar con dolorosa claridad a qué se refería su querida esposa.

* * * * *

«¡El disfraz de Rita Hayworth, no!». Mike rememoró desgraciadamente la fiesta de Halloween que había organizado su empresa y a la que fueron invitados ellos dos. El tema del evento había sido la época dorada del cine de Hollywood. Para la ocasión Linda se había presentado vestida de Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó, con un traje de cortinas recicladas, corpiño y demás detalles.

Pero su compañero Vic, un chico del departamento de contabilidad y Mike habían decidido disfrazarse de los sex-simbols de la meca del cine. Vic había escogido un disfraz de Marylin Monroe similar al traje que llevó en La Tentación vive arriba, pero de una talla extragrande. El joven de contabilidad se había caracterizado de Audrey Hepburn en Desayuno con Diamantes y Mike de Rita Hayworth en Gilda con traje de gala con escote palabra de honor, guantes largos, tacones altos y aquella peluca de largo pelo natural.

Linda y él habían tenido una discusión después de la fiesta porque Mike había usado la peluca que su madre llevó durante la quimioterapia sin pedirle permiso antes y por poco acaba extraviándola. Él se excusó diciendo que tan sólo se trataba de una broma inocente, que no había habido mala intención, pero eso no evitó que estuvieran una semana muy enfadados el uno con el otro. A pan y agua en la cama. Desde entonces, aquella peluca de pelo castaño cobrizo le producía escalofríos a Mike nada más verla.

—Ponte estas bragas, Honey —dijo Linda tras escoger una prenda de seda roja del montón. Mike se quedó petrificado, desorientado y con la boca ligeramente entreabierta en medio de la habitación, incapaz de creerse lo que estaba oyendo.

—¡¿No lo estarás diciendo en serio?!

En el rostro de su esposa no había indicio alguno de sarcasmo ni de burla, lo decía completa y absolutamente en serio. Linda se cruzó de brazos y se plantó enfrente del cuerpo desnudo de Mike.

—No te he dado permiso para que hables.

—¡No... no pienso ponerme... ponerme esas malditas bragas! —le temblaba voz, aunque Mike no sabía si era de frío o de timidez. Le resultaba difícil mantener el tipo delante de ella sin la ropa puesta.

—Bien, te lo dejaré clarito —Linda se mantuvo en sus trece—. Si no cumples tu palabra y haces lo que te estoy pidiendo, ve haciendo las maletas para marcharte de esta casa. ¿Lo has entendido?

«¡Oh, joder, joder, joder!». Mike se vio de pronto apabullado por el ultimátum de Linda. Mike no sabía exactamente qué tenía preparado Linda pero, había captado la idea general, seguramente se trataba de algún tipo de humillación pública en la que aparecería vestido como un pervertido. Por un segundo se le pasó por la cabeza la idea de marcharse antes de que su esposa llegara hasta tal punto, pero de inmediato cambió de idea. Por nada del mundo quería abandonarla, ella era la mujer que más amaba del mundo. No tenía otra alternativa que aceptar el excéntrico plan de su esposa y rezar porque no fuera dura con él.

—Sí, lo he entendido —le respondió con firmeza Mike—. Te juré que haría lo que tú quisieras, Sweetie.

—Muy bien, así me gusta —comentó su esposa con diversión, volviendo a coger las bragas de color rojo fuerte—. Te ayudaré a ponértelas. Ven aquí por favor y no lo discutas más.

Con asombrosa facilidad guió al obediente y aturdido Mike para que pudiera meter las piernas por los estrechos agujeros de aquel trapito de encajes y bordados. Pero antes de subirle del todo la estrecha prenda interior se detuvo.

—¿Qué podría hacer para ocultar tu ‘paquete’? —preguntó retóricamente. Durante unos segundos que se hicieron una verdadera eternidad, Linda se lo estuvo pensando, mientras se pellizcaba el labio inferior con los dientes—. ¡Ah, ya sé! —chasqueó los dedos y abandonó la habitación de improviso, dejando a Mike con aquella minúscula braga a la altura de las rodillas y la larga peluca todavía en la mano.

—¡Holy shit! —murmuró en voz baja al contemplarse un instante en el espejo de cuerpo entero del cuarto, envuelto en la toalla de baño de su mujer.

Linda regresó de la cocina al cabo de unos minutos con un tazón repleto de cubitos de hielo en una mano y cinta de esparadrapo en la otra. Volvió a acuclillarse delante de Mike y cogiendo uno de los cubitos se lo aplicó en los testículos sin avisarle de antemano.

—Te quejas como una niña —le reprochó su esposa al oír los grititos agudos que emitió su marido por aquel repentino y gélido contacto. Pero los resultados fueron innegables, los testículos de Mike encogieron de tamaño de inmediato—. Esto te va a doler mucho más —anunció Linda empujando los testículos con firmeza y convicción hacia arriba. Mike casi perdió el conocimiento de la sensación de dolor en sus partes, cuando sus genitales se desplazaron una pulgada entera dentro del saco escrotal a través del canal inguinal. Linda enseguida colocó varias tiras cruzadas de esparadrapo sobre el pellejo flácido para evitar que descendieran y acomodó el maltrecho pene de Mike pegándolo hacia abajo, con más tiras de esparadrapo, apuntando a la raja de su culo.

—Habría preferido que me pegaras un puñetazo, en vez de esto —se quejó Mike de ese atropello, pero ella le subió las bragas velozmente con una sonrisa desalmada. Linda se levantó, dio una lenta y pausada vuelta alrededor suyo y después asintió con la cabeza conformemente. No había ni rastro del bulto de sus testículos dentro de las bragas de satén y su decaído miembro viril se confundía fácilmente con el diminuto monte de Venus de una mujer. La silueta estilizada de la entrepierna cubierta por esas bragas rojas era muy femenina. Tanto que el propio Mike se sorprendió al observar el resultado. Linda aprovechó su pasmo para darle un pequeño tirón a la sueva tela para acomodarla mejor a la forma de su trasero.

Una vez más Linda sacó de la pila de ropa otro objeto que sería parte del tormento de Mike. Eran unas medias muy claras, que ella también le ayudó a colocarse en sus aterciopeladas piernas. Con gran dificultad Linda pudo ponérselas ambas. El fuerte elástico las mantenía bien ajustadas en lo alto de la cintura, aunque a Mike le parecía que la cortaba la circulación sanguínea. El material del que estaban elaboradas picaba una barbaridad y parecía encender cada nervio de su piel a cada movimiento.

—¿Sabes lo que le faltaba a tu disfraz para que fuera perfecto, Honey? —preguntó Linda llevándose un dedo a los labios en un falso ademán pensativo. Mike tenía miedo de la respuesta—. ¡Un corsé!

—¡¿UN CORSÉ?! —graznó Mike alzando el tono sin quererlo. Linda le respondió endureciendo la mirada, pero él intentó hacerla entrar en razón—. ¿De veras crees que es necesario que me ponga un corsé?

—Me has prometido que harías todo lo que te pidiera, ¿no? —le retó Linda mientras revolvía entre el motón ropa y finalmente extraía varios corsés de color negro azabache y rojos, que habían pertenecido a su madre. Fue comprobando uno a uno como le quedaba a ella delante del espejo y luego con el torso desnudo de Mike. Asintió conformemente con la cabeza al ver que él daba la talla de la mayoría y luego se decidió por uno rojo burdeos—. Además un buen corsé hará maravillas para estilizar tu figura. Eres casi tan delgado como yo, Honey. Pero ni de lejos tienes lo que hay que tener —Linda se agarró los pechos de una manera un poco obscena y luego bajó las manos hasta su estrecha cintura y sus sensuales caderas. En comparación, el cuerpo desnudo de Mike carecía de todo asomo de curvas, ya fueran masculinas o femeninas.

Linda procedió a ajustar aquel ceñido corsé alrededor del torso de Mike con mucha paciencia, atando cada uno de los delicados tirantes y apretando firmemente de las cuerdas de la espalda al terminar. A Mike le costaba respirar al principio, de la sensación de ahogo y estrechez que le provocaba.

Inmediatamente después Linda se colocó frente a él y empezó a rellenar las holgadas copas del corsé con unas extrañas piezas de látex en forma de medialuna. Mike las reconoció de inmediato al verlas de cerca, eran sin lugar a dudas las viejas prótesis estéticas que la difunta madre de Linda había llevado después de su mastectomía. En cuanto Mike las examinó con un poco más de atención, descubrió que eran muy realistas. Tanto por su peso y volumen, como por su manera natural de menearse.

* * * * *

Linda esbozo una sonrisa maquiavélica al comprobar con qué docilidad se había sometido su marido. Habría esperado que se opusiera más, pero la amenaza de echarlo de casa resultó un buen acicate.

Cuando Linda terminó de acomodar las prótesis de látex en el torso desnudo de Mike, consideró que la parte del cuerpo ya estaba terminada y dio paso a la siguiente fase del disfraz: El rostro. Aquello sí le supuso un problema, porque ella jamás había maquillado a ninguna mujer, a parte de sí misma, ni por supuesto había maquillado jamás a un hombre. Y aunque sabía más o menos el resultado que quería obtener, no sabía cómo llevarlo a cabo.

—Siéntate enfrente del tocador —le ordenó Linda con un tono que no admitía una negativa por su parte. Observó el semblante de Mike de frente, de perfil y desde prácticamente todos los ángulos posibles, antes de ponerse manos a la obra. Su rostro siempre había tenido unos sutiles rasgos andróginos, que a menudo había llamado la atención de Linda y le había hecho preguntarse hipotéticamente cómo luciría su marido maquillado. Pero ahora tendría que encontrar la manera de sacar a relucir su lado femenino.

Lo primero que hizo Linda fue dejar la peluca a un lado y recogerle el cabello con unas horquillas y pasadores, aplastándolo lo más posible. Necesita tener el rostro despejado de igual manera que un pintor necesitaba un lienzo en blanco para comenzar una obra. Después empezó a aplicarle una base de maquillaje por toda la cara para igualar su tono de piel. Mike no tenía un mal cutis y durante su adolescencia se había librado del martirio del acné, por lo que su rostro estaba, relativamente hablando, bien cuidado. Siempre había tenido una tez un poco oscura, por lo que a menudo lo confundían con un latino y rápidamente se bronceaba al sol con un tono lustroso.

Cuando terminó de aplicarle la base de maquillaje se centró en sus ojos verdes. No se molestó mucho en arreglarle bien las cejas (tan sólo se las cepilló un poco y le depiló un par de pelos) dado que no era muy velludo. Pero el resto de los ojos sí que fue difícil.

—Esto es mucho más complicado de lo que parece. Tranquilízate, por favor —le pidió Linda mientras intentaba pintarle la línea del párpado. Le costó bastante más rizarle las pestañas a Mike, ya que no paraba de agitarse, pues para él era muy claustrofóbico el rizador de pestañas que usaba. Por último le aplicó una sombra de ojos de un negro intenso difuminándolo por todo el párpado.

«¡Joder! ¡Tiene unos ojos preciosos!», se dijo Linda para sus adentros con un poco de envidia. El tono verde de su iris refulgía como esmeraldas en bruto y sus ojos almendrados parecían más grandes al natural que con las insulsas gafas de pasta que solía llevar. A menudo Linda había intentado convencer a su marido de que se pusiera lentillas o que se operara la vista con cirugía láser para corregir su miopía. Mike siempre se veía reticente al respecto y no abandonaba sus gruesas gafas negras. Sin ellas, su semblante resultaba mucho más juvenil que de costumbre y era muy atractivo. Pero su marido se mostraba inseguro y expuesto cuando todas las miradas se centraban en él.

Linda prosiguió su labor en el rostro de Mike con el maquillaje de sus pómulos y el pintalabios. Escogió un tono de rojo intenso que extendió cuidadosamente y luego perfiló el borde de sus labios con un color ligeramente más oscuro para provocar la impresión de unos labios más grandes de lo que en realidad eran.

Por último le echó un vistazo a las manos de Mike, repasó las uñas, una a una, con una lima y después eliminó las cutículas que sobraban. Tenía las yemas de los dedos suaves como el culito de un bebé, sin callosidades, ni cicatrices, tan sólo una pelusilla translucida por encima de los nudillos que recordaba a la piel de un melocotón. Linda pintó sus uñas con la precisión de un cirujano usando un esmalte a juego con el resto del maquillaje.

* * * * *

Mientras tanto Mike se dejaba hacer todo aquello resignado y asustado a partes iguales. Veía pasar por delante de sus ojos, con una paciencia inquebrantable, las pinzas, el colorete de las mejillas, la sombra de los ojos, el rimel, el esmalte de uñas, y el pintalabios gloss. Cuando Linda dio por terminada su labor y le plantó la peluca de su madre encima de la cabeza, ajustó los bucles del pelo sobre los hombros y el flequillo sobre las cejas y se hizo a un lado.

Los resultados le quedaron patentes al observarse en el brillante espejo del tocador. El rostro estupefacto que le devolvió la mirada a Mike al otro lado del cristal ya no era el suyo. Había sido sustituido por el de una mujer que le costaba reconocer. Y ciertamente la extraña mujer estaba muy bien maquillada, resultaba al mismo tiempo natural y femenina.

—Mírate bien. ¿Qué tal te ha quedado? —preguntó Linda aunque se la veía muy a gusto con el resultado obtenido. A Mike en cambio se le cayó el alma a los pies de la vergüenza. Contempló sus manos, con sus dedos pequeños y finos que a menudo había comparado con las siniestras patas de una araña, lucían un radiante rojo neón que resalta sus uñas.

«¡No me lo puedo creer! ¡No puede ser posible!».

—¡Gosh! —comentó Mike consternado.

—Esto no es ni por asomo como el disfraz de Rita Hayworth —manifestó su esposa con una pizca de orgullo y crueldad. Su primera intención había sido realizar un disfraz que pudiera superar un examen muy superficial, pero sus expectativas habían sido logradas más que sobradamente. Linda sonrió de oreja a oreja por la ironía del resultado final.

En Halloween el fabuloso trío de disfraces que habían llevado consigo los amigos de Mike fue (a falta de una palabra mejor para describirlo) esperpéntico. Una completa sátira de los mitos sexuales de mediados de siglo. Su colega Vic había llevado unos abultados calzoncillos debajo de las faldas ondeantes al viento, el chico de contabilidad había traído una pamela de talla extragrande y los guantes de Mike se le caían constantemente de lo anchos que eran. Además, los tres habían lucido las piernas completamente velludas y sin medias, el maquillaje había sido caricaturesco y el relleno en los falsos pechos había consistido en unos calcetines doblados y pegados con cinta adhesiva. Nada que ver con el magnífico aspecto que lucía Mike en ese momento.

* * * * *

«Casi aparenta... no. Aparenta ser una mujer de verdad», pensó distraídamente Linda. Apartó de inmediato ese pensamiento de su mente y volvió a redoblar la indignación que había sentido por su culpa.

La idea de travestir a Mike había surgido a raíz de aquellas escandalosas fotografías de su adolescencia. Verle vestido con el sujetador de esa chica y los labios pintarrajeados le había hecho recordar el bochorno que tuvo pasar la noche de la fiesta de disfraces. Empezó a conectar pensamientos cuando pensó en la maleta, el armario repleto de ropa suya y se imaginó a su marido con esas prendas puestas. Linda quería que Mike se sintiera literalmente la mujer más humillada del mundo. Quería que se avergonzara de sí mismo, que estuviera humillado y dolido profundamente por culpa de otro. Quería, en fin, que se sintiera como ella se había sentido al ver las fotografías.

Y lo había logrado.

Linda lo supo de inmediato al ver su rostro ruborizado por la vergüenza e incapaz de mirar fijamente su propio reflejo. Pero quizás le había salido el tiro por la culata. No se llegó a imaginar que Mike resultaría más atractivo de mujer, que como lo era de hombre.

Ella escogió de su armario un vestido rojo estilo Cheongsam con motivos bordados de dragones y fuego, con un cuello ajustado hasta arriba. Así como un par de zapatos rojos de tacones altos. Linda le ayudó a colocarse aquel traje de noche (después de darle un desodorante suyo) que le quedaba un poquito holgado de caderas y prieto de cintura. Y luego le subió la cremallera del costado con cuidado. El vestido de noche exhibía bastante las piernas de Mike debido a una vertiginosa abertura que tenía a la izquierda de la falda y que le llegaba hasta más arriba de los muslos. Era un traje muy insinuante (algo común dentro del vestuario de Linda) que ella ya apenas usaba.

También le echó una mano a Mike con los zapatos y le ató rápidamente las finas tiras que rodeaban los tobillos. Linda consideró que serían muy incómodos de llevar, ya que no se amoldaban del todo a los pies de su marido (aunque ambos usaban una talla parecida de calzado) acostumbrados a zapatos de hombre y amplias deportivas. Mike no era de todas formas muy alto para ser un hombre, poco más que Linda. Pero cuando se levantó sobre esos altísimos tacones, añadió al menos cinco pulgadas a su estatura.

—Camina un poco —le pidió Linda y sonrió discretamente cuando comenzó a perder el equilibrio. Hasta ella tuvo que admitir que le costaría mantenerse de pie sobre aquellos tacones de vértigo—. ¡Vas a necesitar un poco más de práctica! —le indicó riéndose entre dientes para que se paseara por la habitación y se acostumbrara a la cadencia de los pasos.

Cuando Linda consideró que Mike había cogido la suficiente soltura para andar, le colocó unas pulseras de color rojo y naranja en las muñecas. Y examinó su joyero buscando unos pendientes que pudiera llevar. No pensaba hacerle los agujeros de las orejas, eso era excederse en su tortura. «No había necesidad de que la sangre llegara al río». Así que buscó hasta encontrar unos pendientes de aretes dorados de pinza.

—¿Ya has terminado? —preguntó Mike asustado.

—Una cosa más que casi se me olvida —añadió Linda haciendo morritos y chasqueando los dedos. Fue al tocador y cogió uno de los perfumes de entre todos. Se acercó a Mike y con un dedo le aplicó dos gotas alrededor de su cuello, rozando su pequeña nuez de Adán. Su mano se quedó unos instantes paralizada, mientras observaba la profundidad de los ojos verdes de su esposo. Por una décima segundo, tuvo la tentación de darle un beso. El perfume olía de maravilla, sensual y atrevido, e inundaba sus fosas nasales

—Ya está, ha quedado perfecto el disfraz, ¿no crees? —le giró de nuevo para que se viera en el espejo de cuerpo entero—. Dime cómo te sientes, Honey.

* * * * *

—Hundido hasta el mismo fondo —aceptó Mike apesadumbrado. El embotamiento inicial había sido sustituido paulatinamente por una resignación forzada. Fuese lo que fuese que tenía planeado Linda le haría pasar una vergüenza incomparable.

Linda le observó con sus brazos cruzados bajo su pecho en una actitud recriminatoria como diciéndole «Avergüénzate de ti», y se colocó delante. Ajustó los falsos pechos, apretándolos sensualmente y los examinó para ver la caída que dibujaban en el vestido. El escote ajustado y alto no dejaba la piel al aire y era perfecto para lograr el engaño.

—Ahora, Mike, vas a hacerme un pequeño favor y vas a obedecerme al pie de la letra si es que realmente me quieres —exclamó repentinamente seria Linda, se humedeció los labios y le dio un diminuto bolsito rojo que tenía los mismos bordados orientales que el vestido de tubo—. Quiero que me traigas un periódico —Mike rápidamente pensó en lo que se le venía encima. Había un periódico del día anterior en la encimera de la cocina. Pero él sabía muy bien que ella estaba al tanto y, con un pequeño quejido que emitió, supo a qué se refería exactamente. Ella quería uno nuevo y no porque quisiera leerlo. Linda jamás leía la prensa escrita teniendo acceso a un ordenador, consideraba que era una industria en vías de extinción con la aparición de los blogs. Si quería enterarse de las noticias accedía por Internet a las páginas web de las principales agencias del mundo—. El de hoy, por su puesto. Y quiero que me lo traigas del Holiday Inn de Highland Avenue —añadió Linda haciendo hincapié en el lugar, para que no hubiera duda alguna, ni confusión—. Ven conmigo —Linda le condujo con dificultad desde la habitación hasta el mismo recibidor y le lanzó una última advertencia—. Si tú no me traes ese periódico de ese sitio, vas a tener que dormir esta noche en el hotel vestido así. Porque no pienso dejarte que vuelvas a entrar sin él —Mike visualizó mentalmente el cajón de la prensa que estaba situado en el vestíbulo del hotel, se encontraba a poco menos de diez minutos en coche de la casa.

—¿Tan sólo quieres eso? ¿Nada más?

—Sí, pero no creas que va a ser fácil. Iras a pie.

«¡QUUUuuuééeee!».

Los ojos de Mike casi se le salieron de las órbitas.

—Linda, pídeme... —Mike rogó clemencia al ver que ella abría la puerta y al otro lado del umbral se veía la casa del vecino de enfrente.

—¿...cualquier otra cosa menos esto? —terminó la frase Linda en son de burla—. Si te pidiera algo sencillo de hacer, no valdría realmente la pena ¿no crees? Aquí tienes el dinero para el periódico. Y quiero que mientras des el paseo, pienses en cómo me he sentido humillada por tu culpa —exclamó con dureza su esposa antes de echarle a la calle a trompicones, cerrándole la puerta en las narices.

Mike quiso gritar y aporrear la puerta para pedir que le dejara entrar de nuevo, pero se le estranguló la voz al darse cuenta de que si armaba un escándalo los vecinos curiosearían o incluso llamarían a la policía.

La inmensidad de la noche le sobrecogió cuando se giró sobre los tacones. Se echó el diminuto bolso al hombro y tembló de pies a cabeza. Estaba metido en un verdadero embrollo del que no sabía cómo salir.

Por un instante se le ocurrió que quizás podía llegar hasta el Holiday Inn, acortando por los callejones o atravesando los patios traseros de las vistosas fincas de la urbanización. Pero rápidamente descartó la idea al darse cuenta de que le sería completamente imposible con esos tacones de muerte y seguro que se engancharía con el vestido en las vallas.

«¡Keep calm and carry on!», se dijo a sí mismo para darse ánimos. Tendría que enfrentar aquel mal trago y caminar por la acera a la vista de todos los vecinos. Se le pusieron los pelos como escarpias del miedo, pero finalmente se enderezó lo mejor que pudo y empezó a avanzar. Caminar sobre los tacones fue una experiencia que jamás habría formado parte de sus peores pesadillas. Aunque no era la primera vez para él. Durante la fiesta de Halloween había llevado un par de zapatos casi tan altos como esos. Pero apenas había caminado con ellos y no se había molestado en andar como una mujer. Mike no paraba de tropezarse y resbalarse casi a cada tramo que daba. Correr era imposible por mucho que quisiera acelerar el paso para terminar antes. Así que Mike se conformó con una marcha mucho más lenta, pero segura.

Los tobillos le ardían de dolor al poco rato. Estaba acostumbrado a un calzado mucho más cómodo y aquellos tacones estaban torturándole sus pies. Casi en seguida se dio cuenta de que los tacones estaban manufacturados para ese cruel propósito, la forma de aquellos zapatos forzaban las caderas para que se tambalearan de acá para allá, arriba y abajo incesantemente y la parte inferior del vestido se deslizaba constantemente a la contra rozándole—. ¿Quién narices inventaría un instrumento de tortura como este? —murmuró Mike, escéptico de que existieran mujeres que realmente les gustasen los tacones altos.

Aquella suma de medias altas en las piernas, ajustado corsé en el torso, angosto vestido largo y la sofocante peluca, hacían que se sintiera comprimido como una sardina en una lata de conservas. Antes de que pudiera abandonar el vecindario un coche lleno de adolescentes redujo su velocidad cuando se acercó a su altura y bajaron las ventanillas para obsequiarle con un concierto de silbidos y comentarios soeces

—¡Eh, bombón! ¿Por qué no vienes con nosotros? ¡Tía buena! ¡Ven a probar mi churro!

«¡Por todos los demonios!». Se abochornó Mike profundamente al oírles, pudo reconocer a uno de los ocupantes como Ray Thompson, un vecino suyo de diecisiete años que todos los domingos por la mañana cortaba el césped de su jardín. Rezó para que no le reconociera y siguió avanzando con decisión, ignorándoles por completo. Si aquellos adolescentes hubieran sospechado lo que se escondía debajo del vestido, habrían huido corriendo o (peor aún) habrían parado el coche y se hubieran mofado de él. Un largo minuto después, ellos también decidieron ignorarle y se fueron acelerando el motor en busca de más diversión rumbo a Hollywood Boulevard.

Mike no pudo evitar llamar la atención cuando alcanzó la concurrida Franklin Avenue, ya que como pudo comprobar el conjunto rojo ardiente que llevaba, aunque no enseñaba prácticamente nada, era tan llamativo como unos fuegos artificiales. Pero todo lo que pudo hacer Mike fue seguir contoneando el bolso y los brazos (y sus caderas también, por culpa de esos tacones) y caminar de frente.

Cuando Mike logró recorrer más o menos la mitad del camino sin romperse la crisma y se paró en un semáforo en rojo, vio pasar su coche rápidamente con Linda al volante. Ella no se molestó ni por un instante en dirigirle la mirada. Se la veía enfurruñada consigo misma, nada compasiva.

—¿Quiere asegurarse de que no hago trampas...? ¿Pero quién se cree que soy? —musitó irritado Mike mientras retomaba la caminata. Se estaba rebajando sumisamente a lo más humillante que le había pedido en la vida sólo por ella y no confiaba en su palabra.

«De eso se trata, ha dejado de fiarse de mí». Cayó en la cuenta mientras reflexionaba con dificultad.

* * * * *

«¡Se merece lo que le pase! ¡Ese jodido cabrón se lo merece!», se repetía una y otra vez Linda, intentando acallar los remordimientos cuando cerró la puerta de su hogar. Mike necesitaba aprender una lección de obediencia y esa noche iba a recibir un cursillo acelerado.

Con gran dificultad logró quitarse el anillo de matrimonio, tenía los dedos hinchados y temblorosos, además en muy pocas ocasiones se desprendía de su alianza. Luego subió las escaleras para cambiarse de ropa en su habitación. El plan que había pensado para Mike estaba en marcha y aunque tuviera ganas de echarse atrás y perdonar a su marido, el recuerdo de aquellas fotografías estaba muy vívido en su memoria.

Linda se adecentó a toda velocidad, para poder adelantarse a la llegada de su marido al hotel. Aún no había decidido cómo iba a hacer para que Mike quedara en ridículo, pero quería estar presente para no perdérselo. Linda se maquilló en un visto y no visto, escogió del armario un vaporoso vestido de algodón azul y blanco con una amplia falda en los bajos y unas sandalias con plataforma de color celeste.

Luego escondió el cheque de Mike, los dos anillos y el sobre de las fotografías a buen recaudo en la bandeja del horno de la cocina y agarrando el bolso con la billetera y las llaves del coche de su esposo, se encaminó al Holiday Inn con presteza.

No vaciló ni por un segundo al divisar la estampa de Mike embutido en el ajustado vestido rojo cuando pasó por su lado. Si aparcaba a su lado y paraba el motor para hablar con él, Mike acabaría por convencerla de que desistiese con el plan. Pero al menos ella se alegró de que siguiera entero y su disfraz no hubiera sido descubierto... todavía.

* * * * *

Le llevó más de una hora realizar el trayecto, pero Mike finalmente llegó hasta el Holiday Inn, después de soportar todo un desfile de transeúntes curiosos, conductores obscenos y demás gente que reparaba en él. La caminata se le hizo extraordinariamente larga, pues al carecer de reloj la noción del tiempo dejó de tener sentido, Mike medía su trayecto por cada manzana que lograba cruzar a paso de tortuga, nunca había reparado realmente en la distancia que había entre cada una de la calles de Los Ángeles.

Finalmente Mike llegó hasta su destino. Atravesó atropelladamente el vestíbulo del Holiday Inn, ignorando a las personas que se hallaban allí y se encaminó directo hacia su objetivo. Tal sólo tenía que meter unas monedas en el dispensador, sacar el periódico, buscar a Linda y abandonar lo más rápido que le fuera posible aquel sitio antes de que alguien pudiera llegar a descubrir la verdad.

Pero nunca tuvo realmente una oportunidad.

Al echar mano del bolsito rojo no encontró ninguna moneda, tan sólo un par de lápices de labios, un tampón sin abrir, maquillaje en polvo y otros productos cosméticos. Lo agitó un poco, para ver si estaban en el fondo, pero no le llegó el sonido de nada metálico. Linda había dicho que le había dejado el dinero ahí dentro, pero no era así.

«¿Cómo espera que compre un periódico, si...?».

—¡Ah, ahí está! ¡Rita! —la voz de Linda cruzó de lado a lado el inmenso vestíbulo, como el crujido de un glaciar en medio del silencio del océano. Mike vio a su esposa y a otros tres hombres caminando en su dirección—. Ya os dije que Rita era una preciosidad, estoy segura de que querrá tomar unos tragos con nosotros —añadió Linda dirigiéndole una traviesa mirada y cogiéndole del brazo para que no huyera cuando llegó a su lado. Mike descifró qué le estaba diciendo con sus ojos: «Esto no ha hecho otra cosa que empezar».

 

Continuará...

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