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Las lecciones de la señorita Larsson (FINAL)

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Capítulos anteriores:

Las lecciones de la señorita Larsson

(Caps. I y II)

(Cap. III)

(Caps. VI, V, VI y VII)

(Caps. VIII y IX)

(Caps. X y XI)

(Cap. XII)

 

XIII

Emprendió su camino de regreso a casa con paso firme. Segura de sí misma. Cruzó la plaza con decisión sin prestar atención a los fantasmas que por allí deambulaban. Fantasmas de una pareja de jovencitos inocentes y enamorados que intentaban esconderse de las miradas censoras de los adultos.  Pero al pasar frente al nogal, su alma se detuvo y su cuerpo también. Fue  como quien vuelve a pasar, después de muchos años, por la vieja casa de su infancia. No había en su corazón angustia, ni tristeza, ni nostalgia. Solo la sensación de que ya no era la misma persona. La niña asustada del nogal de dieciséis abriles, ya no era la mujer de la misma edad que ahora era. Los cambios son sutiles. Nadie hubiese notado la diferencia entre aquella jovencita de larga y prolija trenza peliroja; de rostro de porcelana salpicado de imperceptibles pecas sobre sus pómulos que vibraba de terror y excitación junto al nogal; y la mujer igual de hermosa que ahora era. Igual pero distinta. Cuando retomó su camino, los pájaros cantaban su melodía y ya no había fantasmas a la vista.

De hecho, aquel martes, Don Ignacio no notó ningún cambio cuando la vio entrar en su verdulería. Y eso que la recordaba muy bien…

-Buenos días, Don Ignacio.

-¡Oh! ¡La señorita de la trenza pelirroja! ¡Ahora sí que son buenos mis días!

El obeso y ampuloso verdulero estaba terminando de atender a una anciana cuando ella ingresó al local. Mientras esperaba ser atendida, Luz comenzó a revisar la mercadería expuesta. No tardó en advertir que Don Ignacio la seguía con la mirada. Casi sin verlo podía adivinar su expresión.

El verdulero era un hombre rústico y sexagenario, nada que pudiera despertar la atención sexual de una jovencita del instituto. Pero Luz siempre había detectado algo extraño en él, en su mirada. Algo que no comprendía y que la intimidaba. Algo que se había instalado en su inconsciente y que había entrado a su alcoba a mitad de la noche para apoderarse de sus sueños adolescentes. Aquella tarde, cuando su madre la mandó al encuentro con Don Ignacio, recordó aquel sueño una y otra vez.

Mientras simulaba estar plenamente concentrada en la mercadería, su mente ensayó una primera explicación sobre aquella mirada. Fue como una revelación: Don Ignacio la miraba como se mira a una presa. No para matarla. No para devorarla. Para follarla. Siempre la había mirado así, solo que ella ahora podía interpretar, podía comprender. Cambios sutiles.

Cuando la anciana se despidió del comerciante y salió de la verdulería, Don Ignacio quedó a solas con su presa. Ella pasaba del cajón de las manzanas al de las naranjas alternativamente. Cogía una, la frotaba contra la tela de su falda colegial y se la llevaba al morro para oler los efluvios dulces de la fruta.

-¿Cómo la puedo servir, señorita?

-Me quiere servir como un perro sirve a una perra.- Pensó Luz con una madurez impropia en una chica de su edad.

-Mi madre quiere hacer un pastel de berenjenas, Don Ignacio, pero no veo berenjenas por aquí…

El rostro del verdulero se contrajo de gozo al escuchar aquella voz aniñada y suplicante. Debido a la hinchazón de su abdomen no hubiese podido verse la polla sin la ayuda de un espejo, pero podía adivinar lo dura que se le estaba poniendo.

-Tengo berenjenas, tesoro. Y las tengo bien grandes y carnosas como a ti te gustan…

¿Cómo no se había dado cuenta antes cuán sensible era Don Ignacio a su presencia? ¿Por qué ya no se sentía acobardada? ¿Estaba orgullosa de provocarlo? ¿La excitaba tener ese poder? No. Simplemente le agradaba la sensación de sentirse deseada.

-¿Dónde están? No las veo, Don Ignacio.

-Ese es el problema, hija. Tengo dos cajones repletos de berenjena justo aquí arriba.- El verdulero estiró uno de sus anchos y regordetes brazos en diagonal hacia arriba y señaló el estante voladizo que había a metro y medio sobre su cabeza. Luz miró en la misma dirección y vio cómo, por el costado de uno de los tantos cajones acomodados sobre el largo estante, asomaban algunos tallos verdes que coronaban la piel negra y lustrosa de las berenjenas

 –Luis, mi ayudante, no llegó a acomodar toda la mercadería que ingresó hoy- Se excusó el verdulero. –Lamentablemente tendrá que volver por ellas mañana, señorita. Será un placer volver a recibirla… y a despedirla.

-¡Pero mi madre las necesita hoy, Don Ignacio!

-Ese es un problema serio.

-¿Y por qué no podría cogerlas usted mismo?- Reclamó Luz, casi en un ruego.

-Nada me gustaría más en este mundo que complacerla, señorita. Pero dudo que la escalera pueda resistir mis ciento treinta kilos, y la verdad es que no voy a arriesgar mi vida por un par de… de berenjenas.

A Luz se le antojó que el verdulero le estaba dando demasiada lata. Que si realmente no le hubiese querido vender la mercadería, le hubiese dicho que ya no le quedaban. ¿A qué venía tanta explicación?

-Quiere retenerme aquí. Quiere tenerme al alcance de su vista la mayor cantidad de tiempo posible.- Pensó con astucia mientras el verdulero, simulando burdamente una falsa preocupación, no dejaba de recorrer su cuerpo con la mirada.

Entonces a Luz se le ocurrió una manera divertida de conseguir lo que buscaba. Sentía que su pensamiento fluía más rápido, más libre que de costumbre.

-No quisiera que se lastime, Don Ignacio. Pero mi madre se pondrá de muy mal humor si no le llevo las berenjenas para su pastel- Hizo una pausa y, con la inocencia de la colegiala que todavía era, prosiguió: -Si me lo permite, yo podría cogerlas por usted.

-Yo no quisiera que tu madre se ponga mala contigo- Don Ignacio no hizo ningún esfuerzo por disimular su mirada fulminante sobre la falda de María Luz. – Si no sufres de vértigo, tendrías que pasar de este lado del mostrador y subirte a la escalera. Yo tendré que afirmarla desde aquí  abajo para que estés segura. Ven, pasa.

-Gracias, Don Ignacio. Es usted muy amable.

María Luz ladeó la báscula colgante y pasó junto al hombre para acceder al otro lado del mostrador. El incrédulo y maduro verdulero se movió apenas un paso hacia el costado para darle paso, provocando un evitable roce de su barriga contra el cuerpo de la jovencita. Luego éste cogió una escalera de pintor que había detrás de una pila de cajones vacíos. Calculó el sitio justo del suelo que quedaba por debajo del cajón de berenjenas y allí la abrió lo suficiente como para dejarla de pie.

-¡Eso es!- Don Ignacio parecía satisfecho con su trabajo. Luego movió la escalera buscando afirmarla sobre el suelo. -Puedes subir. Yo la mantendré firme para que no corras riesgos-. El único deseo del verdulero era que no ingresara nadie al local durante los próximos minutos.

-Gracias, Don Ignacio. Es usted muy amable. Creo que llegaré perfectamente.

Luz se tomó de ambos pasamanos y comenzó a trepar peldaño a peldaño hasta llegar al último nivel: una tarima ancha en la que podía apoyar ambos pies, pero lo suficientemente angosta como para provocarle una incipiente sensación de vértigo en la boca del estómago.

El verdulero aferraba la escalera con ambas manos. Con cada peldaño que ascendía la muchacha, su vista ganaba cada vez más terreno por encima de sus rodillas. El sudor había comenzado a brotar de su frente cuando, en el último peldaño, el muslo dio lugar al pliegue inferior de sus nalgas. Allí también apareció la tela de sus bragas que, vista desde aquella inmejorable posición, contorneaba en relieve el nacimiento de un culito firme y respingón.

-¡Coja fuerte la escalera, Don Ignacio, que aún no llego! Creo que voy a tener que estirarme para alcanzarlas.

-Tran-tranquila, hija. Ve con cuidado. Tómate todo el tiempo del mundo, no voy a moverme de este lugar.

Luz sabía que si se estiraba aún más, le permitiría al verdulero tener una visión más que privilegiada del interior de su falda. Y eso era exactamente lo que pretendía. Don Ignacio sabía que sufrir un accidente cardíaco era una posibilidad concreta. Sentía el corazón galopando con fuerza dentro de su pecho, pero no le importaba.

Luz se colocó de puntillas y empujó su cadera hacia atrás, intentando ganar estabilidad. Luego estiró uno de sus brazos hacia arriba y sintió ascender su falda varios centímetros sobre la piel de sus muslos.

Cuando la chica de la trenza colorada se puso de puntillas sobre la cúspide de su vieja escalera de pintor, Don Ignacio pudo distinguir los delicados pliegues de su tierna vulva envueltos por el elastizado algodón de la ropa interior. ¿Cuándo había tenido semejante tesoro tan a la mano? ¿Hacía décadas? ¿En otra vida? No lo recordaba. Cuando finalmente la muchachita estiró su cuerpo intentando alcanzar el objetivo, la falda trepó lo suficiente sobre sus muslos como para que el verdulero pudiera disfrutar plenamente de aquel culo redondo y juvenil desde una posición privilegiadamente obscena. Tuvo que secarse el sudor del rostro con el delantal para evitar que la humedad le nublara la vista. No quería perderse un solo segundo de aquel cálido y ondulado paisaje. El corazón bombeaba con fuerza la sangre que terminaba atrapada en sus cuerpos cavernosos. Le dolía la verga comprimida en el pantalón.

-¡Ya casi las tengo, Don Ignacio!- Murmuró Luz con denodado esfuerzo.

Unos segundos después comenzó el lento descenso, peldaño a peldaño.

El siempre verborrágico verdulero estaba extrañamente callado. Su rostro parecía desencajado, inflamado de calor y empapado de transpiración.

Luz percibió por primera vez en aquel rostro desorbitafo una extraña y maravillosa sensación. Como una ráfaga de viento interno que la cargaba de energía, de poder. Eso era: poder. Ella, la temerosa y sumisa muchacha de campo, había aprendido una lección. No había encontrado el amor, pero había perdido el miedo a los hombres. La señorita Larsson le hubiese dicho que era un buen primer paso. Pero perder el miedo no solo la habilitaba para el placer… También le permitía tener el control, esa era la sensación que la embriagaba en ese momento. Entonces no pudo contener su exceso adolescente.

-¡Ay, Don Ignacio! ¡No me lo va a creer! ¡Qué vergüenza! ¡No llevo dinero conmigo!

-No te preocupes, hija, yo debería pagarte a tí... Quiero decir… Has hecho todo el trabajo.

-Usted ha sido muy bueno conmigo, Don Ignacio...- Decía María Luz mientras metía tres suculentas berenjenas dentro de su bolsa del mercado. –Por eso me gustaría obsequiarle algo…

Entonces lo hizo: Abusó de su poder.

Despreocupadamente metió sus manos debajo de la falda del colegio y enganchó el elástico de las bragas con sus dos pulgares. Luego tiró hacia abajo. La tela de la prenda interior se fue enrollando sobre sí misma mientras descendía hasta sus rodillas hasta caer sobre sus pies por su propio peso. María Luz tomó la prenda entre sus finos dedos y se la obsequió al verdulero como signo de gratitud. Él la tomó sin mediar palabra y se la llevó hacia al morro.

Nunca supo, Don Ignacio, cuánto tiempo estuvo aspirando el delicado aroma de aquel lienzo, pero cuando volvió en sí, la muchacha de la trenza roja ya había abandonado el local y dos viejas clientas lo miraban con preocupación.

-¿Se encuentra bien, Don Ignacio? Se ve fatal.

Esa misma tarde encontraron al verdulero desplomado en el suelo del local con una prenda femenina metida en la boca. Primero, los inspectores plantearon la hipótesis de un asesinato por asfixia, pero no había ningún móvil aparente. Luego los peritos encontraron restos de semen de Don Ignacio desparramados por todo el lugar. Todavía no dan con la dueña de aquellas bragas, pero los resultados de la autopsia fueron concluyentes: falla cardíaca.

Luz se enteró de la tragedia  muchos días después y jamás conoció los pormenores. Por suerte nunca se le ocurrió reclamar sus braguitas. 

 

XIV

Hasta el colegio de monjas ya no le resultaba un lugar hostil. Sí tremendamente aburrido, pero también inofensivo. Aquel día tendrían clase de Biología y podría encontrarse nuevamente con la señorita Larsson. Eso era bueno. María Luz estaba ansiosa por ponerla al tanto de lo sucedido el domingo en casa de Tomás; de su frustrado velada romántica y su furtivo encuentro con Julián. Seguramente no podrían hablar de esas cosas en el colegio, pero al menos Luz albergaba la posibilidad de coordinar un encuentro con su profesora. Extrañaba aquellas tertulias junto al hogar más que cualquier otra cosa. María Luz sabía que todo cambio positivo en ella había nacido allí, junto al hogar, y de la mano de la señorita Larsson.

Cuando en lugar de Lucrecia fue la Hermana Candelaria quien entró en el curso y, con su singular tono displicente, agudo y disciplinado, pidió que abran el libro de Biología en la página setenta y seis, en la clase se oyó un murmullo contenido de desazón. Si bien la monja hizo oídos sordos, Luz pensó que se regocijaba por dentro cuando todos comenzaron, obedientes, a buscar la página indicada. La autoridad debía sufrirse en la mente y en el cuerpo, pero nunca debía ser resistida. Por eso mismo tampoco nadie se atrevió a indagar por qué no estaba en su lugar la Profesora –de marcado aspecto alemán- Lucrecia Larsson.

Solo cuando sonó la campana anunciando el final de la hora y de la jornada, María Luz se acercó a la Hermana y, mirando el suelo y en un bien fingido susurro sumiso, le preguntó:

-¿Ha sucedido algo con la Señorita Larsson, Hermana?

-Nada que sea de su interés-. Cortó la monja con la sequedad propia de su estilo.

-Lo siento Hermana Candelaria. Que tenga usted buenas tardes.

Pero Luz no esperaba más que silencio, por eso la sorprendió la voz de la monja justo cuando se disponía a abandonar el salón.

-La Señorita Larsson tenía un viaje programado para esta semana. Volverá el próximo miércoles.

-Gracias, Hermana.

No fue el simple hecho de no confiar en la Hermana Candelaria lo que empujó a María Luz a tomar aquella decisión. Fue algo más profundo. Sabía que no regresar a su casa a la hora prevista, y sin informárselo previamente a su madre, era una falta grave, una resistencia a la autoridad.  Pero la decisión estaba tomada. Sentía que debía responder a sus convicciones. No veía las cosas con claridad pero necesitaba atender el impulso que la movilizaba. Hacía varios días que la niebla del miedo se había disipado. Ahora María Luz estaba dispuesta a confiar en sus impulsos y asumir los riesgos. Pero cuando llegó a la estación se le ocurrió una buena idea para no preocupar a su madre -y enfurecer a su padre-.    Fue cuando aguardaba el tren de pie sobre el andén, vestida con su ropa de escuela.

A esa hora del mediodía unas decenas de personas se acumulaban esperando el ferrocarril junto a la boletería, en la parte central del andén. Ella prefirió alejarse unos metros, hacia el extremo de la estación. Desde allí tendría más posibilidades de conseguir algún asiento desocupado cuando arribara la formación. Mientras caminaba lentamente hacia allí, él se aproximó desde atrás y le habló muy cerca de su oído.

-¿Cómo está mi amiguita del tren?

Ella no pudo contener el sobresalto e inmediatamente se volvió sobre sus pies. Se dio cuenta que si el tipo no se hubiese acercado tanto no lo hubiese reconocido. Nunca había visto su rostro, pero ese aliento a menta era inconfundible: el oficinista. Lo miró de frente sin saber qué decir. Para ella era un perfecto desconocido. Semi calvo, cara regordeta y con unos gruesos bigotes. Los ojos vidriosos de mirada punzante la causaron una mala impresión. Pero no tuvo miedo. -¿Nunca más volveré a sentir miedo de los hombres?- Le preguntaría más tarde a la señorita Larsson. –Quizá cuando te enfrentes al amor verdadero, regresen. Crecer es cambiar los miedos.- Le respondió.

-Todos los días te busco, muñeca. Todos los putos días busco esa hermosa trenza colorada cada vez que subo al tren. ¡Yo sabía que se me iba a dar algún día! ¿María Luz, cierto?

-Sí, señor. Tiene usted… buena memoria.

-¿Me recuerdas, no? ¿Aquel viaje en tren, apretados como sardinas…? Tengo grabado cada instante...

-Sí, recuerdo- Luz no pudo evitar sonrojarse y las pecas brotaron de sus pómulos como pimpollos en primavera.

-¡Claro que recuerdas..!- El hombre le pasó un brazo sobre los hombros como si la conociera de toda la vida y, caminando, la invitó a caminar. Ella decidió que era mejor no contradecirlo. Al menos no todavía. Y anduvieron juntos por el andén, abrazados, como tío y sobrina; como padre e hija.

-¿Recién sales de la escuela?

-Sí, es a unas cuadras de aquí.

-Entonces seguro no has almorzado. Y a tu edad hay que alimentarse bien… ¡Este cuerpecito necesita de mucha energía!

-Todavía no almuerzo. Peor mi madre me aguarda con la comida.

-¡Nada de eso!- Lo dijo en un tono divertido pero terminante. –Ahora te vienes conmigo a casa y te preparo un regio almuerzo. ¡Vas a quedar bien llenita, ya vas a ver!

En ese preciso momento percibió que aquel encuentro podría transformarse en un problema, pero su mente permaneció fría y se aferró a una única idea fuerza: Quería llegar a lo de su profesora y nadie ni nada la detendría. Ni su madre, ni su padre, ni un sátiro oficinista.

-Es usted muy amable, señor. ¿Me facilitaría su teléfono para avisarle a mamá? No quisiera que se preocupe por mí.

-Claro, dulzura- Y le tendió gustoso su celular. Era increíble que todo fuera tan sencillo con aquella zorrita. -¿Y qué le vas a decir a mamá?

-Mmm…- Se mordió el labio inferior en gesto pensativo y luego añadió: -¿Que voy a tomar clases particulares a lo de mi profesora de biología?

-¡Cómo me gusta que seas tan inteligente!- Entonces ella cogió el celular y marcó el número de su casa. Se excusó con su madre pero esta solo le recriminó el hecho de no ponerla sobre aviso con antelación. Zanjada la cuestión familiar, había superado el primer escollo.

El regordete nuevo amigo de María Luz se guardó el teléfono en el bolsillo del saco, volvió a coger su portafolios que había apoyado en el suelo, y continuaron caminando lentamente hacia la cabecera del andén.

-Sois una chiquita muy obediente, Luz. Mamá debe estar orgullosa de su hija.

-Mis padres son muy estrictos con la disciplina.

-¿Ah, sí? Y eso está muy bien… Hay que obedecer a los adultos. Y…- Su boca se acercó mucho al lóbulo de la jovencita. –Dime, muñeca… ¿Vas a ser obediente conmigo?

-Sí, señor. Nunca me porto mal. Pero… ¿hacia dónde estamos caminando?

-Vamos a aguardar el tren. Pero es bueno que caminemos para no llamar la atención. La calle está llena de degenerados que se abusan de chicas inocentes, y no quisiera que alguien pensara mal de nosotros.

A Luz le tranquilizó saber que la intención del hombre era abordar el mismo tren que la llevaba a su destino. Eso le daba tiempo para ganar su confianza y luego deshacerse de él de alguna manera, aunque todavía no visualizaba cómo.

-¿Qué vamos a almorzar?- Preguntó con cara de niña hambrienta. –¡Me cruje la barriga!

-Mmmm… No sé. Podríamos pedir algo. Y mientras esperamos el almuerzo, nos damos una ducha caliente para abrir el apetito. ¿Qué te parece?

-¿¡Qué me bañe en su casa!?- A Luz le produjo sorpresa y gracia la propuesta.

-Sí. ¿Cuál es el problema? Somos amigos.

-Bueno, que… no llevo muda de ropa para cambiarme.

Ya casi habían llegado al final del andén.

-¿Y para qué quieres ropa en casa? ¿Si vamos a estar solos tu y yo? Además podemos aprovechar y practicar todas esas cosas que aprendiste sobre la erección, sobre tus zonas sensibles, sobre el semen

María Luz se sorprendió por la memoria de aquel hombre. Ni ella misma recordaba con tanto detalle aquella charla. Pero le pareció que era un buen momento para pasar al frente. Entonces optó por un contraataque agresivo.

-¿Sabe una cosa? Me agrada el sabor de su semen.

-¿¡Qué!?

-Aquel día en el tren… ¿recuerda? El día que viajamos como sardinas en lata. Estábamos tan apretados que por la estimulación del roce usted eyaculó y me manchó toda la ropa con semen…

-Pues claro que lo recuerdo, niña. Lo recuerdo como si hubiese sido hoy.

-Bueno, pues… Cuando llegué a casa me entró la curiosidad y… lo probé. No tenía feo sabor.

Los ojos del oficinista se agrandaban al mismo ritmo que su verga. Siempre había pensado que estas cosas no sucedían en la vida real. Pero desde aquel día en el tren, la putita de la trenza pelirroja se había transformado en una obsesión.

 -¡Mi dios! ¡Tienes el demonio en el cuerpo, niña! Ya vas a ver que es mucho más sabroso recién ordeñado. ¿Te han enseñado como ordeñar a un hombre…?

Entonces, el chirrido de los frenos del tren deteniéndose en la estación con un estruendo largo y agudo, dejó trunca la obscena conversación. Ella le dedicó una sonrisa hermosa mientras asentía con la cabeza. Se mostró llena de entusiasmo por el nuevo plan. Él la miró desorbitado, absolutamente obnubilado por la lujuria que la mocosa la inspiraba; como un cazador que tiene su presa acorralada, que podría matarla con los ojos cerrados sin siquiera apuntar su rifle.

Tomados de la mano subieron al vagón. Ella percibió la humedad de él contra su palma seca. Entonces supo que tenía el control.

No había mucha gente pero tampoco quedaban asientos libres. Algunas personas permanecían de pie aunque viajaban cómodamente. Luz se sujetó de uno de los respaldos y el oficinista se colocó a su espalda. Indudablemente quería recordar viejos momentos. El movimiento natural del tren y de los cuerpos provocó el roce buscado. Luz no demoró en advertir la virilidad de su amigo rozando sus nalgas y se inspiró. Se acomodó de tal forma que su mano suelta comenzó a independizarse sutilmente de los movimientos del ferrocarril, hasta posarse definitivamente sobre la entrepierna del oficinista. El tipo intentó ocultar la acción de la vista de otros pasajeros colocando su maletín a la altura de su cintura. Esto favoreció las intenciones de Luz que pudo obrar más libremente. Pero antes giró levemente su cuello y preguntó con voz de niña curiosa:

-¿Lo puedo tocar por adentro?

El oficinista no respondió, pero el suspiro profundo con un intenso olor a menta fue interpretado como una afirmación.

Luz bajó la cremallera del pantalón con meticulosidad y metió sus cinco dedos dentro de la bragueta. Miró a su alrededor, pero nadie veía nada. Nada parecía llamar la atención de los pasajeros. La carne estaba dura y palpitaba. Cuando bajó el elástico del slip, el troncó del oficinista saltó de su caja de sorpresas. Ella lo aferró entre sus dedos y comenzó a masturbarlo lentamente, al ritmo de la marcha del ferrocarril.

 Cuando el tren se detuvo en la primera estación, la mano se detuvo. Cinco personas subieron al vagón. Dos muchachos de unos veinte años que vestían ropa deportiva y conversaban animadamente sobre el partido de rugby que acababan de jugar, se ubicaron a menos de un metro del maletín que ocultaba la escena. Justo en el momento en que los dedos de la jovencita pelirroja acariciaban los huevos rugosos del oficinista esperando que el ferrocarril retomara su marcha para volver a la faena.

Durante todo el tramo Luz le hizo una paja lenta y rítmica. Tampoco pretendía que el oficinista volviera a acabar sobre su ropa. Cuando la formación comenzó a aminorar la velocidad de su marcha anunciando el arribo a la próxima estación, los dedos de la chica volvieron a buscar los huevos del oficinista que, a juzgar por sus resoplidos, adoraba esa caricia.

-Bajamos en la próxima, muñeca. Así que…

Era el momento.

-No. Usted se baja aquí mismo.- Respondió Luz con la dulzura de siempre.

-¿CómooOOGGH!!?- Quiso saber, desconcertado. Pero la última “o” quedó atrapada en su garganta cuando Luz cerró su puño con fuerza sobre el escroto del tipo, cuya reacción inmediata fue brincar hacia atrás como un resorte. Apenas despegó su cuerpo del de la jovencita, ella soltó un alarido agudo y aterrador seguido de las siguientes palabras:

-¡ASQUEROSO! ¡ME QUIERE VIOLAR!

El oficinista abrió los ojos como platos. Un poco por el dolor, otro por el desconcierto de aquellos alaridos, pero fundamentalmente cuando cayó en la cuenta que todas las miradas de los pasajeros se dirigían a su pene erecto que salía de su bragueta como un títere calvo y ciclópeo asomando del retablo. Las mujeres se tapaban la cara con las manos y los hombres no tardaron en reaccionar. Uno de los rugbyers lo tomó de la solapa del saco y le propino un fuerte rodillazo en los ya malogrados testículos. Una anciana lo castigaba desde su asiento con la cartera mientras que un hombre de mediana edad, con la cara desencajada por la furia, que había cruzado medio vagón en dos zancadas, le asestaba un puñetazo en los riñones:

-¡Podría ser mi hija, degenerado hijo de puta!

Cuando la formación se detuvo, varias mujeres ya se habían acercado a María Luz para brindarle contención y tranquilidad, mientras el hombre de mediana edad y los dos rugbyers bajaban al oficinista del vagón en volandas sin dejar de azotarlo en ningún momento

Mientras el tren retomaba su marcha, María Luz pudo ver desde la ventana que un policía se acercaba al troto hacia el lugar donde lo mantenían inmovilizado. Ella les aseguró a quienes la estaban asistiendo que se encontraba bien. Que gritó cuando el hombre había comenzado a manosearla y a decirle cosas asquerosas al oído. Varias mujeres le ofrecieron acompañarla hasta su casa, pero la muchacha declinó y agradeció gentilmente cada uno de los ofrecimientos, hasta que finalmente llegó a su destino.

Mientras caminaba las cuadras de aquel barrio de casas bajas rumbo a lo de su profesora, María Luz olfateó tímidamente su mano y no pudo desconocer cuánto le agradaba aquel olor. Pensó en el oficinista y sintió pena por él.

Casi llegando a su destino, no pudo evitar lamerse la punta de los dedos.

 

XV

El invierno parecía haber dado tregua por esos días. Pero cuando Luz se detuvo delante de la puerta de la casa de su profesara, y las dudas y las respuestas comenzaron a agolparse en su cabeza, comenzó a sentir frío y piel de erizo.

¿Por qué había tenido el impulso de ir hasta allí si ya había sido informada por la Hermana Candelaria que Lucrecia estaba de viaje? No confiaba en la Hermana ni en ninguna monja pero… ¿Ir hasta allí? ¿Qué buscaba de su profesora? Contarle todo cuanto había sucedido con Tomás… ¡Y con Julián! ¿Contarle qué? Lo de Julián había sido un juego… Después de todo aún seguía siendo virgen. ¿Y eso era tan importante? No lo suficiente. Pero también quería hablarle del amor frustrado, del fracaso de su ilusión. Pero… ¿Había sentido verdadero amor por Tom alguna vez? De hecho, ¿qué era el verdadero amor?

Ante la ontológica simpleza de semejante pregunta María Luz experimentó una leve sensación de vértigo en la boca del estómago. Piel de erizo. Una experiencia que le resultaba familiar pero hacía tiempo no vivía. ¿Temor? ¿Habían regresado los fantasmas? ¿Qué sabía ella acerca del amor? Nada. Al fin y al cabo, la primera vez que llegó a la casa de su profesora de Biología estaba llena de dudas y de miedos, pero tenía una única certeza: amaba a Tomás. ¡Qué absurdo! Aquella vez, junto al nogal de la plaza, él había acariciado su intimidad y ella se había excitado… Aquella misma vez él le había propuesto hacer el amor y ella había aceptado… ¡Ese era el origen de su confusión! ¡Siempre había confundido el sexo con el amor! ¡La señorita Larsson se lo había advertido desde el comienzo! El sexo y el amor eran cosas diferentes. Ahora que sabía algo más acerca del primero, era plenamente consciente de que lo ignoraba todo acerca del segundo. ¿Dictaría su profesora lecciones sobre “amor”? ¿Para eso estaba allí ahora mismo? ¿Aquello había ido a buscar? La idea le resultó absurdamente infantil. Debía volver sobre sus pasos, abordar el tren y regresar a casa. Pero, sin proponérselo, su dedo accionó el timbre.

Por supuesto, nadie respondió. Lucrecia Larsson no estaba en casa. Era hora de marcharse.

Pero su mano bajó el picaporte y la puerta de la casa se abrió.

Todo estaba en calma. Todo estaba claro allí dentro, siempre lo había sentido. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, las dudas y el invierno quedaron del otro lado. Quizá no estuviera la profesora, pero su espíritu se respiraba allí dentro. El crepitar de la leña la atrajo hasta la sala como el canto de una sirena. El fuego estaba encendido y todo estaba en su lugar. Una leve neblina avainillada inundaba el ambiente. La luz de lectura y el fuego del hogar era toda la iluminación de la estancia. Apenas entraban reflejos del día tras la pesada cortina. El sofá de tres cuerpos estaba desierto y el sillón de lectura siempre ocupado por su dueño fiel. La lámpara de pie apuntaba sobre el libro que Conrado sostenía entre sus gruesos y largos dedos. Él levantó la vista y ella le devolvió una mueca de media sonrisa. Suficiente para que él regresara a la lectura. La comunicación se había concretado, solo que ambos se ahorraron las siguientes palabras: -Lucrecia no está. Pero esta es tu casa. –Lo sé. Gracias.

María Luz se dirigió al cuarto de baño y se despojó de todas sus prendas que, como el peinado de marcado aspecto alemán de su profesora, correspondían al mundo exterior. Lugo tomó una bata del armario y se abrigó con ella. Pasó por la cocina y se preparó una taza de té de jazmín. Con ella retornó a la sala y se acomodó en el sofá. El vapor del té se desprendía y se elevaba lentamente de la superficie de la taza en una danza ondulante y se fundía en la nube de humo de tabaco suspendida en el aire. Un espectáculo fascinante. Entre sorbo y sorbo silencioso su mirada iba y venía de la danza sutil del  humo a la danza frenética de las llamas del hogar. Una rutina hipnótica.

Se sentía plena en aquel lugar. Su mente estaba en calma y sus sentidos plenamente perceptivos. ¿Cuál era la magia que fluía en ese sitio?

Mientras bebía un trago de té caliente, su mirada se distrajo en la biblioteca. En un punto específico de la biblioteca. En un libro en particular. El único libro que ella había tomado de allí una vez, aunque sin ánimos de lectura. Luego, como si fuese parte de un libreto y no una mera contingencia, María Luz se puso de pie y caminó descalza hacia él, sobre la gruesa alfombra de lana. No perdió tiempo buscando, revisando y comparando. Tomó aquel ejemplar de lomo ancho que en letras doradas rezaba dos palabras que nunca había escuchado en su corta vida: Boccaccio. Decamerón.

Volvió a acomodarse sobre el sofá; apoyó el libro sobre su regazo y lo abrió por el medio, en cualquier parte. Otra contingencia. Allí comenzaba un capítulo titulado El jardinero del convento. Luz pensó que era un libro sobre monjas y se desilusionó. Pero las primeras líneas del relato cautivaron su atención y lo leyó hasta el final.

Masetto era un joven fornido que, haciéndose pasar por sordomudo había conseguido trabajo como jardinero en un convento. Pero el verdadero interés de Masetto estaba puesto en las bellas novicias que allí vivían. A su vez, las monjitas, sabiéndolo sordo y mudo decidieron probar la fruta prohibida del jardinero. Incluso la madre superiora había accedido tomar los favores del mudo sabiendo que el secreto quedaría bien guardado.

El cuento le resultó la mar de divertido y excitante. Pero al finalizar la lectura, una pregunta capturó sus pensamientos: Si Masetto y las monjas deseaban lo mismo, perseguían el placer… ¿Por qué la satisfacción de ese placer solo pudo concretarse medida por la mentira, por el engaño de la falsa enfermedad del muchacho? ¿Por qué nunca nadie expresaba con claridad sus deseos? Entonces pensó en Don Ignacio y sus artimañas para acceder a los secretos de su cuerpo; pensó en el oficinista y sus juego perverso para abusar de ella… Y también pensó en Tomás… ¿Si Tom quería sexo, por qué le habló de amor?  ¿Por qué no fue claro desde el comienzo? ¿Y si el amor no era más que un engaño, una excusa para satisfacer el deseo prohibido como la mudez del jardinero?

Entonces sintió una fuerte sensación de nostalgia, de vacío. Aquel era un pensamiento oscuro; desolador. Si el amor era una mentira, todo estaba perdido. –La señorita Larsson no pensaría así.- Se aferró a la imagen de su profesora pero no pudo evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas.

Entonces cerró el Decamerón y apoyó el pesado ejemplar sobre el sofá. No supo en qué momento todo se había vuelto tan claro en su mente, pero allí estaba. El sentido de todo se desplegaba ante ella. Se puso de pie y se dejó llevar. Todo se volvió tan absolutamente evidente que no admitía dudas ni razones.

Caminó los breves pasos que la separaban del sillón de lectura. Se sentó en el suelo, a los pies de Conrado. Se acomodó entre sus piernas y apoyó su cabeza contra uno de sus muslos. Cerró los ojos y allí permaneció largos minutos… durmiendo despierta... Podía olerla desde allí. Podía percibir su calor. Luego su mano se deslizó por debajo de la bata del filósofo hasta llegar a aquel trofeo tan precioso. ¡Qué bien se sentía entre sus dedos! Solo hizo falta abrir apenas la bata para que la boa de Conrado quedara a escasos centímetros de su rostro. Le regaló un tierno beso en el tronco, como si fuese la mejilla de un bebé. Luego apoyó toda su cara sobre él y allí permaneció otros largos minutos. Podía percibir el latido de las gruesas venas sobre sus párpados mientras Conrado seguía concentrado en su lectura.

La sensación era inmejorable y el tiempo fue perdiendo consistencia a su alrededor.

En algún momento había comenzado a lamer y el falo había doblado sus proporciones. En algún momento había comenzado a masturbarlo dentro de su boca y él se había aferrado de su trenza mientras interrumpía la lectura. Ella sólo buscó su vista mirando hacia arriba cuando predijo el momento exacto, y allí encontró su mirada. Solo quería transmitirle el siguiente mensaje sin sacarlo de su boca: -Quiero beberla. Entonces él cerró los ojos y liberó la exclusa de aquel caudaloso manantial.

La carne se fue retirando y la esencia fue llenando el espacio. Cuando todo estuvo dentro de su boca, Luz liberó definitivamente a su presa y esperó hasta que se relajara casi completamente. Luego volvió a recostarse sobre él para sentir nuevamente el falo contra su rostro. Allí permaneció largos minutos mientras iba deslizando hacia su garganta, de a pequeños tragos, todo lo que guardaba en su boca.  Satisfecha de aquella deliciosa esencia, en algún momento comenzó a besarlo nuevamente hasta hacerlo crecer. Mientras lo hacía, se preguntó cuál sería la diferencia entre el sexo y el amor. ¿Estaría allí el secreto? Pero, por primera vez en mucho tiempo obtuvo una respuesta que no provenía de la voz de la señorita Larsson: aquella era una dicotomía completamente absurda.

Cuando la columna de Conrado estuvo nuevamente erguida con su leve curvatura hacia arriba, María Luz se puso de pie y dejó caer su bata blanca sobre la alfombra exponiendo completamente sus juveniles dieciséis primaveras ante la mirada inexpresiva del filósofo. Luego se sentó a horcajadas sobre aquel mástil. Con su mano lo dirigió hacia la única entrada virginal de su cuerpo y se dejó caer lentamente sobre él hasta devorarlo completamente. Nunca supo en qué parte del trayecto se despidió de su virginidad, pero cuando sintió toda la masculinidad de Conrado dentro de ella, no hubo más lugar para reflexiones y todos los pensamientos se volvieron banales.

 

La trenza pelirroja de María Luz castigaba con suaves latigazos su espalda desnuda al ritmo de su cabalgata desbocada sobre aquel hombre que la había cautivado desde el primer día con se hermético silencio. Lo demás fueron jadeos y alaridos de placer.

 

FIN

 

 

Gracias lector constante.

SNV

(9,60)