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La cinta

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Traducción del original en inglés "A Tape" aparecido en la página "BDSM Library" y escrito por Razor7826

 

I

 

 

 

La cinta me estaba esperando en casa al volver del trabajo, apoyada en la puerta de mi apartamento y tan solo tres días después de que mi única hija se hubiese ido a la universidad. Al tomarla en mis manos, una nota se deslizo fuera de la caja que la contenía. En la nota leí lo siguiente:

“Reproduce inmediatamente esta cinta y espera instrucciones. Te estamos observando. No hagas ninguna estupidez.”

No había ninguna etiqueta, ninguna descripción, nada más escrito, era una única cinta que marcaría el principio del fin de mi vida tal y como yo la conocía. Posiblemente nada de lo que imaginé en esos instantes me hubiese preparado para lo que me esperaba. Pensé en un primer momento que se trataba de una broma y, todavía, pienso que ojalá lo hubiese sido.

Deslicé la cinta dentro del reproductor de video que hacía tanto que no usaba y me recosté en el sofá. La imagen tardó unos instantes en estabilizarse.

En ella se apreciaba una habitación vacía, sin ventanas, con una pequeña cama en una esquina y un aseo junto a ella. Las paredes grises y el suelo de hormigón señalaban que se trataba de una prisión.

Durante casi un minuto no ocurrió nada. “¡Qué broma es esta!” me dije a mi misma mientras me incorporaba para tomar el mando a distancia. Justo cuando estaba a punto de parar la cinta, sin embargo, empezó la acción.

Una mujer apareció en la esquina inferior derecha del televisor. Llevaba los brazos sujetos a la espalda, pero no podía distinguir como. Vestía unos vaqueros ajustados y una holgada camiseta que me era vagamente familiar. El cabello castaño le caía sobre los hombros en dos anchas coletas. La mujer movía frenéticamente la cabeza de un lado a otro de la habitación examinando los alrededores.

- Tranquilízate, Mónica. Tienes trabajo que hacer.

“¿Mónica? ¿Mónica?” Miré más de cerca la pantalla al tiempo que la chica se volvía hacia la cámara.

Mónica, mi única hija. Un trozo de cinta de embalar le tapaba la boca, pero sus inconfundibles ojos verdes enmarcados por unas gafas con la montura de color púrpura revelaban su identidad.

Un hombre apareció tras ella en la pantalla. Era bastantes centímetros más alto que ella, casi dos metros de alto y con un corte de pelo militar. Una inexpresiva máscara blanca cubría su rostro y su identidad.

Mónica se debatía frenética en una esquina, pero el hombre la agarró de los brazos y la lanzó sobre la cama.

Mi hija se retorcía en la cama, pero el hombre agarró cada uno de sus muslos y la trajo hacia sí. Le desabrochó la cremallera y rápidamente le quitó el pantalón. Adiviné lo que venía después. Mi alma cayó a mis pies cuando me di cuenta de lo que estaba presenciando, lo que los bromistas habían querido que yo viese, la violación de mi única hija. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y salí corriendo en dirección a la cocina para llamar a la policía. Sin embargo, segundos antes de coger el teléfono, este empezó a sonar y yo descolgué.

- ¿Qué pensabas hacer, Sra. Brooks?

- Yo…

- Hablamos muy en serio cuando te decimos que te estamos vigilando. Te estoy viendo jugar con el dobladillo de tu blusa. Y aun no te has soltado el pelo, como sueles hacer normalmente al volver del trabajo.

Recorrí la habitación con la mirada tratando de encontrar la cámara, pero no vi ninguna señal evidente de que me estuviesen espiando. Sin embargo, el mero hecho de que me estuviesen vigilando en todo momento hizo que se me pusiese la carne de gallina al pensar en sus ojos posados sobre cada parte de mi cuerpo.

- ¿Quién es usted? – pregunté enojada.

- Eso no importa ahora. Si haces exactamente lo que te diga, tu hija vivirá lo suficiente como para que puedas verla de nuevo. A partir de hoy deberás visionar todo lo que te enviemos y obedecerás cada orden que te demos. Si alguien se entera de esto, ella muere. Incluso si insinúas que sabes algo, ella muere. Te vigilamos en todo momento. ¿Has entendido?

En el televisor, el atacante de mi hija agarraba sus estampadas bragas de algodón y se las arrancaba, dejando su sexo al descubierto. Grité su nombre y la voz al otro lado del teléfono lanzó una carcajada.

- No puede oírte, Janine. Además, lo hecho, hecho está.

- ¡Monstruos! ¡Devolvedme a mi hija!

- ¿Me estás presionando, Janine? Si nos desafías la mataremos. ¿Quieres eso?

- No… no… - dije tartamudeando y sin poder apartar la mirada de lo que ocurría en el televisor. Su agresor la atravesó con su polla sin dejar de sobarle los muslos y las tetas.

- Bien. Ahora termina de ver la cinta. Una vez que acabe, revisa tu cuenta privada de correo.

- ¿Qué?

- No pienso repetirte mis órdenes, Janine. Adiós.

Paralizada, permanecí con el auricular junto a mi oído a pesar de que mi interlocutor ya había colgado. En la pantalla, el hombre bombeaba su polla en mi hija mientras ella parecía gritar y llorar bajo la mordaza. Quería escapar corriendo al baño, a llorar por la crueldad de lo que veía, pero sabiéndome vigilada por el misterioso hombre, me acerqué más aun al televisor.

Hacía menos de una semana que Mónica había comenzado su primer año de universidad. Sus méritos como la mejor de su clase le permitieron obtener una beca completa en la mejor universidad del estado, donde esperaba obtener su título en Biología. La última vez que había hablado con ella fue la noche del lunes, hacía menos de cuarenta y ocho horas, por tanto, la cinta debía ser reciente, ¿pero cómo de reciente? ¿Había sido advertida ya su ausencia del campus? ¿Nadie se había dado cuenta de que faltaba? Todas estas preguntas se arremolinaban en mi mente mientras veía como la violaban, pero entre todas ellas destacaba una.

¿Cómo puedo salvarla?

Aunque la mordaza silenciaba su voz, juro que podía distinguir sus palabras. Lloraba llamándome, gritando “mamá” una y otra vez, esperando que le brindase la ayuda y protección  que le había dado cada momento, cada día, de sus diecinueve primeros años de vida.

Cascadas de lágrimas resbalaban por mis mejillas al igual que se deslizaban por las de ella. Alargué mi mano hacia el televisor, como si así pudiese ayudarla, pero aquello no era más que una grabación y no había nada que yo pudiese hacer podría deshacer el indigno crimen cometido. Lo único que ahora yo podía hacer era obedecer sus órdenes y rezar por que las cosas no fuesen a más.

En la pantalla, el hombre acabó y se retiró, dejando un reguero de semen entre las piernas de Mónica. Instantes después, la pantalla quedaba en negro. Permanecí arrodillada frente al televisor, todavía en estado de shock por lo que había presenciado. Alguien me estaba obligando a jugar a un juego cruel cuyo premio era la vida de mi hija, pero pasarían semanas y meses antes de que me diese cuenta del verdadero propósito y alcance que había detrás del sadismo de los captores.

Como si estuviese dentro de un sueño, encendí el ordenador y revisé mi cuenta de correo. Como era de esperar, había un mensaje nuevo.

“Janine Brooks:

Como ahora ya sabes, tenemos a tu hija. Harás exactamente lo que te digamos o ella morirá. Si hablas de esto con alguien, ella morirá. Seguirás al pie de la letra cada una de nuestras peticiones o ella morirá.

Te estamos vigilando en casa, en el coche, en el trabajo, donde quiera que vayas. Si vemos algo sospechoso, pagarás por ello.

 El próximo lunes deberás volver a casa directamente después del trabajo y esperarás instrucciones. Nos comunicaremos contigo principalmente a través del correo electrónico, por lo que debes conseguir un portátil para cuando te mandemos nuevas grabaciones. No te molestes en responder los correos. Hemos suplantado la IP y la dirección de origen es falsa.

Tu hija vivirá tanto tiempo como tú nos obedezcas.

No nos defraudes.

P.”

Me dejé caer al suelo llorando de impotencia. ¿Por qué le hacían esto a mi niña? ¿Qué podía motivar a alguien a hacer que una madre contemplase la violación de su propia hija? ¿Era para castigarla? O… ¿era, quizás, para castigarme?

 

 

 

 

 

II

 

 

 

Dos días más tarde, la policía me notificó la desaparición de mi hija. Cuando me preguntaron si conocía cual podría ser su paradero, mentí creyendo a pies juntillas las amenazas de sus perturbados y pervertidos secuestradores.

Las lágrimas corrían por mis mejillas como correspondía a una madre angustiada cuya hija había desaparecido. Quería contarles todo, gritarles cuál había sido el triste destino de mi hija y las perversas demandas de sus captores. Quería pedir ayuda.

Quería misericordia.

Quería volver a ver a mi hija.

Sin embargo, no dije nada y solo supliqué a la policía que me notificasen cualquier avance en la investigación.

Ese fin de semana fue el peor fin de semana de toda mi vida. No importaba lo mucho que intentase concentrarme en el trabajo o en distraerme. Mis pensamientos siempre volvían a la cinta y a los horrores que contenía. El tiempo pasaba lentamente en espera de recibir noticias que sabía no iban a llegar.

El lunes fui a trabajar. La noticia de la desaparición de Mónica se había hecho pública. Mis compañeros desfilaron ante mí transmitiéndome su apoyo. Apoyo que no hacía más que echar sal a la herida de mi silencio, haciéndome caer más y más en un estado depresivo. La pila de papeles de las reclamaciones de seguros que había en mi bandeja de entrada apenas disminuyó ese día.

Justo cuando estaba a punto de marcharme, mi jefa me llamó a su despacho.

- Toma asiento, Janine.

- Discúlpame, tengo prisa. – dije no queriendo infringir la orden que los secuestradores me habían dado.

- Por favor, Janine, será rápido.

Me senté frente a su escritorio en una incómoda silla.

- Sólo puedo imaginar por lo que estás pasando ahora mismo, Janine. Tómate unos días libres. No te preocupes, no te los descontaré de tus días de asuntos propios.

- No. – le respondí con rapidez, dándome cuenta de que tomarme unos días libres sería desobedecer una de las órdenes de los secuestradores. – Por favor, necesito venir a trabajar. No me mandes a casa.

Mi jefa se inclinó sobre su mesa apoyando los codos en ella.

- ¿Estás absolutamente segura de que estás en condiciones de trabajar?

- Sí.

- Está bien, entonces. Solo recuerda que puedes tomarte todo el tiempo libre que quieras cuando lo necesites.

- Gracias, Sarah.- dije. Salí de la oficina y me fui a casa.

 

 

 

*****

 

 

 

Otra cinta me esperaba en el suelo de la entrada, apoyada en la puerta de mi apartamento. A pesar de imaginar los indescriptibles horrores que estarían retratados en ella, me sentí agradecida de que los captores hubiesen cumplido con su parte del trato.

Encendí mi portátil y me senté en el sofá antes de revisar mi cuenta de correo electrónico. Un nuevo mensaje me esperaba, enviado menos de un minuto antes.

“Visualiza la cinta y espera instrucciones.”

Una vez más, en la tele se mostraba, desde una perspectiva superior, una habitación vacía, pero no era la misma habitación de la grabación anterior. Las paredes eran del mismo hormigón aburrido y sin ventanas de la sala de la cinta anterior, pero en esta la cama había sido sustituida por una silla de ginecología.

Un hombre entró en la habitación tirando de una correa tras de sí. En el otro extremo de la correa se encontraba mi hija, desnuda a excepción de un pequeño collar rojo que rodeaba su cuello. Aun llevaba su pelo recogido en coletas, pero mostraba señales de no haber sido lavado en varios días. Sin duda habían pasado varios días entre esta grabación y la anterior.

- Siéntate. – ordenó el hombre. Sin duda no era el mismo hombre que la había violado días antes.

Mónica vaciló y miró al hombre a los ojos antes de ponerse de cuclillas en el suelo.

- ¡Ahí no, puta estúpida! ¡En la silla!

La mujer se levantó y obedeció.

- Piernas arriba.

Una vez más, ella dudó, pero finalmente terminó separando sus piernas y colocándolas en los estribos. Su sexo aparecía ahora rasurado y sus labios vaginales estaban enrojecidos e hinchados a causa de lo que aquellos hombres le habían hecho los días anteriores.

Su cuerpo desnudo me sorprendió. Por vez primera me percaté de lo hermosa que se había vuelto mi hija. Su carácter reservado y estudioso la mantuvo enfocada en sus estudios a lo largo de su adolescencia y, a pesar de mi consejo, nunca quiso salir con ningún chico. Viendo su cuerpo ahora, me di cuenta de que todo era elección suya. Sin embargo, su belleza me asustó, ya que, sin duda, alimentaría las más perversas fantasías de los crueles y oscuros corazones de sus captores.

- ¿Por qué estoy aquí? – preguntó ella.

El hombre le propinó una bofetada como respuesta.

- No se te permite hablar. – dijo mientras le sujetaba los pies a los estribos y luego los brazos a la silla con fuertes correas de cuero antes de salir de la pantalla durante unos minutos.

El ágil cuerpo de Mónica se agitaba en la silla, sin duda temerosa de lo que planeaban hacer con ella. Su miedo se reflejaba en mí mientras esperaba la próxima atrocidad de la que tendría que ser testigo.

El hombre regresó portando una caja de cartón que colocó en el suelo entre las piernas de Mónica. Rebuscando en ella, sacó varios juguetes que depositó en la bandeja de la silla.

Tomó unos consoladores con la mano izquierda y sopesó con la otra una pinza para los pezones.

- Vamos allá. El Señor y la Señora creen que sería bueno continuar ahora con esto.

¿El Señor y la Señora? Por vez primera tenía una pista sobre los captores de Mónica, aunque tampoco me era de utilidad.

Cuando el hombre empujó los dildos en el culo y en el coño de mi hija, me estremecí y aparté mi mirada del televisor incapaz de presenciar la tortura sexual a la que estaban sometiendo a mi hija.

Mi portátil zumbó avisándome de la entrada de un nuevo correo electrónico.

“No desvíes la mirada”

Volví a fijar mis ojos en la pantalla del televisor. Mónica temblaba y gritaba tratando de liberarse de las barras invasoras. El portátil volvió a zumbar de nuevo.

“Hazte un dedo.”

Se me hizo un nudo en el estómago. ¿Se estaban refiriendo a lo que yo creía que decían?

Volví a mirar a mi hija. No había nada erótico en sus gritos. Sin embargo, si quería salvar su vida, tenía que obedecer. Deslicé mi mano derecha bajo el dobladillo de mi falda y comencé a acariciarme por sobre la tela de mi ropa interior. Otro mensaje.

“No es suficiente. Quítate la falda para que podamos comprobar que no estás fingiendo.”

Los maldije para mis adentros mientras me ponía de pie y desabrochaba los cierres de mi negra falda. Esta cayó al suelo dejando al descubierto mis bragas blancas de algodón y mis pantis.

Me recosté cómodamente en el sofá consciente de la gravedad de lo que esos hombres me pedían. Masturbarme frente a la imagen de mi hija, víctima de abusos sexuales, para el perverso placer de nuestros desconocidos captores. Ellos me estaban vigilando, con sus cámaras escondidas por todo mi apartamento, colocadas Dios sabe cuánto tiempo antes del secuestro de Mónica. Ellos querían que me masturbase a pesar de todo.

No me quedaba otra opción. Mi cuerpo sería de ellos, siempre y cuando con ello ayudase a mi hija.

Deslicé mi mano derecha bajo mis bragas y apoyé la palma sobre mi clítoris. Me sentí culpable ante la agradable sensación que me invadió. El autoplacer era un arte y un hobby que hacía mucho tiempo que tenía abandonado. Había dejado que mi sexualidad se marchitase tras la muerte de Eric, cinco años atrás, pero el toque de mi mano sobre mi clítoris me transmitió una sensación placenteramente familiar.

Mi hija lanzó otro alarido cuando el hombre empujó uno de los consoladores aun más adentro.

Perdí la compostura y me puse a llorar.

- Perdóname Mónica, perdóname. – dije entre los hipidos de mi llanto comenzando a frotar mi clítoris.

El efecto fue inmediatamente perceptible. Por primera vez en años comencé a sentir placer físico. Mis pensamientos abandonaron los horribles sufrimientos que estaba padeciendo mi hija y se centraron en mí. En cómo me acariciaba el sexo, primero con suavidad y, pronto, vigorosamente. Me estaba sintiendo a gusto.

Y entonces sucedió. Me perdí en el placer sin importarme nada más. Ni mi soledad, ni mi trabajo ni la terrible situación de mi única hija.

Todo a mi alrededor se desvaneció en la nada cuando alcancé el orgasmo. Fue maravilloso y, por un breve instante, me olvidé por completo del infierno en que se había convertido mi vida. MI cuerpo se sacudió con el clímax. Los jugos fluían de mi coño ensuciando mis bragas sin importarme en absoluto.

“Bien. Nos pondremos en contacto contigo la próxima semana. Siguen vigentes las mismas reglas.”

¿Qué había hecho? ¿Cómo había podido correrme mientras veía a mi hija siendo violada y torturada por unos psicópatas? Nunca, en toda mi vida, me sentí más avergonzada y humillada.

Esa noche, mientras estaba sola en mi cama, asustada de todo cuanto me rodeaba, no pude evitar volver a tocarme. Mi antigua habilidad no había desaparecido y pronto recordé porque yo había sido adicta a ella antes de casarme con Eric.

Me quedé dormida con un ajeno sueño de felicidad, como si mis actuales problemas fuesen solo fruto de una lejana pesadilla.

 

 

 

 

 

III

 

 

 

La difícil situación en la que se encontraba Mónica pesó sobre mi como una losa toda la semana excepto en los breves instantes de autoplacer que me proporcionaban el escape que necesitaba. No tenía a nadie a quien acudir. Ningún amigo o familiar de confianza que me ayudase a salir de este oscuro trance.

Estaba sola.

Cuando llegó el martes, un paquete apareció en la puerta de mi casa. Sin remite. Solo con una diminuta etiqueta con mi nombre, Janine, en una bonita letra cursiva. Lo tomé y lo llevé adentro colocándolo sobre la mesa de la cocina.

La presencia de una caja me asustó. Algo había cambiado en la forma de actuar de los secuestradores y lo único que se me venía a la cabeza eran imágenes de esas innumerables películas que había visto en las que los captores empiezan a enviar partes del cuerpo de las víctimas. Mi corazón entonó una oración mientras trataba de disimular el miedo. Las cámaras me vigilaban y yo no podía dejar que me viesen asustadas.

Sin olvidarme de mis obligaciones, quité la etiqueta y abrí la caja. En el interior, sobre el relleno del embalaje, estaba la cinta. Debajo de ella, un consolador.

No albergaba ninguna duda de lo que pretendían esta vez de mí. Y, de alguna enferma y retorcida forma, me excité aun a sabiendas de lo que me vería obligada a ver.

La pantalla en negro empezó a parpadear. Invade mi alma una sensación de suspense, de cautivante temor que me impide alejarme del televisor. De pronto la imagen se hace nítida revelando el nuevo terror al que someten a mi niña.

Mónica es conducida a gatas a través de indescriptibles corredores de metal oxidado y pintura descascarillada. Era la primera imagen general que tenía de la guarida de los monstruos que destruyeron a mi hija y la mantenían cautiva. Un collar rojo le ceñía el cuello. El pelo le colgaba suelto sobre la espalda y los hombros, ausentes ya las limpias coletas que había lucido la mayor parte de su vida.

- ¡Vamos, perra! Date prisa. – se burló el hombre que tiraba de la correa roja y negra que llevaba sujeta al collar. – Realmente te hace falta aprender a coger el ritmo. Mamá y papá no estarán contentos si no lo haces.

¿Mamá y papá? Las circunstancias que rodeaban el secuestro de Mónica cada vez se volvían más extrañas. Este hombre era nuevo y, aparentemente, se refería a sus padres.

Una familia me había declarado la guerra, pero ¿por qué? ¿Por qué alguien me haría eso cometiendo tantas atrocidades en el camino?

Mi portátil comenzó a zumbar.

“Úsalo.”

Ya sabía lo que tenía que hacer. Miré primero a la pantalla del televisor y luego al consolador rosa que tenía en la mano. Abrí la cremallera de mi falda y deslicé mis bragas muslos abajo exponiendo mi sexo al aire.

En el televisor, Mónica había llegado al final del sucio pasillo. Su verdugo abrió la puerta y la cinta cambia de plano a otra cámara.

La imagen mostraba una habitación mucho más grande que cualquiera de las que vi en los videos anteriores. No sólo estaba mejor iluminada, sino que además también estaba mejor amueblada. Una cama de matrimonio con su lencería completa, una amplia mesa, una cómoda y varias pinturas adornando las paredes.

Un hombre y una mujer estaban sentados en el borde de la cama. El hombre pasaba su brazo alrededor de su compañera y lo reconocí como el hombre que aparecía en el video anterior. Sin embargo, la mujer me era desconocida. Su cabello parecía de un negro casi absoluto que contrastaba, extrañamente, con su pálida piel blanca y su carmín de color rojo oscuro. Tenía un aspecto algo gótico y su atuendo parecía demasiado caro y elegante en comparación con sus compañeros.

- ¿Es ella? – preguntó la mujer.

- Claro que sí. ¿No es linda?

- No, no lo es. Sólo veo a un pequeño y repugnante gusano que se merece todo lo que le va a suceder.

El hombre enmascarado se echó a reír.

- Vamos… - aquí se cortó el sonido. – No tienes necesidad de ser tan dura.

- Hey, esto lo hacemos por… - se volvió a interrumpir el sonido. Se notaba que los secuestradores habían editado el audio para  que yo no oyese nombres. ¿Acaso pensaban que iba a ir a la policía? Nunca traicionaría así a mi hija. Estaba accediendo a todo esto por ella.

- No, me puedo creer que aun no la hayas usado. – dijo él al tiempo que tomaba con su mano la mano de la mujer, atrayendo mi atención sobre sus alianzas de boda. – Esto te importaba a ti más que a mí.

La mujer se volvió hacia el que supuse era su marido.

- Lo sé, lo sé. Pero al verla me entristece saber el motivo por el cual está aquí.

- Está aquí para que la usemos.

- Sabes que ese no es el motivo.

- Confía en mí. Cambiarás de opinión una vez que la pruebes. – dijo el hombre volviéndose hacia el enmascarado que había traído a mi hija mientras palmeaba la cama. – Vamos, tráela aquí.

La conversación arrojó algo de luz sobre las razones del secuestro de Mónica. ¿Existía un propósito más allá de aquel enfermo juego? ¿Por qué ella? ¿Por qué yo?

No deseaba mirar lo que iba a suceder a continuación, una vez Mónica estuviese sobre la cama, ya lo imaginaba. Pero no me quedaba otra opción que acatar sus reglas. Sobre la cama, a cuatro patas, su boca y su sexo quedaban perfectamente expuestos para el uso que aquellos monstruos quisieran darle. Y no tardaron mucho en hacerlo.

 Me sorprendió lo complaciente que Mónica se mostraba. ¿Por qué acompasaba sus movimientos a las embestidas que recibía y chupaba aquella polla con tanto fervor? En cualquier momento podía haber mordido limpiamente a su violador. Sin embargo, no lo hizo. Mi inocente niña engullía la polla que llenaba su boca y movía sus caderas para provocar el máximo placer posible a sus violadores. Leves gemidos escapaban de sus cuerdas vocales, pero no supe distinguir si eran de placer o dolor.

El portátil emitió un pitido.

“Hazlo.”

No me quedaba otra opción. Tome el consolador y lo empujé contra mi coño. Estaba mojada, pero no me había dado cuenta hasta ese momento. ¿Tan bajo había caído para excitarme sexualmente sin importarme cual fuese la circunstancia? Terminé de introducirlo provocándome un ligero gemido.

En el televisor, el pecho de Mónica se balanceaba colgante adelante y atrás mientras era bombeada por ambos hombres sin que ella mostrase ningún signo de resistencia.

Por un breve momento me imaginé que era yo la que estaba en el lugar de Mónica. Qué era a mí a quien los hombres querían, que era yo el objeto que les daba placer. Era un pensamiento desagradable, pero no podía dejar de recrearme en él mientras movía el consolador dentro de mi sexo. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que use uno? Ya ni me acordaba, pero, aparentemente, no había perdido aun la práctica. Hacía más de cinco años que nada parecido a una polla se hundía en mis entrañas. Empujé cada vez más rápido, girando mis manos para ayudar a meter cada centímetro del dildo en mi interior.

En la pantalla, la mujer se unió al juego. Se inclinó sobre Mónica y, deslizando sus brazos bajo el cuerpo de mi hija, le clavó sus uñas en los pezones. Mónica gimió con fuerza, haciendo que una leve sonrisa se dibujase en el rostro de la mujer. Sin duda era una especie de sádica, pues no se explicaba de otra forma la creciente expresión de alegría que mostraba al pellizcar, exprimir y amasar el pecho y pezones de mi hija. Inmediatamente me disgustó su actitud. Los otros, al menos, obtenían placer de sus crueles actos.

La mujer se aseguró todo el tiempo de no interponerse entre Mónica y la cámara. A fin de cuentas, el espectáculo estaba destinado para mí.

Pronto, yo también gemía en voz alta. Agarré el consolador y empujé con más y más fuerza tratando de penetrarme más profundamente. No mucho tiempo después, los hombres se corrían dentro de Mónica mientras yo estaba a punto de lograr el orgasmo.

Mi mente se quedó en blanco. Mi cuerpo se sacudió y sentí mis jugos salpicar golpeando mis muslos y empapando la falda y el sofá bajo ellos.

El verdugo enmascarado se dirigió a la cámara y me envió un saludo. Luego cogió un periódico de la mesa y lo llevó a la cámara.

No comprendí el significado de ese acto hasta que lancé una mirada más atenta a la fecha que aparecía en la esquina superior derecha del periódico. ¡Estaba fechado hacía dos semanas! ¡Solo una semana después de que Mónica desapareciese! Las implicaciones de ello golpearon de repente mi cabeza. La primera era que no tenía ahora pruebas recientes de que aun estuviese viva. En segundo lugar, si la mirada vacía y en blanco que mi hija lucía era solo el resultado de una semana de cautiverio, ¿hasta qué punto habrían cambiado las cosas y qué habrían conseguido hacer de ella en estas últimas dos semanas? ¿Podría Mónica salir de esto conservando su cordura?

La cinta terminó y dirigí mi atención al teléfono. Esperé y esperé durante horas sin que ocurriese nada. Ninguna voz que me atormentase, se burlase de mí o me hiciese saber si mi hija seguía viva.

El miedo me atenazó. ¿Un video de hace dos semanas y sin noticias de los secuestradores? ¿Qué había salido mal?

Volví a mi ordenador y respondí al último correo recibido.

Dirección no encontrada. El origen era erróneo. No había manera de que yo pudiese contactar con ellos.

¿Qué había hecho mal? ¿Por qué no se comunicaban conmigo? ¿Estaba mi hija muerta?

Me dejé caer sobre mis rodillas y lloré.

 

 

 

*****

 

 

 

Las semanas pasaron sin más noticias. La policía seguía informándome de su infructuosa investigación. No tenían ninguna pista. Todo lo que habían averiguado era la circunstancia de su desaparición. Una noche, al volver a casa desde clase, simplemente se desvaneció en la oscuridad. No tenían ningún móvil, aunque barajaban tres opciones. Que se había escapado, que se había ahogado en el río cerca de la facultad o qué había sido secuestrada. Vehementemente me recalcaban la primera hipótesis porque sabían que, para mí, sería la menos traumática.

Yo sabía cual era la verdad, pero no podía decir o hacer nada. A pesar de la tortura a la que mi Mónica y yo estábamos sometidas, se me prohibió hablar de ello, se me prohibió contar a nadie mi situación. Por primera vez en mi vida, me sentí verdaderamente sola.

Mi único consuelo descansaba ahora en aquel falo repugnante. Aquel consolador grueso, rígido y pesado. Detestaba el papel que desempeñaba aquel objeto en mi tortura y en la siniestra historia que acompañaba su llegada, pero no tenía nada más a quien recurrir.

Lo usaba. Todos los días y todas las noches usaba ese trozo de maldito plástico para darme placer. Todos los días y todas las noches era el único que podía aliviar mi mente de la desesperanza que había caído sobre la vida de mi niña y sobre la mía. Muchas veces lloraba mientras lo usaba, pero el placer era lo único que calmaba mi alma dañada.

Sentía vergüenza, me sentía humillada, pero no podía parar.

Había pasado ya un mes desde su desaparición y yo sentía que lo había perdido todo. Mónica era todo para mí desde que Eric murió y yo ya no tenía esperanzas de recuperarla.

De repente, sonó el teléfono.

- Hola, Janine. – dijo una voz familiar.

- ¡Por favor, por favor! – grité al teléfono. - ¡Por favor, díganme que está bien!

La ronca voz al otro extremo de la línea se echó a reír.

- Dejaremos que la veas, si quieres.

- ¡Sí! Sí, haré cualquier cosa por ella.

- ¿Incluso si eso significa renunciar a todo?

No dudé ni un segundo.

- Sí, daría mi vida por volver a verla.

- Mañana a las cuatro de la madrugada. Estate preparada junto al teléfono para recibir más instrucciones.

 

 

 

 

 

 

IV

 

 

 

A las cuatro de la mañana del jueves, yo ya estaba lista para salir. Iba vestida como si fuese a una comida de trabajo, con una bonita falda azul claro y una chaqueta que marcaba mis formas sin que resultase vulgar. Al fin de cuentas, iba a una reunión.

No sabía que me esperaba. Muchas preguntas se arremolinaban en mi mente y no podía aventurar ninguna respuesta para ellas. ¿Quiénes eran los secuestradores? ¿Por qué eligieron a Mónica? ¿Era ella su objetivo final o lo era yo? ¿Qué iban a hacer conmigo? ¿Nos liberarían?

Me senté a esperar en la mesa de la cocina sin apartar mis ojos del teléfono, jugando ansiosa con la correa de mi bolso. Sin embargo, el teléfono no sonaba.

Cuando pasó de las cuatro y cuarto, comencé a preocuparme. Sabía que ellos me estaban observando, pero no dejaba de preguntarme que sentido tenía el que jugasen con mis miedos.

Unos golpes en la puerta me sacaron de mis pensamientos. Descorrí el cerrojo, pero dejando el pestillo de seguridad puesto, y abrí la puerta lo suficiente como para dejar una pequeña rendija que me permitiese ver quien llamaba. Era la mujer pálida del último video.

- ¿Eres Janine? – preguntó.

- Sí.

- Déjame entrar.

Su voz era fría y carente de emoción, como si su papel en el secuestro solo fuese un aspecto de su trabajo. Había algo en ella que me enfurecía y sentí deseos de estrangularla, pero mis ansias de ver de nuevo a Mónica triunfaron sobre mis impulsos violentos. Cerré la puerta, quité el pestillo de seguridad y volví a abrir la puerta.

- Gracias. – me dijo al entrar. Un hombre la seguía algunos pasos por detrás. – Tenemos que recoger algunas cosas antes de poder ver a Mónica. ¿Dónde tienes el portátil y las cintas?

Señalé hacia la parte superior del reproductor de video y a la mesa de la cocina. La mujer se acercó a ellos tomando el portátil con la mano izquierda y las cintas con la derecha. Mientras tanto, el hombre hacía un pequeño recorrido por el apartamento retirando las pequeñas cámaras que con las que me habían estado vigilando durante los últimos meses. Sentí vergüenza al darme cuenta lo obvios que resultaron sus escondites. Entre las plantas, encima de las lámparas del techo, encajadas entre los cuadros y la pared, e, incluso, algunas en mi cuarto de baño y en mi dormitorio. ¿Cómo era posible que no hubiese descubierto ninguna ni siquiera por accidente? ¿Tan poca atención prestaba a lo que me rodeaba? Tal vez eso era lo que me condujo a esta situación.

- Bien. ¿Llevas tu móvil contigo?

Asentí con la cabeza.

- Déjalo aquí.

Salimos de mi apartamento con ellos abriéndome el camino. Apagué las luces y cerré la puerta detrás de mí. Por un instante me pregunté si volvería a ver de nuevo mi apartamento. Sin embargo, era otra mi principal preocupación y ese pensamiento rápidamente se desvaneció de mi mente.

Estacionada en la calle, nos esperaba una furgoneta blanca. Las puertas se abrieron al acercarnos dejándome ver a otro hombre alto y delgado con el pelo oscuro. Este me sujeto por una mano y me metió dentro del vehículo seguida por la mujer y su compañero. La puerta se cerró de golpe.

- ¿Lo tenéis todo? – preguntó el hombre de pelo oscuro.

- Sí. Tres cintas y once cámaras.

- Bien, pongámonos en marcha. – dijo deslizándose de nuevo en la parte delantera de la furgoneta y sentándose en el asiento del conductor. La furgoneta ya estaba en marcha y el motor zumbaba en voz baja.

- Ahora sólo te queda esperar, señorita. – me dijo el hombre rubio que había entrado al apartamento con la mujer. Era más viejo que sus compañeros y en sus ojos había una mirada endurecida. Sujetándome de los hombros me tiró al suelo de la furgoneta.

- Ayúdame con esto, Fiona.

- ¡Hey! – atiné a protestar.

- Estate quieta, puta de mierda. – siseó la mujer de pelo negro. – Por fin vas a pagar por lo que le hiciste a Clarissa.

- Yo no conozco a ninguna… - intenté contestar, pero el hombre rubio metió un trozo de espuma en mi boca, apagando mis protestas. Me habían amordazado. Recordé que mi marido había intentado en nuestros juegos hacerlo algunas veces, pero yo no podía adaptarme a quedarme muda. Me molestaba estar muda, quedarme sin poder opinar. Siempre fui una mujer fuerte y asertiva. Ceder siquiera un poco de mi control era para mi algo degradante y deshumanizador.

El hombre ajustó con fuerza la mordaza dentro de mi boca y la sujetó atándola por debajo de mis orejas. Mi boca se estiró dolorosamente en una amplia sonrisa.

A continuación me hicieron doblarme sobre mi misma, me sujetaron las manos a la espalda con unas esposas, colocaron un collar alrededor de mi cuello y me vendaron los ojos. Hice el resto del viaje a oscuras y en silencio.

 

 

 

*****

 

 

 

No me quitaron la venda de los ojos hasta que estuvimos a cubierto. Todo lo que recuerdo es que la furgoneta aparcó en algún tipo de garaje y que me sacaron de ella haciéndome bajar unas escaleras tirando de una correa sujeta al collar. Me estaban tratando como habían tratado a Mónica, pero ¿hasta dónde llegarían las semejanzas? Comencé a sudar.

Nos detuvimos en una pequeña habitación con paredes de hormigón. No había nada allí salvo un viejo y sucio colchón en el centro de la misma, y un, también viejo, equipo de video conectado a un televisor en una esquina.

- Siéntate. – me ordenó el hombre rubio.

Obedecí, aunque tampoco es que me quedase otra opción. Una vez estuve arrodillada sobre el colchón, la mujer unió una larga cadena al collar de mi cuello y me quitó la mordaza y las esposas.

- Ve a buscar a mamá y papá. – le dijo a su marido.

A partir de ahí lo único que podía hacer yo era esperar. Dentro de poco tendría todas las respuestas que quería y, con un poco de suerte, las tendría con Mónica de nuevo en mis brazos.

Los cerebros que estaban detrás de todo esto llegaron unos minutos más tarde. No tenían el aspecto sádico y monstruoso que yo había imaginado. Era una pareja de cincuentones con algo de sobrepeso que vestían la ropa típica que uno imaginaría en una feliz familia americana acomodada. Él llevaba un espeso bigote en su cara regordeta y ella llevaba su pelo gris suelto hasta un poco más debajo de sus hombros.

- Hola, Janine. – dijo el padre. - ¿Te acuerdas de nosotros?

- No. – respondí. – No los he visto en mi vida.

Me equivocaba. Ambos se miraron el uno al otro con tristeza en sus ojos. De alguna manera, mi respuesta les había decepcionado profundamente.

- Ya veo. – dijo la madre. Se acercó al reproductor de video e introdujo en él una cinta. En la pantalla aparecí yo violándome a mi misma con el dildo que me habían enviado.

- Hace diez años que rechazaste un tratamiento para nuestra Clarissa.

Yo solo podía permanecer allí sentada en silencio mientras aquella mujer me relataba su historia.

- Necesitaba una operación quirúrgica con urgencia pero tú, y la aseguradora para la que trabajas, dijisteis que no. Me dijiste que en el contrato había una clausula “pre-existente” por la cual la operación no estaba cubierta por el seguro. Nadie estaba dispuesto a darnos un crédito, mi familia era demasiado pobre para ello, eran muchos los riesgos como para justificar los costos y complicaciones de la cirugía.

- Yo…

- Hicimos todo lo que estuvo en nuestra mano para negociar con la aseguradora. ¿De dónde podríamos sacar más dinero? Todo nuestro plan de emergencia se basaba en el seguro, que se suponía cubría la mayor parte de las contingencias posibles, pero…

La mujer se echó a llorar.

- Murió a causa de tu decisión.

Ese era un aspecto de mi trabajo en el que no me gustaba pensar. Sabía que Clarissa no era la única persona que había muerto a causa de mis decisiones, pero así es como funcionaba el seguro médico. Rechazar todas las reclamaciones posibles era mi trabajo. Muchas reclamaciones llegaban a mi escritorio todos los días y, barajando todas las evidencias, tengo que tomar una decisión. El expediente de Clarissa había llegado a mi mesa y yo había dicho que no. ¿Y si hubiese caído en otra persona? ¿Qué hubiese pasado si el papel hubiese llevado la firma de alguno de mis compañeros en vez de la mía? ¿Hubiesen secuestrado a la hija de Alan? ¿O al marido de Kelly? ¿Es tan voluble el destino?

Volví a centrar mi atención sobre el televisor. La imagen había cambiado, ahora aparecía yo masturbándome mientras veía la difícil situación en la que se encontraba mi hija, sumergiéndome en el autoplacer para evadir la realidad. ¿Cuán bajo había caído desde que se habían llevado a mi hija?

- Dime, Janine. ¿Te sientes mal por lo que hizo?

- ¡Sí! – dije comenzando a suplicar inmediatamente, sabiendo que esta podría ser la única oportunidad que tendría de influir en la sentencia que había recaído sobre mí.- Sí, me arrepiento de haberlo hecho, ¡pero no tuve más remedio!

El padre hizo una muesca de disgusto y me propinó una bofetada que me hizo caer sobre el colchón.

- Los seres humanos siempre tienen opción.

- Tuve que hacerlo, ¡lo juro!

- ¿Esa es tu mejor escusa? – preguntó la madre. - ¿Tanto te importaba tu trabajo que no podías salvar la vida de una jovencita? Ella tenía toda una vida por delante. También estaba a punto de entrar en la universidad, de tomar el mundo en sus manos antes de que la enfermedad la golpease. Podías haberle salvado la vida, pero le dijiste “no”.

No supe que responder. ¿Cómo podría explicarles el funcionamiento del seguro? Mi firma no hubiese significado nada para algo tan caro, ya que algún superior habría auditado mi informe y lo habría vetado sin dudarlo. Y, aunque en un principio le hubiese dado el visto bueno, sin duda, en una revisión del rendimiento laboral, aprobar algo tan caro me hubiese costado el trabajo. Mi decisión estaba limitada por todos lados. Solo me quedaba voltear la cabeza y llorar.

Habían sufrido tanto por mi causa y ahora estaban decididos a hacerme pagar por ello. ¿Iban a matar a Mónica? ¿La matarían ante mis ojos como, sin duda, hice yo con ellos? Me acurruqué hecha una bola en el colchón y me puse a llorar. Las lágrimas brotaban a raudales a medida que crecían mis temores sobre lo que esos monstruos iban a hacer con nosotras. Su crueldad, ahora lo veía, no nacía del sadismo. Su crueldad era fruto de la venganza.

- Tráela. – dijo el padre. La mujer de pelo negro, la hija sobreviviente, salió de la habitación y regresó minutos después con mi Mónica.

Entró y se quedó clavada con la vista al frente, con sus manos firmemente sujetas a su espalda y con la espalda recta. Sus gafas habían desaparecido y su cabello colgaba como un manto sobre sus hombros, una estampa inusual pera una chica que llevaba coletas desde los siete años. Excepto por alguna pequeña mancha o cicatriz recuerdo de lo que sus captores le habían hecho, su piel aparecía limpia. Llevaba el mismo collar de perro de los videos unido por una correa a la mano de su secuestradora.

Los padres de la mujer permanecían de brazos cruzados mientras esta tiraba de Mónica acercándola a mí.

- Aquí tienes, Mónica. – dijo la mujer de pelo negro. – Alguien nuevo para que juegue contigo.

Mónica le dedicó una amplia sonrisa y se acercó tambaleándose a mí. Me senté sobre mis rodillas y extendí los brazos con ansias de tomarla en un fuerte abrazo amoroso después de tanto tiempo sin verla. Ella siguió acercándose y, con sus brazos, ahora libres, me empujó de espaldas sobre la cama.

- ¿Qué…? – grité perpleja mientras ella seguía sujetando mis hombros con sus pequeñas manos y se sentaba a horcajadas sobre mi cintura. - ¿Mónica?

No respondió a mis palabras. En cambio, se echó un poco hacia atrás y comenzó a soltar, uno a uno, los botones de mi blusa. Comprendí entonces cual era la intención de mis captores. Mi propia hija iba comportarse conmigo tal y como esos monstruos la habían entrenado. Como un juguete sexual. Mi hija quería hacerme complacerme sexualmente.

- ¡Mónica, no! – grité sujetando sus muñecas. No iba a permitir que contaminasen nuestras almas con el pecado del incesto.

- No te resistas, Janine. Vamos a vengar la muerte de Clarissa de una forma u otra. Juega a nuestro pequeño juego o sufrirás un destino diez veces peor que el de Mónica.

Así que ese era su plan. Durante toda una década el sentimiento de injusticia por la muerte de su hija se había apoderado de ellos. Creciendo y creciendo hasta que por fin encontraron el blanco donde descargar su ira. La mujer que había firmado el rechazo de la operación. Yo.

Su hija había muerto y ellos creían que matar a Mónica era demasiado simple. Una venganza demasiado breve e inmediata para de cuyo peso podría llegar a recuperarme algún día. No, ellos querían verme sufrir. No sólo un instante, sino durante todo el resto de mi vida para que así ellos pudiesen sentir algún alivio por la muerte de Clarissa. Y, como veía, la única forma de conseguirlo era destruyendo a mi propia hija y hacer que yo presenciase cada paso del proceso.

¿Pero por qué a través del sexo? ¿Por qué tenían que explorar docenas de antinaturales y perversos fetiches? Quizás eran amantes de las relaciones BDSM a la vez que amorosos padres que mantenían separadas ambas facetas hasta que se arruinaron sus vidas. ¿Podían haber sido una familia normal antes de que la muerte de Clarissa distorsionase su sueño? ¿Cómo pudieron esos padres convencer a sus hijos de que se uniesen a ellos?

La respuesta era simple. Todos adoraban a Clarissa y harían cualquier cosa por vengar su muerte. Su familia estaba todo lo unida que una familia podía estar, encubriendo sin ningún reparo un secuestro y una violación en aras de preservar esa unión.

Me volví hacia Mónica. Su mirada vacía me producía inquietud. A pesar de que su cuerpo era el mismo, notaba que la cosa que se hallaba delante de mí no era mi hija. No, no, no, mi hija era inteligente, alegre, hermosa, el único rayo de luz que iluminaba mi vida tras la muerte de mi marido. Había perdido a mi Mónica.

Le solté los brazos y dejé que la niña continuase con su trabajo. Terminó de desabrochar mi blusa y dejó a la vista el simple sujetador blanco que llevaba bajo ella. Con cada una de sus manos tiró de las copas hacia abajo exponiendo mis pechos al aire frío del sótano. Me sonrojé avergonzada. Hacía años que nadie, salvo mi médico,  veía mis pechos desnudos. Mónica se acercó más a mí acercando su cara a la mía. Su lengua se deslizó en mi boca, que no ofreció resistencia alguna. ¿De qué iba a servir? Lo había perdido todo. Resistirme ahora sólo haría las cosas aun más difíciles.

Su lengua exploró mi boca con una voracidad inusitada, casi agresiva. La Mónica que yo había conocido era tímida. Esta no era ella. Movía y giraba su lengua dentro de mi boca, babeando sobre mis labios, y yo me dejaba hacer. A medida que continuaba me percaté de algo me sucedía. Me estaba mojando.

Me maldije por permitir que mi cuerpo reaccionase de esa manera, pero poco podía hacer para evitarlo. Me sentí asquerosa, sucia, incestuosa y completamente vergonzosa, todo lo contrario a lo que yo creía que era el comportamiento de una noble madre, pero sucedió. Mi ropa interior comenzó a empaparse con mis fluidos.

- Está lista. – dijo el hijo. No podía ver lo que estaba haciendo hasta que lo sentí debajo de mi cintura. Estaba agarrando las bragas, que Mónica había ignorado bajo mi falda, y me las deslizó hasta los tobillos. Apretó algo contra mi sexo y luego lo empujó dentro de mí.

Me faltaba el aire. Era enorme, pero no sabía lo que era. ¿Sería un consolador? Si lo era, sin duda era mayor que cualquiera que yo hubiese usado antes, podía notar cada uno de sus pliegues mientras entraba en mi sexo.

- ¡Ahhhhh! – grité. El objeto me dilataba como nada antes lo había hecho desde que había dado a luz dos décadas antes.

Mónica se levantó un poco, dejándome ver entre sus piernas, la verdadera forma y propósito del objeto. Aquello tenía forma de U, y Mónica, agarrando el otro extremo, se lo introdujo en su coño. Gimió de placer cuando los últimos centímetros del objeto entraron en su cuerpo.

- Mónica, por favor. Sácatelo. – dije, pero ella seguía a lo suyo como si mis palabras careciesen de significado para ella. ¿Acaso sería capaz aun de reconocerme? Sinceramente, ya no lo creía posible.

Mi hija sujetó la base de aquel monstruoso aparato entre nosotros, sosteniéndolo entre sus manos tanto como le era posible mientras se movía hacia atrás y hacia delante para obligarme a sentir el dolor de la brutal penetración. Me hacía mucho daño, pero el placer físico se mezcló poco a poco con el sufrimiento de mi cuerpo y mi mente. ¿Cuántos años hacía que otro cuerpo desnudo se frotaba contra el mío? ¿Cuánto desde que otro ser humano usara mi cuerpo para disfrutar de él? Aunque fuera con mi hija, incluso aunque se trataba de una violación dirigida por mis enemigos, me sentí inconscientemente a gusto.

Pronto se nos unió el hijo. Se había desnudado y montaba a Mónica desde atrás. Su sonrisa se hizo más amplia a medida que su polla se unía al consolador que penetraba su otro orificio, haciendo que el cuerpo de Mónica se frotase contra el mío al ritmo de sus embestidas.

Con Mónica intercalada entre aquel hombre y yo, fui consciente de que ella se había ido para siempre. Aunque le quedasen aun fuerzas para reponerse a esto, jamás volvería a ser la misma. La dulce, inocente y brillante Mónica ya no existía. Había sido reemplazada por la lasciva chica que estaba encima de mí. Ella gritaba y gemía de placer mientras me besaba y lamía la cara, y yo fui incapaz de hacer nada para evitarlo, me quedé allí, inmóvil.

Me corrí. Fue el acto más vergonzoso y humillante de mi vida. Pero me corrí. Violada por mi propia hija.  Ya nada podía ser peor. Luchar contra ellos ahora era ya inútil, pues habían roto mi dignidad y mi orgullo de una forma que jamás podría ser restaurada.

El resto de la familia me contemplaba sin ninguna expresión en sus rostros salvo la satisfacción que mi profanación había reportado a sus vengativas almas.

Mónica continuó cabalgando el enorme dildo hasta mucho después de que yo me hubiese corrido y de que el hombre se hubiese retirado. Cuando al fin se corrió, se dejó caer a mi lado y se quedó dormida, acurrucada, en aquel colchón usado y sucio. En su rostro pude ver la mirada tranquila y serena que yo le conocía. En alguna parte, escondida profundamente bajo un escudo mental que las cicatrices de su tormento le habían obligado a construir, mi Mónica aun estaba viva. No la esclava sexual, no la maniaca, no el monstruo sin sentido que me había violado, sino la hija que yo había amado y protegido durante toda su vida.

 

 

 

*****

 

 

 

Me empujaron a través del pasillo y me metieron en una pequeña celda. De inmediato la reconocí como la habitación en la que habían grabado el primer video que me enviaron. Era muy pequeña y olía a sudor y otros fluidos. No había nada en ella salvo un pequeño lavabo, un inodoro y un catre. Me senté en el borde y descansé mis piernas. Estiré mis brazos recién liberados y el cuello. Por el rabillo del ojo, vi algo colgando en el borde del catre, en un rincón de la celda. Me acerque y lo recogí.

Eran las gafas de Mónica. La gruesa montura púrpura rodeando a las lentes graduadas. Las había elegido ella misma la semana antes de irse a la universidad. Seguramente jamás hubiese imaginado que destino les esperaba. Las bisagras estaban rotas y en el cristal había manchas de semen reseco. Las apreté con fuerza contra mi pecho.

Y, en ese momento, finalmente me rompí.

 

 

*****

 

 

                La trajeron de vuelta a la celda, junto a mí, muchas horas más tarde. Entró sin decir nada. Instintivamente se fue a la cama y se metió en ella, como si yo no estuviese allí. Le hablé, le grité, pero no hubo respuesta.

                Quería abrazarla, protegerla, así que me metí en la cama con ella y la cubrí con mis brazos. Dormimos así, de esa manera, como si ella fuese aun una niña asustada, asustada de los monstruos que acechaban en la oscuridad.

                Pero ahora los monstruos eran reales.

 

 

*****

 

 

                ¿Cuánto tiempo la celda en silencio? La abracé cada minuto que no estuvo en manos de nuestros captores, pero ella nunca decía nada. Mi única hija condenada al mutismo a causa de una brutalidad inmerecida.

                Creo que había pasado ya una semana desde que estábamos juntas cuando ella, finalmente, habló.

                - Mamá – murmuró igual que hacía cuando aun era una niña.

La  abracé aun con más fuerza.

- ¡Oh, Mónica! Tu madre está aquí. Voy a protegerte. Siempre.

- Mamá. – dijo llorando.

Mónica, Mónica, mi dulce Mónica. Ella lo era todo para mí y, aunque no pude evitarle el terrible destino al que la habían empujado mis errores del pasado, al menos podría estar con ella a pesar de todo.

Hago todo lo que puedo para mantenerla a salvo a pesar de l miserable pozo de desesperación en que nuestras vidas han caído. Todo esto es por mi culpa, pero no me atrevo a pedirle perdón. ¿Sabe ella lo que hice? ¿Cómo mi rechazo a una reclamación de un seguro médico hace diez años había desencadenado los acontecimientos? Toda su vida, todo su potencial destruido a causa de mi error. Dedicaré el resto de mi vida a apaciguar su dolor, pero jamás le confesaré mi pecado. Nunca.

Pero, a veces, ella me mira como si lo supiese todo. Cuando esos hombres la están enculando, o cuando la loca y maliciosa mujer de pelo negro la está torturando, tengo la sensación de que lo sabe todo. De que lo sabe todo y que me echa la culpa, me odia y me maldice por el horror que he llevado a su vida.

Y, mientras tanto, las videocámaras siguen grabando nuestro tormento para algún pervertido uso futuro.

 

 

 

 

FIN

 

 

 

(9,78)