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Penitencia grupal

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Extensa y detallada continuación de:

"Olor a sotana"

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Tal como me indicó el sacerdote, ese  viernes yo  estaba sentado en la última fila de bancas de la iglesia, esperando ansiosamente que el cura finalizara su ritual de confesiones.

Lo ocurrido a comienzos de semana me había causado un profundo impacto, una y otra vez recordaba los jadeos del cura mientras yo le chupaba afanosamente y en especial, recordaba con extrema nitidez el momento que su glande pareció crecer dentro de mi boca y luego me inundó un espeso y caliente chorro continuo de semen.

Una y otra vez recordaba esa sensación, me  excitaba muchísimo, inevitablemente caía de nuevo en la tentación de la carne y en la oscuridad de la noche, protegido en mi cama, me masturbaba hasta llenarme la mano con ese mismo líquido espeso, soñando que de nuevo estaba chupando ese miembro grueso y duro.

Mis 12 años de edad me habían hecho entrar de golpe en el despertar hormonal y no podía mantener mis pensamientos apartados de esos intensos recuerdos. Ustedes entonces comprenderán mi ansiedad juvenil  mientras esperaba al final de la iglesia, imaginando mil maneras de volver a hacerlo para que Dios perdonara mis horribles pecados.

Finalmente se abrió la portezuela del confesionario y apareció en cura Javier, que de inmediato miró hacia el fondo de la iglesia. Al verme, levantó una mano y me hizo señas de seguirlo. Yo me levanté prestamente y caminé detrás de él.

- Hola mi niño – me dijo cordial – me alegra que hayas venido.

Yo no me atreví a responder nada, pero orgulloso de provocar alegría en el señor cura. El siguió platicando muy naturalmente:

- Hoy vas a conocer a un querido amigo mío, también sacerdote. Se llama John y debes portarte con él tan bien como lo hiciste conmigo, entiendes? – Yo no entendí el alcance de esa declaración en ese momento, pero durante el resto de la tarde me quedó muy claro a qué se refería el cura Javier. Caminamos hasta la sacristía y entramos a una pequeña oficina. Allí nos esperaba el cura John, sentado en un cómodo sillón. Apenas ingresamos, se levantó del asiento y saludó besando el anillo del cura Javier.

- Monseñor, que honor volver a verle – dijo en voz baja. El cura Javier sonrió satisfecho. El cura John era un hombre de al menos 1,90 de estatura, delgado, de contextura atlética, con un el pelo rubio cobrizo que parecía pelirrojo. Era de veras imponente y tenía un  ligero acento extranjero.

- Vamos todos adentro, querido John – dijo el cura Javier y allí me percaté que detrás del cura John estaba un muchachito de mi edad. Tenía un poco menos estatura que yo, de contextura regordeta con una carita redonda donde destacaban unos ojos grandes color café y una boca pequeña de labios gruesos. Me disgustó de inmediato, porque pensaba que yo era el único niño con los sacerdotes y descubrir que no era así, me hizo detestarlo profundamente. Lo miré por encima del hombro y seguí al cura Javier, que nos condujo a su dormitorio privado.

Luego de cerrar la puerta, el cura Javier se frotó  las manos  de satisfacción y dijo:

- Veo que has traído tu perrito, John – y agregó – como puedes ver yo también tengo un nuevo perrito, muy entusiasta para pecar y para ser perdonado. – Y luego indicando la cama que dominaba la habitación, dijo:

- Vamos  niños, suban a la cama y sáquense la ropa que vamos a hacer penitencia todos juntos. –

El niño que acompañaba a John saltó a la cama de inmediato y me hizo señas que yo hiciera lo mismo. Lo hice de mala gana y observé como el niño se despojaba de sus pantalones y calzoncillos en primer lugar, dejando ver un pequeño miembro que le colgaba entra las piernas. Tenía nalgas grandes y las piernas no tenían vellosidad. Yo no quise ser menos que él y comencé a desvestirme, hasta quedar enteramente desnudo como el otro niño.

El cura Javier se mantenía cerca de mi y John tenía una mano puesta en la espalda del otro niño. El cura Javier me preguntó con severidad:

- Cuéntanos mi perrito, ¿has cometido pecado de la carne? – yo intenté evadir la pregunta pero el cura la repitió con mayor seriedad. Entonces yo asentí con la cabeza.

- Muéstrame como lo hiciste – me ordenó el cura Javier. Yo estaba abandonado a la situación y sin pensarlo más, me tomé el miembro con mi mano derecha y mostré como me masturbaba. Curiosamente, a pesar de mi aparente vergüenza, hacerlo enfrente de todo ellos me resultó muy excitante y mi miembro se endureció de inmediato. El glande quedó mirando hacia el cielo en busca de perdón. El cura Javier aplaudió alborozado:

- Mira John que caliente está mi perrito, míralo como se le puso – e indicaba complacido mi miembro erecto. El cura John sonrió sin disimular su lujuria y se abrió la sotana. Ahí pude ver que no llevaba nada debajo y un rosado miembro enorme asomaba entre los pliegues de tela negra. El cura Javier dijo entonces:

- Muy bien, comencemos entonces las penitencias – y se abrió su propia sotana. Apareció un miembro grueso que yo tan bien conocía y con el que había soñado los últimos días. Lo miré con tal intensidad que el cura Javier lo notó, se acercó a mi rostro y me dijo:

- Anda perrito chúpalo que te mueres de ganas de hacerlo. – Por el rabillo del ojo vi que el otro niño me miraba con curiosidad y yo, para demostrarle que era el favorito, abrí la boca y me lo metí hasta dentro. Instantáneamente el sabor y su olor llenaron mi boca, y me excité tanto que creí que eyacularía con el miembro dentro de mi boca. Succioné ansioso de sentir los estremecimientos del glande. El cura Javier me sacó entonces el pene de mi boca diciendo:

- Calma perrito, cálmate que no quiero terminar esta fiesta sagrada antes de comenzar. – Acto seguido me tomó las caderas y me ubicó en la cama apoyado en manos y rodillas. Se ubicó justo detrás de mí con el  pene ya erecto y goteante sujeto en su mano. Yo aún no sabía que pretendía hacer, cuando  sentí que sus dedos separaron  mis nalgas y el cura trató de enterrar el miembro en mi ano. Yo me quejé de dolor porque estaba tan apretado que no entraba ni un centímetro.

El cura siguió empujando sin conseguirlo, mientras yo me quejaba de dolor:

- Aaaay, me duele padre, me duele mucho padrecito…por favor no más que no entra… -

- Como que no entra – me replicó  el cura Javier – mira a tu amiguito. – Yo levanté la vista y pude ver que el cura John estaba penetrando por el ano al otro niño, que aguantaba con los ojos entornados que el otro cura le metiera ese miembro desproporcionado. Mientras John seguía metiéndoselo, el niño me dijo en voz baja:

- Ábrete, relájate y abre el potito…es rico… - Yo traté de hacerlo y en un momento sentí como un desgarro en el ano y el cura Javier logró ensartarme el glande.

- Ya entró, ya entró – dijo triunfalmente el cura mientras se movía dentro de mí. El cura John le dijo:

- Hagamos cambio de perros, monseñor – a lo que el cura replicó:

- No, mi perrito está muy apretado todavía, déjame abrírtelo y ahí te lo presto, te gustaría perrito? – me preguntó. Yo miré aterrado el enorme miembro que John le enterraba al otro niño hasta el fondo y no respondí. Ellos rieron y el cura Javier siguió insistiendo, escupiendo sobre su glande para facilitar la penetración.

De pronto el cura John dijo:

- Monseñor, le parece que los perritos hagan algo más para nosotros?

- En que estás pensando John? – preguntó el cura Javier.

- Bueno al menos podrían besarse, no le parece? –

- Mmmm, claro que sí John, es buena idea – y dirigiéndose a nosotros dijo:

- Acérquense las caras y dense un beso. El otro niño se acercó aún ensartado por detrás, pero yo no moví de mi lugar. El aproximó su rostro  y yo rápidamente le di un breve beso en la mejilla.

- Nooo - reclamó Monseñor – un buen beso en la boca queremos ver, cierto John?

El niño sonrió pícaramente, entreabrió su boca, se pasó la lengua rosada sobre los labios y me besó.

Creí que había entrado en el paraíso: su beso era tibio, apasionado, sus labios eran suaves y blandos y me acariciaban y chupaban mis propios labios, su lengüita recorría las profundidades de mi boca y me invitaba a usar mi lengua. Dejé de sentir el dolor en el ano y me sumergí en sus besos, nadie nunca me había besado con tal sensualidad y erotismo.

Sin despegar mis labios de los suyos, escuché que el cura Javier  gritaba de placer:

- Mira los perritos John, obsérvalos  como se calientan…que rico –

Ambos sacerdotes disfrutaban de nuestros besos apasionados, el cura Javier finalmente habría logrado vencer la resistencia de mi ano y ahora entraba y salía con más fluidez. Yo podía sentir ahí atrás como el cura llegaba hasta el fondo de mi culito y sus testículos golpeaban contra los míos, pero nada provocaba más placer que esos besos.

Mientras yo estaba ávidamente chupando la deliciosa lengua del otro niño, sentí en mi culito los familiares espasmos del glande de Monseñor y luego sus gemidos de eyaculación. Percibí con claridad el semen que me llenaba el recto y rebasaba por el ano. Por la intensidad de los movimientos, pude darme cuenta que John también estaba acabando dentro de mi amiguito. Separamos las bocas y él se me quedó mirando con renovada coquetería, mientras el cura que lo penetraba dejaba sus últimos rastros de semen en su interior. Casi al mismo tiempo, los sacerdotes sacaron sus miembros de nuestro culito.

- Que deliciosa penitencia – exclamó Monseñor – están libres de pecado una semana entera y la próxima semana los queremos de nuevo acá, cierto que sí John? –

John asintió mientras se recomponía su sotana. Guardó su enorme pene aun goteando semen dentro de su ropaje mientras nosotros nos vestíamos en silencio. Yo estaba un poco avergonzado de haber besado a otro niño con tanto placer y no sabía cómo manejar la situación.

Monseñor nos guio hasta la salida trasera de la sacristía y pronto estábamos caminando en la misma dirección el niño y yo.

- Cómo te llamas – me preguntó

- Arturo – respondí – y tú? –

- Yo me llamo Luis – dijo él y agregó – vas hacia el Parque? – Yo respondí afirmativamente y me dijo:

- Caminemos juntos, yo también voy allá –

Seguimos caminando en silencio, yo avergonzado sin saber que decir. Después de varias cuadras, él se detuvo en una pequeña casa de dos pisos.

- Acá vivo yo – me dijo – quieres pasar un rato?

- No, gracias – repliqué de inmediato, incómodo con la situación.

Entonces él me preguntó:

- No sientes  que estás botando semen por el poto? –

Me di cuenta que tenía razón y sentí el semen que mojaba mis pantalones por dentro.

- Ven – me invitó – acá nos limpiamos… ahora no hay nadie en mi casa – agregó.

Después de una breve vacilación, acepté.

 

Lo que ocurrió allí será motivo de la próxima historia…

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