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La Atalaya (capitulo 14)

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                                                *   *   *   *   *   *

 

A primeros de 1.943, José regresó del servicio militar. De nuevo, gracias a las gestiones de Roberto, eludió hacerla en un batallón disciplinario cómo era habitual, pero no pudo evitar que le destinaran a Marruecos, al Grupo de Regulares de Infantería Tetuán 1. No me voy a extender mucho sobre esta etapa, porque, siguiendo los consejos de su amigo, procuró pasar desapercibido, y lo consiguió. Solo diré que fue duro. En aquella época las distintas unidades militares se ocupaban del entrenamiento de sus reclutas. Las quintas se movilizaban enteras, no divididas en cuatro reemplazos cómo más adelante. En las afueras de Tetuán, a principio de la primavera, se preparaba el campo de entrenamiento que se desmantelaba a principio de verano. A pesar de sus tres años de guerra, un estoico José, tuvo que soportar que le llamaran novato y que le enseñaran a disparar un fusil. Todo lo hizo con una sonrisa a pesar de que por dentro las entrañas se le revolvían. Al final, terminó chapurreando de mala manera el árabe, algo que en el futuro no le sirvió para nada, salvo a la hora de vacilar a los vendedores callejeros marroquíes, que años más tarde inundaron las capitales españolas.

Antes de su regreso a Andújar, su madre, pudo malvender la escuela. Se vio obligada por los rumores de que podían expropiar el edificio. Sin contar con nadie y para no agobiar a Roberto, lo vendió a sus espaldas por 16.000 pesetas. Después, alquilo una casucha a las afueras del pueblo, junto a la carretera del Santuario. Desde allí, sus hijos, a lomos de una vieja mula prestada por Roberto, subían de madrugada hasta la finca dónde trabajaban en diversos cometidos. A media tarde regresaban e inmediatamente pasaban por la escuela de oficios.

Nada más regresar, José pasó a visitar a Roberto. Camino a su casa, se paró en la tumba de su tía y comprobó con agrado que estaba limpia de maleza: sus hermanos se habían ocupado. Se sentó en una piedra y dejó que los recuerdos fluyeran libres: a pesar de todo lo ocurrido desde su muerte, su figura estaba muy viva en su memoria.

—Sabía que estarías aquí, —José giró la cabeza y vio a Roberto que con una sonrisa se acercaba.

—Perdona Roberto, pero…

—No tienes que disculparte, es normal, no te preocupes, —los dos se fundieron en un fraternal abrazo.

—¿Cómo os van las cosas? Mi madre no me ha dicho mucho.

—No me nombres a tu madre que me tiene muy cabreado.

—Lo ha hecho con la mejor intención: no quería poneros en un compromiso.

—No digas gilipolleces: podía haberlo hecho perfectamente.

—Mira Roberto, por favor…

—Ese hijo de puta la ha dado una mierda, ¡joder!

—Déjalo estar, ya está hecho y no hay solución. Por favor, no se lo tengas en cuenta.

—Ya, ya, pero es que me cabrea. Con vuestra situación no estáis para perder dinero de esa manera.

—Y yo te entiendo Roberto, pero por favor, vamos a pasar página.

—Vale. Hay un tema que tengo que tratar contigo. A tu madre no la he dicho nada, porque, aparte de que esta desaparecida para no verme, no creo que este dispuesta.

—¿Por mi padre?

—Así es, —respondió Roberto sentándose en la piedra. José también lo hizo—. Mira, te voy a hablar con sinceridad. Cómo tú sabes muy bien, cuándo conseguí que trasladaran a tu padre a Jaén, también conseguí que su expediente fuera con él. Desde entonces esta… digamos que convenientemente “olvidado” en un cajón de la comandancia militar.

—Si, si, y nunca te lo agradeceré lo suficiente.

—No digas tonterías, puedo decir que le debo la vida a tu padre. El caso es que no podemos tener ese expediente perdido indefinidamente: ya no.

—¿Ha ocurrido algo?

—Dentro de un par de meses, el comandante, un coronel, va a ser ascendido a general: le toca por turno, ya sabes.

—Entiendo. Y del nuevo no sabemos nada.

—Nada, y no solo eso, se rumorea que es posible que cierren la prisión: recuerda que esta en el convento de Santa Úrsula.

—¡Joder! Pues eso no nos interesa, —dijo José con gesto apesadumbrado.

—Hay que sacarle de la cárcel, y pronto: no hay mucho tiempo. Aunque las cosas se han tranquilizado un poco todavía siguen fusilando gente y si aparece ese expediente tu padre puede terminar en la tapia del cementerio.

—¿En qué has pensado?

—Cómo hemos tenido el expediente “desaparecido”, tampoco se ha preparado el consejo de guerra, y eso nos beneficia.

—Claro, pues tú dirás.

—Digamos que el secretario del comandante estaría dispuesto a entregarnos el expediente, a hacer desaparecer cualquier rastro de él y a abrir la puerta de su celda por una “aportación”, ya sabes. No va a ser barato: ya te lo digo.

—Ya me imagino, pero de eso no te preocupes.

—Calculo que serán unas trescientas y pico pesetas más o menos, pero no te preocupes: el dinero no es problema.

—No, no, tu ya te has señalado demasiado con nosotros.

—Tú de eso no te preocupes.

—He dicho que no, y no quiero que intervengas más: dame el contacto que yo me ocupó. Solo faltaba que pasara algo y tuvieras problemas

—¿Y tu madre?

—¿Mi madre? Yo me ocupó de ella, no te preocupes.

—Mira, no te compliques. Yo te doy el dinero…

—No, no. De eso nada.

—Tu madre no va a querer…

—¿Qué no? Te aseguro que si. Hasta ahí podía llegar la historia. Te lo repito: tú de eso no te preocupes.

 

Roberto le puso en contacto con el secretario: un falangista repeinado de fachada al que solo le interesaba el dinero. José estaba seguro de que parte del dinero terminaría en su bolsillo. Una semana después todo estaba hecho, y el comandante, aunque cómo muy bien sabía claramente estaba implicado, se mantuvo en todo momento al margen.

Desde primera hora, José esperaba en las inmediaciones del convento de Santa Úrsula, cómo ya he dicho, uno de los espacios religiosos habilitados cómo prisión en Jaén. Había llegado la tarde anterior con una camioneta propiedad de Roberto y uno de sus hombres de confianza, que conocía a Rafael de la época de los gremios.

A media mañana, un andrajoso Rafael, muy delgado para lo que en él era habitual y con barba crecida, salía por la puerta de la prisión sujetando un hatillo de ropa. Por fortuna no hacia frío y un tibio sol calentaba el ambiente a esa hora de la mañana. Para evitar sorpresas, le había podido hacer llegar una nota en dónde le decía que cuándo saliera del convento se dirigiera hacia el cercano monte. Con disimulo, le siguió por las callejuelas hasta que llegó a la linde de la ciudad. Después de cerciorarse de que nadie les seguían, se acercó a su padre y los dos se fundieron en un abrazo. Rafael no pudo aguantar la emoción y se puso a llorar cómo un niño: tantos años de brutalidades le pasaban factura a un hombre extremadamente pacifico cómo él.

Cuándo se tranquilizaron, José ayudó a su padre a quitarse los andrajos y a vestirse con la ropa que le había llevado. A continuación se dirigieron a la plaza de la Merced dónde el hombre de confianza de Roberto les esperaba con la camioneta aparcada en las inmediaciones. Comieron un poco y con esta cargada con mercancías para la finca, emprendieron camino de regreso a Andújar dónde llegaron un par de horas después. Para evitar miradas indiscretas, fueron a la finca dónde Roberto les esperaba. Allí, pudo bañarse, cambiarse de ropa y cenar algo. Un médico amigo de Rafael y Roberto, le hizo una revisión y le citó para que pasara por la consulta: vio algo que no le gustaba, paro a él no le dijo nada, aunque si lo comentó con José.

—Si ves que no es seguro llevarlo a la consulta, me avisas y yo me acerco a tu casa.

—No te preocupes, yo me ocupó, —dijo José mientras le acompañaba a la puerta—. ¿Cómo esta?

—Débil, deshidratado. ¡Vaya!, cómo era de esperar. Me preocupan sus pulmones: no me gusta cómo suenan, por eso quiero que lo lleves a la consulta. Pero si ves que es peligroso…

—Ya le he dicho que yo me ocupó, no se preocupe.

—Vale José, pues ya nos vemos.

—Y muchas gracias doctor.

 

Con la noche ya cerrada, bajaron en la camioneta a Andújar. Antes de entrar en el pueblo, se desvió rumbo a la casa que ahora ocupaban. Miguel y Paco salieron a recibirlos cuándo oyeron al vehículo aproximarse a la casa. Rafael se abrazó a sus hijos mientras las lágrimas acudían a sus ojos. Nicolasa no salio, permaneció en la cocina terminando de preparar la cena. Mientras estuvieron en Doña Juanita, José le puso al corriente de la situación con ella, por eso no se sorprendió al no verla. Pasaron al interior y el encuentro fue extremadamente frío. Nicolasa le miró con rencor mientras seguía removiendo el guisote que estaba preparando. Sin decir nada Rafael se sentó en la mesa junto a sus hijos.

—¿Quieres cenar ya? —le preguntó Nicolasa sin la más mínima muestra de emoción mientras José llenaba unos vasos de vino.

—No, no, espero a que cenéis vosotros.

—Yo no voy a cenar. Ya esta preparada, cuándo queráis lo decís, —dijo mientras se sentaba en una vieja mecedora y cogía las cosas de hacer punto.

Durante algo menos de una hora estuvo charlando con sus hijos mientras Nicolasa seguía con el punto. Paco se levantó y cogiendo los platos los distribuyo por la mesa mientras José cogía la olla. Su madre hizo ademán de levantarse pero la paró con la mirada y un movimiento de la cabeza. Estaba muy molesto, no podía entender la actitud de su madre: si su padre era culpable de algo, sin duda el también. Los verdaderos culpables eran los intransigentes que había llevado a España a una guerra civil y había asesinado a miles de españoles en cunetas y tapias de cementerios. Era injusto que su madre no lo quisiera ver, mucho más cuándo su marido no había hecho nada a sus espaldas, desde el primer momento sabía su vinculación con el PSOE y lo importante que era para él.

Cuándo terminaron de cenar siguieron un rato más con la conversación hasta que finalmente se fueron a la cama: a las seis de la mañana, los tres hermanos tenían que estar en Doña Juanita para empezar el trabajo. A su padre lo acomodaron en la misma habitación que ocupaban los hermanos, en el camastro de José, que durmió en el suelo. Antes de meterse en la cama, hablo con su madre para que no hubiera problemas. Ya lo había hecho antes, pero quería estar seguro: no quería que en su ausencia pasara algo.

—No te preocupes hijo, ya te dije que no iba a pasar nada.

—Mañana vendré pronto: tengo que llevar a papa al médico.

—¿Comerás aquí?

—No, no, vendré después de comer, además antes tengo que ver al doctor para ver cómo lo hacemos: es mejor que por el momento no se le vea mucho.

—Muy bien hijo, cómo quieras, pero… ya sabes que…

—Lo sé perfectamente madre: no tienes que repetírmelo. Pero te voy a decir una cosa: estás loca si te crees que vamos a poder seguir en Andújar. Lo mejor para mis hermanos es irnos de aquí.

—Pero, ¿a dónde vamos a ir?

—A Sevilla, ya lo he hablado con Roberto. Su casa del paseo Colon esta cerrada y nos la cede mientras encontramos…

—Pero esa casa es enorme…

—¿Y que? Pues ocupamos un par de habitaciones de la planta baja y ya esta.

—¿Y los trabajos?

—Roberto ya esta en eso: tiene un buen amigo allí que nos echara una mano, además, ya me ha encontrado un trabajo.

—Pero no podemos dejarlo todo e irnos.

—¿Dejar?, que tienes que dejar, ¿esta chabola? Aquí no tenemos nada. Además, tú sabes muy bien que a los abuelos no les van bien las cosas, y tarde o temprano…

—Eso no lo sabes.

—Eso si lo sé porque me lo ha dicho el abuelo.

—¿De qué hablas?

—Van a intentar venderlo todo, y luego se van a Madrid con la tía Carmela. Ella ya lo sabe.

—¿Y cuándo me lo iban a decir?

—Pregúntale a ellos, pero a lo mejor tiene que ver con que llevas una temporada que no cuentas con nadie. Y vamos a dejarlo que no tengo ganas de discutir: hasta mañana madre.

—Hasta mañana hijo.

 

Al día siguiente, ya de noche, José y su padre se encaminaron a la casa del doctor que les estaba esperando. Allí le hizo un examen mucho más exhaustivo que el de la tarde anterior. Le extrajo sangre para hacerle unos análisis y le hizo la prueba de la tuberculina.

—¿Cree que pueda tener tuberculosis? —le preguntó José cuándo se lo comunico, mientras su padre se vestía.

—Estoy prácticamente seguro, la prueba es para confirmarlo. En las condiciones que estaba en la prisión, hubiera sido extraño que no hubiera cogido nada.

—¿Y ahora que hacemos?

—Si se confirma, buena alimentación, vida sana y sosegada, y poco más. Y por supuesto nada de fumar.

—¿Medicinas?

—Nada, nada, es tirar el dinero. Sé que fuera de España se está investigando con unos productos nuevos muy prometedores, pero por el momento no hay dada y menos aquí. No hagáis caso de lo que os digan.

—¿A qué se refiere?

—A que en estos días hay mucho hijo de puta ofreciendo remedios milagrosos. Siempre los ha habido, pero en estos momentos proliferan cómo hongos. Es todo mentira.

—¿Y cuanto tiempo…?

—José, no pienses en eso. Creo que no esta muy avanzada la enfermedad: si se cuida puede durar muchos años.

—Por cierto, ¿conoce algún médico en Sevilla? De confianza, ya me entiende.

—Alguno conozco, ¿por?

—Estamos pensando en irnos a Sevilla. Ya sabe cómo están las cosas por aquí.

—Ya, ya. Hacéis bien, aquí no tenéis futuro y con las noticias que vienen de Francia, con los alemanes por todas partes, esto no va a mejorar. Aunque me han dicho que hace un par de meses, los americanos han desembarcado en el norte de África, pero de todas maneras esto va para largo y aquí, con la tontería que hizo tu madre, ya no os queda nada. ¿Cuándo tienes previsto irte?

—En un par de meses.

—Vale, avísame con tiempo, así mando una carta a un médico amigo que tengo en Sevilla, en la zona del Arenal.

—¡Ah! Perfecto, porque en principio estaremos en la casa de Roberto que esta junto a la Maestranza.

—Eso esta en el Arenal. Pues entonces ya esta. Lo dicho: avísame antes.

—No se preocupe.

 

El viaje a Sevilla se retrasó otro par de meses más de lo previsto y no se produjo hasta mayo del 43, fecha en la que los soldados alemanes eran desalojados definitivamente del norte de África y la guerra pasaba a Italia. En ese tiempo, la relación de Rafael y Nicolasa, prácticamente inexistente, se deterioró más, si eso fuera posible. Una vez restablecido, aunque lo de sus pulmones no tenía solución, Rafael comenzó a asistir a reuniones clandestinas y cuándo su mujer se enteró, estalló. A partir de ese momento la ruptura entre ambos fue total, incluso echó a su marido de la casa y tuvo que instalarse en un pequeño cobertizo que había adosado a la casa.

—He tomado una decisión hijo, —le dijo un día Rafael— así no podemos seguir: me voy.

—¿A dónde te vas a ir?

—A Burgos.

—¿A Burgos?

—Tengo un amigo que tiene una academia en la capital y me ha ofrecido trabajo.

—¡Joder padre! ¿Por qué no te vienes a Sevilla…?

—No, no, ya ves cómo están las cosas con tu madre, pero no la culpes, la verdad es que yo tampoco quiero estar con ella, ya no.

—Pero padre, necesitas cuidados…

—Tú de eso no te preocupes.

—¿Cómo que no me preocupe, cómo no me voy a preocupar?

—Hijo, por favor. Mira, me quedan pocos años de vida, y no estoy dispuesto a dejar de luchar: es mejor que estéis lejos de mí.

—Pero padre…

—José, por favor, déjalo.

—¡Joder!, ¿y cuándo te quieres ir?

—En una semana.

—Le diré a madre que te de parte del dinero de la escuela.

—No, no, a vosotros os hará falta en Sevilla.

—Y a ti en Burgos, no te jode.

Una semana después, los tres hermanos despidieron a su padre en la estación de tren de Andújar. Con sus escasas pertenencias en una vieja maleta de cartón atada con una cuerda, y dos mil pesetas en el bolsillo de su chaqueta, subió al tren con destino Madrid dónde enlazaría con el de Burgos. No volvería a ver a sus hijos. Murió doce años después: la aparición de la penicilina le alargó la vida, pero finalmente ocurrió lo irremediable. Durante esos años siguió dando, extraoficialmente, clases de apoyo en la academia de su amigo mientras continuaba con las actividades políticas. Solo la fortuna posibilitó que no le detuvieran en ese tiempo. Cuándo le avisaron, José se trasladó a Burgos a hacerse cargo de sus pertenencias y de su cadáver. Fue enterrado en el mismo Burgos, en un nicho que facilitó su amigo y jefe. Corría el año 1955.

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