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Historia de un idiota

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Alfonso Aguilar era un muchacho de veintitrés años, nacido en Granada y vecino de la capital del Darro; más alto que bajo, pero sin pasarse; escurrido de carnes, aunque sin llegar a ser delgado, era de figura más bien esbelta; de tez morena, ojos y cabello muy negros, resultaba una más que típica estampa de hombre andaluz. Para acabar el retrato, añadir que a tal conjunto adornaba un rostro más agraciado que desagradable.

Hijo de un coronel pasado prematuramente a la Reserva a raíz del famoso “23F”(1), por su más que conocido franquismo, estudiaba derecho en la Universidad de Granada, aunque sus anhelos, para disgusto de su señor padre, iban más por el derrotero de la poesía, por lo que el día más feliz de su vida había sido aquél en que un diario local, de regular difusión, publicó uno de sus poemas, “El Mirador de Lindaraja”, de ambiente morisco. Y es que no sabría decirse si su pasión primera era la poesía o la cultura y toda la cosa árabe en general.

Esa afición por lo morisco devenía en habituales paseos por los palacios, dependencias, patios y jardines de la Alhambra, viviendo en su imaginación, más que soñándolas, eternas aventuras moriscas entre tales escenarios; en ellas, se veía ora el Abencerraje Aben Hamet cortejando a la reina Moraima, esposa del rey Boabdil; ora el rey Muley Hacen requebrando a su bella esclava cristiana, Dª. Isabel de Solís. O, en fin, cualquiera de los gentiles caballeros granadinos, cautivadores de damas y doncellas, que pueblan las novelas moriscas de los siglos XVI al XIX, a las que tan aficionado era el doncel

Andaba el mancebo de novio con una muchachita de nombre Ana María que más era niña que mujer pues a los dieciséis años todavía no llegaba, cuyo infantiloide rostro evidenciaba su cortedad en años, pero que resultaba enteramente angelical irradiando inocencia y candidez, amén de bondad a prueba de infinitas maldades; nariz pequeña, graciosos hoyuelos en las mejillas, labios más gordezuelos que finos y boca ni grande ni pequeña, bien dibujada; cabello rubio cual trigo en sazón que en primorosos rizos le caía, grácil, hasta pelín más abajo de los hombros y ojos azules como el claro cielo de Andalucía.

Pero el cuerpo que a partir del cuello, largo casi cual de cisne, se prolongaba desdecía la infantiloide impresión que su rostro transmitía, pues mostraba unos senos más desarrollados que otra cosa, erguidos y perfectamente redondeados, caderas más bien anchas y piernas que mejor torneadas no podían estar.

Pero sucedió que, un buen día, la muchacha planteó a su novio formalizar la relación en noviazgo de lo más serio y formal, pues la chica andaba ya más que loca por degustar las mieles de la intimidad conyugal; pero así exactamente: Conyugal. Es decir, tranquilamente y con todas las de la ley, bendición del cura incluída, amén del certificado de matrimonio. Claro está que la apasionada mozuela encontró no pocas negativas a la locura que pretendía, pues locura era que ella, con dieciséis años y estudiando bachiller, y su novio Alfonso Aguilar, con 23 y haciendo el último curso de Leyes, se casaran sin más; para empezar, por parte del mismo Alfonso, que veía precipitada la decisión de su novia, mas de poco le sirvió, pues Ana María se lo llevó al “huerto”, (en el buen sentido, que conste) en menos que canta un gallo.

Más peliagudo fue el plantear lo del casorio a D. Manuel Sarabia, padre de la locuela mocita, pero allí estaba Dª Ana María, opulenta y más que cariñosa, amén de comprensiva, mamá de la “interfecta”, a la que su niña de su alma se las pintó sola para “trasteársela”. En fin, que D. Manuel pasó por el aro, y como el papá del “Fonsito”, D. Enrique Aguilar, aunque chinchó lo suyo con que casarse tan jóvenes era de dementes, como era, y desde la infancia, buen amigo del papá de la “novia”, a la que quería casi como una hija, por fin también “tragó”, con lo que el mismo día que la muchacha cumplió los dieciséis años se estipuló fecha de boda para siete meses después, con la licenciatura en Derecho en el bolsillo de Alfonsito.

El tiempo fue pasando con los novios “pelando la pava” y con el paso del tiempo los días, semanas y meses también fueron transcurriendo, hasta una tarde, casi tres meses después, tras dos días de estar la niña Ana María en la Alpujarra con sus padres y su novio solito en la capital del Darro, al bueno de Alfonso le entró la neura por la Alhambra, por largo tiempo no visitada, con lo que tal tarde se puso en marcha hacia allá. Iba ya la tarde de capa caída, a eso de las siete,  cuando el joven estudiante y aspirante a vate arribó finalmente a la ciudad bermeja (Alhambra=Al-Hamra=“La Roja” en árabe) (2) a las siete de la tarde casi pasadas.

Penetró por la Puerta de las Granadas accediendo así al Bosque de la Alhambra. Siguió por el paseo de la izquierda, la antigua “Cuesta Empedrada”, y paseo adelante la Puerta de la Justicia apareció ante su vista. Hasta allí había transitado a través de un ambiente enteramente bucólico al atravesar el paseo un bosque de chopos, sauces, acacias, avellanos y álamos, entreverado de laureles y arrayanes que, recortados, forman setos y figuras que festonean el paseo con sus bancos de piedra alineados a lo largo de sus ambas orillas.

Mientras Alfonso recorría tal sendero  su ambiente inspiraba quietud y tranquilidad al humano espíritu, pues sus silencios sólo eran rotos por el gorjeo de las aves y el más o menos sonoro rumor del agua que, bien caía en cascadas desde lo alto de la Alhambra, bien discurría por las acequias que respondían de la perenne y necesaria humedad para el bosque, de manera que era casi imposible no recordar las estrofas de la transcripción que fray Luis de León hiera al “Beatus Ille” del romano Marco Tulio “Cicerón”: “El agua en las acequias corre y cantan los pájaros sin dueño…”

Franqueó la Puerta de la Justicia y Alfonso se sumergió en un universo de “Las Mil y Una Noche”. Su ánimo varió al momento para sumirse en una forma de misticismo galante y caballeresco; un mundo poblado de caballeros árabes, heroicos guerreros Abencerrajes, galanteadores de bellísimas huríes moriscas, sólo dignas del sublime Edén de Allah, supremo Dios y Señor del Universo.

Su delicada sensibilidad de poeta en ciernes se elevaba por encima del mundo que le rodeaba y que, en tales momentos y bajo el éxtasis que ese misticismo le provocaba, le parecía prosaico, vulgar y mezquino hasta asfixiarle. Se decía: “¿Moriré sin hallar el amor que mi corazón busca ni toda la poesía que mi alma guarda?” “¿Podré, algún día, lograr todo eso en el mediocre y positivista ambiente actual?”

Siguió adelante barbeando a mano derecha el Palacio de Carlos Vº, de renacentista estilo que desentona hasta la estridencia entre el conjunto mudéjar que le rodea, para girar a tal mano cuando alcanzó la esquina del Palacio. Y así, como en una nube de melancólica tristeza, aquél aspirante a maximizado vate del Olimpo poético, advino a los palacios, jardines y patios de la llamada “Casa Real”, las dependencias vinculadas a los reyes nazaríes, accediendo a la oriental belleza del magnífico “Patio de los Arrayanes”, con su estanque rectangular de 34x7m. alimentado por dos fuentes que vierten en el estanque, una a cada lado estrecho y los macizos de mirtos o arrayanes que le rodean más allá de los paseos enlosados en mármol blanco que lo encuadran, y la impresionante “Torre de Comares” en el lado estrecho enfrentado a aquél por cuya puerta entrara al Patio.

Alzó los ojos posándolos en el friso del pórtico que ocupaba, allá junto al techo, y leyó el texto árabe que allí campeaba: “La felicidad y la prosperidad son gracias del Sustentador de las criaturas”. Y se dijo: “Resígnate, Alfonso. Dios no desea que logres cuanto tu alma aspira”. Atravesó el Patio y por el pórtico enfrentado al que ocupara pasó por la “Sala de la Barca”, sin siquiera detenerse, para arribar al “Patio de los Leones”, donde en su tiempo estuvo el “Harem”, las estancias de las mujeres, las concubinas y las esclavas favoritas del rey. Los aposentos del amor, de la voluptuosidad, del sexo…

La mente de Alfonso volvió a poblarse de nobles caballeros árabes y espléndidas odaliscas y sultanas de ensueño. Pero entre todas aquellas imágenes pronto dominó la de la bella entre las bellas, Dª Isabel de Solís, la cautiva cristiana que embrujara al rey Muley Hacen y que al renegar del cristianismo por su amor hacia el rey musulmán tomó el nombre de Zoraya o Soraya, es decir, “Lucero de la Mañana” Esta mítica mujer, que vivió agonizando ya el siglo XV, era el amor inflamado, aunque más bien platónico, de Alfonso desde su más temprana adolescencia, desde sus 13-14 años, nacido y alimentado de sus lecturas arábigo-caballerescas, las novelas moriscas.

En su imaginación la bella se le apareció con angelical rostro en el que brillaban con intensa luz los rasgados ojos, negros cual abismal sima, sus ondulados cabellos, tan negros como los ojos, su cuello largo, de níveo alabastro, adornado por rico collar de perlas, de dos vueltas, si no eran tres, sugerentemente vestida de sedas, tules y gasas transparentes por aquí, semitransparentes por allá, y los diminutos pies enfundados en finas chinelas doradas de polvo de oro…

Cerró los ojos para mejor recrearse en la divina visión que los ojos del alma, del espíritu, tan grácilmente le obsequiaban, soñando ser el amante predilecto de la hurí que robara el corazón del sultán Muley Hacen. Salió del trance con un suspiro y al instante se quedó boquiabierto, pues ante sí vió a la mismísima Isabel de Solís y, además, tal y como la soñara; detrás de ella también estaba su dueño, el también mismísimo sultán Muley Hacen.

Volvió a cerrar los ojos, con fuerza, pues aquello no podía ser verdad ni realidad, sino que su mente todavía  estaba obnubilada por la visión que de tal manera enseñoreaba su alma y corazón. Pero sucedió que no acababa de cerrar los ojos cuando escuchó una voz femenina

Perdone usted, caballero, si con nuestros atuendos le hemos asustado Es que, ¿sabe?; a veces nos gusta disfrazarnos así y vagar por estos patios y salones… ¡Evocan tanto los amores de Dª Isabel de Solís y el rey Muley Hacen…!

De nuevo abrió los ojos, y la imagen seguía allí. Solo que ahora sabía que ni la mujer era su idealizada Isabel de Solís ni el hombre el para él casi mítico Muley Hacen. La mujer rió ampliamente ante la cara que todavía presentaba Alfonso

¡Lo mismo nos creyó usted árabes de ultratumba vagando por sus antiguos aposentos! Ja, ja, ja

¡La verdad, que casi, casi!

Respondió también riendo Alfonso, con lo que, al unirse a las risas el “Muley Hacen”, las carcajadas acabaron por hacerse generalizadas entre los tres. Cuando las risas fueron cediendo y Alfonso empezó a poder hablar de nuevo, dijo

Pues señores, vienen ustedes admirablemente disfrazados. En usted señora, creí ver a la mismísima Dª Isabel de Solís y en usted, caballero, al sultán Muley Hacen… Redivivos los dos…

Y Alfonso volvió a reír con verdaderas ganas, en lo que los dos visitantes le acompañaron con las mismas ganas, si es que no fueron más

Pues no sabe usted lo que sus palabras nos complacen… Ya le diéremos, ya…

Esto lo había dicho el hombre que acompañaba a la mujer. Entonces Alfonso tuvo verdadera oportunidad de mirar bien el disfraz de ambos. La mujer, desde luego, iba magnífica. Un vestido, si tal podía llamársele, a la más refinada moda clásica islámico-oriental de antaño, de la corte de los monarcas nazaríes de Granada, toda cubierta de sutiles sedas, tules y gasas más que transparentes por más de un lugar, que dejaban claramente a la vista piernas y vientre, este último sin ocultar en absoluto, luciendo una piedra preciosa en el ombligo, tapándolo.

Garganta, orejas, muñecas y manos de la mujer lucían también numerosas joyas; collar de perlas de dos vueltas, arracadas, pulseras y anillos… Otra cosa es que fueran de valor o simple bisutería a base de baratas circonitas y otras piedras de inane pecio… En añadidura, ella era sumamente bella hasta casi parecer espléndida y muy joven, de no más de veinte años, lo más seguro… Con porte de mujer de calidad

Por su parte el hombre también lucía señorial y rico atuendo, bastante enjoyado también él y, así mismo, dotado de gran prestancia en su porte. Frisaría los cincuenta años, luciendo noble barba la cual, como el cabello, presentaba no pocas hebras que plateaban ambos medios físicos.

Sin saber ni qué decir, pero deseando imperiosamente proseguir la conversación a fin de mantener el contacto con tan original pareja, Alfonso dijo

De modo que son unos muy originales visitantes de la Alhambra…

Pues no exactamente. A nosotros nos mueve un poco el arte y otro poco el interés. Y usted, seguro, será un curioso visitante de estos lugares…

¡O no! Nada de eso. Yo soy de aquí. ¡Granadino de pura cepa! Suelo pasear por aquí con bastante frecuencia. Me conozco la Alhambra casi mejor que mi casa…

Pues yo, como sultán y señor absoluto de estos palacios, le secuestro a usted ahora mismo para que nos acompañe… Ja, ja, ja

Y yo me entrego a vos, soberana majestad, de mil amores para lo que gustéis… Ja, ja, ja…

Entonces fue cuando el joven Aguilar se perdió irremisiblemente, prendido en la endiablada belleza de aquella mujer, semejanza fiel de la imagen que su mente forjara de la idealizada Isabel de Solís, su amor imposible desde que ni tan siquiera llegara a la adolescencia. Ella era más alta que baja y más estilizada que gruesa, de talle sumamente esbelto; rostro ovalado de deslumbrante blancura y ojos inmensamente negros, rasgados, brillantes cual luceros; labios frescos, rojos como la sangre recién derramada, dejaban entrever tras de ellos sendas hileras de finas perlas…

La pareja de visitantes era de Madrid y padre e hija, Rafael y Alicia Izquierdo. Él era pintor y  estaban en Granada por un proyecto de D. Rafael, como Alfonso le llamaba: Pintar un gran cuadro sobre los esponsales de Isabel de Solís y Muley Hacen en el incomparable marco de la Alhambra.

Cierto que D. Rafael Izquierdo era pintor de cierto renombre, pero eso fue casi cuarenta años atrás, a sus dieciocho-veinte años, pues a los veinte más o menos, se vio multimillonario, en pesetas, claro, al fallecer su padre y heredar su más que apreciable fortuna. “Pasó” entonces de pinceles para dedicarse a la buena vida, derrochando dinero a manos llenas, viviendo cual jeque árabe colmado de petrodólares. Se lio con innumerables mujeres, siendo sonada su relación con una “vedette” francesa, con la que convivió varios años y tuvo a su única hija, Alicia, pero la vedette un día le abandonó a él y a su hija para ir en pos de un magnate americano de ni se sabe qué.

D. Rafael encajó aquello como si nada y siguió con su vida de gran señor, dueño de inacabable fortuna. Así, a Alicia la envía a colegios más que selectos de Francia, Suiza e Inglaterra donde le dieron la refinada educación propia de hijas de la más alta alcurnia, desde grandes aristócratas hasta las más rotundas fortunas, los Bill Gates “and company”…

Pero como de donde continuamente se saca y nunca se mete acaba por secarse, también a D. Rafael Izquierdo el dinero se le acabó agotando. Entonces volvió a pintar, pero su obra ahora no interesó y la miseria empezó a llamar a su puerta. Y así fue cómo se le ocurrió lo del gran cuadro, para con tal obra recuperar el favor popular perdido; el tema lo eligió su hija Alicia, impresionada por entonces con la historia de la cristiana cautiva y cautivadora, merced a acabar de leer la novela de Francisco Martínez de la Rosa, “Doña Isabel de Solís, Reina de Granada”

Pero el conocimiento de Alfonso Aguilar varió por completo tales presupuestos, pues el mancebo abrió para ambos horizontes que creían cerrados. La misma tarde en que conocieran al mancebo, tan pronto quedaron padre e hija solos en el hotel, iniciaron las pesquisas respecto al recién conocido, y aquella misma tarde-noche supieron de él que era vástago de una de las más antiguas y respetadas familias locales, hijo además de un prestigioso abogado de la ciudad. Eso sí, la fortuna de los Aguilar, aunque nada despreciable, tampoco daba para excesivos estipendios. Vamos que un buen vivir, más que un buen pasar sí que aseguraba su peculio, pero de ahí para adelante, más bien que nada.

Así que el objetivo inmediato de padre e hija era común: Conseguir que el Aguilar desposara a Alicia. Pero a partir de ahí los proyectos diferían casi que diametralmente. Para D. Rafael Izquierdo ese matrimonio era, en sí mismo, su meta, pues le aseguraría un pasar digno y tranquilo, que ya a mucho más no aspiraba. Pero Alicia no se conformaba con medianías; ella aspiraba a todo. Mientras estuvo en los más que privilegiados colegios europeos, ella vivía en un mundo feliz, segura de que su padre era más que un potentado. Vamos, que Onassis, ante su padre, un pobrete. Pero cuando volvió a Madrid, junto a su padre, aunque éste intentó ocultarle la triste realidad, ella era sumamente perspicaz e intuitiva y enseguida se dio cuenta de la realidad que su padre trataba de ocultar.

Y el golpe, el desengaño que se llevó fue horrendo. Ella quería seguir viviendo en esa burbuja de lujo y despilfarro a todo trapo; y lograr seguir a tal tren de vida se convirtió en la meta máxima de su vida; su razón de vivir. Era consciente de que su gran activo era su palmito; su belleza, su espléndida figura. Y se empleó a fondo en usar todo eso en aras de su objetivo: Percanzar un marido rico, riquísimo, e influyente. De eso hacía ya más de dos años, pues realmente los veinte años ya no volvería a cumplirlos y a la casa de su padre llegó a punto de cumplir los dieciocho. Más de dos años persiguiendo, inútilmente ese objetivo supremo.

Cuando llegó a Granada con su padre, lo cierto es que venía por entero desilusionada, pues ya desesperaba de lograr lo que soñaba. Durante aquellos más de dos años había tenido cuatro, tal vez cinco novios que respondían a lo que buscaba, pero en todos los casos el resultado había sido el mismo: De casorio, nada de nada. Divertirse con ella, pegarle más de un “revolcón”, más de dos, sí; pero de ahí p’adelante, “nasti monasti”; o sea, nada de nada, en “román paladino”. Entonces se dio cuenta de que, en las altas esferas, el matrimonio es, más que nada, una alianza “inter pares”, entre iguales, para conseguir más riqueza, pues la riqueza es poder. Y ella no era más que la hija de un ser insignificante, que un día tuvo dinero pero que ahora ni un duro.

Así que conocer a Alfonso había reverdecido sus esperanzas. No es que el muchacho, en sí mismo, constituyera objetivo apetecible, pero matrimoniar con él le abriría las puertas de la alta sociedad granadina, y eso serían oportunidades nada desdeñables. Así no sería, simplemente, la hija de Rafael Izquierdo, un Don Nadie paupérrimo, sino la señora de Aguilar, familia respetada de antiguo en Granada. Luego conocer a hombres que se adaptaran perfectamente a sus deseos sería fácil y desbancar a esposas o novias, más sencillo todavía.

Pero claro, el pobre Alfonso de eso ni idea. Para él, Alicia era la absoluta perfección. Era bella hasta tirar de espaldas, pero lo que de ella más le atraía era lo que, creía, de su interior brotaba. Le parecía ingeniosa y una musa del arte; un hada benéfica venida del Parnaso para abrirle las puertas del cielo poético con que siempre soñó. Un ser etéreo llegado para librarle de la mediocridad, el adocenamiento del mundo que le rodeaba. Para Alfonso Aguilar, la “romía”(3), como a veces llamaba a Alicia, era lo opuesto a la vulgaridad, y lo vulgar era lo que él más había odiado desde siempre en esta vida.

En fin, que poco a poco Ana María fue quedando más y más lejana; más y más olvidada, pues en no mucho tiempo los ratos que Alfonso pasaba junto a su todavía novia oficial y formal se fueron distanciando, dominando más los días que con los más inverosímiles pretextos se excusaba de ir a buscarla que los que sí lo hacía. Y cuando él estaba junto a ella, parecía ausente, absorto en pensamientos que su novia no alcanzaba a comprender.

La pobre Ana María ya no encontraba en “su Alfonso” la dedicación ni, por qué no decirlo, el apasionamiento que antes le demostraba, cuando tenía que apartarle las manitas empeñadas en ir más allá de la frontera que la ropa señalaba. Llegó a echar de menos aquellas veces en que ella tenía que, con suavidad, con dulzura, pero con firmeza, ella tenía que frenar esas manos que pugnaban por acariciar su piel desnuda.

Llegó a pensar, temer más bien, si acaso esa suave pero firme resistencia no tuviera la culpa del evidente despego actual por parte de su novio. Y una tarde de las cada vez más escasas que Alfonso pasó a recogerla por su casa para llevarla a pasear por uno de los parques granadinos, ella fue maniobrando de manera que acabaran sentados en un banco de uno de esos estratégicos paseos insistentemente buscados por las parejitas más aficionadas a la solitaria intimidad. Entonces, tras asegurarse la ausencia de testigos, que nadie sería testigo de nada, ella se desabrochó varios botones de la blusa, de manera que quedó a la vista bastante más que el “canalillo” que forman los senos en su principio; luego se lanzó sobre su novio buscando trabar con él el “morreo” más tórrido que los anales “del ramo” recuerden.

Pero se encontró con que su novio, su amadísimo Alfonso, no estaba muy por la labor: Le hurtó la propia boca, impidiendo que ella se le “atornillara” y, tomándola por la parte alta de los brazos, la besó con ternura en las mejillas, las sienes, los ojos… Luego, separándola con suavidad, se levantó del banco diciendo

Anda, levántate. Es tarde y quiero llevarte a tu casa…

¿Qué te pasa Alfonso?... ¿Ya no te gusto…?

No digas tonterías Ana María. Lo que pasa es que tengo cosas que hacer en casa. Encargos de mi padre de última hora…

Ana María le miró largamente, como examinándole. Luego se abrochó los botones que antes se soltara y se levantó, alisándose blusa y falda al hacerlo y se puso a andar al lado de Alfonso, aunque sin prenderse de su brazo como hasta entonces tuviera por costumbre. Caminaron, en silencio, hasta el portal de la muchacha. Al llegar allí, como solía hacer, Alfonso se aprestó a entrar tras su novia para subir un rato con ella al piso y departir unos minutos con Ana María, su madre y su padre, pero ella le detuvo cuando él iba a franquear la puerta

No Alfonso; no subas. Desde hace días, muchos, muchos días, has cambiado… Eres distinto; muy distinto… Ya son casi más los días que no vienes conmigo que los que vienes... Y cuando estás conmigo, realmente no lo estás… Estás ausente; no sé dónde ni con quién, pero allí, donde yo estoy y, conmigo, tú no estás…

Ana María calló; esperó algún momento a que su novio la contradijera… Esperó a que él le dijera lo que estaba deseando oír… Pero Alfonso no dijo nada… Guardó silencio, con la cabeza baja, centrando su vista en el suelo. Al fin ella prosiguió

Adiós Alfonso… Que seas dichoso con… Con quien sea… No vuelvas por casa… No vuelvas a buscarme… Cuando suba diré que he roto contigo… Que se me rompió el amor, como a la Jurado. Se me rompió el amor de tanto no usarlo…

Ana María calló; se acercó a Alfonso, le besó levemente los labios y, dándole la espalda, se dirigió hacia el ascensor Con paso firme y la cabeza alta; erguida; muy erguida Y sin volver la vista atrás ni una sola vez. Alfonso la vio alejarse, llegarse al ascensor y entrar en él. Al momento, cómo el elevador emprendía la subida hacia el piso para enseguida desaparecer de su vista.

Solo entonces abandonó el escalón que daba acceso al portal del edificio. Bajó a la acera y se detuvo un momento; sacó el paquete de tabaco, tomó un cigarrillo y lo encendió. Aspiró el humo, lo exhaló en ingrávidas volutas y rompió a andar. El estado en que se encontraba era contradictorio, pues se sentía, más que feliz, liberado. Libre de ataduras hacia Ana María, libre para poderse casar con la “romía”, esa especie de Isabel de Solís rediviva que para él era Alicia. Y eso le gustaba, le alegraba. Le hacía, sí, feliz, muy, muy feliz

Pero al propio tiempo se encontraba mal; como abrumado Con fuerte remordimiento Sabía que ella, Ana María, lloraría esa noche y bastantes más. Sabía que de él se alejó con el alma rota…destrozada. Sí; sabía muy bien cuantísimo le amaba; cuantísimo le quería. La última prueba de su amor se la acababa de brindar al ser ella quien cortara el nudo Gordiano que él no se atrevía a romper…

Él amaba, sin duda ninguna, a la sultana Alicia, pero a Ana María la quería mucho, pero mucho; si fuera su hermana más no la querría, y hacerle daño, como sabía que le había hecho, le dolía más que si a él mismo se lo hicieran

Pero al final prevaleció en su ánimo el gozo por la libertad recién recuperada; arreció el paso, pero no para dirigirse a su casa sino para tomar el camino de la Alhambra rumbo al hotel que padre e hija ocupaban al pie de la Alhambra, frente a la Puerta de las Granadas.

Allí encontró al padre y la hija, D. Rafael Izquierdo y su más que bella hija Alicia, a la puerta del hotel sentados a una mesa de la escueta terraza que el hotel mantenía ante su puerta, con su sempiterna jarra de cerveza D. Rafael y Alicia disfrutando de una popular Coca Cola.

Se llegó flechado hasta ellos e, hincándose de hinojos ante los dos, les soltó este parlamento

Mi queridísimo D. Rafael. Ante usted me postro solicitándole tenga a bien concederme la mano de su incomparable hija, a fin de hacerla mi esposa; la señora de Alfonso Aguilar. Y a ti, rediviva Isabel de Solís, la insuperablemente bella “Romía”, te suplico humildemente, postrado a tus pies, seas magnánima con este miserable insecto que cada día arde en la brasa de tu cegadora luz, otorgándole la dulce merced de consentir en ser su esposa

Ni que decir tiene que las carcajadas de padre e hija ante tan peregrina por más que cómica escena, debieron resonar hasta en el más apartado rincón granadino, como tampoco hará falta revelar que las denodadas demandas de tan fogoso amante fueron al instante satisfechas, concluyéndose que el anhelado himeneo se celebraría, a poder ser, en no más de dos semanas. Y casi triscando de alegría el joven aspirante a reconocido vate desanduvo el camino hasta su casa.

Aquella noche durmió Alfonso como hacía tiempo que no dormía, arrullado por Amor o Eros, pero al día siguiente las cosas no le pintaron tan felizmente, pues tan pronto como se levantó fue a su padre, D. Enrique, tomando al toro por los cuernos; o, lo que es lo mismo, planteándole el asunto de su más que próximo “casorio”.

Cuando Alfonsito comunicó, y a bocajarro, a su señor padre que en quince días máximos se matrimoniaría, éste, amén de extrañarse un montón, tampoco dejó de alegrarse, pues a Ana María no es que la apreciara, sino que la quería casi como si él la hubiera engendrado, por lo que cuando se cercioró de que lo que su hijo le decía iba más en serio que el Evangelio, más alborozado que otra cosa, habló de telefonear de inmediato a la novia feliz, su querida semi hija Ana María, para darle su “pláceme” y la enhorabuena.

Y ahí fue cuando empezó el “tiberio”, cuando su muy amado vástago le informó de que la elegida no era la hija de su amigo Manuel Sarabia, sino otra dama inmensamente más adorable que su casi ahijada. D. Enrique, primero se quedó de una pieza al escuchar a su hijo, para enseguida inquirir explicaciones al respecto; pero cuando supo que la “más que adorable dama” era una forastera de Madrid, hija de un también forastero de la capital de España y a quienes Alfonsito conociera hacía menos de un mes, de poco no le da una apoplejía.

¡Pero, majadero, más que majadero! ¿Qué sabes tú de esa gente? ¿No te das cuenta de que pueden ser un par de aventureros?...

Si su padre hubiera negado a Jesús Dios, para el cándido Alfonso no hubiera sido mayor blasfemia que esa de dudar de la más que, para él,  probada honorabilidad de padre e hija. Y el enzarzamiento padre e hijo no se hizo esperar, trifulca que acabó con que el impulsivo doncel se fue de la casa paterna dando un sonoro portazo tras de sí.

Alfonso, de inmediato, se refugió en el mismo hotel donde D. Rafael Izquierdo y su hija se alojaban, el “Puerta de las Granadas” exactamente, donde tomó habitación provisional hasta ocupar la suite que se constituiría en tálamo nupcial. Además sucedió que el plazo de dos semanas antes acordado por los nuevosesposos se acortó a poco más de una semana, nueve días exactos, pues por fin el evento tuvo lugar en ese noveno día desde que Alicia diera el dulce sí a su más que enamorado Alfonso Aguilar.

El matrimonio canónico tuvo lugar en el mejor marco que Alfonso podía haber soñado: La iglesia de Santa María de la Alhambra, junto a la Puerta de Los Carros y enfrente del Palacio de Carlos Vº, en la mismísima Alhambra. De la familia Aguilar nadie acudió y de sus amigos dos o tres nada más, entre ellos Paco Garrido.

Este Paco Garrido era la antítesis de Alfonso, pues ser más interesado y materialista que él sería más bien difícil encontrar. Su padre, D. Crispín Garrido, era propietario de uno de los más importantes almacenes mayoristas de comestibles y alimentación de toda Andalucía y hombre más que millonario. De cuna más que baja, a los cinco-seis años andaba detrás de un rebaño de cabras como zagal de su padre, pastor del rebaño que también por esa edad empezara de zagal de su padre,el abuelo del joven Paco.

Al estallar la guerra civil, D. Crispín, con dieciocho años más o menos, se alistó en una bandera falangista con la que hizo toda la guerra. Valiente, fue herido dos veces en combate, condecorado y ascendido a sargento, y no llegó a oficial porque apenas si sabía leer y escribir. D. Crispín no era inteligente pero sí “espabilado” y listo, de esa “listeza” natural tan propia en mucha gente hecha a pasarlas amargas, con lo que cuando tras la guerra llegaron los años del hambre él vió su oportunidad de salir de pobre en el estraperlo.

Se le dio bien, y cuando la hambruna desapareció de España allá por los cincuenta, con las más amistosas relaciones del general Franco con los USA, D. Crispín ya era un hombre más que adinerado, dueño de un modesto almacén de comestibles que le iba viento en popa y que fue prosperando año tras año hasta ser la gran potencia comercial que ahora era.

Alfonso y Paco Garrido se conocieron de bien pequeños y la amistad surgió enseguida. Juntos hicieron las primeras letras, juntos el bachillerato y juntos empezaron la carrera de Derecho, que prontoPaco colgó para ponerse junto a su padre a aprender el negocio familiar que ahora él dirigía con mano firme y espíritu más despiadado aún que su padre. Y este hombre, Paco Garrido, fue el padrino de boda, en tanto que la madrina fue una señora, huésped del hotel, con la que D. Rafael y Alicia habían trabado amistad.

Aquella noche la pasaron Alicia y Alfonso en una suntuosa suite, con hasta hidromasaje en la bañera, saloncito a la entrada y alcoba más adentro. Un ojo de la cara, vamos, pero qué le negaría él a su “romía”… Y a qué decir de lo que la noche fue para el recién casado Que su amada Alicia no solo no le defraudó sino que superó cuantas expectativas guardara respecto a tan señalado momento, la primera noche; la noche de bodas…

Dos días después Alfonso empezó a enterarse de algunos aspectos de la vida que, si bien arto prosaicos y vulgares, también eran insoslayables, como que las cosas que se compran, usan o utilizan, hay que pagarlas; y el corolario al novedoso descubrimiento era que, por más que se le antojara la cosa más vulgar y horrenda del Universo, el dinero era absolutamente imprescindible para vivir.

¿Qué fue lo que le hizo ver la parte más sórdida de la vida? Pues que el encargado del hotel le presentó la minuta de lo hasta entonces consumido. Y la factura fue astronómica, por así decirlo; y es que el hotelero había cargado en su cuenta todo cuanto D. Rafael Izquierdo y su hija Alicia llevaban consumido desde que se instalaron en el hotel, antes incluso de conocerlo. Ni que decir tiene que Alfonso protestó, pues cargarle a él los gastos de la pareja a partir de que ella fuera su esposa tenía un pase, pero que él pagara todo lo que padre e hija consumieran desde su registro en el hotel Pero como el director del hotel le manifestó que tal cosa la había dispuesto su “ilustre” suegro, Alfonso se dio punto en boca, aceptó la más que engrosada cuenta y ni osó decir palabra a su “dulce” esposa, no fuera a incomodarse con su papuchi.

Vamos, que aquella fue la primera, y en la frente, de las muchas que a no tardar tanto recibiría. Pero como también sucedía que, en tales momentos, en el bolsillo más bien que ni blanca, al mancebo no le quedó otro remedio que emprender el camino hacia la denostada casa paterna a fin de que su señor padre le sacara del atolladero; el inmediato de la cuenta del hotel y los que, triste realidad de la vida, después seguro que seguirían, pues ya sabemos que el mancebo había medio despertado del sueño en que hasta entonces viviera, el de hijo de papá, “D. Todo lo Puede”, que de las vulgaridades de la vida no tenía por qué ocuparse, pues ya estaba “papurri” para eso. Pero claro, pronto vislumbró que el nuevo “D. Todo lo Puede” iba a ser él, al tener que ocuparse de su divina esposa. Y, claro está, de su no tan divino suegro

Su padre, D. Enrique, le recibió con marcada frialdad llevándole al despacho, y no al saloncito, para escuchar cuanto su vástago tuviera que decirle, aunque el experimentado padre de sobras y al dedillo, más que imaginarlo, se sabía la embajada que su hijo le traía. Alfonso, nervioso, inseguro y con más temor que otra cosa, expuso a su padre sus cuitas dinerarias, escuchándole su padre atentamente y sin decir palabra.

Alfonso al fin concluyó su parlamento y entonces D. Enrique comenzó a hablar. Y vaya si habló. Vamos, que de dinero, ni un céntimo, con lo que la conferencia, que no diálogo, acabó como el “Rosario de la Aurora”, casi a farolazos, con la reclamación, por parte de Alfonso, de la herencia de su madre, que hasta la fecha formaba parte del patrimonio familiar administrado por su padre y la final cita, para la mañana siguiente, en la notaría, a fin de que D. Enrique traspasara formalmente a su hijo las propiedades maternas, tres finquitas que, la verdad, para mucho no daban.

La transmisión de bienes se efectuó, efectivamente, a la mañana siguiente, más bien temprano pues habían quedado a las nueve, y desde el notario, con un certificado notarial que avalaba la libre propiedad de Alfonso sobre tales fincas pero con las escrituras pendientes de su inscripción en el Registro de la Propiedad, el enrabietado mancebo corrió al banco a fin de hacer dinero efectivo lo recién heredado. Logró, por finales, pesetas contantes y sonantes, aunque con bastante esfuerzo, pues al carecer todavía de escrituras la hipoteca que empezó por solicitar quedó en préstamo personal a un interés bastante más alto que el hipotecario, pero así Alfonso pudo esa misma mañana liquidar la cuenta del hotel.

Salvado aquél primer escollo, la vida de la pareja siguió por el derrotero de las mieles conyugales recién descubiertas, pues las noches compartidas para el novel esposo se hicieron de imperecedero recuerdo. Pasaron así los días, otros ocho o diez, cuando un nuevo mazazo vino a batirse sobre su cabeza a pájaros, en la forma de otro hotelero facturón de tente y no te menees. Y es que eso de vivir en un hotel y, en añadidura, en una suite de dormitorio, salón y baño con hidromasaje, la verdad es que no era moco de pavo. Y eso sin contar con la esplendidez de su admirado suegro que, a cuenta del bolsillo de su yerno, era la mar de generoso con todo quisque que se le acercara, yerno incluido, pues a cada momento que le veía se empeñaba en invitarle. Y sin tampoco contar los mil y un caprichos de su mujer, que le tenía una afición a comprarse trapitos, perfumes y otras fruslerías que para qué las prisas.

En fin, que otra vez se vio en la urgente necesidad de hacer caja pues por segunda vez se veía en bragas, perdón, calzoncillos, ante el peligro. De modo que, como ya antes pasara, volvió a pedir árnica al director de su banco con lo que se repitieron los estira y afloja hasta conseguir que el banquero le ampliara suficientemente el préstamo personal concedido, con lo que la deuda que iba adquiriendo con la entidad empezó a crecer cual bola de nieve pendiente abajo, pues esa primera ampliación tuvo su octava a los no muchos días, cuando él y su adorada Alicia convinieron con una empresa inmobiliaria que su amigo Paco Garrido les presentó, y en la que, casualmente, él era accionista mayoritario, el alquiler de un piso con más trazas de casi mansión que de utilitaria vivienda, otro de los “caprichitos” de su dulce Alicia, con lo que Alfonso engrandeció en proporción “King Sice” el peso de la rueda de molino que se estaba ciñendo al cuello, pues el alquiler valía lo suyo y lo del vecino.

Cuando por fin salieron, acompañados por el amigo Paco Garrido, de la agencia inmobiliaria, Alfonso tuvo la acongojante impresión de que acababa de meterse, de verdad, en camisa de once varas, pues evidente le parecía que aquella especie de mansión le vendría no ya grande, sino kilométrica, pues las mensualidades eran principescas.

En fin, que el novel matrimonio comenzó su andadura en una perpetua luna de miel, pues cada noche que siguió a la primera fue una continua repetición de aquella tan inolvidable, hasta hacerse lo mismo de imperecedera en el recuerdo de Alfonso cada una de aquellas primeras que sucedieron a la nupcial.

Y claro, sucedió que el recién casado vivía en una nube de dicha, obnubilado de felicidad conyugal y claro, todo lo que fuera su insaciable amor transformado en inflamado deseo de su esposa para él no existía. El tiempo en forma de días poco a poco fue desgranándose hasta pasar unos veinte, que fue cuando, junto con su padre, formalizaron la libre disposición de Alfonso sobre la herencia de su madre, al tiempo que D. Enrique le entregaba otro talón que liquidaba los beneficios generados por la heredad de su madre desde su dieciocho cumpleaños: Algo más de cuatro milloncetes de pesetas.

Pero hete aquí que aquél día fue el de la primera “agarrada” digamos importante que mantuvo con su mejer, Alicia, aunque por finales la sangre, todavía, no llegara al río. La cosa fue que, cundo se personó en el banco e ingresó el susodicho talón, se encontró con que el saldo de su cuenta apenas si alcanzaba las doscientas mil pesetas. Vamos, que en el plazo de veinte y muy pocos días, la cuenta le había menguado en casi millón ochocientas mil “pelas” de su alma.

Su primera reacción, amén de estupor, fue que aquello era, sin duda, un error; que el banco se había equivocado tremebundamente. Y, lógico, de inmediato fue a pedir que tal error se subsanara al momento; pero resultó que el banco le dio cumplida justificación de los movimientos de su cuenta, presentándole facturas aceptadas por su dulce esposa y talones librados por él mismo a favor de la misma, pero muchos de ellos endosados por la bella a su padre, D. Rafael Izquierdo.

Facturas millonarias, y de manera literal una de ellas, pues ascendía a poco menos de millón doscientas mil del ala, en mobiliario; los muebles que, nada más instalarse en el cármen junto al Albaicín, adquirió sustituyendo los antiguos muebles de que la casita rural disponía, para él incluso más bonitos que los nuevos, pero que a Alicia le parecían horrendos por demás. El resto eran vestidos, trajes y abrigos, amén de zapatos, perfumes, joyas y demás “chucherías”, eso sí, todo de lo más selecto…

En fin, que quedaba más que claro que entre su amada esposa y su más que respetado suegro, el ínclito divo de la pintura, le estaban saqueando a modo. Ocioso será decir que Alfonsito regresó a casa “con las de Alberi”, presentándole nada más llegar las cuentas que en el banco le facilitaran, pero Alicia ni se inmutó. Con la mayor naturalidad del mundo le dijo que los muebles que compró eran rematadamente buenos y elegantes, por lo que, desde luego resultaron algo caros, pero que qué menos para el hogar de un gran poeta como su marido era, y que tampoco la esposa de semejante gran hombre iba a ir por la calle de trapillo. Y para rematar la faena en dos orejas y salida a hombros, sólo restó la nochecita que le brindó a su maridito, que para él se quedó, pues casi pasa al Guinness de las más placenteras noches conyugales

De manera que Alfonsito quedó más suave que un guante y más manso que un corderito durante otra temporada, esta algo más larga pues llegó a acercarse a los siete meses, con casi ocho de matrimonio, cuando las cosas entre la pareja, hasta entonces más que amorosa, empezaron a torcerse de manera irreversible. Fue cuando el director del banco un día le llamó al móvil para urgirle un rápido ingreso de efectivo en su cuenta, so pena de quedar al descubierto.

El pasmo de Alfonso al recibir tal noticia fue esplendoroso, pues en la cabeza no le cabía cómo Alicia pudo “cepillarse” cuatro millones en siete meses. Claro, que si hubiera estado algo más atento a lo que en su hogar pasaba, habríase percatado de que raro era el día que no arribaba a la casa algún chico de tal o cual tienda, de las más lujosas de Granada siempre, faltaría más, cargado con paquetes de todo tipo; y de algo más, sobre todo últimamente, se hubiera enterado de no estar tan en Babia como estaba…

Ahora sí que entró en casa como un ciclón, echándole a la cara a su esposa Alicia los movimientos del banco, así como los justificantes de los pagos, detallados factura a factura.

¿Se puede saber qué es lo que has estado haciendo?... ¡¡¡Cuatro millones!!! ¡¡¡Cuatro millones te has gastado en siete meses!!! ¿Te crees que el dinero crece en los árboles, o que cada día entra por la chimenea?

Alicia le dedicó una mirada glacial, inmensamente desdeñosa; despreciativa podría decirse, antes de responderle

¿Acaso pretendes que vaya desnuda por la calle?

De ninguna de las maneras, pues si tal hicieras seguro que te llevaban al hospital, por desquiciada…

Nueva mirada de ella, ahora sí que por entero despreciativa

Bueno… ¿Y qué?... ¿Qué quieres que haga?... ¿Qué me vista como una gitana?

Quiero que vivamos de acuerdo a nuestros posibles. Sin que nos falte nada, pero sin dilapidar el dinero a espuertas. Quiero que no me arruinéis entre tu padre y tú, que tal paso lleváis entre los dos. Y, ten en cuenta, que mi ruina sería la tuya…

Eso ya lo veríamos… Que mi clase es muy alta… Más que la tuya…

¿Cómo; que tú, hija bastarda de un pintamonas y una cabaretera, eres de clase más elevada que la mía; la de los Aguilar, que vinieron a Granada con las mesnadas castellanas de los Reyes Católicos?

¡Dios y la que Alicia armó al escucharle! Pero, además, con razón, pues Alfonso se había pasado lo menos siete pueblos con su mujer; claro, que tampoco antes se había quedado tan atrás, pero así y todo… En fin, que la cosa es que Alicia,  pálida como una muerta y con los ojos echando lumbre, le volvió a mirar, pero ahora con infinito desprecio. Se le acercó ligeramente y le escupió en el rostro. Luego, sin dignarse hablar, le dio la espalda y salió de la habitación.

Las hostilidades, desde ese momento, quedaron enteramente rotas, y bien se diría que para los restos. Pero lo malo fue que al momento Alfonso se sintió perdido sin su mujer y al instante corrió tras ella para pedirle perdón. La alcanzó y se llegó a postrar ante ella. Alicia siguió mirándole con marcado desprecio y le dio la puntilla cuando le dijo

¡Levántate desgraciado, y muestra un poco de dignidad!... ¡No eres más que un pelele!... ¡Un pelele que da pena!...

Y sin detenerse un minuto más, siguió, muy orgullosa, hacia el dormitorio. El perdón, por fin, llegó, pero tras de casi un mes de tener Alicia a su marido desterrado del conyugal tálamo, durmiendo, forzosamente, en la habitación de los huéspedes. La paz se negoció pues a ambos les interesaba. A él, porque las noches en su nuevo dormitorio más largas no se le podían hacer, y a ella porque a partir de su huelga de “piernas cerradas” a cal y canto su ya más denostado esposo que otra cosa le había “cerrado el grifo” de la “tela marinera” al retirarle el reconocimiento de firma bancario, con lo que las compras de su alma habían dado en quiebra. Vamos, que llegaron al acuerdo de que él volvería a darle carta blanca bancaria, regresando pues al común dormitorio, y ella cancelaría la dichosa huelga.

Sí, la normal convivencia pareció restablecerse, pero sólo fue eso, parecerlo. Porque, realmente, la cordialidad y formas entre ellos dos desapareció para siempre. Ella, desde luego, volvió a su vida de desenfrenado derroche, pero desengañada ya de encontrar un buen partido entre la “gente bien” de Granada, pues desde que se casaran esas casas habían cerrado la puerta al matrimonio Alfonso-Alicia, por puro desprecio a ella, bien calada por toda esa alta sociedad, que tonta tal gente no suele ser. Y él, desengañado a su vez de la mujer que creyó ser excelsa, acabó por ver lo que realmente eran tanto ella como su padre: Una pareja de vividores.

De manera que, mientras Alfonso añoraba los tiempos apacibles junto a la que fuera su novia, Ana María, cayendo en el inmenso error que cometió al abandonarla, ella se dijo que tenía que aprovechar lo único que por entonces veía a su alcance: Paco Garrido, el amigo de su marido que fuera padrino en su boda. Un asno, sí, pero lleno de oro

Y es que el tal Paco, en especial últimamente, les visitaba con inusitada frecuencia, pues casi todas las tardes se les presentaba en casa a poco de comer sumándose al café de la sobremesa, permaneciendo allí ratos que lo mismo podían ser de poco más de media hora como alargarse a la hora y pico.

Y, como ella de otra cosa no entendería, pero de hombres un rato largo, en un pis pas se percató de que el objeto de tales visitas no era, precisamente, su marido, como él creía, sino ella misma. En un principio ni atención le prestó,“pasando” de él olímpicamente, pero con el paso de los meses, y a la vista del nulo éxito en su empeño de entrar en la alta sociedad granadina, la figura del “palurdo” se le empezó a hacer la mar de atractiva, tanto como su creciente fortuna, con lo que la carita de ángel que empezó a ponerle era de verse y, no menos, la inusitada atención que ponía en su conversación, que antes tan insípida le parecía.

Pero volvamos un instante hacia atrás, al día en que el director del banco le demandó nuevo ingreso en su cuenta corriente, so pena de dejarle en números rojos. Como fácil es imaginar, Alfonsito no tenía ni un clavo con que poder nivelar su cuenta corriente, pero sucedió, felizmente, que por entonces vencía el pago de lo convenido con los medieros que trabajaban sus fincas, con lo que pudo salir airoso de las más imperiosas deudas, las bancarias, y la tranquilidad económica volvió a reinar para él.

Pero, como bien se dice que “la felicidad dura poco en casa del pobre”, la financiera paz duró lo que a su “querida” Alicia la carencia de medios para proseguir el desvalijamiento de los dineros de su cónyuge, que a esas “arturas” de la “peli” ya se había rendido incondicionalmente a la voraz hambruna dineraria de su “dilecta” mujercita, lo que en no demasiado tiempo se tradujo en la hipoteca de todas y cada una de sus propiedades, con las consiguientes rehipotecas según la cuenta mermaba más y más

Pero he aquí que, meses después, y en vísperas de declararse la más absoluta ruina económica de Alfonso Aguilar, vino a producirse un acontecimiento que, como primera providencia, tuvo la fortuna de librar al mancebo de la carga se su señor suegro. El asunto fue que el viejales truhan se ligó a una jovencita del mejor buen ver y escapó con ella de la noche a la mañana, con aquello de que, “Y ahora, que me echen un galgo”

El evento, amén de la delicia de librarle de tan pesada carga, para Alfonsito tuvo otro gozoso aliciente, pues el más que otoñal crápula no se había largado con las manos vacías, sino con las joyas, buena parte del vestuario, abrigos de visón y zorro más modelitos de Dior, Versace, Chanel etc, mayormente, amén de cuanto efectivo guardaba en casa su hija, la “dulcísima” Alicia, que por poco no sufrió una apoplejía triple ante semejante “estocada” Con decir que quedó muda durante casi una semana será suficiente…

Pero de aquél dulce acontecimiento surgió otro que, de momento al menos, no fue tan dulce, aunque a la corta distancia resultó ser bastante más halagüeño que el primero. La cosa es que el viejales D. Juan a quien sedujo fue a la novia de un antiguo y buen amigo de Alfonso, y cuando ya tenían señalada la fecha del desposorio; vamos, que el buen mozo se quedó compuesto y sin novia al pie del altar, como aquél que dice.

Alfonso, la verdad, es que lo sintió mucho por su amigo, Joaquín Ordoñez, pero juzgó más oportuno dejar correr los días antes de acudir a verle y consolarle, por aquello de que, el truhan, a fin de cuentas, era el padre de su esposa, e incluso él los había presentado no tantas semanas antes, pero sucedió que al entrar en un café a los tres o cuatro días vio al atribulado Ordoñez sentado a una mesa. La verdad es que le impresionó, y no poco, el estado en que le vio, bastante más delgado, demacrado y ojeroso. En aquellos días, por su amigo habían pasado años. Se dirigió hacia él, sentándose a la misma mesa y empezó con su plática de apoyo moral

Amigo Joaquín, ya me enteré de tu desgracia. Puedes creerme que tanto mi mujer como yo estamos por entero consternados. Si cabe, Alicia aún más que yo, pues no en balde el malvado es su padre y nosotros os lo presentamos…

Entonces el destrozado Joaquín Ordoñez miró a Alfonso con indisimulado odio en sus ojos, para decir heladamente, como hiriendo a su amigo con gélido puñal

Pues no lo sientas tanto por mí, Alfonso. Al menos, yo no me había casado todavía, en tanto que tú…

Alfonso quedó, de verdad, helado al escuchar la demoledora, por más que velada, alusión de su amigo a la moral integridad de su mujer. Saltó hacia él como impulsado por un resorte, le agarró con ambas manos por las solapas de la chaqueta que vestía y, levantándolo un adarme en vilo, le espetó, más por lo bajinis que a voz en trueno, aunque con tal firmeza y determinación en el tono que claramente invitaba a abstenerse de bromas Ordoñez, más te vale que sepas con certeza lo que acabas de insinuar. Di, claramente, con él en tal momento

por qué has dicho lo dicho; dime todo cuanto sepas, o soy capaz de matarte ahora mismo

El amigo de Alfonso, entonces no tan amigo, se arredró al punto ante la expresión de Alfonso, en absoluto tranquilizadora, por lo que, atarugándose un tanto al hablar, dijo

Lo que todo el mundo en Granada sabe y comenta: Que tu mujer te tiene bien coronado, y no precisamente de laurel, con tu amigo Paco Garrido. No lo sabías, ¿verdad? ¡Bienvenido al club de “Los últimos en enterarse”! Lo siento por ti, amigo

Joaquín Ordoñez, libre de las manos del maltrecho Alfonso desde que le soltó lo de su “coronación” se levantó con marcada lentitud de la silla que ocupaba, dejó unas monedas sobre la mesa, el importe de su consumición, y, poniendo una mano en el hombro de Alfonso, despejados ya todos los nubarrones que segundos antes pesaran entre los dos, dijo  a su, nuevamente, amigo del alma

No te apenes demasiado, Alfonso; no merece la pena. Ninguna mujer lo merece. Al final, todas unas zorras… Unas meretrices…

Por la boca de Ordoñez, joven poco dado a la maledicencia, no hablaba más que el resentimiento que entonces le dominaba. Y tal resentimiento fue el responsable de que quisiera hacerle daño a su amigo. Simplemente, quiso que, de verdad, supiera cómo se sentía él; pero cuando le vio derrumbarse tras de que él le revelara el gran secreto de su mujer, Alfonso volvió a ser su viejo amigo y condiscípulo en la carrera de leyes. Es más, el sentimiento amistoso que a él le unía se reforzó por este otro, nuevo, de socios del mismo club, el de los “astados” o “cornúpetas” y como tales hasta hermanados.

Joaquín Ordoñez se alejó de Alfonso dirigiéndose con paso firme, y más bien vivo, a la puerta, por la que al momento desapareció, en tanto su amigo Aguilar quedaba allí, sentado a la mesa, las manos cubriéndole la cara y sin saber si sollozaba o simplemente estallaba en sorda rabia interior. Aunque si hemos de ver la verdad, lo que dentro de Alfonso había era rabia, odio. Inmensa rabia, inmenso odio de orgullo herido. Orgullo de hombre, orgullo de macho… Orgullo de hombre, de macho, burlado. Pero nada que afectara a sus afectos, porque éstos, hacia su mujer, Alicia, ya no existían.

La magia en que ella en tiempos le envolviera se fue desvaneciendo día a día desde el de la gran agarrada que culminó con la huelga de “piernas cerradas” de Alicia, y es que aunque se cancelara la huelga, las relaciones entre la pareja, desde entonces, discurrió por senderos de mutua desafección. Alicia cumplió con su compromiso de “apertura de piernas”, pero la pasión antes puesta en la íntima relación conyugal desapareció, de modo que con lo que su marido se encontraba en la cama era con una especie de cadáver que se dejaba hacer para recuperar vida tan pronto él se vaciaba, saliéndose de ella, momento en que Alicia salía disparada hacia el cuarto de baño para lavarse a fondo, haciendo desaparecer hasta el último vestigio de masculino olor de su marido, para luego volver a la cama, darle la espalda a Alfonso, y plácidamente dormirse.

Cierto que a veces el cadáver cobraba vida en plena “faena” de su marido, sumándose hasta con violencia a la orgía marital al ser víctima de su propia libido, despertada por las ansias de él, pero esas eran las menos de las veces. De tal situación devino que, casi de día en día, en la mente y sensaciones de Alfonso se fuera abriendo paso la idea de que no se acostaba con su mujer, sino con una prostituta que lo hacía con él, única y exclusivamente, por dinero. De manera que al odio que poco a poco Alicia iba despertando en su pecho, se unió un profundo desprecio hacia ella; un asco casi, casi que insuperable, lo que por finales vino a devenir en que Alfonso, por propia voluntad, se exiliara perennemente del dormitorio que, teóricamente, era de ambos.

Se dice que en esta vida no hay mal que cien años dure, y la rabia de Alfonso no fue, ciertamente, la excepción al dicho popular, pues con el paso de los minutos, y tras los minutos alguna hora, su iracundia fue cediendo de tanto en tanto, hasta permitirle pensar con una cierta lucidez, con lo que empezó a percatarse del lado positivo del evento de su “astada coronación”: La posibilidad de quitarse de encima a la odiosa de una vez por todas.

Si Alfonso dio crédito al instante a la acusación que su amigo Ordoñez vertiera sobre su esposa y su viejo amigo Paco Garrido, fue porque en aquél mismo instante vió nítidamente un aspecto en los que antes ni siquiera reparara: El campechano interés que su “amigo” ponía en sacarle de casa casi que cada tarde que por allí arribaba. Eso fue a poco del acuerdo con Alicia que puso fin a su huelga de “piernas cruzadas”; a las dos o tres semanas de tal evento, su “amigo” Paco Garrido empezó a empujarle a salir juntos “Te vas a apolillar aquí de no salir a la calle”, le decía.

Y, la verdad, Alfonso acogió aquella iniciativa del mejor grado, pues unas horas de expansión fuera de un hogar que de día en día se le hacía más y más inaguantable le servía de la mar de agradable válvula de escape. Su amigo le llevaba al teatro siempre que había ocasión para ello, que no eran tantas, pues a Alfonso el arte escénico le “molaba” más que cantidad; otras veces a ver una película o, simplemente, a pasar unas horas de tertulia con viejos amigos, condiscípulos en general de sus lejanos años de Bachillerato y sus no tan lejanos de universitario de Leyes, en cualquiera de las cafeterías y cervecerías que de atrás solían frecuentar con puntual regularidad.

En las primeras de tales salidas, Paco le acompañaba de principio a fin, hasta acompañarle de regreso a casa, con lo que acababa por también despedirse de Alicia, la esposa de su amigo, pero desde las dos-tres semanas de salir juntos de casa, Paco empezó a recibir cotidianas llamadas telefónicas que se traducían al momento en tenerse que ausentar urgentemente por malhadados asuntos de negocios, que siempre resultaban insoslayables

Tú quédate y disfruta;  es una tontería que te vengas conmigo pues, como imaginarás, no te voy a poder atender y  es una triste gracia que te recluyas de nuevo en casa. Aprovecha el resto de la tarde, hombre, y diviértete…

A Alfonso eso de no regresar tan pronto a casa, le encantaba, aunque ahora veía que quien de verdad aprovechaba las tardes era el ladino de Paco, pues mientras él estaba pendiente del escenario teatral, la pantalla cinematográfica o, en fin, la mar de entretenido con sus viejos amigos, a quienes desde que se casó apenas si veía, su querido “amigo” Paco Garrido se “beneficiaba”, bien a sus anchas, a su ya no tan dilecta esposa.

De manera que entonces, conocedor, por intuición, sí, pero seguro de su conclusión, de los manejos de los dos ominosos se dijo que lo que más le convenía era sorprender a los adúlteros “in fraganti” y darles un susto de muerte que nunca olvidaran,  lo que demandaba la máxima discreción en él, disimulando sabiamente su conocimiento de la afrenta para no despertar recelos en los despreciables.

Iba ya de franca retirada la tarde cuando Alfonso salió de aquél café, echando a andar sin rumbo fijo por las calles granadinas hasta que, a poco de las nueve de la noche más que de la tarde, sus pies le llevaron frente a la casa de su ex novia, Ana María. La verdad es que casi se sorprendió al verse en tal lugar, pues a ciencia cierta él no se dirigía a parte concreta alguna, ya que más cierto sería decir que deambulaba como zombi que conscientemente; pero se ve que el subconsciente, perfecto conocedor de sus más íntimos anhelos, le había llevado hasta allí haciéndose eco de sus mortales añoranzas.

Una vez allí, y deseando el mayor incógnito para sus más íntimas apetencias, se refugió a la umbría de un portal más o menos frontero al de Ana María. No tuvo que esperar demasiado, pues las manecillas del reloj rebasaban las nueve de la noche por no más de quince o veinte minutos cuando la vio acercarse desde el fondo de la calle, el que conduce hacia el centro de ciudad. Ana María no venía sola, sino acompañada de un galano doncel, un muchacho algo más joven que él a quien conocía de vista y oídas, sabiéndole excelente persona, de gran y buena familia por añadidura.

Venía la pareja en animada conversación salpicada de vez en vez por francas y alegres risas. Ante tal vista, Alfonso sintió que el alma se le encogía partiéndosele en ni se sabe cuántos pedazos. Sí; por vez primera en su vida sabía lo que, de verdad, es el mal de amores; el sentir el corazón sangrante por amorosa frustración. La cruel punzada de los celos

Pero, ¿qué esperabas, majadero? ¿Qué te iba a llorar y esperar toda la vida? ¡Imbécil, más que imbécil! La abandonaste; y tú, sola y únicamente tú, la apartaste de tu lado. Corriste tras el falso oropel, despreciando el buen  oro fino que tenías. Ahora, Alfonsito, aguántate…

Luego, aprovechando que Ana María y su acompañante habíanse detenido ante el portal de ella charlando todavía, Alfonso se deslizó silenciosamente calle adelante alejándose del lugar….

Pasaron ocho o nueve días sin que nada de particular sucediera en la casa de Alfonso, pues que Alicia se pasara los días a cara de perro no era nada de particular, a no ser que desde que su papuchi le limpiara joyas, modelitos y dinero, la cara de perro hasta a Paco Garrido le alcanzaba. Pero al fin sucedió lo que por Galicia, a veces, suelen decir, “que nunca llovió tanto que no escampara”, de modo que al cabo de semana y media, más o menos, Alicia empezó a suavizar la cara de perro a Paco Garrido, que no a su marido Alfonso, lo que a este, la verdad, le traía sin cuidado.

Aquello significaba que se volvía a la normalidad, pues Alicia, convencida de que con mantener el perenne sofoco a cuenta de su señor padre y el expolio al que la sometiera ganaba poco y perdía mucho, pues su nuevo enamorado, el asno forrado de oro de Paco Garrido, podía enfriársele y mandarla más lejos que las estrellas, pues indudablemente el vástago del pastor de cabras no era como el “lila” de su esposísimo, que “tragaba” con todo cuanto a ella se le emperejilara; así que, haciendo de tripas corazón, volvió a sonreírle dulcemente al Garrido, con los ojitos de corderita degollada incluidos, cosa que determinó que en otros  tres o cuatro días el “amigo” de Alfonso volvieraa invitarle al teatro, a ver una obra recién estrenada.

Entonces supo Alfonso que las cosas habían vuelto, de verdad, a la normalidad, pues tal invitación significaba que su amigo y su mujer se preparaban para otro tórrido bis a bis en esa misma tarde que él estaba más que dispuesto a más bien amargárselo a modo y manera. En fin, que con gran entusiasmo Fonsito “El Lila”, como su “dilecta” esposa le llamaba con su amante Paco Garrido, se prestó a la excursión teatral que su “amigo” le proponía, de forma que ambos hombres partieron de inmediato de casa a eso de las siete de la tarde.

Toda vez que el amigo Garrido ya tenía apalabradas las entradas, a falta solo de adquirirlas, poco después de las siete y media de la tarde estaban los dos listos para acceder al teatro, como así hicieron buscando sus asientos en el patio de butacas. Se sentaron y a las ocho en punto el telón se levantó entre los aplausos del público que así recibía el inicio de la representación. Se sucedieron las primeras escenas de la obra y entre cinco y diez minutos después de que los actores  empezaran su actuación, la oportuna llamada telefónica “obligó” a Paco Garrido a abandonar el teatro; eso sí, lleno de “disgusto y consternación” por dejar solo allí a su amigo Alfonsito, que solo se quedó de mil amores.

Apenas si Paco Garrido había salido del teatro, Alfonso a su vez se levantó, abandonando a su vez el teatro. Tan pronto pisó la calle, vio un tanto a lo lejos cómo Paco, adosado a una pared, hablaba por el móvil, para seguidamente quedarse allí, como esperando Supuso que su “amigo” había llamado un taxi, de modo que también él telefoneó a una de esas empresas que te envían un taxi a dónde tú digas, pidiendo que lo viniera a recoger  a la misma calle donde estaba, pero algún número más atrás de donde estaba; lo suficiente para seguir viendo a Paco desde allá, pero sin que su “amigo“ pudiera darse cuenta de que le seguía. Vio llegar el taxi que Paco pidió y a toda prisa se fue hacia atrás, buscado el vehículo que debía venir a recogerle.

No acababa de arrancar el coche donde Paco Garrido se aposentó cuando su taxi llegaba y, casi sin dejar que se detuvo, se metió él dentro ordenando al taxista que siguiera al taxi que iba delante, aunque cuidando de que no se diera cuenta de tal seguimiento. Así se hizo y, efectivamente, comprobó que se dirigían a su casa. Desde luego, que su mujer, Alicia, esperaba al desleal amigo, el amante de su adúltera esposa. Si hemos de decir la verdad, constatar que sus sospechas estaban más que fundadas le hizo sentirse francamente mal. ¿Algún rescoldo del pasado amor que por ella sintiera pervivía aún en él? Francamente, Alfonso ni sí, ni no podría decir entonces; solo sabía que algo se le rompió dentro; era como si hubiera esperado que sus sospechas, por finales, fueran infundadas, y ver que no era así le produjera un cierto desengaño.

Pero en fin, no era esa hora de lamentarse y, menos aún, echarse atrás en su propósito de desenmascararlos en vivo y en directo. Y, por supuesto, enteramente despelotados. El viaje prosiguió sin novedad, deteniéndose ambos coches cuando el que llevaba a Paco Garrido llegó a la puerta de la casa de Alfonso, quedando el que llevaba al dueño del piso a prudencial distancia del que iba delante. Paco se bajó enseguida y al momento desapareció dentro del portal.

Alfonso esperó unos quince-veinte minutos antes de descender del automóvil, haciéndose acompañar del taxista al bajar, y así, junto al taxista caminó hacia su casa. Subieron ambos al piso y entró en la casa con su llave y procurando no hacer el menor ruido. Así, con sumo cuidado entró a la habitación donde habitualmente dormía, el de huéspedes, y de un armario sacó una escopeta de caza. Salió de su accidental dormitorio con los cañones de la escopeta abiertos, mostrándoselos así al taxista para que comprobara que el arma estaba descargada.

Se dirigieron luego los dos hombres al dormitorio principal y allí quedaron los dos, sentaditos antela puerta y en sepulcral silencio, hasta que empezaron a escucharse los aullidos de placer de los adúlteros amantes, momento en que Alfonso se abalanzó sobre la puerta abriéndola de un tremendo patadón que resonó con tremendo estruendo. Dentro, Paco Garrido y Alicia estaban en plena faena, aunque en ese momento, ambos, con la vista fija en la puerta y, sobre todo, en Alfonso, cuya figura se recortaba bajo el dintel. Tal imagen, con la escopeta en la mano, aunque apuntando al suelo, se les apareció como ángel vengador, como Némesis rediviva.

Al momento, de golpe y porrascazo, a Paco se le quedó la “cosa” a tamaño pirulí, y Alicia juraría que en aquél mismísimo instante el corazón le estallaba en fulminante infarto. El “amigo” Paco, de inmediato, saltó de la cama en cueritates vivos, y casi, casi, se arroja de rodillas al suelo, para implorar perdón al amigo traicionado, muerto más de terror que de miedo

¡Por Dios Alfonso! ¡Recapacita! ¡No te pierdas! ¡Si…si nos matas, te perderías! ¡Irías a la cárcel!

Ya; sí, a la cárcel. ¿Cuántos años? Asesinato múltiple por motivos pasionales Marido burlado, pesca a su mujer encamada con su mejor amigo. Y, en un arrebato de celos, sin saber bien lo que hacía, los mata a los dos. Repito. ¿Cuántos años? Cinco, seis; no más. Tales crímenes suelen tener “buena prensa”, y lo normal es que los jueces no sean en extremo duros; suelen ver muchas eximentes. Pero vosotros estaríais muertos, del todo, para siempre… Y mi honor a salvo, mi sed de venganza satisfecha… Y, sobre todo, libre… Libre de esa puta que me eche por mujer

Paco se arrastraba ante él, suplicando perdón Al tiempo que lloraba; sollozaba a lágrima viva por su vida, aterrado ante la casi seguridad de que Alfonso le iba a matar de un momento a otro. Y Alicia no estaba más animada en tales momentos. De rodillas ante él, sobre la cama, y llorando desconsoladamente…

¡Por favor; por favor, Alfonso, no me mates! Recuerda…recuerda los tiempos felices que vivimos… Si quieres… Si quieres volverán esos tiempos… Solo…solo ha sido esta vez… ¡Te lo juro, Alfonso!... Te lo juro… Yo; yo te sigo queriendo como antes; como siempre. Sí cariño, te quiero… Volverás a ser feliz… Te volveré a hacer feliz…

Cariño, lo siento, pero ya no me interesas… No te quiero Alicia… No te quiero

Alicia estaba aterrada, segura de que Alfonso la mataría de un momento a otro

¡No…no me mates Alfonso! ¡Por favor…por favor!... ¡Por Dios…por Dios te lo suplico!...

Alicia lloraba, y lloraba, y lloraba… Hipando, sollozando, muerta de miedo. Alfonso pensó que el susto que llevaba en el cuerpo era ya suficiente. Pero entonces se le ocurrió poner la guinda al pastel de que estaba disfrutando. Sí; estaría la mar de sabroso lo que acababa de pensar como remate a la jornada de gloria que estaba viviendo  

No temáis; no es mi intención mataros. Solo deseo librarme de vosotros dos. No volver a veros nunca más. ¡Largo! ¡Largo de aquí! ¡Largo de esta casa! ¡Largo de mi casa!

A Paco y Alicia les faltó tiempo para tomar la ropa desperdigada por el suelo y, sin ponérsela más que en parte, lo justo para cubrir sus vergüenzas, salieron de la habitación como alma que lleva el diablo. Al bajar a la calle encontraron el taxi que llevara a Alfonso hasta la casa y al taxista que venía tras ellos, y que acabó por llevar a la pareja al domicilio de los Garrido. Tuvieron que pagar no solo la carrera hecha por ellos mismos, sino que también la que antes llevara a Alfonso a su casa, cosa por la que pasó Paco Garrido como mal menor. Al día siguiente, por recadero, el Aguilar envió a la casa de Paco Garrido las pertenencias que Alicia todavía conservaba en su casa.

Desde ese mismo día en Alfonso se dio un cambio radical, pues aquél niño bohemio, soñador y rematadamente idiota murió para siempre el mismo día que por su amigo Ordoñez supo de la “corona” con que su mujer y Paco Garrido asiduamente le “adornaban”. En esa misma ya más noche que tarde, empezó su nueva vida apilando su propia “obra poética” y cuantos “libros de caballería” a la morisca le habían sorbido el seso, como a D. Quijote aquellos otros de Amadís de Gaula, Palmerín de Oliva y demás, para, finalmente, arder todo en la caldera de la calefacción.

Luego, tan pronto como pudo, dejó la casi mansión de que Alicia se encaprichara para habitar un somero estudio; una sola habitación que por el día era saloncito y cocina, gracias a un pequeño fogón a gas y una pila para fregar platos y tal, y por la noche dormitorio, gracias al sofá convertible en cama nocturna. También se matriculó, de nuevo, en la Universidad, a fin de terminar su carrera de Derecho. Y, para completar las cosas, empezó a ocuparse personalmente de atender su hacienda, lo que de su madre heredara.

Comenzó por aprender el “oficio” de campesino, desde llevar el tractor que tira del arado y hacer que tal adminículo labre la tierra, arrancándole surco tras surco, hasta hundir él mismo el azadón o la azada en la tierra…

Claro que su padre, D. Enrique, desde que tuvo noticia de lo acaecido a su hijo y cómo éste había sacado de su vida a la mujer con la que se casó, le tendió la mano, invitándole a regresar a casa y dejar en las paternas manos la solución de sus problemas económicos, pero, tras agradecérsele, Alfonso se negó a acogerse a la oferta paterna:

Papá, tengo que hacerme, de una vez por todas, adulto; hombre. Y ello pasa por asumir mis propios errores y las inherentes responsabilidades. No puedo aceptar tu ayuda; no puedo ni, mucho menos debo, descargar en tus espaldas la solución de lo que yo me he labrado a pulso, día a día.

D. Enrique, la verdad, cuando tal escuchó de labios de su hijo, se sintió orgulloso de él como nunca antes se sintiera; y el pecho se le ensanchó, casi, casi, que hasta reventarle. Desde luego,  respetó la decisión de su hijo, pero hasta cierto punto. Y es que de antes ya el digno señor venía apoyando a suhijo, respaldándole ante el banco; en la sombra, claro, pues eso Alfonso nunca lo supo.

El tiempo, días, semanas y meses, fue transcurriendo con las mañanas de Alfonso en la Universidad, las tardes en la finca, unas aprendiendo a ser campesino, otras a ser propietario agrario, repasando facturas de gastos, compras de abonos, semillas, plaguicidas, aperos, recambios… Y control de lo producido y recolectado. Y desde el anochecer hasta casi la madrugada estudiando.

Casi todos los días, cuando daba de mano en sus campos, subía a lacasa paterna departiendo un rato con su padre; incluso, más una noche y más de dos, se dejaba convencer por D. Enrique para quedarse a cenar con él. La verdad es que el pobre viejo, pues más era ya eso D. Enrique que otra cosa, se sentía solo y esas visitas de su hijo eran bálsamo sobre sus achaques de soledad; y claro, al final Alfonso se trasladó a vivir, definitivamente, al ancestral hogar de la familia Aguilar, a fin de estar más cerca de su padre que, a todas luces, cada día le necesitaba más.

Pero con su vuelta a casa sucedió que su padre, D. Enrique, delegó en él la administración de toda la heredad familiar, con lo que Alfonso pasó a ser el “factótum” oficial de la casa de Aguilar, lo que también significó que la responsabilidad sobre sus juveniles hombros creció a ojos vistas. Habían pasado apenas siete u ocho meses tras su ruptura con Alicia y cerca de dos años desde que con ella se casara y en este Alfonso el pretérito resultaba más que irreconocible. Hasta en el físico había variado ostensiblemente, pues ese aire de soñadora candidez que antes dominaba en su rostro habíase trocado ahora en un gesto tan serio que hasta podría tachársele de adusto.

Por entonces el muchacho recibió una llamada telefónica de su deleznable ex amigo Paco Garrido por la que éste, sin ambages y a bote pronto le informaba del deseo de Alicia de divorciarse legalmente de él, a lo que Alfonso no puso reparo alguno, siempre y cuando la cosa no le costara ni un céntimo, lo que le fue garantizado por el Garrido, con lo que un par de días después se vieron ambos hombres para que el ex marido firmara la demanda conjunta de divorcio, que Alicia se encargaría de tramitar ante el juzgado, con lo que a los dos meses, más o menos, el divorcio era un hecho real

Los meses fueron pasando y mientras Alfonso se sumergía más y más en el trabajo y el estudio, su padre, libre ya de preocupaciones y sinsabores de vida, se despreocupó de toda responsabilidad al pasárselas todas a su hijo, volviendo a hacer vida social a tal punto que por las tardes casi nunca paraba en casa, siempre enredado con sus viejos amigos, en especial con su querido amigo de la infancia, D. Manuel Sarabia, el padre de Ana María, y la mujer de éste, Dª Ana María.

Pero aquella vida de D. Enrique, bastante más relajada que la que últimamente llevara, también implicó que al regresar a casa, en la cena, comenzara a casi torturar a Alfonso diciéndole lo guapa que era Ana María, su ex novia, y lo simpatiquísima que seguía siendo. Pero eso, para el mancebo, era refregarle por la cara lo que por su mala cabeza perdiera; era como decirle: “Mira lo que perdiste, tonto l’haba”… Y nadie tenía que decirle lo terriblemente “tonto l’haba” que había sido…

Pero luego D. Enrique, sin dejar de encomiarle lo guapísima, más que atractiva, y simpatiquísima que cada día más era su añorada Ana María, también empezó a deslizar en sus oídos lo mucho que la muchacha preguntaba por él, para acabar sentenciando lo buena que la muchacha era y que, desde luego, y a pesar de todos los pesares que se quisiera, lo mucho que todavía le apreciaba, pues a la vista estaba lo que se preocupaba por él. Ah, y sin olvidarse tampoco de sus padres, su amigo Manuel Sarabia y su esposa, Dª Ana María, que tampoco paraban de interesarse por cómo le iba a él, y lo que se alegraban del radical cambio operado en quien fuera novio de su hija.

Así fueron pasando varios días, ocho, diez; tal vez doce o quince, hasta que una tarde de domingo D. Enrique rogó a su hijo le acompañara a dar una vuelta por ahí, pues no tenía con quién hacerlo por culpa del fútbol, el partido Madrid-“Barça”, Barcelona, vamos, en la “tele” y Alfonso no tuvo inconveniente en acompañarle, ya que tampoco le gustaba que su padre pasara la tarde sin compañía. Salieron de casa poco después de comer y el muchacho se admiró de que su más que serio padre quisiera pasear por la Alhambra, su bosque y el Generalife, pero hacia allá se dirigieron.

Llevarían algo más de una hora perdidos por los vericuetos de palacios, patios y jardines de la Ciudad Roja, cuando a D. Enrique se le emperejiló pasear por el bosque que circunda la antigua corte nazarí, y claro, para allá dirigieron sus pasos padre e hijo. Apenas si llevarían treinta o cuarenta minutos deambulando entre la arbórea umbría y sus fuentes y parterres de exquisitas flores, cuando Alfonso se quedó de piedra y sin gota de sangre en las venas al ver aparecer ante ellos a la familia Sarabia en pleno, padre, madre e hija.

D. Enrique y los padres de Ana María, al verse, se abrazaron arto efusivamente, celebrando la “casualidad” de encontrase esa tarde, pero los grandes aspavientos que hicieron, celebrando el encuentro, a kilómetros sonaban a falsos. Después de los abrazos entre las “personas mayores”, vinieron las atenciones a los hijos, para con Alfonso los padres de la muchacha, y para con ésta las de D. Enrique.

Alfonsito, hijo, con lo que te queremos y tú tan despegado con nosotros…

Decía al muchacho Dª Ana María, la madre de su ex novia, y D. Enrique no se quedaba atrás enalteciendo a Ana María. Por fin, la misma Dª Ana María, decía

¡Pero chicos!.. Por lo menos, saludaros… Aunque sólo sea por educación…

Pero Alfonso siguió como hasta entonces, todo azoramiento y cortedad ante la que fuera su novia, de modo que por fin fue ella quien acabó por reaccionar dando unos pasos hacia él; los justos para poder alargarle la mano y que él se la pudiera tomar

Me alegro de verte Alfonso; de verdad que me alegro…

Fue entonces cuando el mancebo Aguilar pudo articular palabra, aunque con una lengua de trapo que para qué las prisas

Yo…yo también… Yo también, esto… Yo también me alegro

Y por fin, con toda cortesía, aunque no exenta de calor por ambos jóvenes, se juntaron sus manos por un momento; unos segundos tan solo. Entonces la parte ya algo senecta del grupo se fue adelantando dando la espalda a los jóvenes, que quedaron parados allá donde se encontraban. La mirada de Ana María siguió a los padres de ambos, mientras en su rostro aparecía una expresión más rayana a la comicidad que a la sonrisa. Luego, volviendo la vista a su ex novio, con sonrisa que casi más tenía de risa, dijo

Me parece Alfonso que somos víctima de una encerrona por parte de nuestros papis…

Y el joven, repuesto en parte del azoramiento y “corte” que la presencia de Ana María causaba en él, precisamente por la naturalidad y jocosa actitud que la de los entre maduros pasados y ancianitos le causara, comentó a su vez

Más razón que un santo tienes, Ana María… ¡Y qué ladinos que nos han salido!...

Los dos rieron de buena gana. Luego, saltó Ana maría

Sería mejor que saliéramos tras ellos… Bueno, si a ti no te importa caminar, más o menos, a mi lado…

¡Pero qué cosas tienes, mujer!... ¡Pues claro que no me importa!... La verdad es que me apetece estar a tu lado; si a ti no te incomoda claro…

Ana María no le respondió, pero se puso a caminar tras los padres de ambos al tiempo que Alfonso hacía lo propio, emparejándose con ella. Bueno, más o menos, pues por el vacío que entre ambos mediaba podía casi pasar un batallón de soldados en formación

Una pregunta, Alfonso. ¿Te ha andado mareando tu padre con que yo pregunto mucho por ti?

Pues… La verdad es que sí… ¿Acaso a ti?...

También, hijo, también; en especial mi madre… No parece sino que tanto tu padre como mis padres quisieran que tú y yo… Bueno; ya sabes…

Sí; volviéramos a andar juntos…

Un silencio algo ominoso reinó entre ellos por algún minuto que otro; silencio que, una vez más, lo rompió la muchacha

Supe lo de tu mujer; la campanada que dio al dejarte por tu amigo Paco Garrido… Nunca me gustó ese chico… Siempre me pareció un ser egoísta; poco de fiar, vamos… Te aseguro que lo siento… Lo sentí mucho cuando lo supe, y lo siento muchísimo ahora mismo…

Pues no lo sientas; aquello para mí fue una verdadera liberación. Hacía tiempo que sabía…que supe que no la quería…que, realmente, nunca la quise. Simplemente, me deslumbró; me sedujo fingiendo una personalidad falsa, una careta para engatusarme. Y yo me dejé seducir. Pero pronto vi lo que de verdad era, la tremenda mentira en que me envolvió. No, Ana María, no lo sientas pues yo no sufrí nada con aquello. Lo repito; realmente nunca la quise…

Ya; pero te casaste con ella…

Alfonso no respondió y el silencio volvió a imperar entre la pareja; silencio que ahora fue Alfonso quien lo hizo trizas.

Tú, a lo que veo,  por finales no te casaste con ese novio que tenías…

¿Novio yo? Hijito, servidora, soltera y sin compromiso. ¡Qué quieres; a mí nadie me quiere!

Pues yo sí que te vi; te he visto varias noches llegar a casa acompañada por Luisito Garmendia…

¡Vaya! ¡Con que ahora te dedicas a espiarme! ¡Muy bonito; sí señor, pero muy bonito! Pues sepa usted, señorito fisgón, que Luisito Garmendia no es ni ha sido nunca mi novio; la verdad es que el pobrecito bien que quería, pero yo no. Y no por nada en particular; simplemente, no lo quiero y nunca le querré…

Alfonso, como cogido en falta, agachó la cabeza y no respondió a las palabras de la muchacha; pero a partir de ahí, la conversación tomó derroteros bastante más livianos, pues en la charla se impusieron los temas más intranscendentes, menudeando las risas frescas y francas, con lo que la tarde se les hizo a los dos de lo más agradable, hasta que D. Manuel Sarabia juzgó que ya era hora de que su familia se recogiera en casa, por lo que a ambos jóvenes tuvieron que despedirse. En tal momento, Alfonso, más anhelante que un condenado a muerte ante un posible indulto, preguntó a la mujer de quien, sin duda alguna, estaba más que enamorado, si podría volverla a ver algún día

Hay hijo, la calle es de todos y, si por un casual, cualquier tarde nos encontramos, casualmente, claro, el saludo no te le negaré. Por educación simplemente, que quede bien claro… En fin, que si te pasas alguna tarde por la zona de la calle Navas, pues quién sabe; a lo mejor, hasta, casualmente, nos encontremos…

Al mismísimo día siguiente, poco antes de las seis de la tarde, y dando algo de esquinazo a su diaria dedicación tanto a su personal heredad como de las propiedades paternas, se plantó en la tal calle Navas, uno de los centros neurálgicos, junto a sus aledañas Sarabia, Piedra Santa, Escudo del Carmen, Mariana Pineda y demás, del “chateo” y “tapeo” granadino, junto a la catedral y el ayuntamiento de Granada.

Anduvo paseando, deambulando más bien, tanto por el corazón de la zona, la calle Navas, como por las más próximas de Sarabia y Piedra Santa, hecho además un manojo de nervios al no hallar ni rastro del ser amado, hasta que logró serenarse un poco y recapacitar en que andar dando vueltas por ahí, sin rumbo, orden y concierto, poco le favorecería, pues podían estar ella por un lado y él por otro, sin llegar a encontrarse, por lo que consideró más oportuno encastillarse en un punto definido de la calle Navas y allí aguardar tranquilamente, pues, sin duda, ella antes o después pasaría por tal sitio

Así que, lo más tranquilo que pudo, se sentó a una de las mesas sacadas a la calle por una de tantas tascas que en tal calle menudean disponiéndose a esperar con cuanta paciencia le fue dado reunir. Su nueva estrategia de puesto dio sus frutos cuando, pasadas por poco las siete de la tarde, vio aparecer por el final de la calle, desde la avenida de los Reyes Católicos podríamos decir, a su amada. Pero, ¡maldición a su malísima suerte!, su adorada tampoco esa tarde venía sola, sino flanqueada por dos amigas, también de antaño conocidas por él.

Turbado y con el alma en vilo, Alfonso se levantó de la silla saliendo al encuentro de su bien amada, saludando tanto a ella como a su “compaña”, al tiempo que a su disposición ponía la mesa que ocupaba. Ana María le recibió con marcada displicencia, pero sus dos amigas de la manera más amable que pueda darse, mirándole con indisimulada curiosidad que era una vida suya; y es que eso de que el novio que antes la plantara, como aquél que dice, ante el altar, quisiera ahora, divorciado en añadidura, acercarse a ella y, no nos engañemos, “que la policía no es tonta”, cortejarla de nuevo como si nada hubiera sucedido, la verdad es que para la femenina curiosidad de aquellas dos hijas de Eva, no distinguidas precisamente por su discreción, tenía más miga que un pan de a kilo

En fin, que las amigas se impusieron al más que calculado despego de la bella y allí estuvieron sentadas las tres junto al más que nervioso Alfonso. Ana María sólo quiso aceptar una caña de cerveza de Alfonso, pero la hidalguía de éste hizo que a las cervezas las acompañaran sendas raciones de buena gamba del golfo de Cádiz a la plancha, salmonetes del Mar Menor fritos, calamares, chopitos y alguna que otra delicia más.

Allí, sentado con las tres chicas a la mesa de aquella tasca, pasó Alfonso la primera hora y pico desde que se encontrara con ellas para luego levantarse y empezar a pasear con ellas calles arriba, calles abajo, aunque volviendo a intercalar ocasionales paradas en esta u otra tasca más, con renovadas cervezas o, más bien, por parte de las féminas, alguna que otra Coca-Cola, naranja o limón.

Pero sucedió que las esperanzas puestas por Alfonso en aquella tarde, fueron algo así como su gozo en un pozo, pues no hubo forma de que el mancebo pudiera tener un solo minuto de íntima charla con su amada, flanqueada en todo momento por sus dos amigas, tanto estando sentados como luego de pie, paseando, con lo que la directa proximidad con el amor de sus amores fue enteramente imposible, hasta el punto que conversó bastante más con las dos “sujeta velas” que con el objeto de sus actuales desvelos.

La guinda a tamaño plan fue cuando Ana María habló de volver a casa, pues aunque no quiso que la acompañaran sus dos fieles cancerberas, tampoco consintió que él lo hiciera, con lo que la tarde casi podría decirse que peor no pudo irle “ar Fonzito”. Y, lógico, cuando a su vez inició el regreso a casa lo hizo del peor humor que pueda darse. Y así entró en casa, dando cornadas se diría de no ser por la cosa de “No mentar la soga en casa del ahorcado”, a cuenta del “adorno” con que Alicia, su mujer, le coronara la testa.

Su padre, al momento, se “coscó” del homérico “cabreo” que su niño traía y, para sus adentros, se rio bastante diciéndose

Pero qué te pensabas, tonto l’haba, que Ana María no te las haría pasar amargas… ¡Pues claro que sí, alma mía! Y ya sabes lo que, de momento, te toca: Tragarte  las “ducas”(4) lo mejor puedas, macho…

En fin, que Alfonso estuvo “tragándose las ducas” cerca de dos semanas, pues aunque no se desanimó y cada tarde volvía a ir por la calle Navas a encontrarse con Ana María, esta se mantenía en sus trece de aparecer siempre flanqueada por dos amigas cuando menos, si es que no eran más, que a veces sí que lo fueron, y sin permitirle acompañarla de vuelta a su casa.

Pero como la constancia casi siempre obtiene su premio, también Alfonso consiguió el suyo la tarde que las amigas de la muchacha, cancelando su papel de guardianas de Ana María, permitieron a Alfonso colocarse junto al afán de sus desvelos y nocturnas vigilias, llegando aquella misma tarde el bien supremo de escoltar a su gentil dama hasta la casa paterna y en mutua compañía por añadidura; es decir, caminando a solas  los dos.

Tal milagro se trocó en cotidiana costumbre desde aquella primera tarde-noche gloriosa, llegando la dicha a ser tan exquisita que pronto a las diarias citas no concertadas asistía sola la anhelada doncella, sin escolta alguna de amigas, por lo que “er Fonzito” pudo acaparar las atenciones de su bella en absoluta exclusividad. Así, las tardes y más que anochecidas fueron transcurriendo en idílica mutua compañía con el broche final, al dejarla en casa al filo de las diez de la noche, de la despedida al amparo de las penumbras del portal, donde ella se adosaba en un rincón y él la encajonaba, separados solo por el masculino brazo.

Allí charlaban, hablaban de mil naderías aunque sobresaliendo las bromitas de ella en forma de inofensivas puyitas que antes que zaherirle le hacían reír, lo que a su vez provocaba la cantarina risa de la joven. Parecían talmente una pareja de novios a la antigua usanza, solo que en actitud todavía más casta que las de aquellos novios de , más o menos, la prehistoria respecto a lo de actualmente, y por ya aquellos años, fines de los ochenta-inicios de los noventa, es y era lo habitual

Pero una noche las cosas sufrieron un viraje de 180º, pues en un momento dado Alfonso perdió sus habitual compostura al tomarla por la cintura y apalancársela hacia sí con todas las veras de su alma, pues la estrechó como nunca antes lo hiciera y los masculinos labios buscaron la boca de ensueño de la gentil muchacha, que resultó no rechazarle en absoluto, pues su boca, panel de mieles y dulzuras, se abrió a la caricia de la lengua invasora con lo que las dos, femenina y masculina, se trabaron en mutua caricia y entrega.

Aquello apenas duró algún minuto, pues enseguida Ana María lo quebró al separarse de Alfonso dándole un empujón que casi resultó violento al hacer trastabillar al muchacho

Esto no puede ser, Alfonso… ¡Estás casado!... No tienes derecho a amar a otra mujer que la tuya y tampoco yo tengo derecho a amarte…

¡Eso no es cierto, Ana María! ¡No estoy casado; nos divorciamos Alicia y yo!... Vuelvo a ser libre de amar a quién quiera… Y te quiero a ti; a ti única y exclusivamente… A ti nada más, y desde siempre…y para siempre. Me enamoré de ti y nunca dejé de amarte. Ella…ella me embrujó; me deslumbró y sedujo; pero, en verdad, nunca la quise. Fue…fue como una droga… Como si me hubiera administrado un filtro maléfico que me ató a ella

¿Sabes Alfonso? Eso lo supe siempre… Que me dejaste amándome… Y eso fue lo que más rabia me dio: Que te destrozaras a ti mismo sin saber que lo hacías… Sí; sé que estás divorciado… Por lo civil… Pero Alfonso, tú y yo somos católicos y nuestra fe nos impide divorciarnos… Ante Dios y la Iglesia sigues casado… Sigues siendo de ella; de tu mujer… No tienes, pues, derecho a amarme ni yo lo tengo para amarte a ti… ¡Vete!... ¡Vete Alfonso y no vuelvas!... ¡No vuelvas a buscarme nunca más!...

Ana María lloraba desconsolada mientras decía estas últimas palabras, pronunciadas además mientras corría a todo correr hacia el ascensor. Alfonso hizo intención de seguirla; de detenerla… Hasta dio un par de pasos o tres en pos de ella, pero se paró; se detuvo por fin y vio cómo se metía dentro del camarín desapareciendo de su vista según éste iba ascendiendo hacia los pisos superiores.

Alfonso entonces abandonó el portal y, saliendo a la calle, caminó presuroso hacia su casa, en tanto Ana María penetraba en la suya como un ciclón, pues, sin dejar de llorar a lágrima viva, fue corriendo a su cuarto sin siquiera saludar a sus padres. Estos, como es de esperar, se alarmaron a todo trapo al ver así a su hija y al momento salieron tras ella

Ana maría, hija, ¿qué te pasa?... ¿Qué te ha hecho Alfonso?

D. Manuel estaba que trinaba imaginando una nueva “hazaña” del hijo de su amigo, y Dª Ana María no le iba a la zaga a su marido en cuanto a Alfonsito se trataba. Pero su hija les dio, prácticamente, con la puerta en las narices, pues a cal y canto la cerró tras ella, dejándose caer de inmediato sobre la cama llena de amargura y desesperanza. Pero su padre, D. Manuel era hombre de armas tomar, de modo que por finales se impuso la paterna autoridad y Ana María acabó por abrir la puerta y, llorando a raudales, contó a sus padres los motivos de su desventura.

No; Alfonso no la había hecho nada; la quería y de verdad; pero estaba casado; se había casado sin medir las consecuencias de su locura, así que, ante Dios y la Santa Madre Iglesia, no era libre, sino que continuaba ligado a la mujer con  la que en mala hora se casó. Y ella nunca, nunca, sería la barragana, la concubina de nadie; por eso había sido ella la que, con todo el dolor de su alma, pues la tenía destrozada, rota y rasgada, había roto con él. Y para los restos

Sus padres, más católicos a macha martillo que ella, la entendieron perfectamente, estando por entero de acuerdo con su decisión. A la trágala, eso sí, pues de verdad que habían abrigado, como D. Enrique, el padre de Alfonso, la esperanza de que los chicos volvieran a tomar su relación por donde la dejaran Pero sin contar con ese “pequeño” detalle de la indisolubilidad de por vida del matrimonio canónico. Sí, la decisión de su hija era acertada, por más que a ellos les doliera; no como a la muchacha, claro está, pero lo cierto es que muy poco menos…

Pasaron dos días completos con Ana María metida en su cuarto de forma permanente llorado a mares, excepción hecha de los momentos de la comida del medio día y la cena de la noche, que, una vez más, D. Manuel imponía su ley de que al sentarse a la mesa lo hiciera la familia en pleno, padre, madre e hija, permaneciendo allí hasta que, acabado por entero el condumio, el propio D. Manuel levantaba la mesa al retirarse al saloncito para fumarse el cigarro con el café más, alguna que otra vez, una copa de brandy.

Así, llegó el tercero desde que Ana María rompiera, en plan definitivo, con Alfonso y sucedió que, más allá de la media tarde, pues ya serían más las siete que las seis, la doncella anunció a los señores que D. Alfonso Aguilar deseaba ser recibido por ellos.

Lógicamente al instante le recibieron en la salita de estar donde ambos esposos pasaban la tarde aunque, por primera vez en su vida, el recibimiento fue más bien frío, pues ni siquiera invitaron a sentarse al muchacho, recibiéndole el matrimonio también de pie y en forma arto circunspecta

Alfonso, no creo que, dadas tus circunstancias, casado ante Dios, y tu pasado sentimental con nuestra hija, sea de lo más prudente que visites nuestra casa; así que di lo que tengas que decir y, por favor, retírate. De verdad que lamento hablarte así, pero entiendo que me comprenderás, pues por hombre entero y formal, ahora al menos, sí que te tengo…

Por eso no se preocupe, D. Manuel, que comprendo perfectamente su posición y la respeto. En absoluto me siento ofendido por su actitud. Pero, ¿sabe?, a propósito de lo que acaba de decir, lo de que ante Dios sigo casado, venía a hablarles. Pero desearía que me escucharan tanto ustedes como su hija…

Los padres de la muchacha en absoluto estaban de acuerdo en que el joven Aguilar viera a su ex novia, pero él logró que, por finales, los conspicuos padres consintieran en llamar a su hija Ana María, pero dejando bien claro que ella haría lo que quisiera; es decir, que sólo acudiría a escucharle si ella así, libremente, lo decidía. Pero sucedió que la muchacha, al decirle sus padres que Alfonso quería hablarles a los tres juntos, tras pensarlo unos instantes, estuvo de acuerdo en bajar al saloncito a escuchar cuanto Alfonso tuviera que decirles a los tres.

Saludó, con poca efusión a Alfonso cuando le vio y se sentó a la mesa del salón junto a sus padres, rodeando los tres al ex novio de la muchacha, dispuestos a escucharle. Entonces, el joven se limitó a abrir un libro que consigo llevaba y que resultó ser un ejemplar de los Evangelios, pidiéndole a Ana María que leyera, en voz alta, el texto previamente iluminado por él con trazador verde.

El texto era un pasaje del Evangelio de Mateo, en el que Jesús habla del matrimonio y el divorcio. Es a cuento de una cuestión que los fariseos exponen a Jesús: “Maestro, ¿le es lícito al hombre divorciarse de su mujer por cualquier causa” A ello Jesús comienza por recordarles lo que el Génesis dice “Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” para proseguir diciendo “Así que no son ya más dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre”

Aquí Ana María dejó la lectura para, levantando los ojos a Alfonso, decir

Esto ya lo sabemos, y es la razón por la que te dije que no me buscaras más. Estás casado, diga la ley humana lo que diga, pues para Dios el matrimonio es indisoluble de por vida

Ana María, lo que has leído es solo una parte del texto, pues ahí, precisamente, no termina. Sigue pues leyendo, por favor

Casi que de mala gana, la joven volvió a enfrentar la lectura. La continuación inmediata a lo último leído, dice que entonces, tras de que Jesús, contundentemente, consagrara la perenne indisolubilidad conyugal, los fariseos le opusieron que, no obstante eso, Moisés les autorizó a divorciarse de la mujer, a lo que Jesús responde: “Por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; mas al principio no fue así.Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación, y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada, adultera”

Bien; ya lo he leído. ¿Y qué?

¡Pero!… ¿Pero es que no te das cuenta de lo que se dice ahí; de lo que el apóstol Marcos pone en boca de Nuestro Señor Jesucristo? “SALVO POR CAUSA DE FORNICACIÓN”…  Según ese texto evangélico, Jesús Dios, sí reconoció el divorcio bajo un circunstancia muy expresa: FORNICACIÓN DEL MARIDO O LA MUJER… Es decir, que según ese texto, el divorcio del hombre o de la mujer, respecto a su cónyuge, estaría aceptado por Dios en caso de adulterio de éste/ésta… Luego, mi divorcio debe de ser válido ante Dios, aunque ante la Iglesia no lo sea(5)

Tanto Ana María como sus padres quedaron anonadados ante lo que Alfonso decía, pues a la vista estaba que razón no le faltaba. Se mantuvieron en silencio todos ellos por un buen rato, pensativos, intentando digerir algo en lo que jamás cayeran y de lo que, hasta entonces, ni idea tenían. Los tres, padre, madre e hija eran cristianos y católicos de recia convicción y raigambre y aquello de que en las Escrituras, en el Nuevo Testamento, se contemplara el divorcio en un sólo caso y muy específico, además, les cogía por entero de nuevas.

Por fin, quien primero reaccionó y por lo tanto habló, fue D. Manuel, el padre de Ana María

Y qué pretendes pues, Alfonso

Sencillo; que, de todas formas, nos casemos su hija y yo; por lo civil claro. Estoy seguro de que Dios no nos condenará por eso: Él es infinitamente magnánimo y comprensivo para con los pobres humanos…

¡Alto el carro, Alfonso!... Yo, por detrás de la Iglesia, no quiero casarme… Luego esto lo tendré que pensar muy mucho… Y consultarlo con el padre Juan, a ver qué me dice al respecto...

Quien así había hablado era Ana María, enteramente confundida e indecisa ante lo que acababa de descubrir “¿Será verdad que, ante Dios, el que me una a Alfonso no constituirá, en verdad, concubinato, amancebamiento?” se decía hacia sí la muchacha. Su mente vagaba feliz ante tal posibilidad, porque, si las cosas eran como Alfonso decía, aunque, incluso, ni por lo civil se casaran; aunque, lisa y llanamente, se fueran a vivir juntos, que para ella era lo mismo que si se casaran sólo por lo civil, no estarían cometiendo adulterio, no estarían ofendiendo a Dios, dijera la Iglesia lo que quisiera… Era demasiado bello con sólo pensarlo… Pero… ¿Sería, efectivamente, así…

Alfonso, a qué negarlo: Te quero con toda mi alma… Siempre, siempre te he querido y mi cima de la felicidad sería compartir la vida contigo hasta morir. Esto que dices es tremendamente hermoso y venturoso para mí, pero quiero estar segura de que es así, no quiero precipitarme. De modo que, de momento, las cosas entre nosotros siguen como están, como las puse el último día que salimos. Por favor, déjame; no me rondes; no me busques; si cambio de opinión, si me convenzo de que lo que dices es como lo dices, puedes estar segurode que seré yo quién te busque a ti…para, desde ese instante ser tuya…y tú, por fin, mío. Pero ahora, por favor, déjame…deja que me marche…

Ana María, seguidamente, se levantó para regresar a su habitación, con la mente desbocada por todo un mundo de delicias que ante ella acababa de abrirse… Entonces quién habló fue el padre de la muchacha

¿Estás…estás seguro de que esto es así? ¿No te estarás precipitando en tu juicio?... Porque la doctrina de la Iglesia, al respecto, es bien tajante…

D. Manuel, yo no juzgo ni opino nada; simplemente expongo lo que dice Mateo en su Evangelio, sin poner ni quitar nada. Puedo decir que, del texto, deduzco que, al fin, Jesús-Dios, si bien se decanta clarísimamente por la indisolubilidad del matrimonio como norma básica, también admite una excepción a la regla; eso es indiscutible a partir de “Salvo por”. Como Ana María decía, somos,  soy católico; y católico ferviente, además, queriendo, de corazón,  ser buen hijo de la Iglesia, buen católico, convencido de mi fe, pero también entiendo, comprendo, que la Iglesia, no pocas veces, se ha separado de las enseñanzas de Cristo Jesús; que no las ha tenido en cuenta…no  las ha aplicado en su justa y debida medida; Él dijo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, pero la Iglesia instituyó la Inquisición, ejecutando, en la hoguera, a los llamados “herexes”… Se equivocó condenando las investigaciones y escritos de Copérnico y Galileo; sus enseñanzas sobre la esfericidad de la Tierra, se estudian y aceptan plenamente en los colegios religiosos, los de la Iglesia, pero la Institución aún mantiene la excomunión sobre ambos y sus escritos, todavía en el Índice de Libros Prohibidos, en una clarísima doble moral: Formalmente admite su veracidad, pero reincide, con más Soberbia, no lo olvide, “Pecado Capital” y el rimero de ellos: El Primero, “SOBERBIA”, que otra cosa en el INJUSTO “MAANTENELLO Y NO ENMENDALLO”… Así que e digo: ¿No estaremos ante otro caso de interpretación errónea, excesivamente rígida, del “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”…

Y allí acabó la visita de Alfonso a la casa de su antigua novia. Desesperanzado, sin duda, salió del domicilio de los Sarabia, aunque mantuviera la esperanza de que, por finales, Ana María se “liara la manta a la cabeza”, como por España solemos decir cuando una persona se decide a hacer algo aventurado, y acabara por decidirse a convivir con él en base al simple “casorio” civil…

Por su parte, la muchacha, como antes se dice, quedó en un mar de dudas aunque con una lucecita de esperanza allá a lo lejos. Lo primero, pensó ella, era comprobar qué de verdad había en la cita evangélica expuesta por Alfonso, y cuál era la postura de Iglesia respecto a ello. En primer lugar, consultó el ejemplar de los Evangelios que, de siempre, había estado en esa casa y comprobó que también en tal edición el pasaje aparecía tal y como lo leyera en el ejemplar que Alfonso le facilitó, y eso ya era algo…

Al día siguiente, a hora más temprana que tardía, la muchacha se dirigía al convento de San Francisco, en el Camino de Ronda, a un paso de su casa, donde preguntó por el padre Juan Galcerán, o, más propiamente, fray Juan Galcerán. Este era un hombre frisando en los sesenta años, de baja estatura, cuerpo fibroso y ojos vivaces que denotaban clara inteligencia. Era amigo de la infancia tanto del padre de Ana María como del de Alfonso, siendo él quien bendijo las bodas de sus dos amigos y bautizó a sus hijos.

Fue misionero en la Amazonía peruana, el altiplano andino de Bolivia y hasta en Nicaragua, por cuando los “sandinistas” acabaron con la dictadura de los Somoza. Allí conoció, de muy primera mano, la miseria más absoluta; la opresión del fuerte frente al débil… Lo peor del ser humano en definitiva; y eso dejó intensa huella en su alma y en su mente… Y en su forma de entender las Verdades Evangélicas, y hasta  puede que acercándose más a la esencia, el espíritu, de las prédicas de Jesucristo-Dios en su paso por la tierra, como “Hombre Verdadero”, según el dogma católico: Jesús fue, Dios Verdadero y, al mismo tiempo, Hombre Verdadero.

Tan pronto  como el buen fraile llegó junto a Ana María, la muchacha, hecha un manojo de nervios, dijo al sacerdote lo que Alfonso le enseñara del Evangelio de Mateo. Fray Juan quedó al momento en silencio, con la cara muy seria, como meditando o reflexionando sobre lo que la muchacha le dijera. Al fin, habló

Sí; así es. La cita que Alfonso te enseñara es exacta. Imagino que quieres te diga algo al respecto…algo en relación al divorcio civil del que fuera tu novio. ¿Le sigues amando, verdad?

Sí, padre; con toda mi alma… Pero soy católica, y deseo ser consecuente con mi fe

Verás Ana María, hijita mía. Aquí y ahora no puedo decirte nada más. Como fraile franciscano y sacerdote en añadidura, no puedo decirte nada más. ¿Te importaría encontrarnos esta tarde en…digamos, territorio neutral?. En un café, por ejemplo

La chica no tuvo inconveniente alguno en ello, de modo que concertaron verse de nuevo a la tarde, hacia las tres y media, a tomar un café juntos. El franciscano entonces dejó la estancia donde acomodaron a la muchacha para esperar a su confesor, en tanto que ella abandonaba aposento y convento, regresando a su casa. Iba radiante de alegría, pues lo que fray Juan le dijera indicaba que las cosas, efectivamente, no debían estar tan negras para ella y Alfonso como en principio opinó.

No podía imaginarse lo que el fraile franciscano pudiera decirle y, para poner la guinda a sus zozobras, bien sabía la postura eclesiástica respecto a la perenne indisolubilidad del matrimonio canónico pero, a pesar de todos los pesares, un hálito de esperanza; de reforzada esperanza, alegraba su alma

A la hora concertada los dos se reunieron, Ana María y fray Juan, en una conocida cafetería de los alrededores del convento de San Francisco. La muchacha se sorprendió al ver al fraile vestido enteramente de paisano, sin rastro del conocido hábito franciscano. Y comenzó la charla de fray Juan.

Empezó por decirle que, si había preferido reunirse con ella fuera del convento y vistiendo “habito civil”, era porque no quería hablarle, sobre tan espinoso asunto, como ministro de la Iglesia obligado a la obediencia papal, sino como hombre, cristiano y católico desde luego, pero que piensa y se forma sus propios juicios y opiniones, libre de influencias externas, pues Dios quiso que el Hombre fuera libre y pensara por su cuenta, para bien o para mal.

Ya centrado en el dilema que la muchacha le presentaba, aceptar o no el amor de Alfonso, lo primero que afirmó es que en ese pasaje evangélico de Mateo, lo primero que se aprecia es el NO ROTUNDO de Jesús al divorcio en general, con ese “LO QUE DIOS HA UNIDO, NO LO SEPARE EL HOMBRE”; pero al propio tiempo también es innegable que el propio JESÚS-DIOS mantiene una excepción muy concreta a la regla básica de la indisolubilidad conyugal cuando dice: “SALVO POR CAUSA DE FORNICACIÓN”, es decir de mediar adulterio que haga imposible la normal  convivencia marital.

En fin, que respecto al dilema en que ella se veía, ni él ni nadie podía solucionarle nada, pues era ella misma, a solas con su conciencia, quien únicamente podía resolver su dilema. Si optaba por “liarse la manta a la cabeza y tirar p’alante” con Alfonso, indudable que para la Iglesia vivirían amancebados, pero quién sabe cómo eso mismo lo vería Dios; muy posible que no tan críticamente como el Papado.

De la entrevista Ana María salió con “los pies fríos y la cabeza más que caliente”; ella esperaba que el buen padre, claramente, le resolviera sus dudas, pero se encontraba, tras hablar con el religioso, tan a oscuras como a la reunión llegó. De manera que las noches insomnes de la joven se sucedieron, hasta que un día se levantó con una decisión tomada: “Liarse la manta a la cabeza”, según dijera el bueno de fray Juan, y casarse con Alfonso; por lo civil, claro está, segura de que Dios sería con ellos más indulgente que la Iglesia lo era, pues el Dios que Jesús es y representa, es el Dios del Amor, de la Benevolencia, del Perdón…

La boda tuvo lugar en un día de principios de la primavera granadina, soleado y hasta un tanto cálido, y en un ambiente que más dichoso y festivo difícilmente pudiera haber sido, pues la sala del juzgado donde se casaron estaba a rebosar de amigos y conocidos, y aún en las puertas del juzgado había más gente allegada a la pareja que en la sala no cupieron; y no digamos del gentío que luego se congregó en los salones donde se celebró, por todo lo alto, la fusión conyugal.

Como padrino para su boda Ana María eligió al que en minutos sería su suegro, D. Enrique Aguilar, padre del contrayente y padrino en la pila bautismal de la que en nada sería su nuera, en tanto Alfonso quiso entrar en la sala del juzgado del brazo de su futura suegra, Dª Ana María, señora de Sarabia.

Y a qué decir de la dicha de los recién desposados cuando por fin se encontraron, solos los dos, en la habitación del hotel elegido como nido de amor nupcial. El arrobo con que Ana María recibió y se entregó, por fin, a su más que amado Alfonso y el embelesamiento con que el recién casado vio salir del baño a su adorada esposa, con aquél vaporoso camisón, todo encajes y tules más que transparentes que evidenciaban, casi más que si se le hubiera presentado desnuda, las maravillosas turgencias del más perfecto que otra cosa cuerpo de su esposa. Y qué decir de la apasionada dulzura y delicadeza con que el marido tomó a su mujer, acariciando hasta el último centímetro de su piel desnuda, pues el camisón duró en su sitio lo que un pastel a la puerta de un colegio, hasta hacerla mujer, su mujer, por el resto de sus vidas.

Y, colorín colorado, esta historia ha terminado.

Que os haya gustado es lo que más me complacería, aunque si me la valoráis, y ya no digamos si me distinguís con algún comentario, mi dicha casi que no tendría límites

GRACIAS POR LEERME, AMIGOS, Y YA SABÉIS, UN AFECTUOSO ABRAZO PARA TODOS VOSOTROS.

 

NOTAS AL TEXTO

“23F”: Se refiere al frustrado Golpe de Estado llevado a cabo el 23 de Febrero de 1981 por el teniente coronel Antonio Tejero, de la Guardia Civil, el general Alfonso Armada y el teniente general, Capitán General de Valencia, Jaime Milans delBosch.

El vocablo árabe “Al-Hamra”, tras la conquista de Granada por los Reyes Católicos, se castellaniza intercalando una “B” entre la “M” y la “R” de “Hamra” y anulando la barra que une las dos palabras del nombre árabe. Lo de “Roja” le viene por su típica construcción árabe, en ladrillo, lo que hace que al reverberar el sol en la muralla, en especial al crepúsculo, parezca pintada en rojo vivo.

Romía: Nombre que los hispanoárabes daban a las esclavas cristianas. Así, efectivamente, solían llamar  a Isabel de Solís los enemigos de Muley Hacen, partidarios pues de su primera esposa, Aixa “la Horra” (¡La Casta, la pura!) y del hijo de ambos, Boabdil.

“Ducas”: Modismo castizo, para referirse a penas, fatigas, etc. Se suele usar bastante en Andalucía

Lo que expongo es textual del Evangelio de Mateo; capítulo 19, versículos 3 al 9. He buscado opiniones de la Iglesia a este respecto de que Jesús, explícitamente, admitiera una causa de divorcio en la “fornicación”. El resultado de mi búsqueda,  más pobre no puede ser; en efecto, son bastantes los escritos de teólogos y similares que abordan ese Mt 19.9, pero siempre lo hacen interpretando lo que Jesús quiso decir en ese versículo, desvinculándolo de actividad sexual alguna, para, en definitiva, vaciar de contenido ese texto, ya que opción al divorcio canónico, no aparece en ninguna de estas argumentaciones, cuando tal opción en el texto Evangélico que, como parte doctrinal enseñada por Jesucristo, debe entenderse infalible, sin posibilidad de error alguno, la opción a la disolución canónica del matrimonio, es taxativa, en ese “SALVO”. En ese texto está bien claro que, indudablemente, Jesús-Dios, defiende a capa y espada la indisolubilidad del matrimonio; es decir, un “No”, claro y contundente, al divorcio, pero también es evidente que hay un “SALVO”, y taxativamente “POR CAUSA DE FORNICACIÓN”, y el significado de tal palabra es bien claro, mantener una relación sexual ilícita ante Dios. Ítem más, también en Pablo encontramos una cita que autoriza el divorcio. Es en su famosa “1ª Carta a los Corintios”, en su capítulo 7, versículos 12 al 15: “Si algún hermano tiene una mujer que no es creyente, y ella consiente en vivir con él, no la abandone.Y si una mujer tiene marido que no es creyente, y él consiente en vivir con ella, no lo abandone.Pero si el no creyente se separa, sepárese, pues no está el hermano o la hermana sujeto a servidumbre en semejante caso, sino que a vivir en paz nos llamó Dios.” Vamos, que esa cerrilidad de la Iglesia a no considerar, en forma alguna, el divorcio más bien la encuentro enteramente injusta. Y no es que yo abogue por un divorcio “a todo ruedo”, como el civil, que tampoco lo detesto pues respeto las intenciones y opiniones de cada cual, sino que entiendo que hay casos muy específicos en que la Iglesia debería recapacitar. Vamos, “mirarse menos el ombligo” y tener más comprensión hacia el estado que muchos buenos católicos, fervientes cumplidores del mandato eclesiástico, quedan ante casos como el que en este relato expongo: Un cónyuge abandonado por el otro cónyuge, al que la Iglesia condena a no vivir su sexualidad dentro de la Ley Divina. Jesús y Pablo son mucho más magnánimos respecto a tales cónyuges que la Iglesia, que así resulta más cristiana que el propio Cristo de quien toma el nombre.

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