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Historia de dos mujeres (1)

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CAPÍTULO 1º

 

A veces, cosas que, en cierto modo, parecen baladíes, extrañas a uno incluso, llegan a tener una importancia capital en el devenir de la vida de las personas; eso mismo fue lo le pasó a Anna Arkadievna Tijonova cuenta del divorcio de su hermano, Yevgeni Arkadievich Oblonsky de su esposa, Daría Aleksandrovna Oblonskaya. La mujer había descubierto las infidelidades de su marido con la institutriz francesa de sus hijos, y en el lecho conyugal, para mayor INRI. Y claro, estaba dispuesta a abandonar el hogar familiar y divorciarse del marido

Anna Arkadievna deseaba evitar aquello, tanto para las nefastas consecuencias que para las finanzas de su hermano tendría perder el apoyo económico de su esposa como por la parte sentimental del matrimonio, pues no le cabía en la cabeza que la pareja ya no se quisiera, pues bien sabía ella lo enamorados que se casaron. Más su personal interés en que tal desaguisado se arreglara, pues si mucho quería a su hermano, no menos apreciaba a su cuñada, Daría Aleksandrovna. Propuso a su marido, Aleksei Aleksandrovich Tijonov, ir juntos a Moscú, a casa de su hermano, pero sucedió que Aleksei Alexandrovich no podía en esos momentos ausentarse de San Petersburgo, pues era personaje importante en la corte imperial, con entonces asuntos de la mayor importancia que tratar, pero le dijo que fuera ella sola a Moscú, si así creía debía hacer, con lo que se puso ella sola en viaje.

Pero es que, al tiempo que ella partía hacia Moscú, allí llegaba un viejo amigo de su hermano, Konstantin Dmitrievich Levin, familiarmente Kostia; éste era amigo de la infancia de Yevgeni Arkadievich, compañeros de colegio primero, luego de Universidad, pero también lo fue del hijo de la familia Schervazky, viejos amigos de los Levin, por lo que entraba con toda familiaridad en esa casa. Y es que Daría Alexandrovna, la mujer de Yevgeni Arkadievich, era una Schervazky, la hija mayor de la casa; Kostia, en su momento, se enamoriscó un tanto de Daría, pero ésta, enseguida, se casó con su actual marido.

Konstantin Dmitrievich, al contrario de sus amigos, no se quedó en Moscú, procurando abrirse allí camino, camino real, por cierto, en base a las familiares influencias, sino que, huérfano ya de padre y madre, prefirió irse al campo, a cuidarse él mismo de las fincas que de su padre y su madre heredara. Y allí se afincó definitivamente, fugado del mundanal ruido con muchísima alegría y ni un mísero adarme de pena, pues la vida urbana, esa vida social de las grandes urbes, le abrumaba con su hipocresía, sus forzadas formas sociales, su vacuidad espiritual. Él, Konstantin Dmitrievich, era hombre bastante tímido, y decir “bastante” era quedarse muy corto respecto a su vasta cortedad de ánimo, pero dotado de una casi extrema sensibilidad; antes nada que poco brillante en los salones de la alta sociedad, donde se sentía tan fuera de lugar como gocho (cerdo) en jaula de oro. Una alta sociedad en la que, indudable, había nacido,  pero que ni él había acabado de encajar en ella ni la tal sociedad había nunca entrado, de verdad, en él. Por eso, allá, en esa suerte de destierro que el campo es para quienes son conspicuos urbanitas; entre esas gentes sencillas, por más que incultas, analfabetas, él era feliz; se sentía a gusto y tranquilo, porque a pesar de su incultura, su analfabetismo, eran diáfanas, sinceras, sin doblez alguna, y él, hombre culto, sensible, inclinado al arte y la meditación filosófica, con esas gentes se entendía de maravilla, lo que no sucedía con aquellas otras gentes, tan instruidas, tan “leídas y escribidas” de Moscú.  Pero sucedió que unos meses antes, Kostia pasó en Moscú casi un par de meses; se enteró, de pura casualidad, de la muerte en el Báltico de su viejo amigo, el único vástago varón de los Schervazky, Aleksandr Aleksandrovich, oficial que fuera de la armada rusa, por lo que creyó oportuno ir a la gran ciudad a presentar sus condolencia a la ilustre familia.

Pero también ocurrió que en tal día volvió a ver a la benjamina de la casa, Yekaterina, o Kitty, como cariñosamente la llamaba todo el mundo. Cuando Kostia dejó Moscú, Kitty contaba ocho o nueve años, más cuando llegó se encontró con una Kitty de espléndidos, bellísimos y lozanos dieciocho años, que a Konstantin Dmitrievich le llegó al alma, lo que determinó se prolongara casi “ad infinitum” su estancia en la ciudad, “pegadito” a la bellísima joven, hasta el punto de acompañarla no sólo al teatro y la ópera, sino incluso a los por él más despreciados que otra cosa, barrocos salones de esa alta sociedad moscovita, en la que naciera pero que nunca llegó a digerir, pues aquella era la temporada en que sus padres la presentaron en sociedad, por lo que era invitada forzosa a cuanto evento social se produjera en Moscú, ya fuera recepción, sarao o lo que fuera.

Mas acabó huyendo de ella, regresando a su pueblo, a sus predios, de la noche a la mañana, sin despedirse de nadie. Y es que Kostia, por primera vez en su vida, se sentía un ser inferior ante la rutilante esplendidez de aquella casi mujer, casi niña, que tan hondo le había calado, tan locamente le había enamorado. ¿Cómo podía él pretender que ella, siquiera, le mirara, se fijara en él? Se veía a sí mismo como un rústico campesino, poco más o menos que un humilde “mujik” de los que trabajaban sus predios. Una especie de gusano frente a la egregia “Diosa Súmmum” del más egregio Olimpo que, para él, era Kitty ¿Cómo iba él, con su medianía campesina, a competir con tanto joven brillante como asiduamente la rodeaba, cortejándola mucho, muchísimo más evidentemente que él? Que esa era otra, la innata cortedad que, si bien en él era más que común, ante ella esa timidez llegaba a ámbitos estratosféricos. Desde luego, no veía que de rústico nada tenía, pues su educación más exquisita no podía ser; que de desagradable, su figura nada tenía, pues hasta resultaba varonilmente atractivo, con aquél bigote, aquellas patillas tan bien recortado todo, tan pobladamente sucintas ambas pilosidades. Aquella perilla en, más menos, triangulo isósceles de invertido ángulo agudo. Y sus más que saneados rublos. No; si Kostia no fuera tan eminentemente tímido, tan enormemente introvertido, hubiera reparado en que ante la bella se habría alzado con rotundo éxito, pero era como era, y eso no tenía remedio;  luego se marchó, huyendo de ella, de sí mismo…

Pasó aquellos precedentes meses en sus tierras, en el pueblo donde se “refugiara”, esa especie de exilio en La Arcadia Feliz, ese pueblo provinciano, antes minúsculo que pequeño, rodeado de gentes sí, tremendamente incultas, pero sencillas, sin artificio alguno, que llaman al pan, pan, y al vino, vino, se sentía a gusto porque se sentía seguro de sí mismo al no tener que aparentar nada que no era. Allí se refugió huyendo, más que nunca, del “mundanal aquelarre”. Y, más que de nada, más que de nadie, de esa Kitty que tan a fondo le sorbiera alma, corazón y vida. Pero Kitty se le había metido muy, pero que muy adentro, hasta la trastienda…y sin remedio, además. Tenía que, al menos, salir de dudas porque, ¿en verdad sería tan inimaginable, como él tan a pies juntillas creía, que ella acabara por aceptarle? Eso; ese pensamiento, esa, tal vez y más bien, quimera, le desasosegaba como antes la desesperación de alcanzarla así mismo lo hiciera. O, tal vez, más, incluso. En fin, que tenía que despejar tal incógnita, fuera cual fuere su resultado, bien “X”, bien “Y”. Y allí estaba él, en Moscú, en casa de su amigo, cuñado de su amada, dispuesto a pedir la mano del amor de sus amores

Hablaron de mil y una cosas intrascendentes, baladíes, hasta que tuvo el valor de preguntarle por el objeto de sus más íntimos anhelos

¿Qué sabes de los Schervazky?... ¿Siguen bien?… ¿Sin novedad?...

Yevgeni Arkadievich se sonrió burlonamente. Sabía muy bien lo que a su amigo le interesaba: Kitty, su jovencísima cuñada. Se dio cuenta, la vez anterior que su amigo Levin estuvo en Moscú, de la honda impresión que la vivaracha muchacha causó en el propietario rural

Tú lo has dicho en dos palabras, pero yo en dos palabras no lo puedo responder. No; sobre lo que has preguntado no hay novedad; todo sigue como antes estaba, sin novedades dignas de mención. Pero te digo una cosa: Has tardado mucho en volver…

¿Qué quieres decir?

Nada…nada… Pero, por si te interesa, te digo que puedes verlas a las dos,  madre e hija, mi suegra y mi cuñada Kitty, ahora, pues deben estar ya en el Zoológico…

Los dos amigos se separaron y Levin tomó un coche de alquiler y marchó hacia el Parque Zoológico donde, durante el invierno, funcionaba una pista de patinaje sobre hielo la mar de concurrida. Las divisó enseguida de llegar y empezar a buscarlas por allí, la señora sentada en un banco, junto a la pista de hielo y la muchacha patinando junto a un grupo de chicos y chicas más o menos de su misma edad. Saludó, cortésmente a la madre y al momento la chica estaba junto a ellos, frenando los esquís al llegar a su lado. A Levin le dio un vuelco el corazón al verla tan de cerca. ¡Dios y qué hermosa le pareció! Más, incluso, de lo que la recordaba. Esa su cabecita rubia, con esa deliciosa expresión de bondad y candor casi infantil, aquella divina mezcla de niña candorosa y soberana belleza femenina; sus ojos, siempre nuevos, cambiantes, que le hacían temblar de emoción cundo le envolvían en el terciopelo de su mirada, su sonrisa, que le elevaba a un Universo encantado, de cuento de hadas, que le fascinaba; que le daba un solaz, una dulce felicidad como sólo recordaba haberla disfrutado en su niñez

¿Cuándo ha llegado usted, amigo Kostia?

Esta mañana; hace ya un rato. Me proponía visitarlas en su casa, pero su cuñado, Yevgeni Arkadievich, me dijo que las podía encontrar ahora aquí. No sabía que usted patinara, señorita Kitty…y lo bien que lo hace, además

¡Se burla usted, amigo Kostia! Usted sí que patina bien. (Sí, Konstantin Dmitrievich tenía fama de buen patinador. El primer patinador de todas las Rusias le llamaban allá por sus años universitarios) ¿Patinamos un rato juntos?

No… No he traído los patines… Lo siento

Pues no lo sienta; en la caseta puede alquilar unos; ande Kostia; patinemos un rato, cogidos de la mano. Ande, sea usted bueno…

Y Kostia fue bueno, calzándose unos patines de alquiler. Patinaron, tomados de la mano, y hablaron de mil y una fruslerías. Pero nada de lo que Levin ansiosamente pretendía: Declararle su inmenso amor a la joven Requerirla para que le aceptara como el compañero de su vida, su marido. La verdad es que aquellos momentos fueron para él, al propio tiempo, el Paraíso Terrenal y el infernal averno. La dicha de tener entre las suyas las manos de la muchacha le embriagaba, pero su timidez, su miedo a ser rechazado por la bella, le impedía decirle a Kitty todo cuanto la quería, la inmensidad de su amor por ella. Para eso había ido a Moscú, sin fecha fija de retorno, dejándolo todo al albedrío de la jovencita. Ella decidiría, con su anuencia o rechazo, lo que su actual estancia en Moscú duraría. Y fue ella quien, en cierto modo, provocó que él casi se lo revelara todo

¿Se quedará usted mucho tiempo entre nosotros?

No lo sé…

¿Cómo que no lo sabe? Habrá venido con algún propósito definido… Digo yo…

Pues no; no lo sé… Dependerá de usted si me quedo más tiempo o me voy enseguida…

Levin quedó aterrorizado ante lo que, para él, había sido una loca audacia, pero Kitty o no le oyó o no quiso oírle, pues nada replicó a su apasionada confesión; simplemente hizo como que tropezaba, dando algunos talonazos en el gélido suelo y, seguidamente, se alejó de él rumbo a la caseta, donde se quitó los patines. Luego se dirigió hacia donde su madre estaba y ambas mujeres marcharon hacia la salida del Zoológico para regresar a casa. Levin las vio alejarse; se quitó los patines y, sin molestarse en devolverlos, pues el encargado de la caseta ya se acercaba a él para recogerlos, apretó el paso acortando terreno con las dos mujeres, a las que alcanzó junto a la puerta del Parque. Entonces la madre le saludó, ofreciéndole la mano

Querido Konstantin Dmitrievich. Me alegro mucho de haberle visto. Seguimos recibiendo los jueves…

Hoy es jueves, princesa Schervazky… ¿Esta tarde…?

Nos satisfará mucho recibirle, querido Kostia…

Sí, el padre de Kitty era príncipe, príncipe Schervazky…uno más de los muchos que en la Rusia de aquellos entonces había. Las acompañó hasta su carruaje, ayudándolas, galantemente, a subir al coche, después, él mismo fue al coche que hasta allí le trajo y también él abandonó el lugar

Ya en el coche, de vuelta a casa, Kitty iba pensando. “¿Acaso soy culpable? ¿He hecho algo que no esté bien? A eso llaman coquetería. Ya sé que no es a él a quien quiero, pero a su lado estoy contenta. ¡Es tan simpático!”…

También su madre pensaba, pero en sentido bien distinto al de su hija. Había sido cortés con Levin, pero fría como el hielo. Cuando él estuvo antes en Moscú, viéndole siempre detrás de su hija, tan galante, tan servicial con ella, abrigó la esperanza de que Konstantin Dmitrievich pidiera su blanca mano, pero sin venir a cuento había “pegado la espantá”, dejándolas a las dos con sendos palmos de narices Vamos, que de momento, la muchacha se quedaba “compuesta y sin novio”. Pero, hete aquí, que casi de corrido apareció por la ciudad del Moscova el joven conde Vronsky, un gallardo y más que apuesto oficial de húsares de Caballería, orlado, además, de su fama de ser algo más que millonario de nacimiento, pues era él quien detentaba el condado de Vronsky al ser fallecido su señor padre. Y sucedió que tan pronto el apuesto joven conoció a Kitty inició un más que apretado asedio de tal plaza fuerte que, si cautivó, prisionera, a la hija, más todavía aprisionaron a la madre los excelsos posibles de quién consideraba sería en breve su yerno, luego bien ido seas, Konstantin Dmitrievich Levin, y mejor llegado seas, conde Vronsky. Pero eso de que Levin estuviera de nuevo en Moscú, la inquietaba cosa mala, porque a ver si se malograba, finalmente, lo que tan bien parecía ir para el futuro de su hija

Kitty, queridas mía… Quisiera decirte una cosa…

No, madre… No… Le pido, le ruego, por favor, que no me hable nada de eso. Lo sé; lo sé todo...

Kitty sabía perfectamente de lo que su madre quería hablarle, pero ella no quería entonces hablar de ello. De lo mismo que ella entonces tenía en la cabeza, dándole vueltas y más vueltas hasta casi empezar a dolerle el magín (El diccionario de la RAE define “Magín” como “Imaginación”, pero, en España al menos, también se llama así, por afinidad, al cerebro) Entendía perfectamente de lo que la Princesas deseaba hablarle. Entendía muy bien lo que su madre deseaba, pues era lo mismo que ella misma sentía, anhelante por casarse con ese hombre que ahora la enajenaba, pero los motivos, las razones, que a ambas motivaban en sus idénticos deseos finales divergían de este a oeste, de norte a sur, pues lo que en la madre era sólo ansias de más vil metal, en ella era romántico amor hacia ese hombre que, por finales, la había embrujado, independientemente de lo bien situado que pudiera estar

Yo sólo quería hacerte ver que si das esperanza al uno…

Sí, madre. Ya le he dicho que lo sé todo,  todo lo tengo en cuenta. Pero no quiero pensar ahora… Por favor, madre, por favor…

De acuerdo, hija, me callaré… No insistiré más, pero una cosa sí quisiera que me prometieras: Que nunca tendrás secretos para mí, tu madre; que siempre me lo dirás todo; todo cuánto decidas hacer… Hablo de cosas serias, importantes,  no de cómo quieres que la modista te haga un vestido o te peine la peluquera, claro

Desde que llegó a casa y hasta la noche, cuando empezarían a llegar los invitados, las visitas, Kitty estaba cual soldado ante el inminente combate; nerviosa, con el corazón lanzado a desenfrenado galope que apenas la dejaba respirar. Como Jesús en el Huerto de los Olivos, pero con mucha, pero muchísima menos resignación que Él, parecía decir: “Señor, que pase de mí este cáliz, esta copa de amargo acíbar”. Porque sabía que esa noche sería llegado el momento de tener que decir “NO” a un amigo muy querido…

Entonces su mente pasó repaso al ayer, un ayer que se remontaba a más de diez años, hasta sus siete, ocho años, cuando Kostia venía a casa acompañando a su hermano, su querido Aleksandr, desaparecido en las heladas aguas del Báltico, iba ya para cuatro años. Sí; recordaba a Kostia, junto a su hermano, lo cariñoso, lo dulce que era con ella, tan chiquita todavía, lo atento y servicial que era con todo el mundo; con su hermana Daría, de la que estaba segura llegó a enamoriscarse un poco, pero cuya boda con Yevgeni Arkadievich, no obstante, apenas pareció afectarle…

Y luego, cuando regresó de nuevo, siete u ocho meses antes, se dio cuenta, perfectamente, de que los sentimientos del hombre hacia ella, habían variado rotundamente. Fue para ella un placer inmenso cuando advirtió, tan pronto como entonces él la vio, la tremenda impresión que su paso de niña a mujer había obrado en su femenina anatomía. Le vio anonadado ante su impresionante cuerpo de mujer; y después, siguiéndola cual perro faldero, por los teatros y los salones de la alta sociedad moscovita, de baile en baile, de recepción en recepción. Y eso que, bien lo sabía ella, los eventos sociales, los salones, hasta los teatros, aunque estos menos, apenas si los soportaba. Le sabía enamorado de ella, que por ella bebía los vientos. Y eso la agradaba, la agradaba muchísimo, la encantaba.

Hasta llegó a esperar que algún día acabara por declarársele. Cuando, de la noche a la mañana, desapareció de Moscú, incluso llegó a desilusionarse, ya que eso sí que no se lo esperaba; la cosa llegó al punto de hasta pensar en ir tras él, llevando en rigurosa práctica lo de que “Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma”. Ir tras él y, si él no se le declaraba, declararse ella él… Pero no lo hizo. ¡Qué pensaría de ella la gente si lo hacía!

Luego, con Vronsky, todo fue distinto. El apuesto oficial de Húsares era jovial, mundano, parlanchín. Le encantaba la vida en sociedad, asistir a bailes y teatros. En los salones de la alta sociedad moscovita brillaba con luz propia, como el sol brilla en el firmamento. Y la enamoró de verdad, la volvió loca con su palabrería, su mundana prestancia, sus modales más que refinados. ¡Qué diferente, qué distinto vio su futuro junto a Vronsky que junto a Levin! Con el primero, una vida brillante, de intensa vida social con permanentes asistencias a la Ópera, el ballet, el teatro, los salones del más alto copete, hasta viajando al extranjero, Inglaterra, Francia, Alemania… Con el segundo, la anodina vida del campo, como campesinos; ricos, sí, pero campesinos a fin de cuentas

Subió a su cuarto para vestirse y se miró al espejo: Se vio bien, bonita, guapa, hermosa de verdad. Y se sintió mejor que bien; tranquila, segura, dueña de sí misma. Y del mismísimo Lucero del Alba que se le pusiera por delante. Excelente estado para afrontar lo que, de eso no le cabía duda alguna, la esperaba esa tarde-noche: Tener que pronunciarse entre el uno o el otro… Apenas serían las siete y media de la tarde cuando, apenas si había dejado su habitación para reintegrarse al salón, un lacayo anunció

El señor Konstantin Dmitrievich Levin

Gracias Aleckine. Introdúcele al saloncito, por favor; enseguida voy yo…

Sí; allí estaba ya Kostia; su querido Kostia…su temido Kostia. No podía ya caberle duda de las intenciones que ese hombre, ese querido amigo, traía: Si se  adelantaba tanto a la normal hora en que en las casas de su rango se recibe, era porque pretendía hablar con ella sin testigos, porque quería pedirle que se casara con él Y entonces se apercibió de otra cosa: Del dolor que iba a causar a ese hombre que tanto apreciaba. Y, ¿por qué? ¿Qué le había hecho él a ella? Enamorarse, quererla, amarla… “¡Dios mío, y qué complicada que es la vida!”, pensó Y se encaminó al saloncito donde se solía introducir a las visitas. Efectivamente, allí se encontraba Konstantin Dmitrievich, Kostia, delatando su rostro el tremendo nerviosismo que le embargaba en ese momento. Kitty le tendió la mano, saludándole, y él, galante, se la besó

A lo que veo, he llegado demasiado pronto

Dijo él, constatando la absoluta soledad de la estancia, no grande, pero coqueta

Oh, no… No se preocupe usted, Kostia; ya sabe que en esta casa usted siempre es bienvenido…

Ya, ya… Bueno, Kitty…mi querida Kitty…la realidad es que lo quería así, encontrarla sola…

No… No se preocupe Kostia. Mamá vendrá enseguida… Es que, ¿sabe?; esta mañana se cansó mucho y se ha echado un rato. Pero ya estará levantada y en nada estará aquí. ¿Quiere sentarse?

Le dijo ofreciéndole una silla que, más barroca, no podía ser, pero Kostia no hizo ademán alguno de tomar asiento; no quería hacerlo. Y así, sin sentarse, de pie, sin tampoco mirarla, pues hasta ahí su somerísimo valor no llegaba, le habló Kostia

En realidad, deseaba encontrarla sola… Hablarle a  solas…

Kostia casi se atraganta por la emoción que le embargaba, hablando con el corazón en la garganta de tanto como le latí. Y Kitty, mirándole, sin separar de él, de su rostro, los ojos, parecía rogarle, suplicarle, más bien, con la mirada, que no siguiera por el camino que había emprendido: Declararle su amor “¡Dios mío Misericordioso! ¡Que no lo haga, Señor! ¡Que no lo haga! ¡Que no me obligue a tener que decirle que no! ¡Que no me obligue a tener que hacerle daño!”, se decía para sí, rogando al Altísimo con toda su alma, pero, al parecer, el Altísimo muy por la labor no estaba, pues, tozudo, Konstantin Dmitrievich siguió con su ya más que nada, trémulo discurso

Le dije que no sabía cuánto tiempo permanecería en Moscú; que eso dependería de usted… (Kitty, roja la cara cual amapola veraniega, con el rostro ardiéndole como si allí tuviera carbones encendidos, bajó aún más la cabeza. “¡Que no siga, Señor; que no siga! ¿Es que no ve que no es posible lo que quiere? ¿Es que no ve lo que estoy sufriendo? ¿Por qué no ve, se da cuenta, de que no tendré más remedio que hacerle daño…que decirle que no?” Pero él no se daba cuenta de nada… Bastante tenía con aguantar el tipo, que a cada segundo transcurrido se le achicaba más, y más, y más) Depende de usted porque quería…quería… (¡Diantre!, y cuánto cuesta , a veces, soltar las palabras, y más aún, entonces, a Konstantin Dmitrievich, que se le atoraban en la garganta como tremebundo bolo alimenticio; al fin, cogió “carrerilla, y arrancó) ¡Quería decirle que desearía que fuera usted mi mujer!

¡Lo había soltado; al fin lo había soltado…se lo había dicho, al fin!… Kostia, entonces, miraba a Kitty, sonriente, esperanzado; casi feliz, por su “heroicidad”, pero Kitty estaba como anonadada. ¡Lo había hecho! ¡Lo que tanto temía, lo que casi la horrorizaba había pasado! ¡Dios no había querido escucharla! ¡No había querido que ese cáliz de amargo acíbar pasara de ella!

Dispénseme… Dispénseme, queridísimo AMIGO (Sí; recalcó, muy adrede, lo de “amigo”, para que a él no le quedara duda alguna de que así es, sería siempre, como le viera, como le considerara) No es posible, querido amigo, no me es posible…

A Konstantin Dmitrievich el mundo se le derrumbó encima en un momento, en un segundo. La tímida, anhelante sonrisa que un segundo antes acariciara sus labios se borró, sustituida por otra preñada de tristeza pero por entero huérfana de alegría… Tan cerquita, tan absolutamente necesaria para él un segundo antes, y tan absurdamente lejana de él, de su vida, ahora

Claro… No podía ser de otro modo… Perdóneme usted a mí, Kitty, por haberla importunado tan desconsideradamente

Kostia se dio la vuelta, disponiéndose a salir, a abandonar salón y casa

¡Hombre! ¡Konstantin Dmitrievich Levin!... ¡Cuánto honor para esta humilde casa, recibirle!

Era la princesa, la madre de Kitty, puesta en el vano de la puerta del salón; acababa de llegar allí y, al ver solos a su hija y aquél mancebo, para ella  ya más un intruso entre ellas que ninguna otra cosa, se casi asustó incluso, previendo serios nubarrones en el límpido cielo que tenía ella previsto en el horizonte de la vida de su hija, pero al instante se tranquilizó, y algo más que tranquilizarse fue lo que experimentó al constatar casi al mismo tiempo que allí nada se celebraba sino, en todo caso, un velorio, con sus responsos y todo, por el eterno descanso de las esperanzas amatorias del para entonces denostado mancebo Y así, tranquilizada y, malvadamente contenta, se adentró en la salita, dispuesta a hacer aún más sangre en el herido corazoncito del ominoso hombre que osaba turbar su tranquilidad de madre consciente y cabal

Buenas noches, princesa… Encantado de saludarla y muy agradecido a sus inmerecidas atenciones…

¡Que por falta de buenas formas no quedara la cosa, aunque ya barruntaba él, y bastante más que barruntarlo era ya en él, que la princesa era más falsa que el tan socorrido “Beso de Judas”, pero nobleza obliga y él, aunque no tanto por la sangre como por su bonhomía, era de lo  más noble que darse pueda. Pero como las desgracias casi nunca vienen solas, apenas si, a instancias de la señora de la casa, Levin, Kitty y la propia princesa acababan de sentarse, por esa misma puerta, surgió la figura de una amiga de la muchacha, mujer en extremo desagradable que parecía complacerse en hacer daño a los demás, en especial si “los demás” era Konstantin Dmitrievich Levin, en el que prodigaba la mar de “tiernamente” sus “atenciones”

Y así, soportando estoicamente la “bondad” de ambas mujeres, su ya imposible suegra y la amiga de su ya más imposible aún esposa, fueron desgranándose los minutos iniciales de tan aciaga noche para Levin. Pero se dice que no hay dos sin tres, luego a la segunda desgracia de tan fatal noche en la existencia del sufrido Levin, le sucedió la tercera, cuando por aquella especie de puerta del Averno surgió la figura de un bizarro militar, oficial de Húsares de Caballería, y al pobre Kostia no se le ocultó esa mirada de arrobamiento que la dueña de sus anhelos dirigió al recién llegado

Hay personas que al ver a un rival en amores, sólo ven en él defectos y más defectos; otras sólo las virtudes que les han derrotado ante la persona de sus afanes. Kostia era de éstas últimas; así que lo único que vio en el soldado, eso sí, con el alma desgarrada, sus innegables bondades físicas y hasta síquicas. Así vio ante sí un hombre moreno de pelo y tez, no muy alto, digamos que de estatura normal, ni alto ni bajo; complexión recia pero sin a ser fornido; más que nada, eminentemente ágil y flexible y, desde luego, verdaderamente fuerte. Ese tipo de hombres muy, muy hechos al ejercicio al aire libre, como por su profesión era fácil imaginar, con la fortaleza pues que tal régimen de vida da. Facciones y ademanes, hermosos, simpáticos. El militar a la legua denotaba ser hombre desenvuelto, simpático, extrovertido, por naturaleza. Vamos, que su rival en el corazón de Kitty era la antítesis de sí mismo. Y cómo no le iba a desbancar de las preferencias de la bellísima jovencita

Tan pronto entró en la sala, el servidor del zar se acercó, deferente y galante, a la princesa y a Kitty, que casi se desvanecía con sólo verle; a la joven la miraba con una casi imperceptible sonrisa de triunfador que no quiere abusar de su vencida víctima, sino que, graciosamente, le permite vivir… O eso le pareció a Levin. La saludó con exquisita cortesía, besándole la mano que, al tomarla, extendida hacia él por ella, con la suprema elegancia cortesana de la Ciudad Imperial, de costumbres sociales bastante más barrocas, sibaritas, que las de la menos brillante ciudad de Moscú. Luego se sentó muy cerca de las anfitrionas de la casa, la princesa y su jovencísima hija, sin dignarse dirigir ni una mirada a Konstantin Dmitrievich

Permítanme que les presente: Konstantin Dmitrievich Levin, un buen amigo de esta casa; el conde Pavel Sergeievich Vronsky

El conde Vronsky se levantó al momento avanzando hacia Levin, para estrecharle la mano

Tengo entendido que usted suele vivir en un pueblo. ¿No se aburre usted, siempre allí?

Vivir en un pueblo no se hace aburrido si se tienen cosas que hacer. Menos aún, si se sabe vivir consigo mismo

Bueno; en realidad, también a mí me gusta la vida rural

Levin había dicho con bastante retintín lo de “si se sabe vivir consigo mismo”, como despreciando lo mundano de la vida de Vronsky, pero éste no se dio por enterado de tal matiz. Las conversaciones entre los contertulios, bastante más numerosos según los minutos iban desgranándose, al ir acudiendo el resto de invitados, habituales de cada noche, pero a Levin apenas si le era posible meter baza, monopolizado el cotarro por el conde, la princesa y la ominosa amiga de Kitty. Hasta de espiritismo se habló, sin descontar las temporadas que el conde solía pasar, con su madre, en Niza, Nápoles o Sorrento, incidiendo muy particularmente en lo mucho que se añora a Rusia cuando se está lejos de la Patria

Levin, a cada momento, se decía que se marcharía al momento, pero ese momento nunca llegaba; era como si una fuerza sobrenatural le mantuviera atado, amarrado a aquella silla, que, realmente, odiaba. Ya ni intentaba intervenir en una conversación que no es que le aburriera, es que la despreciaba con toda su alma. El alma de la reunión, qué duda cabe, era el conde, brillando, resplandeciendo, rutilante en el salón, cual estrella en el centro de su sistema planetario. Había atraído la general atención y no había allí fémina que pestañeara, mirándole embobada, sin discriminación que valiera entre jóvenes y menos jóvenes, entre solteras o casadas…

Curiosamente, con una sola excepción: Kitty; tampoco para ella aquella estaba siendo la mejor noche de su vida; ajena al cotarro, se mantenía más callada que otra cosa, interviniendo de vez en cuando en lo que más parecía reunión de gallinas en torno al gallo del corral, más que nada, admitámoslo, para disimular ese estado de extrema tensión que la embargaba. No pocas veces se cruzaron, mudas en palabras, pero plenas de silenciosa verborrea visual, sus miradas, la de la muchacha y su doliente amigo del alma Ella parecía pedirle, constantemente, perdón: “Perdóneme, si le es posible; me he enamorado…¡y soy tan feliz amándole!...” decían sus ojos; y Levin entendía perfectamente el visual mensaje, respondiendo a su vez los masculinos ojos: “Les odio… Les odio a todos… A usted también… Pero más que a nadie, a mí mismo…”

Y era cierto; se odiaba…se odiaba intensamente. Odiaba su simpleza, su falta de ánimo…su tremenda cobardía, derivada de su increíble timidez que le llevó a “pegar la espantada” meses atrás, aterrado ante lo que su propia cortedad de ánimo hacíale considerar imposible que su adorada Kitty pudiera corresponder a su rendido amor. Entonces, en esos crueles momentos, era consciente de que lo tuvo todo en sus manos; todo…el amor de su amada, y todo lo tiró por la borda Y todo, por esa, en él, innata cobardía de ánimo. Y, como Aixa la Horra dijera a su hijo Boabdil cuando, al salir para siempre de su Granada, se volvió hacia su vieja ciudad y lloró: “Llora, como mujer, lo que, como hombre, no supiste defender”…

Pero su alma doliente no lloraba, como débil mujer, la pérdida de su querida Kitty, pues las mujeres de débiles, en verdad, nada tienen. Su alma lacerada no lloraba como mujer, sino como hombre cobarde, apocado, que no se atrevió a hacer lo que tanto anhelaba. Ahora entendía, a la perfección, lo que su amigo, Yevgeni Arkadievich, el cuñado de Kitty, le dijera por la mañana: “Has tardado mucho en volver”… Al fin, en un momento en que la concurrencia estaba más que interesada en lo que entonces decía Vronsky, Levin hozo “mutis por el foro”, procurando hacerlo en la forma más discreta posible evitando ser observado por toda aquella concurrencia… Lo logró a medias, pues Kitty, que casi no le quitaba ojo en toda la noche, sí que se apercibió de su definitiva huida… Y respiró tranquilizada al verle desaparecer…

Por la noche, acostada en su cama, tardó mucho, mucho en dormirse. Estaba segura de haber obrado bien, negándose a Kostia en aras de esperar, segura, que el conde pediría su mano sin tardanza. Pero a su mente acudía el rostro de su querido amigo, de Kostia, con el entrecejo fruncido, triste, desanimado. Con la muerte en el alma, a todas luces. Hasta lloró, compartiendo, en su propia alma, el dolor causado, necesariamente, desde luego, a amigo tan querido. Tan querido de tanto, tanto tiempo. Pero, ¿qué otra cosa podía haber hecho ella? Le quería mucho, pero mucho, de verdad. Mas no le amaba. ¿Cómo, pues, hacer otra cosa que desengañarle en sus vanos deseos, sus vanas ilusiones, esperanzas? Luego, a su mente vino el rostro de su amado Vronsky, y sonrió risueña a tal imagen. “Es triste; muy triaste, pero ¿qué podía hacer? Yo no tengo la culpa de que se enamorara de mí.  Sí; he hecho lo correcto”, se dijo. Y, dándose la vuelta, por fin pudo conciliar un sueño que tanto se resistiera a acogerla Pero muy dentro de ella, allá por el subconsciente, una debilísima vocecilla, tan débil que no llegó a escucharla que le decía: “¿Y si te has equivocado? El conde, desde luego, es más atractivo, pero Kostia nunca te fallaría…el conde, quién sabe”

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A la mañana siguiente el conde Vronsky fue a la estación ferroviaria de Moscú a esperar a su madre, la condesa Vronskaya, y allí se encontró con el cuñado de Kitty, Yevgeni Arkadievich, que había ido a esperar a su hermana, Anna Arkadievna Tijonova. Y esa mañana, el conde Vronsky conoció a Anna Tijonova. Le impresionó más que mucho, su femenina prestancia, su natural y graciosa elegancia, llena de sencillez; su belleza, serena, dulce, angelical bien podría decirse, pero, a la vez, deslumbrante, incluso para un hombre tan avezado a las mujeres como él. Mundana en lo justo para no desentonar en los salones que, dicha sea la verdad, frecuentaba muy de tarde en tarde, dada la seriedad de su marido, Aleksei Tijonov, muy, pero que muy poco afín a las frivolidades.

Pero es que, si ella, Anna Arkadievna Tijonova, impresionó, y no poco, a Pavel Sergeievich Vronsky, tampoco el mancebo hizo poca mella en la mujer. Ya le conocía de San Petersburgo, aunque no personalmente, sino porque el joven y apuesto oficial de húsares, con sus continuas aventuras, devaneos amorosos, andaba de boca en boca por todos los mentideros de la Ciudad de Pedro El Grande, día sí, día también. Así, que al momento, Anna Arkadievna le miró con curiosidad, dada su reconocida fama de Don Juan ilustre, para enseguida sentirse fuertemente atraída por la varonil apostura de aquél hombre…

Salieron juntos de la estación, despidiéndose allí los unos de los otros. Esos primeros días los pasó Anna en el domicilio de su hermano y su cuñada, sin siquiera avenirse a recibir a nadie, a ninguna de las muchas personas que, sabedoras de su vuelta a Moscú, acudieron a la vivienda a presentarle sus parabienes. Desde el primer momento, amén de entretenerse jugando con sus sobrinos, disfrutando de ellos, pues ella era sobremanera maternal y chiquillera, se centró en lo que allí la llevara, mediar entre su hermano y su cuñada, tratando que ésta perdonara la infidelidad de su consorte. Prácticamente no fue necesario que Anna buscara a su cuñada, pues Daría Aleksandrovna, a pesar de que a su marido le dijera que nada le importaba si Anna Arkadievna venía o no, lo cierto es que la esperaba como agua de mayo, esperanzada en que Anna encontrara solución a su conyugal naufragio.

Pero tampoco fue todo camino de rosas, pues cierto era que Daría Aleksandrovna estaba más que dolorida con la traición de su marido. Y no tanto por el hecho en sí de que él se hubiera acostado con otra mujer, sino porque esa otra mujer fuera más joven que ella, y, claro, también más deseable para Yevgeni Arkadievich. Lo peor era eso, verse, sentirse, vieja, ajada. Poco o nada deseable ya para su marido. Ante Anna comenzó por mostrarse irreductible. ¿Cómo, tras lo ocurrido, podía volver a ser la mujer de su marido?, decía a Anna Arkadievna, su cuñada…

Mas todo se arregló, pues el amor, el cariño, acaba por superarlo todo. Y Yevgeni Arkadievich y Daría Aleksandrovna, a pesar de todos los pesares, se querían y mucho. Claro, también ya se sabe lo que pasa cuando una persona se empeña en sólo ver lo que desea ver, en sólo creer en la que desea creer. Y Daría Aleksandrovna quería, de todas, todas, creer lo que su marido le decía, porque, sencillamente, el amor es ciego, irracional…

Fue al día siguiente de su llegada; por la mañana había enviado recado a su hermano, previniéndole de que, ni en broma, se le ocurriera no estar en casa a la comida. Y Yevgeni Arkadievich estaba allí, en casa, como un clavo, cuando los tres se sentaron a la mesa del comedor. Con gran placer por parte de Anna, observó cómo su cuñada hablaba de nuevo de tú a su cónyuge, cosa que ya sabía por la carta de su hermano que provocara ese su viaje a Moscú como por la misma Daría Aleksandrovna el día anterior, cuando, dolorida, se confesaba con ella. Luego, nada más terminar de comer, Daría se excusó, saliendo del comedor rumbo a sus habitaciones para descansar un rato, y Anna, hizo señas a su hermano, que para entonces, en babia de lo que más le convenía para arreglar las cosas con su mejer, se dedicaba, tranquilamente, a encender un cigarro

Hermano, sal tras ella… Y que Dios te ayude…

Y entonces fue cuando el “gilipuertas” de Yevgeni Arkadievich “se cayó del guindo”; apagó al instante el cigarro aún no encendido y salió como alma que lleva el diablo tras Daría Aleksandrovna, quedándose sola Anna en la sala que servía de comedor, por más de dos horas, al cabo de las cuales regresaron su hermanito y su cuñadita, todos ellos amarteladitos y haciendo “manitas”… Ita, ita, ita… Ito, ito, ito…

Solucionado lo que la llevara a Moscú, Anna Arkadievna habló de regresar a su casa, a San Petersburgo, pero Daría Aleksandrovna logró retenerla casi una semana más. En la siguiente semana tendría lugar un evento social, un baile de gala que para Kitty sería de la mayor importancia. Para todo el mundo, si la condesa Vronskaya había venido a Moscú sólo podía ser para pedir la mano de Kitty para su hijo, el conde Vronsky. Todo el mundo esperaba que el joven se declarara a la muchacha mientras bailaban el gran vals vienés y, luego, la condesa hiciera la formal petición de mano a los padres de la muchacha. La expectación ante el acontecimiento era mayúscula. Y Anna Arkadievna no pudo negarse a quedarse y asistir al baile.

Llegó el gran día y Kitty hizo su entrada triunfal en el palacio sede del gran baile, subiendo por la elegante escalinata, hecha un ascua de luces, toda ella adornada de flores y plantas, con hileras de serviciales lacayos embutidos en sus trajes de librea, a la “Federica”, con sus empolvadas pelucas y sus caftanes rojos como la sangre, al piso superior, donde se ubicaban los salones que serían, eran ya en muchos sentidos, el escenario que acogería a los danzantes, hombres maduros, hasta declaradamente ancianos, la miraban con ojos de lobo ante rebaño de tiernas corderitas; petimetres barbilampiños, jóvenes veinteañeros, unos de civil, otros luciendo brillantes uniformes, la miraban y admiraban. Era, en suma, el gran día de la jovencita, el de su gran triunfo.

No había acabado de subir las escaleras y ya tenía dos bailes comprometidos: La segunda contradanza y un vals. La primera contradanza ya la tenía apalabrada al salir de su casa, con el conde Vronsky. Y nada más entrar al salón le salió al encuentro quien, tal vez, era el primer bailarín de Moscú, Nicolai Korsunsky, que se adelantó hasta la joven y, sin encomendarse a Dios ni al Diablo, la enlazó por la cintura y se la llevo danzando, casi en volandas, el vals entonces interpretado por la orquesta

Por encima del hombro de su pareja de baile, Kitty paseó su mirada por el salón. Indudablemente, allí estaba, en pleno, el “Todo Moscú” de alta gama, sin faltar nadie… Conocía a unos, otros la conocían a ella, dedicándole una reverencia los señores, una sonrisa las señoras, cuando sus miradas se cruzaban. Divisó a su hermana, Daría Aleksandrovna, junto a su marido, Yevgeni Arkadievich; y a la hermana de éste, Anna Arkadievna. La dama de San Petersburgo la había hechizado con su elegancia, tan natural, tan sencilla; con su “saber estar”, su serena pero espléndida belleza. Y, sobre todo, con su tan enraizada bondad, que irradiaba dulce bienestar a todo su alrededor… Esa noche Anna Arkadievna se ornaba con bellísimo vestido de acariciador terciopelo negro, muy, muy sencillo, a la par que muy, muy escotado, que le caía como anillo al dedo. Y si Anna, de por sí, era hermosa, aquella noche estaba para hacer perder la “chaveta” (cabeza) al más pintado de los masculinos mortales. También le vio a “él”, más lejano que su hermana y demás, que también la divisó a ella, dedicándole una casi versallesca reverencia

Pero aquella noche, que prometía ser la más feliz  que hasta entonces viviera, se trocó en una de horrenda pesadilla para la joven Kitty.  Acabado el vals que bailara con Korsunsky, Kitty se dirigió hacia donde su hermana y acompañantes se encontraban, arribando allá al tiempo que un atildado caballero, ni joven ni viejo, treinta y muchos, cuarenta y muy pocos años, luchaba denodadamente con Anna Arkadievna, invitándola a bailar, a lo que ella respondía, cuando allí Kitty llegaba. “

Siempre que es posible, procuro no bailar

Pero eso hoy es imposible, luego debe aceptar mi invitación, Anna Arkadievna

En ese momento Vronsky se acercaba al grupo y cuando ya estaba prácticamente integrado en él, la Arkadievna varió de opinión, diciendo

Pues si es imposible no bailar, bailemos…

Y sin más, se enlazó al hombre, siendo ya ella quien, prácticamente, arrastraba a su eventual pareja al centro del aquelarre de los danzantes. Aquello a Kitty le extrañó sobremanera, pues el feo que le hacía a Vronsky, ignorando su saludo que, indudable, había escuchado, más patente no podía ser. Y se preguntó a qué vendría tal desprecio, por qué parecía tan airada con el joven conde, tan gentil, tan amable él. Vronsky, incorporado ya de pleno al grupo familiar, volvió a saludar, afablemente, a todo el mundo, besándoles la mano a Daría Aleksandrovna y a ella misma, Kitty, y alargando la suya a Yevgeni Arkadievich, que se la estrechó calurosamente; habló de mil y una fruslerías sin mayor alcance con Kitty, recordándole su compromiso de bailar con él la primera contradanza y en nada de tiempo, Kitty volvió a la turbamulta del baile, solicitada incesantemente por más y más caballeros y caballeretes anhelantes de tenerla, siquiera unos minutos, entre sus brazos

En las vueltas y perivueltas de la danza a través del gran salón, Kitty creyó divisar a su amado Vronsky enlazando a Anna Arkadievna por la cintura, bailando con ella, lo que le causó gracia, recordando el inicial feo de la mujer hacia el atractivo mancebo. El tiempo pasó y llegó la primera contradanza, con lo que Vronsky se acercó a ella, enlazándola y saliendo juntos a bailar. Ningún tema de ligero interés impregnó el diálogo entre el conde y la doncella, ella esperando de la amada boca las palabras que deseaba escuchar, arrullada por el cariño del hombre, pero él hablándole de fruslería tras fruslería, simpleza tras simpleza, de la mayor intrascendencia y harta vacuidad todo ello. De todas formas, ella no esperaba gran cosa de este primer baile con él, pues todo su porvenir lo cifraba en el Gran Vals Vienés que, al cabo, sobrevendría. Pero Vronsky tal baile lo había obviado, sin mencionarlo o referirse a él en absoluto, lo que tampoco dejaba de intrigar, hasta casi molestar, a la joven: Que todavía él no le hubiera reservado la, por excelencia, pieza de baile en esas citas de sociedad. Pero esperaba que, aún en el último minuto, él la requeriría. Y le declararía, al fin, su amor. Acabó esa primera de las sucesivas contradanzas que seguirían y la pareja se deshizo, acuciada ella por un nuevo pretendiente a enlazarla por unos momentos

De nuevo volvieron las vueltas, revueltas y contravueltas que en alas de la danza llevaron a Kitty a través de todo el salón, en una y otra y otra pieza de baile más. En una de aquellas evoluciones, la muchacha quedó frente por frente de Anna Arkadievna y su querido Vronsky. Y se quedó casi alucinada al ver a la mujer; Anna estaba magnífica, excelsamente brillante en su sencilla brillantez, presa de una más que inusitada, acalorada, excitación; hasta ebria parecía; ebria del dulce licor del éxito, del triunfo más arrollador. Esa dichosa excitación tan bien conocida por ella misma, la propia Kitty, que da el sentirse triunfadora, arrobadoramente admirada por todo el orbe humano…

Ella admiraba profundamente a la esposa de Aleksei Tijonov; la conoció la misma tarde en que su hermana se reconcilió con su marido, pues aunque de antes ya la conociera, era aún muy pequeña cuando su actual diva marchó de Moscú, al casarse con Tijonov; llegó al hogar de su hermana a la hora que las visitas acuden a las casas bien, entre las siete y ocho de la tarde-noche, y Anna la cautivó tan pronto la vio, con ese su empaque de gran señora, convirtiéndose al instante en el espejo donde ella aspiraba a mirarse. Y así, al verla así, casi, casi, transfigurada por la emoción que entonces vivía, la dicha que su magnífico triunfo sobre cuantos la rodeaban, le producía, embargándola, hizo que, al punto, Kitty la admirara aún más, si ello fuera posible, sintiéndose la más humilde de los más humildes vasallos de tal Reina-Emperatriz

Kitty siguió bailando, moviéndose graciosa por todo el salón, haciendo como que charlaba, y animadamente, con las eventuales parejas a cuyos brazos, sucesivamente, se acogía. Sí, haciendo que les escuchaba, que hasta la divertían, riendo unos chistes, unas chanzas, que las más de las veces no tenían por dónde cogerlos, aburriéndose soberanamente con tales “donjuanes” de pacotilla, pero la buena educación de esa sociedad, la que el pobre Kostia tanto despreciaba, imponía a las damas de la época. Pero mirando y mirando, casi sin perder ripio siquiera por un segundo, al adorado Sol en cuyo sistema solar se incardinaba, como el más despreciable de sus planetas…

Mas hete aquí que al poco se empezó a percatar de algo que hizo bastante más que soliviantarla. Fue cuando comenzó a percibir un muy particular matiz en la excitada emoción que dominaba a aquella Gran Diva, Gran Diosa de todos los Olimpos, habidos y por haber. Y es que comprendió, al fin, que el éxito que provocaba tal estado en Anna Arkadievna, no era porque tuviera rendidos a sus pies, adorándola, a la generalidad de personas que atiborraban aquél gran salón, sino por la entregada admiración de una sola, muy específica y particular, de tales personas. Miró entonces a su amado conde y le vio embelesado, arrobadoramente pendiente de ella, de Anna Arkadievna… Como nunca, nunca, lo vio con ella, con Kitty…

De puro milagro no se desplomó, desmayada, al suelo, por la tremenda impresión, mas “aguantó el tipo”, gracias a su rígida educación; reprimió las dolorosas impresiones que la demoledora tormenta interior causaban en su ánimo, impidiendo que afloraran a su semblante Y siguió bailando, hablando descuidadamente con sus sucesivas parejas. Hasta sonriendo; incluso, a veces, riendo. Así, llegó el momento antes más anhelado por ella de la noche, pero ahora el más temido: Cuando la orquesta de cuerdas se dispuso a atacar el suntuoso Gran Vals Vienés, punto álgido de aquellos selectos bailes celebrados en el seno de la más alta, acrisolada sociedad, no sólo moscovita o de San Petersburgo, sino de todas las Rusias. Y de casi todos los países del entorno europeo

Kitty, segura, enteramente confiada en Vronsky; en ese amor suyo, del que estaba más que segura había rechazado, cuando menos, cinco o seis invitaciones a bailar tan señalada pieza, y ahora se veía sola, abandonada en mitad de la pista de baile. Y ya no pudo seguir aguantando un tipo que se derrumbaba sin remedio. Corrió hacia un saloncito recogido, pequeño, comparado con el principal, anejo a éste, y allí se dejó caer, sollozando, en una butaca. Por fin, acabado el Gran Vals, se dirigió a su madre, pretextando estar indispuesta para forzar la vuelta al hogar de los Schervazky…

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En la mañana de dos días después Anna Arkadievna llegaba a San Petersburgo; pero la mujer que entonces arribaba a la Ciudad del Neva difería bastante de la que partiera de esa gran urbe días atrás. Anna había salido de Moscú en las últimas horas de la tarde anterior; Kitty se había excusado de ir a despedirla aduciendo jaqueca, pero Anna sabía muy bien que, para esas alturas, la joven, que tan bien le cayera tan pronto la conoció y que, realmente, había pasado de apreciarla a quererla de verdad, ahora la odiaba. Anna Arkadievna no se sentía tan culpable por lo del conde como Kitty la consideraba, pues aunque sucedió lo que sucedió, ella no lo buscó y si pasó, fue sin quererlo, sin siquiera darse cuenta de lo que estaba pasando entre el conde y ella. Efectivamente, tal y como la joven percibiera, ella había visto cómo el apuesto militar se acercaba y, al punto, todo su ser se revolucionó. Y quiso huir; huir de ese hombre que, por segundos, sentía que la hechizaba; por eso, aceptó la invitación de aquél lechuguino, petimetre y “pisaverde”, como el príncipe Schervazky llamaba a ese tipo de jóvenes, Vronsky incluido, para huir de él Pero el atractivo militar la siguió, asediando su fortaleza cual consumado táctico militar y Anna Arkadievna, poco a poco, sin notarlo, sin sentirlo, sin siquiera darse cuenta fue abatiendo sus defensas, murallas y torreones, a la gruesa “artillería” del joven soldado

Y lo grande es que nada de particular hablaron; fruslerías, bagatelas que, en sí, nada significaban. La charla, las charlas, que mantuvieron versaron de amigos y conocidos comunes, de lugares de San Petersburgo que ambos conocían y les gustaban. Pero, ¡Dios!, y cómo hablaban sus ojos. Cuántas cosas dulces, tiernas, arrebatadoras que aquellos ojos, mutuamente, se dijeron. No fue sino, hasta que, nada más acabar de bailar con Vronsky el Gran Vals,  vio desfilar hacia la salida a Kitty, con los ojos como puños y tremendamente rojos, prueba fiel de lo mucho que debió llorar, arropada por sus progenitores que, a todas luces, iban que echaban lumbre por los ojos, que se dio cuenta de lo que había hecho. Reparó en el mal que acababa de causarle a una persona que, de verdad, quería. Y entonces, en tal momento, decidió marcharse, quitarse de en medio; anulada la atracción que, sobre él, indudablemente, esa noche ella había ejercido, las aguas acabarían volviendo, remansándose en su cauce natural, y él volvería a Kitty, quedando las tristezas de esa noche en sólo un mal sueño de dulce despertar                     

Así, salió de Moscú dispuesta a acabar, tajantemente, con lo que nunca debió empezar Porque también sabía, y más que bien, que tampoco ella había sido ajena a todo ese desaguisado. La apostura de Vronsky, su indudable atractivo varonil, su apasionada vehemencia, muy a su pesar, habían hecho honda mella en ella, con lo que esa noche había sido la más dichosa de toda su no tan extensa vida; se imponía, pues, recuperar la calma, la cordura, perdida aquella noche, que para ella era ya inolvidable, pero que, sin remedio, debía dar al olvido, tapiarla en su memoria bajo siete llaves, bajo siete candados. Pero sucedió que, en un momento dado del viaje, bien cerrada ya la noche, por causas ignotas para ella, el tren se detuvo en una estación cualquiera por algo de tiempo; en el departamento que ocupaba con Masha, su doncella, hacía algo de bochorno, y se decidió a bajar a tierra, a estirar algo las piernas y respirar aire fresco. Por esos andurriales anduvo un rato, ni largo ni corto, al cabo del cual se dispuso a volver al vagón, poniendo pues pie en el estribo, pero entonces escuchó una voz a su espalda, más que conocida, inolvidable ya para ella.

Buenas noches, Anna Arkadievna…

Sí; era el mismísimo conde Vronsky quien la hablaba, e instantáneamente una muy, pero que muy placentera sensación de victorioso orgullo se apoderó de ella, pues sabía muy bien por qué ese hombre estaba allí, en aquella mísera estación, en aquél inhóspito andén

Vaya, conde Vronsky; no sabía que también usted viajara a San Petersburgo ¿Algún asunto importante en nuestra capital?

Usted, Anna Arkadievna, sabe muy bien qué asunto me lleva a San Petersburgo; usted misma, su belleza, su maravillosa hermosura… Voy a San Petersburgo para estar junto a usted, para reverenciarla, para adorarla hasta el fin de mis días…

Anna Arkadievna acababa de escuchar las palabras que más deseaba oír de los labios de ese hombre que la embrujaba con su sola presencia, pero que, al tiempo, más temía que él le dijera. Quedó en silencio, mirándole fijamente, con la dicha y la desgracia…la vida y la muerte, reflejadas en sus ojos. Vronsky fue consciente de la tremenda lucha interior que en el alma de la mujer entonces se desarrollaba y, solícito, dijo

Perdone si mis palabras la han ofendido…

Al decir esto, Vronsky hablaba contrito, con temor a haberla ofendido y mucho respeto hacia la femenina persona, pero al tiempo con toda decisión, todo resuelto a conseguir el amor de esa mujer que entonces le sorbía el seso, las entendederas. Anna siguió mirándole unos momentos más, para por fin decir

No está bien que me diga usted eso… Y, si en verdad es un caballero, debería olvidarlo, como yo lo olvidaré…

No, Anna Arkadievna… Ni lo olvidaré ni podré nunca olvidar ninguno de sus gestos, ninguna de sus palabras…

Basta, basta…

Anna Arkadievna quiso poner en su voz una energía, una determinación, de la que por completo carecía. De todas formas, volviendo la espalda al hombre, subió, decidida, al vagón, desapareciendo de la vista de Vronsky. Ya dentro del vagón, traspasada la marquesina al aire libre, antesala, digamos, del interior, se detuvo, sin dirigirse de inmediato al departamento que ocupaba. Necesitaba calmarse, serenarse. Tomar aire. Apenas recordaba lo hablado, lo que él le dijera, pero para ella estaba más que claro que aquella noche habían cambiado muchas, pero que muchas cosas en su vida. Y lo peor es que las sabía irreversibles. Aquella noche durmió tan poco que bien podría decirse que no durmió nada Casi todo el tiempo lo pasó su mente tejiendo ensueños; ensueños de dulce, pero también, sensual amor junto a un hombre que la amaba hasta el frenesí y al que ella quería, deseaba, aún más. E invariablemente, en todos y cada uno de tales ensueños, el rostro que adornaba a ese hombre ideal era el bellísimo, encantador, semblante de Vronsky

Llegó el tren a la estación de San Petersburgo y Anna se bajó del vagón, encontrándose casi de inmediato con su marido, Aleksei Aleksandrovich Tijonov, que, sonriéndole cariñosamente, venía hacia ella, a su encuentro. Y Anna Arkadievna vio a su marido como nunca antes le viera; reconoció esa sonrisa llena de cariño que tan bien ella conocía, pero la vio distinta, diferente a como siempre la viera. Inconscientemente, vinieron a su mente las que Vronsky la dedicara aquella noche, en el baile; y la que la mismísima noche antes le dirigiera en aquella ignota, insignificante, estación férrea. Las de Vronsky eran las sonrisas de un hombre rendidamente enamorado; las que genera el amor de un hombre hacia una mujer, en definitiva, pero la que Aleksei Aleksandrovich le mostraba era distinta; llena de cariño, eso sí, pero no del cariño de un hombre, sino… Cómo decirlo… Sí; eso es… De un padre… O de un hermano mayor…muy, muy mayor… Una mirada plena de cariño, pero de paternal cariño

Y también vio entonces, de manera general a esa persona que era su marido; de forma muy, muy distinta a como hasta entonces le viera. Le vio, a pesar de su sonriente rostro, serio y formal hasta extremos inconcebibles, frío cual témpano, cerebral, pragmático hasta dejarlo de sobra, insensible… Y casi le odió… ¿Cómo podía haberse casado con semejante persona? se dijo. Aleksei Aleksandrovich no era, realmente, viejo, pues apenas si contaba con cuarenta años, pero era de esas personas de las que se dice que ya nacieron provectas, pues esa forma suya de ser, reflexivo, serio, reservado, poco dado a celebraciones, a sus doce-catorce años era ya natural en él…

Aleksei Tijonov llegó hasta ella; la besó y persignó en la frente, diciéndole cuanto la había echado en falta durante esos días, y ella le respondió preguntándole por Aleksandr, el hijo de ambos

¡Buena forma de corresponder mi entusiasmo por ti! Está bien; Sasha está muy bien… Deseando tu regreso… Te hemos echado mucho de menos los dos…

Claro que es que Aleksei Tijonov había usado, al hablarle, ese tono casi burlón con que solía dirigirse a ella. Aquella noche, cuando su marido, besándola algo más efusivamente de lo habitual, le dijo “Ya es hora de dormir” una especie de escalofrío la recorrió el cuerpo, y siguió a su marido al dormitorio como quién va al sacrificio. En honor a la verdad, decir que la intimidad conyugal nunca la había satisfecho del todo, aunque lo más exacto sería decir que nunca acabó de satisfacerla, pero tampoco fue jamás, para ella, un problema; sencillamente, se ofrecía a él, le dejaba hacer y, cuando él acababa, besándola y persignándole la frente, deseándole buenas noches, se volvía de lado y se dormía tranquilamente. También era cierto que tampoco él exigía grandes cosas, pues ella conservaba su camisón, limitándose a subírselo…y más que lo suficiente, lo imprescindible, para satisfacer lo que él entonces en ella buscaba.

Esa noche, cuando Anna se ofreció, en sacrificio, a su marido, estaba tremendamente tensa, pues lo que se le avecinaba hasta nauseas le producía, pero era obediente esposa y aceptaba lo que entendía como derecho inalienable de su marido y específica obligación suya, a pesar de todos los pesares. Y Aleksei se dio cuenta de que a su mujer, esa noche, al menos, le costaba más que mucho serlo

Anna, estás muy tensa… ¿Qué te sucede?

No… Nada… Nada de particular… No te preocupes…

¿Estás muy cansada?

Bueno… Creo que sí… Sí; lo cierto es que estoy bastante cansada…

Es natural, querida… Viajar desde Moscú hasta aquí es muy cansado…

Cesó en sus pretensiones y besó y persignó la frente de su mujer, deseándole feliz descanso… Y Anna devolvió ese beso, haciéndolo ella en las masculinas mejillas, con todas las veras de su alma, inmensamente agradecida a él

En San Petersburgo se frecuentaban varios círculos sociales, comenzando por el sector oficial, el político, los afines al puesto que en el Imperio su marido desempeñaba; Anna los conocía a todos, a todas. Sabía cómo eran, de qué “pie cojeaban”, en quién se apoyaban para lograr sus objetivos personales. Todo, en definitiva, sabía de ellos. A ella, este grupito en absoluto le gustaba, con lo que los rehuía como el Diablo a la Cruz. Luego estaba el, digamos, normal, el de “ni frío ni calor”, en el que Aleksei Tijonov se encontraba más a gusto…más a sus anchas… Personas ni jóvenes ni viajas, de entre los treinta y cinco y los cincuenta años; personas dignas, circunspectas, virtuosas y muy, muy religiosas todas ellas, tal y como su marido era. Divertidos hasta cierto punto, aburridos hasta otro tanto… Lo corriente entre ellos, más que las reuniones mundanas, eran las veladas literarias y poéticas, los conciertos, el teatro serio, la ópera, el ballet… El alma de este grupito era la condesa Lidia Ivanovna Milinskaia, excelente amiga de su marido y a la que ella había tomado un gran cariño, cariño que la condesa correspondía con toda sinceridad. Desde que llegara a San Petersburgo la condesa y su grupo afín la habían acogido de la manera más cariñosa, haciéndole fácil la integración en esa ciudad que, al principio, cuando llegó allí con su marido, la imponía y asustaba…

El tercer grupo era el más numeroso, el definitivamente mundano. El de los grandes bailes de sociedad y etiqueta, el de los vestidos elegantes, el de los pantagruélicos banquetes. Y el de los grandes escándalos, donde la infidelidad conyugal no era rara, lo mismo entre ellas que entre ellos. La condesa Lidia Ivanovna, y el propio Aleksei Tijonov, decían de ellos que eran la Babilonia en la capital de los zares. El “alma mater” de este círculo era la princesa Betsy Borisovna Verskaia, Vronsky, o Vronskaya, de nacimiento, que las dos formas podía tomar el apellido familiar de las mujeres, prima hermana del conde Vronsky. Punto fuerte en sus reuniones y saraos era la condesa Vronskaya, sobradamente conocida por sus escandalosos devaneos galantes, incluso en vida de su esposo, el viejo conde Vronsky. Y el joven conde Vronsky era asistente fidelísimo a los eventos de este círculo, gustando de visitar a su prima, la princesa Verskaia-Vronskaya, prácticamente a diario.

A Anna Arkadievna no le había gustado nunca frecuentar ese círculo y su marido despreciaba a aquellas gentes como lo más vil e inmundo del universo mundo, aunque los compromisos sociales no pocas veces hacían que tuviera que vencer su repugnancia a asistir a tales saraos,  y francamente, la mujer se decantaba por ese segundo grupo o círculo social, el de los “normales”, donde de todas, todas, su marido se incardinaba, aunque también, principalmente por los sociales compromisos, el matrimonio se tratara con los “babilónicos”, en dicción de la condesa Lidia Ivanovna, aunque solo fuera así, de puro compromiso. Mas hete aquí, que desde su regreso de Moscú, Anna prácticamente rompió relaciones con los “normales” de Lidia Ivanovna, a cuya casa, de la que hasta entonces había sido asidua visitante, casi diaria podría decirse, dejó de asistir radicalmente, aficionándose a las también casi diarias reuniones en la  casa de la princesa Betsy Borisovna Verskaia

¿Qué razones movieron a Anna Tijonova para tan espectacular cambio? Una sola y la mar de diáfana además: El joven conde Vronsky. Si ella fue allí, a la casa de la princesa Verskaia-Vronskaya en especial, fue para verle, para reencontrarse con él. Todavía se lo negaba a sí misma, negándose en rotundo a reconocerlo, pero lo cierto es que estaba enamorada hasta las trancas de ese hombre, que desde el baile famoso de Moscú, e incluso de antes, desde que le viera por vez primera en la hoy día capital rusa, la había embrujado hasta más no poder. Y claro que le encontró, claro que él se le acercó, galante, cariñoso… Encantador…

Y allí, en el salón de la princesa, excelente y más que competente anfitriona, la parejita pasaba las tardes, en las sempiternas reuniones que la princesa a diario, más o menos, organizaba en el salón regio de su casa, donde solía empezarse tomando el té, jugando a las prendas, pero, sobre todo, “cortando trajes” a diestro y siniestro, pues el plato fuerte de tales saraos era el cotilleo al por mayor. Allí se pasaba cumplida revista a los últimos escándalos de alcoba acaecidos en la ciudad, a las últimas testas coronadas de imponentes cornamentas, lo mismo masculinas que femeninas, aunque con marcado interés por las primeras, ya que el que un marido eche una “cama al aire” de vez en cuando, la verdad, es que es parca noticia, pero que el “coronado” sea él, tiene más “miga” que un pan de a kilo

Y allí estaban, alejados y ajenos a todo, retirados del “mundanal ruido”, en unos sillones o sofás situados en cualquier rinconcito, apartado y discreto, con su mesita baja donde figuraban las tazas de té, Anna Arkadievna y Pavel Vronsky, cuchicheando, en voz baja, entre ellos, con las lisonjeras palabritas de impetuoso amor de él, y las tiernas, condescendientes sonrisas de ella, reclamándole siempre, dulce, tiernamente, que no le hable así, que no está bien, no es decoroso, que una mujer casada escuche tales palabritas, pero anhelando oír cómo se las decía

Esas tardes se alternaban con esplendorosas noches de suntuosos bailes en más que señoriales salones de la más alta aristocracia, la de la sangre, la de toda la vida, pero también la ya algo más que emergente de los rublos a manta. ¡Qué se le va a hacer!, ya lo decía un poeta español del siglo XVII: “Poderoso caballero es Don Dinero”… Allí, pues, algo más de lo mismo: Las confidencias entre la parejita, acomodados ambos en sillas, sillones, sofás o divanes, que de todo había en la viña del Señor, y para ser diferentes a cuando se encontraban en casa de la princesa, la prima de Vronsky, lo más apartados posible de los simples mortales, ajenos a su dicha. Aunque, también, bailando los dos de vez en cuando.

A Tijonov, como ya sabemos, esas reuniones, esos saraos, bailes y demás, del grupo “babilónico” le daban algo así como tres patadas y una chiquitica en lo más noble de su masculino ser, pero como a la fuerza ahorcan, y, al parecer, su “santa” estaba empeñada en “ahorcarle”, vaya usted a saber por qué…aunque, bien mirado, mejor no saberlo, por lo del apestoso olor a cuerno quemado… Bueno, y coñas aparte, que al pobre prócer no le quedó otra que “tragárselas doladas” y pasar por el aro de unirse a tales gentes, pues si él podía evitarlo, su Anna no iba sola, ni así volvía, de semejantes “antros de perdición”; la verdad es que no fueron muchas las veces que pudo acompañar a su amada “costilla” a tales lugares, pues la política no le dejaba ni a sol ni a sombra, ocupándole, si se descuidaba, hasta las veinticuatro horas del día, pero siempre que le era posible, allí estaba, junto a su mujer, es un decir lo de “junto”, como un clavo. Así, fue testigo directo de los devaneos de su Anna con ese engendro del Infierno que para él era Vronsky. A pesar de todos los pesares, jamás dijo nada a su mujer… Ni una queja; ni un reproche… Eso sí; cada día estaba más serio, más adusto, más silencioso…

Los devaneos de Anna con Vronsky de día en día se hacían más y más ostensibles, con lo que la pareja era ya la comidilla del “todo San Petersburgo”… Además, cada día o, mejor, cada noche, llegaba más tarde a casa. De llagar hacia las nueve, diez de la noche, llegó a aparecer por casa a las doce y hasta a la una de la madrugada, noches de baile aparte, pues en tales ocasiones podían ser las tres y las cuatro y hasta más altas horas de la madrugada cuando se reintegraba al domicilio familiar. Su marido, lo normal es que la esperara despierto, por más que muchas noches ya somnoliento.  Entonces le decía: “Anda, vamos a dormir que ya es muy tarde”, a lo que ella solía responder: “Vete tú, si quieres; yo voy a escribir unas cartas”… O “Leeré un poco antes de irme a la cama”… Y Tijonov se iba solo al dormitorio… Y es que, para esas alturas, Anna Tijonova “pasaba” ya de su marido como de deglutir excrementos… Vamos, que no le importaba una higa…

Pero tampoco creamos que la relación Anna Tijonova-conde Vronsky era pecaminosa; ni mucho menos. El mancebo, durante aquellas horas y horas de confidencias a lo bajinis, que el amor siempre ha demandado discreción, se dedicaba a declarar su amor eterno a la mujer, apasionada, vehementemente, como él era, y Anna a, digamos, dulcemente desanimarle, quitarle esperanzas de futuro respecto a ella, pero su boca decía una cosa y sus sentimientos la contraria, pues para esas alturas, unos tres meses tras lo del famoso baile en Moscú y la mísera estación férrea en el trayecto Moscú-San Petersburgo, ella tenía ya más que claro que amaba a Vronsky con toda su alma y que, de la manera que fuera, hasta en absoluta castidad entre ellos, ella ya era suya; suya para siempre, sin posibilidades de retorno Así, le pedía que no le dijera esas cosas, pero al tiempo le daba la manita, que él tomaba entre las suyas para besarla y ella se enternecía hasta el tuétano con ese leve rozar de labios sobre su piel

De todas formas, no nos engañemos, el amor siempre, antes o después demanda sexo, como forma de hacer material un sentimiento que, como tal, no es material. Es decir, que los dos deseaban, ansiaban, dar ese paso definitivo que puede unir a dos personas perenemente, para siempre jamás. Era como el “Tormento de Tántalo”, solo que el héroe mitológico tenía fuera de su alcance los ansiados manjares, casi rozándolos con los dedos, pero sin llegar a alcanzarlos, pero tanto Anna como Vronsky lo único que tenían que hacer para colmar sus ansias era alargar la mano y apoderarse de la deseada fruta, así de simple, pero no se atrevían a hacerlo. Pero se dice “que no hay plazo que no se cumpla”, lo que significa que en esta vida todo acaba por suceder, más pronto o más tarde… Y “eso”, también ocurrió…

No lo buscaron sino que por sus propios pasos vino; digamos, que se concitó una serie de  circunstancias que desencadenaron el hecho por sí mismas. Fue un instante, unos momentos o toda una eternidad; fue algo así como un presente estático, en el que el tiempo, el Universo mismo, se detuvo para sólo ser ellos, Anna y Vronsky, quienes existían. Fueron unos instantes, unos minutos, que valieron por toda una vida, en especial para Anna… Nunca antes, ni siquiera cuando alumbró a su querido hijo, su Aleksandr, su Sasha, fue más mujer que en ese breve tiempo. Aquella fue la primera vez, en su todavía no tan extendida vida, que Anna, en verdad, se sintió amada por un hombre, pero también la primera que, verdaderamente, amó ella a un hombre como mujer, como rendida amante…

Pero luego, cuando tras el glorioso estallido del cénit de los amorosos goces, cuando el tormentoso oleaje fue decreciendo, cuando las aguas empezaban a volver al cauce de su normal remanso, Anna, enfrentada en tal momento a lo que acababa de hacer, enfrentada al drama en que desde entonces, sin remedio, su vida iba a ser, rompió en desconsolados sollozos que Vronsky, por más que lo intentara, no podía consolar, menos, contener… En ese momento, superados los de febril enajenación, viéndose en toda su desnudez, mancillada por sus propios fluidos íntimos más los de su más que amado Vronsky, se sintió, sucia, abyecta, vil. Tremendamente avergonzada de sí misma

¡Anna, por Dios!

Le decía él, pero las  lágrimas de ella seguían fluyendo, incontenibles

Perdona; perdóname, amor…

Anna se sentía culpable; culpable ante ella misma. Y pedía perdón por su culpabilidad; le pedía perdón a él, pues él era, lo sabía ya, lo único que desde entonces tendría en la vida

Todo ha terminado para mí –dijo ella–. Nada me queda sino tú. Recuérdalo.

No puedo dejar de recordar lo que es mi vida. Por un instante de esta felicidad...

¿De qué felicidad hablas?

Repuso ella, cortando en flor su discurso, con tal repugnancia y horror que hasta él sintió que se le comunicaba. Y siguió

Ni una palabra más, por Dios, ni una palabra...

Se levantó rápidamente del diván donde estaba, ya más reclinada que acostada, y se apartó de él casi con violencia.

¡Ni una palabra más! –volvió a decir.

Y con una expresión fría y desesperada, que hacía su semblante incomprensible para Vronsky, se vistió a toda prisa y se marchó.

 

FIN DELCAPÍTULO 1

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