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Historia de Vero y Prisco

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Vero era un joven moesio(1) de unos 19-20 años, que vivía feliz en su aldea, labrando la tierra, viñas y olivos, pero también distrayéndose con los demás jóvenes del poblado, en esos juegos competitivos por ver quién es, corriendo, más rápido, más fuerte en la lucha cuerpo a cuerpo, algo parecido a lo que hoy es la “greco-romana”, o más hábil haciendo rodar por tierra a un adversario… Y, cómo no, retozando con las muchachas del lugar propicias a tales “menesteres”, que no eran pocas, por cierto… Pero un día, bastante más que aciago, todo varió cuando un contingente de legionarios romanos arrasaron la aldea, incendiándola y, a discreción, masacraron a la población, hombres, mujeres, ancianos y niños, aunque no pocas mujeres y bastantes niñas-niños, antes de matarlos, a lanzadas o degollados, las violaron salvajemente, una y otra y otra vez, legionario tras legionario

Cuando aquello acabó, cuando los fieros legionarios estuvieron ahítos de tanta sangre, tanta muerte, tanta violación, tanta violencia, agruparon a los no tantos supervivientes, los encadenaron y, camino y manta “p’alante”, tras setenta días de agotadora marcha estaban en Italia y vendidos, como esclavos, al mejor postor. A Vero le cayó en “suerte” una cantera de piedra, al aire libre, que llamaban “La Olla”, ya que formaba una profunda hondonada que, desde el mediodía, a poco sol que luciera, se convertía en abrasador horno. El trabajo era inhumano, de sol a sol, siete días por semana, cincuenta y cuatro semanas/año, picando piedra sin parar, salvo cuando lo que tocaba era acarrearla o labrarla, convirtiéndola en grandes boques rectangulares, listos para usarlos en la construcción de edificios, estatuas y demás

La vida allí, era tremendamente dura; de intenso trabajo bajo un sol de justicia y la muerte, rondando por allí, día sí, día también, pues los accidentes eran más diarios que cada pocos días, por desprendimientos de piedra o caídas de los forzados trabajadores mientras intentaban acarrear, entre varios, esos grandes bloques pétreos. Y siempre mortales, pues el desgraciado que caía bajo una de tales moles si, por suerte, sobrevivía al accidente, lo común es que fuera apuntillado al instante de librarlo de la mole,   a cambio de una pierna, un brazo aplastado, perdido, lo que le esperaba era ser apuntillado cual res en matadero, pues ya era una carga, una boca improductiva que convenía eliminar. La comida no era, precisamente, escasa, pero sí bazofia pura. Algo bueno para cerdos, pero no para personas. Pero es que el esclavo no era una persona, sino un animal que sabía hacer cosas que otros animales no podían hacer; y a los animales se les cuida, se les alimenta, para que puedan trabajar, pero lo justo y necesario para mantenerles útiles para el trabajo: La dieta solía ser una especie de puré o papilla de harina de cereales, más de mijo y cebada que de trigo, mezclada con harina de legumbres secas, guisantes, habas, es decir, judías o alubias, garbanzos, etc., con un puñado de aceitunas en añadidura, como aderezo de proteínas(2) Pero con el puré o papilla, hecho bazofia, que pasaba porque tenía que pasar

Vero odiaba aquello, deseaba salir de allí a cualquier precio, incluso a costa de su vida, pero sabía bien que de allí era imposible escapar, y claro, tampoco era cosa de jugarse la “pelleja” en balde; así iban las cosas, con el joven moesio desesperándose día tras día, hasta que le llegó lo que creyó era su oportunidad, unos tres o cuatro meses después de ir a parar a “La Olla”. Fue hacia el mediodía de uno ya agobiadoramente veraniego, mes de Julio, cuando cayó por aquél infierno un hombre a todas luces acomodado y, al parecer, bien conocido por aquellos lares, y, seguramente, influyente, a juzgar por los parabienes y reverencias rendidas por guardias y celadores; hasta salió a recibirle el director de aquella cantera, que, más bien, era estatal.  Enseguida, a voz en grito y silbar de látigo, hicieron formar a todos los esclavos en la explanada, esa que, a tales horas, era ya un caldero hirviente.

El hombre importante no venía solo, sino con otro a su lado, más bajo que alto, macizo, hercúleo, sin túnica o toga orlada en carmesí, cuando no en púrpura, hasta el suelo, como solían vestir los patricios, y el hombre importante vestía, sino una túnica corta, hasta mitad de los muslos, ceñida a la cintura por un cinturón ancho, cerrado por una gran fíbula(3) de bronce, calzado por unas “calcei”(4) atadas por cintras de cuero a los tobillos

A Vero le intrigó ese suceso, por lo que, al formar con los demás esclavos de la cantera, preguntó a su vecino que quién era el visitante, enterándose de que era un conocido “lanista”, esto es, propietario de una escuela de gladiadores, y que, lo más seguro, vendría a “reclutar” hombres a los que adiestrar para combatir en la arena de los anfiteatros. Y Vero vio allí la oportunidad de salir, por fin, de aquél infierno que era la cantera; claro que sabía lo que se jugaba, ni más ni menos que la vida, que podría perder en cualquier combate, pero en la cantera no se corrían muchos menos riesgos, y, también sabía, que con todo lo duro que era la vida del gladiador, también ésta era bastante más regalada que la que allí, en la cantera, tenía. Y estaba la posibilidad de, con suerte y coraje en la arena, ser algún día libre. Y, en añadidura, hasta llegar a ser rico.

Pero no hubo suerte; aquél hombre que acompañaba al lanista, el “doctor” o maestro de gladiadores, quien dirigía los entrenamientos en la escuela, fue el que designó con quienes se quedaban y con quién no, y pasó por su lado sin apenas mirarle. La oportunidad soñada se le escapaba de las manos y Vero tomó una decisión sorprendente: Echársele encima al vecino que tenía al lado, el que le informara antes, haciéndole señas de que le atacara, se defendiera. El agredido, de momento, se quedó a cuadros, desconcertado por la acción de su compañero de fatigas, al que ni conocía, como quien dice, pero bastó con que el, para él, hijo de mala madre, le volviera a “sacudir” de lo “lindo” para que el ofendido se lanzara en tromba sobre el osado agresor, fajándose los dos en descomunal liza; desde entonces, faltó tiempo para que los guardias se lanzaran contra los dos contendientes, con los látigos silbando ominosos hasta hacer carne en ambos, una vez y otra, menudeando cosa fina los golpes de las astas de sus “pilum” sobre los dos díscolos luchadores.

Pero aquello apenas si duró unos segundos, pues al momento tronó la voz del hombre importante, el lanista, y los guardias perdieron todo entusiasmo por los dos esclavos desmandados, que quedaron en pie, uno frente al otro, pero con los ojos fijos en el hombre importante, a la espera de acontecimientos que, al momento, se produjeron, con la señal del “doctor” para que ambos contendientes se subieran al carro de los elegidos para la arena…

Dos días después hacían su entrada en Roma, ciudad en la que el lanista tenía su escuela, la escuela a la que ahora pertenecía como esclavo gladiador; lo cierto es que la gran urbe le causó honda impresión a Vero, aunque, también, seguramente, a los demás hombres que iban en el carro y que, lo más seguro, también ellos era la primera vez que la veían, que estaban en la Capital del  Mundo conocido. Le impresionaron, y no poco, sus vías, sus calles, tan concurridas, con tanta gente deambulando por ellas, tanto tráfico de vehículos, carros, carretas más grandes, de cuatro ruedas, cuadrigas, tiradas por dos o cuatro caballos, los humildes asnos, cargados de mercancías, llevados por el ronzal por quienes los conducían o los caballeros paseando tranquilos, orgullosos, a lomos de sus impecables monturas. Los edificios, palacios y “domus”(5), los templos… Vero estaba casi alucinado con lo que veía; le habían dicho que en Roma había más gente que entre todas las ciudades de Italia juntas, pero a él le parecía que, en tal momento, toda la gente de Roma debía haber salido, junta, a la calle, vaya usted a saber por qué…

Por fin, llegaron al “ludus”, la escuela de gladiadores propiedad del hombre importante al que ahora pertenecía. Era ya algo más del mediodía, y lo primero que hicieron, nada más bajar del carro, fue prestar el juramento de lealtad al “lanista”, su nuevo amo: “Aguantaré hasta ser quemado, golpeado y muerto a espada”. Era un juramento que a los gladiadores les ligaba al amo, actual o futuro, si era vendido a otro “lanista”, de por vida o en tanto no obtuviera su libertad; este juramento obligaba al gladiador a guardar obediencia absoluta a su dueño(6). Seguidamente, les mostraron dónde dormirían, el “cubículum”, dormitorio, que ocuparían en el “ludus”. Esto ya fue una sorpresa para Vero, pues se encontró con que eran individuales, uno para cada gladiador, con un verdadero lechos, un bastidor de madera con patas y bandas de cuero entrelazadas; encima, un jergón de paja y sobre éste, un colchón de lana; junto al lecho, un arcón donde guardar las propias pertenencia. Vamos, todo un lujo comparado con los lóbregos “cubícula” (plural de “cubículum”, dormitorios) de la cantera. Pero eso, para Vero, no fue nada comparado con lo que, a continuación, llegó, cuando el “doctor”, entrenador jefe del “ludus”, les indicó que debían bañarse; esto, ya era, para Vero, casi un lujo asiático, pero la repanocha fue cuando, una vez bañado, unos esclavos procedieron a darle un masaje a fondo, de verdad, como el que se daba a los ciudadanos libres en las termas, hasta con profusión de aceites aromáticos y todo, que dejó su cuerpo algo más que relajado. Vamos, lo nunca visto, lo nunca soñado por ese pobre moesio. Y es que, los “lanistas” cuidaban su “mercancía” como a la niña de sus ojos, que ya es cuidar En fin, que el bueno de Vero, cada vez estaba más convencido de que, al lograr su elección para la “gloria”, había hecho el negocio de su vida. Y  si luego le iba mal, si acababa muriendo en un combate, también en la cantera cada día rondaba la muerte, luego si tal sucedía, que le quitaran lo “”bailao”

Pero algo sucedió cuando salía de la sala de baños y masajes; algo que, en principio, pudo ser malo o peor, pero que después resultó ser una de las cosas que mejor pudieron pasarle en la vida: Que, de pronto, ante él apareció aquél hombre al que agrediera en la cantera, gracias a lo cual allí estaban los dos; y lo “pior”, era que estaba con una jeta de mal “yogurt” que “pa qué te cuento, tía María”… Pero, a los dioses infinitas gracias sean dadas, la sangre al río no llegó, pues al momento el rostro del hombre se iluminó en una amplia y amable sonrisa y, expendiéndole la mano abierta, le dijo

―¿Amigos?

A lo que Vero respondió

―Amigos.

Se estrecharon las manos al modo que los hombres romanos, y los de casi todos los demás pueblos, lo hacían por entonces, apretando con la mano la cara interna del brazo del otro, por donde el codo se dobla, y desde entonces fueron grandes amigos los dos. Este hombre se llamaba Prisco, y era galo; esclavo desde que nació, pues sus padres ya lo eran, había pasado por diversos amos, desde el que fuera su primero, el dueño de la “villae” agraria donde naciera, y donde empezó a servir en el campo de tal “villae”; luego, con unos diecisiete, dieciocho años, no estaba muy seguro de su edad, algo más de treinta, desde luego, fue vendido a otro “capitoste” que también lo empleó como bracero del campo. Y, unos tres años antes, fue cuando acabó en la cantera

Al día siguiente, desde la amanecida, comenzó el aprendizaje de la nueva “profesión”, gladiador, de cuantos llegaran con él en el carro, unos ocho o nueve neófitos; y la primera sorpresa del día, que no la única, le llegó entonces, cuando vio que casi la mitad de los nuevos “reclutas” que iniciaban su adiestramiento, eran, realmente, ciudadanos romanos, hombres libres, que no esclavos; se les llamaba “Gladiator apud stipendium”, es decir, gladiadores a sueldo, (stipendium), que se vendían a un “lanista” por cinco años, para pagar deudas o hacerse famosos, y millonarios, en los “ludi”, los juegos(7). La segunda sorpresa, y esta la mar de negativa, fue encontrarse con que, de momento, de “gladius” (espada), nada de nada, sino a matarse a correr como locos, “animados” por los latigazos de los instructores, que molían al pobre desgraciado que se le ocurría desfallecer, tomándose un segundo de respiro; y a qué decir de los desgraciadísimos que, como Vero, caían al suelo, desfallecidos, pues la lluvia de latigazos sobre el tal, era de verse… Y el instructor de turno, voceando frenético

―¡Levántate!... ¡Levántate, y sigue corriendo!... ¡Como una liebre!... ¡Más, más rápido que una liebre!... ¡Pero una liebre que aquí dentro, -y el muy “cornuti” del instructor pateó, con la planta de su “calceus”, la cabeza “der probetico” Vero- tenga un cerebro capaz de perseguir y matar a  tu adversario!...

Y, hala, más y más latigazos sobre “er probete”. Bueno, sobre todos aquellos “probetes”, que ya les valía a los “cornuti” de los instructores, ya… Y el mayor “cornuti”, “il capo dei  grandísimi cornuti”, el dichoso Glauco, “baranda mayor” de los “cornuti”, esto es, de los instructores, puesto en el medio de la gran rueda que formaban los reclutas al galope y los instructores, a casi más galope aún, tras los “guripas”, esto es, los nuevos “gladiatori”, (plural de “Gladiator”), corriéndolos a latigazo limpio, animando a “liebres” y “podencos” en sus respectivos cometidos, la ”mamma” que le…puntos suspensivos, sí señor… Y el “cornuti” que “animaba” al “probe” Vero, “dale que te pego, pego que te dale”

―¡Porque tú eres un “secutor” (perseguidor; ) y tu enemigo un “retiarius ”, (retiario; tal vez, el gladiador más conocido, el del tridente y la red), que intentará alejarse de ti, corriendo, para mantenerte a distancia, a salvo de tu espada, pero tú tendrás que perseguirle, acortar distancias, para tenerle al alcance de tu arma… ¡Piernas, pues!... Pero también cabeza, cerebro, para calcular a qué distancia debes mantenerte para evitar su tridente y su red. Y para saber el momento más oportuno para lanzarte contra él, y vencerle… Así que… ¡A correr!...

Y a correr, y a correr, y a correr, se ha dicho, qué narices, pues cualquiera le discutía al maromo “der cornuti” y su látigo, no te fastidia… Así pasó algo más de un mes…o, pude, que bastante más del primer mes, al cabo de lo cual comenzó la esgrima del “gladius”, la espada romana, corta, usando el “rudis”, espada de madera algo más pesada que el “gladius” de acero; lo primero, fue acostumbrarse al peso del arma, con una serie, repetitiva de los mismos movimientos: Puestos de frente, en dos filas enfrentadas todos los neófitos, los de una fila descargaban un golpe, contundente, eso sí, si no querías volver a experimentar las “delicias” del látigo, sobre el “rudis” del oponente en la otra fila, para seguidamente ser los de esta segunda fila los que golpeaban los “rudis” de los de la primera… Y así, sucesiva y machaconamente, horas y horas de hacer, justo, lo mismo, hasta que el brazo quedaba entumecido… Así, iban pasando por las diferentes etapas de la “instrucción”, aprendiendo a ser ágiles, hurtando el cuerpo a las acometidas del adversario, al atravesar, con todo el equipo de combate, ”rudis”, escudo, casco o yelmo, grebas (espinilleras de bronce, del tobillo a la rodilla) etc,  campos poblados de bolas de hierro, colgantes de un techo artificial, una estructura de madera formando cuadrados, oscilantes en todas las direcciones gracias a un sistema de cuerdas y poleas movidas por los instructores, que si no andabas “listo”, te arreaban “ca meneo” que valía un denario, como poco, para, finalmente, pasar a los combates individuales, por parejas, entre todos ellos; combate que ya iban en serio, hasta donde cabe con armas de madera, pero si no podía haber sangre, ni por descalabradura, gracias a los cascos y yelmos empenachados, mandobles que valían no ya un denario, sino cuatro o cinco, por lo menos, menudeaban que era una vida de ellos…

Pero dejémonos ahora de tanto entrenamiento y vayamos a cosas más útiles. La cosa fue que en aquél “ludus”, escuela, junto a esclavos la mar de eficientes, también había esclavas; más bien viejas y feas algunas, más bien mozuelas y de un buen ver que te quitaba el hipo, algunas otras, y como nuestro buen Vero no era, precisamente, de palo o ”fierro”, desde que se apercibió de tan fausta circunstancia el mismísimo día de su llegada, los ojos le hacían chiribitas, desojándose tras sus senos, sus culitos, que era de verse la cara de gilipollas que se le ponía al ”mocer” (chico joven, en Aragón), a la vista de semejantes femeninas exquisiteces. Pero la caraba en “abecicleto”, esto es, en bicicleta, fue a los dos días de estar allí, cuando su mirada se posó en una “endevedua” de las de “toma pan y moja”; casi tan alta como él, tez blanca, aunque algo curtida por el sol, carita de ángel, ovalada, guapa, hermosa…talle finísimo con senos y caderas que harían las delicias del más sibarita “gourmet” del femenino género humano… Sus demás gracias, serían de verse, pero en un, digamos, íntimo “tet a tet”, pues la larga túnica, hasta los pies, no dejaba ver naíta na… En fin, que si a nuestro gentil héroe los ojitos se le salían de las órbitas cuando los posaba en las gentiles féminas que por aquí y allá deambulaban a diario, entonces casi tiene que salir corriendo tras de ellos porque se le desmandaron, atraídos por tal bellezón como hierro por poderoso imán.

Y así siguió “er probe”, días y días, semanas y semanas, perdiendo los ojos tras semejante hembra humana cada vez que ella acertaba a ponerse al alcance de sus glotones óculos, hasta el punto que, un día, semanas más o menos desde que por vez primera la “guipara”, (la viera, en madrileño fetén), se quedó embobado viéndola, y  al momento, ¡zas!, el latigazo de rigor del “fil de puti” del instructor, que encima, “descajonándose” a carcajada limpia, le decía

―Que en la arena no te puedes distraer mirando a las “titis”, tío… Para eso, ya tendrás mejores momentos

Y, hala, a seguir corriendo como está mandado y ordenado. Así pasaron unas cuantas semanas, tres más o menos, cuando  Vero notó que, entre sus compañeros, en especial los antiguos, los que ya habían sostenido algún combate en la arena, cundía un estado asaz raro; era como si los dominara un estrés muy particular, andando nerviosos, inquietos, casi constantemente; eso le intrigó bastante, así que, un tanto “mosca”, por si las ídem, se acercó al “cornuti” de su particular instructor, tan “cariñoso” él, a indagar sobre eso tan raro y que tanto le intrigaba; a lo que el referido, se le quedó mirando, sin dar crédito a lo que oía

―Pero…pero… Bueno, ¿tú eres “tonto’l’culo”, u qué?

Y fue “u qué”, porque el amigo Vero siguió tan ignorante del asunto como antes de lo de “tonto’l’culo”. El instructor puso una cara que ni que hubiera acabado de ver un ovni en pleno siglo Iº de nuestra era, que ya es decir de ver alucinaciones, y rompió a reír como si acabara de ver, u oír, la cosa más graciosa del mundo

―¡Ja, ja, ja!... ¡No lo sabes!... ¡Ja, ja, ja!... ¡No me lo puedo creer!... No sabes lo de las tías, lo de las esclavas… ¡Ja, ja, ja!

Y, desde luego, el bueno de Vero, ni zarrapastrosa idea de lo que el “maromo” le decía, con lo que la carita de “panoli” que tenía, era de las que no se “puén” aguantar, por lo que el instructor, sin dejar de reír, trató de “ilustrarle” lo mejor que supo. (”Panoli”=lelo, idiota, en madrileño castizo, a lo fetén;  “fetén”= del mejor, otro madrileñismo con solera de la buena…de la que ya apenas queda)

―¡Que sí tío; que sí! Que vas  poder “mojar”, “meterla en caliente”… En tres días es el de las tías… A cada uno, se os asigna una de las esclavas… Y al avío con ella… Y, quién sabe; a lo mejor, hasta te toca esa que tanto miras

Y le dio una amistosa palmada en el hombro a su discípulo. Aquí ya sí que entendió el bueno de Vero, y a la perfección, lo que el, entonces, no tan cornuti, no tan “fil de puti”, del instructor quería decirle… Y su imaginación voló libre, haciéndole soñar con el más dulce, más maravilloso, de los divinos Olimpos, habidos y por haber… Pasaron esos sucintos días y llegó el soñado, el tercero, que para Vero fue muy, pero que muy especial; se sentía nervioso, agitado, ansioso, como nunca jamás se sintiera, lo estuviera antes…era como si en la inmediata noche se decidiera su futuro…como si de lo que esa noche pasara dependiera su vida o su muerte. Llegó por fin la noche, y pareció ser una más, como cualquiera de las veintitantas que allí llevaba: Acabó el entrenamiento y, como era usual, a recibir, primero el diario baño seguido del cotidiano masaje. Luego, limpios ya, y relajados, a cenar el sempiterno puré, o papilla, de harina de cereal, cebada especialísimamente, y legumbres secas, amén de un buen puñado de aceitunas; pero esa noche ya la cosa empezó a ser especial, pues, como a veces pasaba, no muchas, la verdad, pero alguna si, aunque fuera de uvas a peras, hubo la bonificación de una sardina en salmuera, aunque, lo normal en tales casos extraordinarios, era un poco de carne de cerdo(8)

La cena acabó y, también como cada noche, cada cual a su cubículum, hasta la siguiente amanecida; así que Vero, más nervioso, más agitado que antes lo estuviera, y hasta más excitado, exaltado, cada minuto que pasaba, tremendamente anhelante ante lo que se le avecinaba, también marchó a su propio rincón. Los minutos pasaban en interminable suplicio para el joven moesio, que sentía cómo su piel se hacía huésped de su corta túnica, que sólo hasta menos de la mitad de los muslos le llegaba, con el mínimo taparrabos debajo. Acabó por tumbarse en el lecho, ya casi desesperado ante aquella espera que parecía que nunca tendría final. Y, por fin, no más de siete, ocho, puede que diez minutos después, que a eso se redujo esa para Vero interminable espera, por el largo pasillo al que se abrían las rejas de hierro forjado que cerraban cada cubículum, apareció Glauco, el “doctor”, con dos o tres guardias dando escolta a la larga fila de esclavas, dispuestas a su vaginal sacrificio, aunque, de lo del sacrificio, tal vez hubiera bastante que hablar y puntualizar… Vamos, digo yo… En fin, que al momento, Glauco empezó a hablar:

―Livia, con Crixo; Teodora, con Hircus; Prisca, con Antoninus; Elpidia, con Rubrus…

Glauco iba desgranando nombre tras nombre, los de ellas delante, seguidamente, el del hombre que le había caído en suerte, y Vero, más que pendiente de cada nombre y con el alma en vilo… Por fin, escuchó

―Marcela, con Vero

Y a Vero se le cayó el alma al suelo; el milagro que esperaba, no se había producido… Su amada Lavinia, así se llamaba esa esclava que le había sorbido el seso hasta niveles que ni él mismo era aún consciente, pero que esa tan cruel desilusión que entonces le atormentaba, empezó a darle alguna que otra pista de su justa medida… Y es que, entonces, Varo comenzó a barruntar que, a lo mejor, lo suyo no era pura atracción física, sino algo mucho más importante…mucho más profundo… Y la guinda del pastel vino cuando, instantes después oyó decir(9)

―Lavinia, con Sálix

Entonces sí que Vero se sintió morir; fue como si algo muy profundo dentro de sí mismo, algo muy, pero que muy vital en lo más hondo de su organismo, se le acabara de romper, partir en mil pedazos ¡Otro sería quién disfrutara de su amada! Sí, de su amada, pues ya no le cupo duda alguna de que amaba a esa mujer con la que ni una palabra había cruzado, de la que nunca había estado a menos de cinco o seis metros, pero que vivía para verla, para observarla, para deleitarse en su figura, en su rostro, en su divina belleza. Pero también en ese aura de bondad, de delicadeza, de ternura, que de ella irradiaba, hasta llenarle de dulce quietud, de maravillosa tranquilidad, como si en ella residiera, emanándola al ser que tuviera la ventura de estar a su vera, toda la más íntima dicha que en el universo mundo pudiera darse. Pero eso eran, sólo, elucubraciones…sueños sin sentido…irrealidades, que mejor sería borrar de su cerebro. La realidad era otra; los dos, él mismo, ella, no eran dueños de sí mismos, sino que su destino, sus circunstancias, por íntimas y personales que éstas fueran, estaban en manos de otros, del ser a quién, en ese momento, pertenecían, como dueño y señor de ellos. Su voluntad, la de ellos mismos, era la de su dueño, luego, mejor no soñar, no elucubrar. Y que fuera lo que los dioses, y su dueño y señor, dispusieran

Bajó a la tierra, a lo real, a lo pragmático, que, en ese momento, y en su natural crudeza, no era otra cosa sino esa mujer que, precisamente, ya ni era tan joven, con sus cincuenta y algún años y, menos aún, atractiva, con ese cuerpo, más asemejado a un tonel que a cuerpo de mujer; aquella piel ajada, casi asquerosa, esas ubres, grandes como ánforas, sí, pero caídas casi que hasta la cintura; esos muslos, rollizos como columnas. Pero, al menos, era una mujer, con esa cosa tan genuina que, al final y lujuriosamente hablando, a todas las hace iguales, oferente a su masculina libido. Porque la mujer, nada más entrar, se libró de la túnica que vestía hasta quedarse enteramente desnuda, tal y como su madre la puso en este mundo, para de inmediato, subirse al lecho, tenderse boca arriba, abriendo sus piernas, en muda invitación al hombre que le había caído en suerte por libérrima decisión del “doctor” Glauco…

Y, en verdad, eso era lo que, básicamente, necesitaba entonces Vero: Un cuerpo de mujer en el que descargar todo lo acerbo que entonces embargaba su alma, toda su amargura, pero también toda su furia. No se lo pensó más; se despojó en un momento de cuanta ropa le cubría, que no era casi nada,  la túnica y el taparrabos a modo de calzón y, sin siquiera descalzarse de las “calcei”, como lobo, como  fiera carnicera sobre su presa, así se lanzó el moesio sobre la mujer, penetrándola en el acto sin mayores preámbulos y menos cortesía aún. Pero, al parecer, eso era lo que más le iba a aquella hembra humana, pues al momento, mientras se le abrazaba al cuello y encerraba los masculinos muslos entre sus piernas, apretadas en más que ceñido dogal, mientras farfullaba

―¡Por Cástor!(9)... ¡Qué vehemencia!… ¡Me encanta!… ¡Así, así, es como a mí me gustan los hombres!… ¡Duros, vehementes, apasionados!... ¡Aaagggg…aaaggg…aaaggg!... ¡Qué bien que lo vamos a pasar! ¡Ya verás…ya verás cómo te gusta hacerlo conmigo!.. ¡Te voy a hacer de todo…de todo de toodooo!...

Los días, las semanas, siguieron pasando, uno tras otro…una tras otra, más monótonamente que otra cosa; Vero se enfrascó más que mucho en el entrenamiento, buscando en el agotador trabajo el bálsamo para su alma herida. La seguía viendo, a ver qué remedio, allí estaban los dos y muy, muy difícil era que no se encontraran, aunque fuera a distancia. Vero, se hacía votos por no  volver a mirarla, pero llegaba el momento y era incapaz de mantenerse impertérrito a su presencia, su cercanía. Esa mujer le atraía con fuerza sobrehumana, y bastante más que humano, una especie de dios del Olimpo, tendría que ser para sustraerse a esa atracción, más fatal que otra cosa para él. Su instructor, ya mucho más amistoso que “cornuti”, y aún menos que “fil de puti”, le miraba en tales ocasiones, sin “animarle” a seguir corriendo con el látigo, sino que, poniéndole la mano en el hombro, le decía  

―Vamos Vero; vuelve a lo que debes hacer Olvídate de ella ahora. Deja pasar el tiempo, que tu oportunidad llegará. Tardará más, tardará menos, pero una noche ella la pasará contigo. Podrás gozarla hasta que te hastíe ¡Venga, hombre, venga!…

Y Vero volvía a correr, a golpear con su “rudis” el del contractual oponente, a soslayar las pesadas bolas de hierro, oscilantes a la altura de su cabeza, su pecho, su vientre, sus muslos… Llegaron nuevas noches de las esclavas pero Lavinia nunca era emparejada con él, nunca le sonreía la suerte en esa forma. Ya, en tales casos, más pasaba de la eventual compañía femenina que la aprovechaba; pero como tampoco era de palo, sino hombre como cualquier otro, sin descartar las habituales necesidades masculinas, también acababa por cubrir a la compañera de lecho por una noche en rápido coito para, al quedar más menos satisfecho, invitar a la esclava de turno a abandonar su cubículum, y dejarle en paz con sus pensamientos, su tremenda frustración de hombre enamorado Y, sobre todo, esos terribles celos que le consumían el alma en tales noches; porque eso era lo más horrendo, lo más doloroso, para él en tales noches, saberla en brazos de otro…

¿Disfrutaría ella con ese hombre? ¿Llegaría  a amar, a haberse enamorado de algún supe macho que por allí hubiera? ¿Desearía sobre todas las cosas a cualquier otro de sus actuales compañeros? Porque tíos formidables sí que los había en el “ludus”. Sífax, por ejemplo, con sus cinco combates y tres victorias… La verdad, que era hermoso, muy robusto…muy varonil… Justo, el tipo de hombre que encandila a las mujeres. Era notorio que hasta alguna mujer patricia, de alta alcurnia, se había encaprichado de él, buscándole, llevándole incluso a su casa metiéndolo en su cama, a espaldas de su marido… Y tantos, y tantos más… 

Y Vero se tornó taciturno, retraído, siempre ensimismado y pelín hostil a todo y a todos; cuando sus compañero reían, se gastaban bromas, disfrutaban tras el duro trabajo del día, en las termas del “ludus”, en la sala de masajes, en la cena, él parecía muerto, para revivir sólo cuando tenía las armas en la mano, cuando entrenaba, con un ardor que hacía las delicias de su instructor y, cómo no, del “doctor” Glauco, que ya le seguía con indisimulado interés, barruntando en él un gladiador que acabaría por hacerse famoso, querido y, a veces, odiado por la multitud. En cualquier caso, un verdadero filón de oro para su “lanista”; y para él mismo, como no Siguió pasando el tiempo hasta completar Vero los  siete u ocho meses en el “ludus”, con sus correspondientes seis o siete noches de sexo loco, cuando llegó la, tal vez, séptima, tal vez, octava noche de excitación, anhelos y frustración para el pobre Vero… Pero es noche, fue la del milagro… Música celestial le pareció escuchar cuando Glauco dijo

―Lavinia, con Vero

La muchacha, modosa, ojos bajos, entró en el cubículum de Vero, quedándose más cerca de la cancela de entrada que del centro de la modesta y exigua estancia, continuando con sus ojos bajos y un ligero tremor en su gentil cuerpecito de veinte y muy poquitos años… Indecisa, insegura… Muy, muy nerviosa, a ojos vistas… Tal parecía una jovencísima novia en su primera vez, lista, deseosa incluso, de entregar su doncellez al hombre de su vida, pero también un tanto asustada ante tan novedoso hecho. Avanzó algún paso, acercándose a él, y sólo se le ocurrió decir 

―Ho…hola, Vero

―Ho…hola, Lavinia

Y los dos enmudecieron, tímidos ambos, sin saber bien qué decirse en tal momento; ella, simplemente, le sonrió, iluminando su rostro, y casi, casi, el habitáculo, con la esplendidez de su sonrisa, y de seguido dio unos pasos ganando no ya el centro de la somera habitación, sino algo más allá, más cerca del lecho donde Vero, sentado a los pies, la contemplaba extasiado… Y llevando sus manos al “cíngulum”(10) que ceñía su talle, empezó a soltarlo, en muda acción de desnudarse para él, pero Vero la detuvo

―No, no… Espera…Espera… No…no te desnudes aún…

Ella le miró un tanto sorprendida

―¿No…no…quieres disfrutar conmigo?... ¿No te gusto?

―Pues claro que me gustas… Mucho…muchísimo… Eres…eres…divina, Lavinia; divina… Pero ahora, prefiero mirarte, admirarte… Perderme en tu belleza, en tus hermosos ojos…en esa figurita de estatua de Venus que tienes… Sí; quiero mirarte, empaparme de ti… Saciarme de tu divina hermosura… De la belleza de tu rostro, de tus senos, de tu cinturita, de tus caderas… De tus pies, tan bonitos…como  toda tú… Y quiero hacerlo ahora; ahora que puedo, sin que nadie me lo impida, sin que nadie me azote con el látigo ni me pegue con la vara…

Y Lavinia sonrió, gozosa, feliz… Y, coqueta, que mujer era, aunque fuera esclava, empezó a lucirse ante el hombre dando vueltecitas sin que a tales giros le faltaran sus sinuosidades, realzando con ello sus gracias de mujer hermosa

―Así, que te gusto… Y mucho, según dices… Y quieres mirarme…bien mirada… ¡Ja, ja, ja!... Pues aquí me tienes… ¡Toda tuya!...para lo que gustes… Ja, ja, ja… Ya, ya lo sabía…me había dado cuenta…..desde el principio, desde que empezaste a mirarme… Sí; lo noté casi al  instante; noté cómo me mirabas… Y lo insistente que eras… Lo osado… Ja, ja, ja… Lo descarado que eras… Porque eras muy, muy descarado… Y, ¿sabes?...me gustaba…me gustaba, y mucho, que me miraras…gustarte… Porque sabía que te gustaba, pues, si no, ¿a qué tanto mirarme?…Y me gusta; me gusta mucho que me mires…que te guste…

―¡Oh dioses!... ¿De verdad…de verdad te gusta que te mire?...

―Ja, ja, ja… Me encanta, Vero; me encanta… Me encanta gustarte…

Lavinia fue a sentarse junto a él, en el lecho, cruzando sus piernas, una sobre la otra, mirándole directamente al rostro, con una dulce sonrisa alegrándole la cara. Y él le tomó las manos, acariciándoselas, manos que ella, desde luego, no retiró

―Y ¿sabes otra cosa, Vero?... Que también yo te miraba…te miro cada día… Ja, ja, ja… Pero más discretamente que tú… ¿A que no te has enterado?

―Pues no; ni idea de ello, Lavinia… Pero…pero… ¿es que yo te gusto a ti?

Lavinia, pudorosa y un tanto tímida, bajó los ojos y un vivo arrebol encendió un tanto su rostro

―Sí, Vero; sí… También tú me gustas a mí… Sí, Vero; sí…me gustas…me gustas mucho…pero mucho, mucho, mucho

Se miraron en silencio, comiéndose con los ojos… E, inevitablemente, sus labios se buscaron para unirse en un beso que fue todo cariño, todo amor, todo entrega mutua… Y todo, todo, pasión, deseo de él hacia ella, de ella hacia él… Se separaron al fin, y se miraron intensamente, expresando esos ojos lo que los labios aún no habían dicho, pero que al instante lo dijeron

―Te quiero, Lavinia; te amo… Sí, vidita de mi vida…Te amo, te amo…te amo… Con todas mis fuerzas, con todo mi ser…con todo mi cuerpo y con toda mi alma, con todos mis sentidos y mis más íntimos sentimientos… Te adoro, Lavinia, amor mío… Te adoro…

―Yo…yo también, ¿sabes?...  Yo también te quiero, Vero… Yo también te amo… Con todo mi ser, con toda mi alma… Amor mío… Vida mía

Y se besaron, se abrazaron, se acariciaron, declarándose su amor, un amor eterno, hasta que la muerte los separara, aunque eso de la “Muerte”, Lavinia, ni mentarla quería… Que no en balde su hombre era un gladiador, un hombre que debía dedicar su vida a arriesgarla en la arena de los “ludi”

Se separaron de nuevo para volver a mirarse arrobados y, como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos dos, más bien al unísono, tendieron su vista hacia el lecho. La mujer sonrió en una especie de mueca extraña, entre lúdica, juguetona y sensual, muy, muy sensual. Calmosa, procedió, primero, a despojarse de las livianas sandalias que calzaba, unas de esas constituidas por la suela y un entramado de cintas de cuero fino que acababan atándose a los tobillos, aunque a veces, se anudaran piernas arriba. Liberada del calzado, con sus pies desnudos sobre el suelo, se levantó, soltándose el “cíngulum” sacándose, seguidamente, la túnica por la cabeza, quedando ante Vero entera, integralmente desnuda… Y, ante tal gloriosa belleza, el ya no tan pobre moesio, creyó morir de placer…de pasión…de deseo… Lavinia se fue hasta el lecho, se subió encima, tendiéndose boca arriba, para entonces extenderle los brazos a Vero diciéndole

―Ven, amor; ven a mí… Hazme dichosa y sé tú dichoso conmigo… Te deseo, amor…te deseo… Con toda mi alma, con todo mi cuerpo, con todo mi ser… Ámame, Vero, amor mío… Ámame, ámame… Amémonos los dos… ¡Qué importa el futuro…qué importa el mañana!... Vivamos el presente…lo que la vida, los dioses, nos dan, nos den, cada día, cada noche, cada momento de nuestra vida. Lo único importante, lo único que debe preocuparnos, somos nosotros, tú y yo… Y nuestro amor… ¡Disfrutémoslo, Vero, amor mío!... Disfrutémoslo cada vez que podamos, sin pensar en nada más… Sin preocuparnos de nada, nada, más… Sólo, solo de amarnos…de hacernos felices, dichosos…yo a ti, tú a mí… Ven, amo; ven  mí…

 

FIN DEL CAPÍTULO

 

NOTAS AL TEXTO

1. De Moesia, o Mesia, región de la Antigüedad situada en los Balcanes, al este de la actual Serbia,

2. En su obra, “De Re Rústica”, “De las cosas del campo”, Catón el Viejo, o el Censor, esta es la dieta que recomienda para los esclavos que trabajaban en el campo; es decir, esclavos sometidos a trabajos duros, por lo que imagino que la dieta los que trabajaban en minas o canteras debía ser semejante

1. De notar, que esas imágenes, tan comunes tanto en los productos hollywoodenses como en documentales pretendidamente científicos e históricos, “fartabe más”, como “Canal Historia”, por ejemplo, de los esclavos tratados, normalmente, a latigazo limpio, es, más bien, falsa. En el texto lo digo, los esclavos podían ser como animales, pero animales muy valiosos, pues, un esclavo solía valer mucho dinero, por lo que su posesión no estaba al alcance de cualquiera; y las cosas valiosas se cuidan, no se estropean tontamente. Es más, hasta cierto punto, se les consideraba seres humanos, no simples animales; Plutarco, en su “Vidas Paralelas”, al referirse a Catón el Viejo, o el Censor (fue Censor, realmente), le afea abiertamente su crueldad para con sus esclavos, al no tener escrúpulos en separar las familias, vendiendo la esposa por un lado, el marido por otro y los hijos por un tercero, dejando bien patente el desprecio que tal actitud causaba en la sociedad romana, especialmente entre los patricios, los grandes propietarios de esclavos. Esto demuestra que los esclavos tomaban esposa, formando pues una familia; familia que era aceptada, como tal, por sus amos, que desde entonces y en tanto fueran familia, no los separaba, aunque esto perjudicara al amo, pues vender junta a una familia, con hijos que podían ser bocas improductivas, por ser niños, era mucho más difícil que si los vendía por separado.

3. Las fíbulas eran hebillas de cinturones, generalmente de bronce, aunque también podían ser de cobre. O en oro los muy ricos, patricios y plebeyos enriquecidos,  que no eran tan pocos, pues a partir del siglo IVº A.C., bastantes plebeyos empezaron a enriquecerse ejerciendo oficios y, sobre todo, dedicándose al comercio.

4. Las “calcei”, (singular, calceus) eran una especie de botas de cuero, parecidas a los actuales botines. Cubrían todo el pie hasta el tobillo, abiertos por delante, para acoger el trenzado de cintas de cuero que le ataba al tobillo o la pierna; era el calzado más típico en la antigua Roma, pues esas famosas sandalias atadas hasta casi la rodilla, sólo se usaban en las casas, como calzado cómodo casero, pues para salir a la calle o al campo, se usaban, muy preferentemente, los “calcei” (de ese nombre, viene “calzas”)

5. Las “domus” eran las viviendas urbanas, unifamiliares, de patricios y plebeyos adineradas; luego, también solían poseer “villae”, villas,  casas de campo, que podían ser de labor o de simple recreo; algo así como los actuales apartamentos en la playa o la montaña. Las “domus” eran amplias, 120-160 por 40-60 metros; normalmente, de una sola planta, aunque también las había con una segunda en la parte anterior; sin ventanas al exterior, lo que, externamente, les daba aire de austeridad, aunque por dentro estaban muy decoradas, con pinturas al fresco en las paredes, estatuas y columnas de mármol, patios y jardines interiores, fuentes y estanques con peces. Las viviendas de los plebeyos no adinerados, más de la mitad de la población romana, eran las “insulae”, edificios de varios pisos, entre tres y siete, con ventanas y balcones al exterior, de modo que, externamente, eran muy parecidas a los actuales bloques de pisos. El bajo estaba ocupado por “tabernae”, locales que podían ser tiendas o talleres, incluyendo lo que entendemos por taberna, con escaleras y rellanos, a los que se abrían los “cubícula”, la vivienda en sí; solían ser de una sola habitación que se usaba para todo, aunque también los había con dos y tres habitaciones, siendo frecuente que estos otros “cubícula” se alquilaran por habitaciones. El precio era inversamente proporcional a la altura, más caro cuanto más bajo y viceversa.

6. En realidad, a lo que se obligaban era a combatir hasta morir, si era necesario. El entrenamiento de los gladiadores era durísimo, más que el del legionario, que ya es decir, pero es que, en este entrenamiento, no sólo se buscaba hacer del gladiador un combatiente de élite, sino adoctrinarle para que, en verdad, saliera a la arena a vencer o morir. Los combates de gladiadores tenían sus normas, habiendo un árbitro encargado de hacerlas cumplir, que paraba el combate si un gladiador hacía lo que no debía, como cegar al contrario con arena; también, si uno de los dos resultaba herido grave, sin poder levantarse. Al final se llegaba al arrojar uno de los dos sus armas al suelo, reconociendo así no su derrota, sino la imposibilidad de vencer. El vencedor, entonces, debía alejarse del vencido, que se arrodillaba con un brazo extendiendo en petición de clemencia; también, si uno de ellos lograba poner la punta de su arma en la garganta del otro, caído éste en tierra. Y, lógico, si en un lance de la lucha uno de los dos resultaba muerto. Y, en contra de lo comúnmente creído, la mayoría de las veces al gladiador se le perdonaba la vida, pues lo que el público buscaba en estos combates no era ver sangre, que de eso ya estaba bien servido, sino una buena pelea, y si el vencido había luchado bien lo normal era que se le perdonara la vida; según las investigaciones más recientes, un gladiador tenía casi el 90% de probabilidades de salir con vida de la arena. O fatal era que el gladiador no diera la “talla” al combatir, pero esto era muy difícil  que sucediera, dado el entrenamiento a que eran sometidos

1. Estas investigaciones son muy recientes, desde los años 90 más o menos, a cargo de arqueólogos, historiadores y hasta médicos que analizaron las causas de las muertes y accidentes que los huesos presentaban; las fuentes, enterramientos identificados como de gladiadores, tanto por los ajuares encontrados junto a los restos humanos, como inscripciones en lápidas; también, inscripciones identificadas en diversos yacimientos arqueológicos romanos, especialmente en Pompeya y Herculano. Los enterramientos hablan de los cuidados médicos para con los gladiadores heridos; así, dos de los cráneos muestran vestigios de orificios originados por un tridente de retiario que penetró los cráneos, pero que los médicos de la época lograron remendar el desaguisado, suturando perfectamente los dos agujeros, que se osificaron ambos perfectamente; vamos, que tan graves heridas, aún hoy día, no causaron la muerte de tales gladiadores. La evidencia de que sobrevivir a la arena no era tan difícil, la dio constatar que, la mayoría, habían muerto por causas naturales y a edades avanzadas; así, el porcentaje de restos de indudable muerte violenta, apenas llega al 10%.

7. En verdad, un gladiador, en no muchos años, tres o cuatro, podía llegar a hacerse millonario, si tenía suerte y ganaba la mayoría de sus combates, pues cada victoria podía reportarle lo que un legionario ganaba en todo un año; y un legionario recién incorporado, recluta perdido, vamos, venía a percibir un 25-30% más que lo que podía obtener un menestral, trabajando en su negocio toda su familia, esposa e hijos; y si comparamos los ingresos de ese legionario, con lo que podía obtener un peque propietario agrícola, trabajando su tierra, pues ya ni color… Vamos, que lo que podía sacar al año un gladiador famoso, pues toda una “pasta gansa”.  Estos emolumentos los recibía directamente del “lanista” tras ganar un combate, a modo de incentivos, para mantenerle en alto su ardor en la arena

8. Solemos imaginar a los gladiadores poniéndose “moraos” de carne y vino en las comidas, mas eso es falso, pues su dieta diaria era el normalizado puré o papilla de harina de cereal, aunque cebada en especial, y legumbres secas, más aceitunas y fruta en cantidad. Hoy diríamos, una dieta rica en hidratos de carbono y proteínas, entonces estas virguerías no se conocían, pero sí el efecto que tal alimentación tenía en el organismo humano, potenciando su musculación y una cosa importante en este caso, crear una gruesa capa de grasa protegiendo los órganos vitales al impedir que los cortes del arma adversaria fueran demasiado profundos, lo que restaba gravedad a las heridas; cierto que tal protección era leve, pero protección era, a fin de cuentas, y mejor tenerla que carecer de ella… Así, que  los gladiadores  eran hombres  hercúleos, sí, pero “pasados de peso”… Algo gorditos, vamos.

1. A esta conclusión también se llegó por esos estudios sobre los restos humanos encontrados en los enterramientos de gladiadores; el análisis de los huesos, manifestó eso precisamente, dados los altos índices de hidratos de carbono y proteínas, y una ostensible ausencia de grasas.

9. Que conste que este “regalo” que aquí hago a los gladiadores por “cuenta de la casa”, históricamente, es más falso que el famoso “beso de Judas”,  pues las exquisiteces de los “lanistas” con sus pupilos a tan excelsas alturas, de llegar, nada de nada, chatos, chatinas queridísimas. Lo tomé de la “peli” “Espartaco”, la que protagonizaran Kirk Douglas, el gran sir Laurence Olivier y la casi candorosa Jean Simmons… Por cierto, la peliculita no tiene desperdicio, en cuanto a falsificar la Historia… Las personalidades que da a Espartaco, Julio César y Marco Licinio Craso más falseadas no pueden estar… En fin, espero se me disculpe esta, digamos, “licencia literaria”, a fin de darle un mayor fuste, amoroso-erótico a la narración

10.  “Cíngulum” o cíngulo; cinturón de lana o algodón trenzado en cordón, que solía llevar a cada extremo una borla que solía ser del mismo material que el “cíngulum”, sin más relevancia, aunque también podían ser de hilo de oro, de púrpura, o, simplemente, tintado en color. También el “cíngulum”, frecuentemente, estaba tintado.

(9,60)