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Historia de Vero y Prisco (3)

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CAPÍTULO 3º

 

A aquél primer combate que Vero libró en Roma, siguió otro año más a lo largo del cual el moesio combatió otras dos veces más en la ciudad de los césares, sumando otras dos nuevas victorias. El año 78 iba, imparable, “a se acabar e consumir”, como dijera Jorge Manrique, con el tiempo de la vendimia abocado ya a sus boqueadas en un mes de Septiembre que, inexorablemente se acababa dando paso a un Octubre que cerraría los “ludi” del año. Y, entonces, sucedió lo que sucedió.

La cosa comenzó una noche, pasadas las doce e iniciándose la madrugada, cuando llegaron al “ludus” dos guardias pretorianos en demanda de Vero; la única explicación fue que alguien importante quería conocerle. Y allá fue Vero, flanqueado por los guardias, recorriendo las calles de una Roma más que menos desierta, hasta detenerse ante una “villae” urbana, que no “domus” por su innegable lujo, un tanto alejada del centro de Roma, por el otro extremo al ocupado por el “ludus”; entraron dentro, y dos esclavos, al parecer ya prevenidos, se hicieron cargo de él, llevándole a través de patios, salas y pasillos a un anchísimo “triclinium”, el más grande y lujoso que en su vida viera Vero, atestado de personas, hombres y mujeres, que, tan pronto él penetró, empezaron a mirarle con indisimulado interés; casi que de inmediato, Vero reconoció, reclinado en uno de los divanes y observándole muy, pero que muy detenidamente, a Tito, el hijo del Imperator… Le conocía por las veces que había visitado el “ludus”, a presenciar los entrenamientos de los gladiadores, pues era sobradamente conocida su afición a los juegos gladiatorios… Pero también Vero paró mientes en alguien más, que le miraba con no menos interés que Tito: Una mujer, y no, precisamente fea, sino hermosa cosa fina, a pesar de sus ya indudables cuarenta y pico años; elegante, distinguida, con esos ademanes propios de quien está acostumbrado a mandar…y a ser obedecido sin rechistar. También Vero la conocía: Era Claudia, la esposa de Tito(1), que no pocas veces acompañara a su marido en sus visitas al “ludus”

No bien acaba de entrar, los esclavos que hasta allí le condujeran le despojaron de lo que vestía, una túnica hasta algo más allá de las rodillas, y una especie de manteo, que no alcanzaba a ser toga, pero se le daba un cierto aire, con lo que la figura de Vero ganaba bastantes enteros, al parecer no ya un esclavo, sino un plebeyo de un cierto pasar. Tan pronto lo dejaron en “paños menores”, ese a modo de taparrabos que solían lucir los gladiadores en la arena, le pusieron en la mano diestra un “gladius” y a poco ni se entera del “maromo” que, sin saber ni de dónde surgió, cayó sobre él en tromba, “gladius” en mano; como pudo, más por instinto que porque en verdad lo viera venir, paró el remolino de golpes que el “jincho” le lanzó en un periquete, zafándose de semejante vendaval como pudo y los dioses de las alturas o el Averno, que vaya usted a saber el negociado de unos y otros, le dieron a entender; comenzó por aguantar el vendaval, hasta que aquella fiera corrúpea pareció ir aplacándose, para entonces empezar Vero con lo de: “Masho, tú no sabes con quién t’has metío”; esto es, que cuando vio que el otro aflojaba algo, pasó al asalto que me río yo del remolino de “viajes” del tiparraco, que fue retrocediendo, retrocediendo y retrocediendo, bajo una lluvia de golpes y más golpes que ni un gitano, huyendo de “lo sevile”, (civiles; Guardia Civil) se saltaría…

Y pasó lo que tenía que pasar, que el “maromo” dio con su humanidad por tierra, con la punta del “gladius” de Vero en la garganta; en tal tesitura, y como estaba mandado y ordenado, el moesio fijó su vista en quién, de seguro, llevaría la voz cantante en tal cotarro, Tito, cómo no… Pero no fue así; no fue él sino un personaje en quién ni reparó hasta ese momento; un sujeto sentado en algo bastante parecido a un trono o sitial regio, a la derecha del hijo del César, o, mejor dicho, a su propia derecha de Vero… Y la orden que aquél hijo del Averno pronunció, restalló en sus oídos como si de trompetas infernales se tratara, en tanto que la imagen de aquella mano, suspendida un segundo en el aire, con la palma hacia abajo, los dedos extendidos, con el pulgar hacia su lado, en ángulo casi recto a los otros cuatro, para al segundo siguiente, girar esa mano, apuntando su pulgar hacia el suelo

¡Iugulare!... “Degüéllalo”…

Vero se quedó frío, con la sangre helada en sus venas. Era la primera vez que le pasaba, la primera que se le ordenaba dar muerte a un semejante…y a sangre fría, no en la tensión, la rabia, a veces, del combate. De nuevo, resonó la horripilante voz del hombre, de ese engendro del Averno

¡Iugulare!... ¡Iugulare!...

Y aquella mano, haciendo que el pulgar señalara al suelo una y otra vez… Volvió la vista hacia el desgraciado yacente a sus pies, y ese rostro, esa expresión horripilante del más vivo terror, se le grabó muy, muy hondo en su cerebro…en lo más profundo de su alma. Se le revolvió el cuerpo…pero su mano, empuñando con más fuerza aún el “gladius”, empujó decididamente el arma…sintió, casi físicamente, cómo crujían, destrozados, los huesos de la garganta, cómo se tronchaban. El pobre diablo empezó a patalear, convulso en su tremenda agonía, asfixiándose en su propia sangre, invasora de sus pulmones. Aún pataleaba cuando dos esclavos lo agarraron por los pies sacándolo a rastras del salón, mientras los mismos que hasta allá le condujeran, reponían en su sitio la ropa de que antes le despojaran, para de inmediato devolverle a la entrada a la “villae”, dejándole, de nuevo, en manos de los dos pretorianos que hasta allí le llevaran… Pero, en el último momento, cuando ya casi se marchaban los esclavos, uno de ellos puso en su mano una bolsa tintineante de monedas…

Agradéceselo esto a la liberalidad y bondad del noble e ilustre Tito, el hijo de nuestro César…

Vero ni miró la bolsa… Se sentía mal…muy, muy mal… casi tambaleándose se acercó a la pared, se apoyó, y no pudo aguantar más… Vomitó, y vomitó, y vomitó… Parecía que nunca acabaría de soltar por su boca… La bolsa cayó de sus manos y rodó por el suelo… Los pretorianos rompieron a reír, y uno de ellos, agachándose, recogió del limo la bolsa

¡Ja, ja, ja!... ¡Quién lo diría!... Ja, ja, ja… Tú, todo un campeón, el temible Vero, vomitando por haber matado a un hombre Ja, ja, ja… ¡Conque tienes el hígado fino! Ja, ja, ja

Glauco se dio cuenta, tan pronto le vio, que algo muy grave había pasado…y lo imaginó, sin tener que esforzarse mucho

¿Qué ha pasado?... Has matado a tu primer hombre…¿verdad?... A sangre fría, digo, no en el fragor del combate…no cuando la sangre hierve en las venas y, a veces, te entran ansias asesinas… ¿Sabes?... Te entiendo… Aunque te extrañe, también a mí me pasó…  También vomité asqueado…

Glauco sonrió sin alegría ninguna, pero con mucha, mucha tristeza

No es muy normal, la verdad, pero algunos de nosotros tenemos algo de humanidad…de sensibilidad humana… Y, algunos, hasta la conservamos todavía. Pero tranquilo, Vero; tranquilo… Pasará…ya lo verás… Pasará…y hasta lo superarás… Llegarás a no vomitar…a no sentirte tan mal como ahorra te sientes… Lo más seguro es que nunca te sea fácil hacerlo, que siempre se te rompa algo por aquí dentro cuando debas hacerlo, pero lo superarás… Y acabará por no dejarte tanto rastro…

Glauco, echando a andar junto a Vero, le pasó, amistoso, el brazo por el hombro,

¿Sabes lo que debes hacer ahora…lo que más te conviene hacer?... Te lo diré, aunque no me lo pidas… Irte al cubículum, agarrar a Lavinia y  hacerle el amor hasta que no puedas más…hasta que no te quede ni un adarme de fuerza, de energía, en el cuerpo… Una, y otra y otra vez…sin descanso…hasta que, literalmente, no puedas más… Hazlo, verás cómo te va bien…cómo se te pasa todo esto…

Fueron andando por la explanada del “ludus” hasta los edificios que ubicaban los cubículum, las habitaciones particulares que los afortunados como Vero, como el propio Glauco ocupaban, allí se despidieron con el típico apretón de manos que los romanos solían darse, poniendo cada uno la mano en el brazo del otro, por encima del codo, y “cada mochuelo a su olivo”

No hizo falta que Vero dijera nada a Lavinia, pues ella también lo adivinó todo con sólo mirarlo. Estaba inquieta, intranquila, esperando su vuelta. Le ayudó a despojarse de la ropa y a acostarse después; diríase que escuchara a Glauco en sus recomendaciones, pues nada más tenderse su hombre en el lecho, se aplicó con enorme dedicación a “aliviarle” la tensión acumulada, pero en la forma que el mancebo menos podía imaginar, pues le dedicó un sexo oral que “pa qué las priesas”. Esta era una modalidad que en roma repugnaba y no poco; se tenía por algo no ya impropio, sino excesivamente vejatorio, en especial para la mujer, de manera que sólo las prostitutas y, muy especialmente, los “prostitutos”, se ofrecían a hacerlo…eso sí, a cambio de unos honorarios que ya, ya(2)… Bueno pues ni la más experimentada meretriz mejoraba el “trabajito” que la buena de Lavinia hizo a su amado Vero… Luego, éste se lo agradeció… Pero de palabra, que conste, a lo que ella, muy en su puesto de amante compañera, repuso

Lo necesitabas, amor… Sé que lo necesitabas…   

Y bueno, pues como por estos lares también suele decirse, “metidos en laberinto, lo mismo da blanco que tinto”, y que conste que se refiere al vino, que metidos en jarana, ya da lo mismo el color del ídem, pero a lo que respecta a Vero y Lavinia, pues que qué queréis, que ya puestos, el agradecimiento del mocer a los buenos oficios de la “mocera” llegó a bastante más allá de las palabras, para la hemorragia de satisfacción de la interesada…

Pero como bien se dice que el tiempo nunca se detiene, pues los días siguieron a tal noche y con los días las semanas, hasta tres, con Octubre embocando su última decena y los últimos “ludi” del año, financiados por el propio César, que, lógico, los presidió junto a su imperial familia. Y Vero fue seleccionado para participar en estos postreros juegos. Cuando les llegó el momento a los gladiadores, plato fuerte y final de los “ludi”, al hacer el desfile procesional de los hombres que se disponían a librar combate, el moesio fijó su vista, con atención y marcada curiosidad, en el césar, Tito Flavio Vespasiano, y vio a un hombre más que  viejo, avejentado, caduco, decrépito… Parecía como encorvado en su imperial solio… Y a Vero le asaltó una sensación tremendamente desagradable…el aleteo de la muerte rondando a aquél hombre que, a todas luces, se agotaba como cabo de vela al consumírsele la cera. También estaba allí, a la diestra de Vespasiano, su hijo Tito, que entonces pasaba de Vero como de deglutir estiércol…

Pero también había allá otra persona; Vero, en un principio, no llegó a verla, pero enseguida fue consciente de su presencia, aún sin divisarla, pues de pronto sintió, casi físicamente, su mirada clavada, insistente, en sí mismo…en su mejilla…en todo él; una mirada insistente, insolente… Lasciva. Sí, hasta eso sintió en sí mismo…en todo su ser…hasta en lo más íntimo de su masculina naturaleza… Era Claudia, la esposa de Tito, una mujer, indudablemente, deslumbrante, fascinadora… Y la miró; la miró con tanta fijeza como ella le miraba a él… Con la misma descarada insolencia con que ella le miraba a él; y Claudia, sin amilanarse, le sostuvo la mirada, orgullosa, desafiante, dominadora… Hasta que le hizo, si no bajar la vista, sí desviarla hacia otra parte…

Acabó el desfile y las ostentaciones de los gladiadores, alzando los brazos al cielo, mostrando orgullosos sus armas, sus equipos, sus yelmos variopintos, soberbiamente empenachados muchos de ellos. La verdad es que presentaban un cortejo magnífico, de verdadero empaque; algo que despedía, irradiaba, poder. El poder de la violencia elevada a su quinta esencia que subyugaba a aquella masa casi amorfa de espectadores, entonces, en tales momentos, unificada en un mismo tipo de individuo, sin distinciones entre patricios y plebeyos; entre personas cultas, letradas y lo más inculto, analfabeto y bestial de aquella sociedad, tan adelantada en tantos y tantos aspectos, pero también tan bestializada en tantísimos otros. Porque entonces, todos, eran uno, todos no eran sino acérrimos, viscerales, admiradores de aquella especie de súper-hombres, paradigma del poder de la fuerza bruta, pero que, al propio tiempo, subyuga por eso mismo, por ese aura de poder inmenso, el poder sobre la vida, el poder sobre la muerte…

Se acabó, como digo, el desfile, y regresaron al interior, a las profundidades del subsuelo, todos los que en ese momento no les tocaba pelear sobre la arena, a la espera de su turno; eran ciento cincuenta parejas en total las que esa tarde deberían combatir y lo harían en tandas de treinta parejas. A Vero, pues, le quedaba aún un tiempo de espera, pues hasta la tercera tanda, la del meridiano de los combates de gladiadores, no le tocaría “batirse el cobre”  El tiempo fue pasando monótono aunque tampoco exento de nerviosismo, de tensión Y llegó el momento, volvió a la arena, y volvió a deslumbrarse con su inopinada luminosidad. Paseó de nuevo en triunfo, como sus compañeros, circunvalando el candente óvalo, alzando, orgulloso, sus armas, entre el atronador aplauso de sus espectadores, esa especie de fervor cuasi religioso que despertaban en esa masa informe. De nuevo, su mirada buscó la de Claudia, y una vez más la sintió centrada en él, comiéndole, devorándole, como quién dice. Y comenzaron los combates, con diversa suerte para unos y para otros; unos, resueltos en minutos, con la monumental bronca al desgraciado que no atinó a defenderse con el tesón y energía que el no, precisamente, “respetable”, quería y esperaba, lo que devino en unas cuantas fatales decisiones de “Iugulare”, la muerte del vencido al no haber sabido estar a la altura deseada…cosas de los “ludi…  Otros, reñidos hasta durar minutos y minutos, media hora y más, en dura, empeñada porfía.

A Vero, esa tarde, no le fue bien pues se vio en la arena, enredado en la red del retiario y con su tridente enfilando fatalmente su garganta. ¡Qué terrible momento que fue aquél! Sin saber por qué, sin venir a cuento, no es que, por unos momentos, sintiera miedo…miedo ante la muerte, sino que fue verdadero TERROR; un terror ciego, horrendo… Todo eso que le habían inculcado desde que entró en el “ludus”, el desprecio de la muerte como alternativa deseable, preferible, a la derrota…ese “pasar” olímpicamente del hecho de morir, como si tal fuera algo connatural a su condición gladiatoria, se esfumó, se desvaneció y sólo quedó eso, el miedo. Un  miedo irracional, animal. Miraba ansioso el palco imperial, con el alma en vilo, sabiéndose así, precisamente, con la vida a merced del capricho de un hombre, el césar Tito Flavio Vespasiano. Hasta él llegaba el clamor del público, con su estribillo repetido una y otra, y otra vez

¡Vita!... ¡Vita!... ¡Vita!... “Vida, vida, vida”

Sí; la gente, enfervorecida, pedía su vida…que Vero siguiera viviendo, para poder seguir disfrutando de su arte gladiatoria, su empuje en el combate, pero Vero seguía sin tenerlas todas consigo…sin acabar de tranquilizarse. Por fin, el césar pareció salir de aquella especie de marasmo en que, diríase, se sumiera; se levantó de su sitial, dio un par de pasos al frente, ganando la balaustrada que delimitaba el frente del palco imperial, separándolo de la arena, y, por fin, alzó ambos brazos al cielo. ¡Loados sean los dioses! ¡Viviría…viviría…viviría!... ¡El césar, los dioses le protejan siempre, acababa de perdonarle…de conservarle la vida! Sí; ¡loados sean los dioses en su misericordia!...

 El retiario retiró el tridente del cuello de Vero; le liberó de la red en que le atrapara e, inclinándose sobre él, le extendió la mano, ayudándole a levantarse Y el público explotó en un frenesí de alegría, vitoreando a los dos gladiadores…

¡Me Coponio…me Vero!... ¡Me Coponio…me Vero!... ¡Me Coponio…me Vero!... (Por Coponio, por Vero)

Y los dos respondieron, legres, orgullosos, a los vítores, a las aclamaciones de ese público entusiasmado con ellos dos. Luego, se dirigieron ambos hacia la puerta de la vida…hacia la vida, juntos, uno al lado del otro. Entonces, dijo el retiario a Vero

Me alegro, Vero… Me alegro de no haber tenido que matarte…

Y Vero se rio con verdaderas ganas

Ja, ja, ja… Y yo también, Coponio… Ja, ja, ja… Yo también me alegro de que no  me hayas matado…

La tarde siguió pasando, los combates se siguieron desarrollando, lentos, casi tediosos, para esos dos hombres, ya más sosegados…mucho más sosegados. Curiosos, subieron los dos hasta los espacios, los corredores casi subterráneos que acababan en los portones que daban acceso directo a la arena, observando lo que allí pasaba a través de los barrotes, la cancela que constituía la puerta. Llevaba allí ya un rato, cuando unos guardias vinieron a buscar a Vero; alguien le esperaba en la sala donde los gladiadores esperaban su turno, y a donde regresaban si salían vivos de la arena. Vero fue allá, y se encontró con un hombre menudo, pequeño, insignificante. Parecía un simple esclavo, pero una especie de sexto sentido le decía que no; y no; no era un eslavo…era un liberto, un esclavo manumitido…liberado, graciosamente, por su señor…su señora. Le indicó que le siguiera, pero Vero quiso oponerse. Sin saber por qué, desconfiaba de ese hombre; una extraña sensación parecía prevenirle…avisarle de que, en ese ser, insignificante, podía haber un peligro…un riesgo… indefinible, inexplicable, pero terrible…terrible…terrible…

Se negó a seguirle, resuelto, empedernido, pero le fue inútil; el hombre le miró con menosprecio, al tiempo que con gesto casi conmiserativo. Como se mira a un animal apaleado que nos causa lástima Y se dio la vuelta, sin añadir palabra Al rato, casi enseguida, apareció con dos guardias armados, dos pretorianos

¿Prefieres que sean ellos quienes te lleven, o, te lo piensas mejor, y te vienes conmigo…en paz?

Y Vero pensó que mejor seguirle, en paz, como el sujeto le sugiriera. Salieron del anfiteatro, perdiéndose por el dédalo de calles de Roma, dando vueltas y vueltas, hasta que Vero fue consciente de que entraban en el barrio del Suburra, lo más deprimido, miserable, de Roma. Siguieron deambulando hasta penetrar en uno de tantos edificios que por allí había; subieron unas escaleras hasta uno de los pisos altos, no el más elevado de todos, pero alto. El hombre abrió con una llave y entraron en lo que no era más que una estancia, una sola habitación; enseguida, divisó un lecho…cochambroso, como casi todo cuanto por allí había, desde luego Y pare usted de contar respecto a mobiliario

Espera aquí a que vuelva a buscarte; no sé cuándo será; cuando así me lo manden. Y ni se te ocurra escaparte…no estar aquí cuando vuelva a buscarte. Podía ser muy peligroso, podía aparecer, cualquier día, en las aguas del Tíber. Ya sabes a lo que me refiero, ¿verdad? Descansa, duerme… Te hará falta, cuando venga en tu busca…estar descansado, relajado…

Vero se quedó solo; intentó tranquilizarse, pero no le era posible. Esa extraña sensación se agudizaba por momentos. Pero, finalmente, se durmió. Puede que fuera la propia inquietud lo que, al final, le rindió, sumiéndole en el sueño; pero un sueño que de reparador nada tuvo, un sueño poblado de imágenes fantasmales: El rostro de aquél hombre que matara en la “villae”, llamándole desesperada, ominosamente. Sabía que le atraía, que le llevaba con él más allá de todo, al otro lado del mundo de los vivos, más allá del inframundo de los muertos, de la laguna Estigia, más allá del Hades tenebroso, a lo más profundo de lo más, más tenebroso, donde las almas de los hombres más inmundos deben padecer eternamente. Siempre, siempre, siempre Allá le llevaba, le arrastraba, él…el hombre que él matara…inexorablemente.

No sabía qué hora sería, cuánto tiempo había pasado, cuando se sintió zarandeado, despertándose por fin; era el mismo liberto que hasta allá le llevara, que le apremiaba para que se espabilara. El momento, de lo que fuera, había llegado. De nuevo se vio en la calle, otra vez deambulando, en compañía del sujeto, pero por el mismo Suburra, sin salir de su dédalo de calles tortuosas, sucias, cochambrosas…miserables… Casi el inframundo de los más abominables Inframundos. Se detuvieron ante un edificio con pinta de estar en mejor estado que la mayoría de sus  alrededores, que la mayoría más mayoritaria de los del deprimido barrio; subieron por sus escaleras hasta alcanzar el último piso,  y Vero se llevó una de las sorpresas más tremendas de su vida, pues ni por soñación hubiera imaginado nunca tal destino, pues, de pronto, se vio en un lupanar, un burdel. Casi en automático a verse allí, le salió el “leno”, el proxeneta que explotaba tal lugar

¡Salve, oh Vero! ¡Se bienvenido a mi humilde morada! Se te espera…sígueme…

Y atónito, incapaz de reaccionar, Vero siguió a aquél hombre como corderito al pastor que le lleva al matarife que ha de sacrificarle. Le condujo hasta uno de los cubículum, las celdas donde las prostitutas recibían a sus clientes. A veces, hasta moraban allí; alzó el hombre la cortina que ocultaba el interior del cubículo, inclinándose ceremonioso ante el gladiador que, como sonámbulo, penetró dentro. La estancia estaba algo más que en penumbra, y un tufillo muy especial se le agarró a la garganta hasta hacerse algo físico, que le atragantaba. Era un denso aroma almizclado, derivado de la mezcla de aromas penetrantes, muy, muy penetrantes, de diversos inciensos. Y en absoluto se sorprendió ante lo que vio, ante quien vio…

Realmente, lo esperaba, hasta estar seguro de que, todo aquello, era por ella. Claudia, la mujer de Tito, era quien estaba detrás de todo, quien todo lo  propiciara; lo presumió desde el principio, desde que aquél liberto le dijera que debía seguirle. Supo, de inmediato, que Claudia quería verlo…disfrutar de él…de su virilidad de potente gladiador. Casi se extrañó de que hubiera pasado tanto tiempo…pues lo esperaba…lo esperaba desde que la viera en aquella “villae” de tan infausto recuerdo. Lo que no podía esperarse en forma alguna, era el marco elegido por la patricia para el sexual encuentro. Aunque, riéndose para sus adentros, se dijo que, un burdel, resultaba ser lo más adecuado. Tampoco ella sería la primera mujer cesariana, la primera esposa de un césar, o casi césar, que frecuentara un prostíbulo…y como pupila del mismo; ese honor le correspondía a la divina Mesalina, la primera esposa del divino Claudio

Ella, Claudia, estaba recostada en el lecho, con el busto algo, erguido, apoyándose en un codo, y todo el cuerpo, de cintura para abajo, tendido lánguidamente. Desnuda, integralmente, su feminidad destacaba en todo su glorioso esplendor. Desde luego, era la mujer más…más… Vero no sabía qué expresión usar, su léxico a tanto no llegaba. Lo único cierto es que estaba anonadado...extasiado...y todos los “ado” que queramos añadir, inventar incluso; pero también estaba inmovilizado, sin poderse mover…sin siquiera acertar a hacerlo…sin pensarlo, sin ocurrírsele, siquiera… Por fin, fue la mujer quien habló… Con su voz dura, dominadora, humillante para el oyente

Acércate, esclavo…

Y Vero se acercó… Un paso…dos pasos… Y la voz de la mujer volvió a restallar

Desnúdate, esclavo

Y Vero se desnudó. Se desnudó por completo, hasta quedar tal y como su madre lo puso en el mundo… Claudia le miró… Le miró de arriba abajo, lasciva, con el carnal deseo pintado en su rostro, en sus labios temblorosos, en sus ojos brillantes como ascuas encendidas, esos ojos que miraban, insistentes, penetrantes, la ya más que despierta virilidad del hombre desnudo ante ella

―Acércate más, esclavo… Más cerca…más cerca…

Y Vero se acercó más y más…

―De rodillas, esclavo; de rodillas ante mí…

Y Vero se arrodilló

―Sigue acercándote, esclavo… Pero así no; de rodillas no… Arrastrándote… ¡Arrástrate, esclavo; arrástrate!… Y ven aquí… Hasta los pies del lecho…

Y Vero se arrastró, se humilló ante aquella mujer hasta lo indecible… Ella había dicho: “Lame el suelo, esclavo; arrástrate hasta aquí, lamiendo el suelo”; y Vero lamió el suelo… Un suelo en absoluto carente de inmundicia… Vero no era dueño de sus actos; estaba como hipnotizado por aquella mujer…por aquél cuerpo desnudo, un cuerpo de diosa… Un cuerpo de Venus, de Afrodita… Lo deseaba…lo deseaba indeciblemente… Y su virilidad delataba, y de qué manera, ese deseo… Ese deseo lascivo, animal…embrutecido… Se siguió arrastrando por el suelo, lamiéndolo, hasta casi, casi, que con deleite… Claudia casi ronroneaba de placer ante la humillación, la absoluta sumisión del hombre… Del superhombre…el “supermacho” de las candentes arenas de los anfiteatros… Se tendió toda larga, haciéndose hacia abajo, hasta que sus desnudos pies casi se salieron de la superficie del lecho por abajo 

Lame, esclavo… ¡Perro!... ¡Lame, perrito!... ¡Lame mis pies, perrito!... ¡Chúpalos!... ¡Chúpamelos, perro!

Y Vero lamió y chupó aquellos pies de ática perfección… Marfileños, ebúrneos… ¡Divinos; verdaderamente divinos!

Así perro; así… Muy bien… Me los lames, me los chupas muy bien, perro…  Ja, ja, ja… “Menéatela”, menéate la “cola”… Ja, ja, ja… Quiero verlo…quiero ver cómo te la meneas mientras me chupas los pies…los dedos de los pies… Uno por uno… ¡Venga, perro; menéate al “cola”!... Que lo vea, que lo vea… O te la corto

Y Vero lo hizo; sin dejar de lamer, de chupar esos pies, esos dedos, empezó a masturbarse… Con denuedo… Con vigoroso, muy, muy vigoroso denuedo… Y Claudia reía y reía y reía, mientras, también, se retorcía de gusto, de placer… De placer inmenso…  El placer más eximio que pueda existir, el de la dominación humillante de un ser humano por otro ser humano… Eso, realmente, es el sibaritismo del placer sexual… La dominación sexual de otro ser, hasta lo indecible…hasta su sumisa posesión total, absoluta…incondicional… Hasta la completa anulación de la voluntad del ser dominado, sometido, subyugado…

Sigue, perro; sigue… Sube…sube más… Sube más arriba, lamiéndome, chupándome…  Más…más…más arriba… Sí; más arriba… Pero no pares de meneártela… Sigue chupando, lamiendo, más arriba, más, más… Pero sin dejar de meneártela… O te capo; ¿me oyes? O te capo… Yo misma te “los” corto… Te “la” corto…

Y Vero se aplicó en ambos menesteres; subió y subió…por sus piernas…por sus muslos… Sus ojos, vidriosos de deseo, vidriosos de furia, de odio mortal, se posaron en aquella mata de pelo, de vello negro como la noche, negro como su pelo, sus cabellos ondulados; un vello fino, suave, rizoso, de agradable tacto a los labios… Y los femeninos labios, oscuros, gruesos, hinchados por el sexual deseo, plenos de sangre acumulada… Entreabiertos y brillantes… Brillantes por la humedad que a través de ellos rezumaba… No pudo contenerse y besó ese oscuro centro de inmensos placeres

Sí, ahí…ahí… Bésame ahí…chúpalo…lámelo…chúpamelo…lámemelo… ¡Venga perro; hazlo!... ¡Haz lo que te mando, perro!

Y Vero lo hizo; con fruición, con lujuriosa fruición, con lasciva dedicación… Y entonces sí que Claudia se retorció y aulló de placer… De placer incontenible… Hasta que, envarándose, lanzó un tremendo alarido que más pareció rugido… Rugido de fiera, de leona, de tigresa, en celo, buscando, desesperada, aparearse con un macho de su especie… Y se vació, abundante, muy, muy abundantemente, en la boca de Vero, que escupió, asqueado, los vaginales flujos… 

Claudia quedó unos minutos laxa, casi desmadejada en el lecho, con los ojos  cerrados y un rictus más indeterminado que otra cosa en su rostro, en sus labios… Pero aquello apenas si duró algún minuto; abrió los ojos, los clavó en él y ordenó

¡Móntame, esclavo!… ¡Móntame, perro!… Como lo que eres, como un animal…como una bestia salvaje

Y Vero la montó; la montó, como ella quería… Como un animal, como una bestia… Con furia, con rabia… Con odio reconcentrado… Pero también con pasión; pasión frenética, casi desesperada… Pasión llena de carnal deseo, de lascivia pura y dura, de lujuria desenfrenada… La odiaba, pero también la deseaba… La deseaba como jamás en su vida deseara a hembra alguna…como, seguramente, nunca, nunca, volvería a desear a ninguna hembra… Porque, en aquellos momentos, ni él era un hombre, ni ella una mujer, sino dos animales, macho y hembra, que se buscaban, se deseaban como lo que entonces eran, animales, bestias irracionales

Era ya de día cuando Vero abandonó el lupanar, tambaleándose… Al despedirse de él, Claudia le dijo

Sé que no me olvidarás…nunca, nunca me olvidarás… Esto no volverá a repetirse…yo jamás repito con un mismo hombre, pero, por mucho que vivas, no me olvidarás… Ni olvidarás esta noche… Pero… ¿Sabes otra cosa?... Que tampoco yo te olvidaré…

Y entonces hizo lo que jamás antes hiciera con hombre alguno: Le besó en los labios… Sin lascivia, sin deseo… A Vero le pareció que hasta con cariño; con, al menos, un poco de cariño…de amor… Y la premonición de la mujer, de Claudia, fue cierta, pues, efectivamente, Vero no la olvidó; nunca la olvidó, como tampoco aquella noche de lujuria desatada, desenfrenada… Aunque, al final, cupiera preguntarse… ¿Lujuria…sólo?... También fue cierto que nunca, nunca más, volvió a repetirse… jamás volvieron a verse frente a frente Claudia y Vero… Pero, de lejos, sí que se vieron: Cada vez que Vero salía a la arena, si ella estaba en  el palco, junto a su marido, Tito, los ojos de ambos se buscaban, se miraban… Y, lo que son las cosas… Ya, quién bajaba la vista o la desviaba hacia otro lado, era ella, Claudia, la mujer orgullosa, dominante… Despreciativa hacia casi todo el mundo

Cuando llegó al “ludus”, Vero se metió en su “cubículum”, encerrándose allí a cal y canto. No quería ver a nadie, y menos que nadie le viera, pues por todas partes iba marcado por las uñas, los dientes de ella, de Claudia; como quién dice, de cabeza a pies… La cara, los labios, la espalda, el cuello, los hombros, el pecho, el vientre, los muslos, las piernas… Hasta los pies; sí, incluso en los pies llevaba las huellas de los dientes de la mujer… De sus uñas… Lavinia no estaba; sería su mujer, su pareja, pero era esclava, y tenía menesteres que hacer en la casa del lanista, en el “ludus”… Llegó a la habitación ya anochecido; parecía como si tampoco ella quisiera verle a él… No le dijo nada ni tampoco él a ella; pero le miró,  con unos ojos que parecían llevaran la muerte en ellos…la muerte de ella…

Lo sabía; Lavinia sabía todo cuanto aquella noche pasara entre Vero, su hombre, y aquella mujer…aquella odiosa mujer… Porque Lavinia, que en su vida había odiado a nadie, la odiaba; la aborrecía a muerte… Vero, era ignorante a ello, pero lo de aquella noche era secreto a voces lo mismo en el “ludus” como en casi toda Roma, pues el liberto de Claudia era  conocido de sobras para todo el mundo…claro, para todo el mundo menos para Vero; y que llegara a la sala de los gladiadores en busca suya, para nadie era un secreto el motivo, la razón… Quién era la persona importante que quería verle: Claudia, la ardorosa esposa del hijo del César… Como tampoco para nadie era secreto lo que aquella noche pasó entre el gladiador y la alta dama; también era secreto a voces la especial atracción que la encopetada y bella dama sentía hacia los héroes de la arena… Y si apestaban a sudor, a arena, a sangre, mejor que mejor

Vero, desde entonces, sufrió de fuerte remordimiento; amaba a su mujer, a Lavinia; la amaba de verdad, y lo de aquella noche de inusitada pasión en brazos de aquella excepcional hembra, le mordía en lo más hondo de su ser…de su alma… Y no pudo aguantar tanto reproche, tanto pesar… Y se lo contó; se lo contó casi de pe a pa… Claro, ahorrándose “detalles”, que para nada venían al caso, pero, en síntesis, todo…todo… Lavinia le escuchó tranquila, serena, sin aspavientos, y, cuando terminó, le dijo, con esa forma suya de hablarle, toda dulzura, todo cariño, todo amor

Dime Vero; ¿todavía me amas…me quieres?

¡Pues claro que la quería!... ¡Claro que la amaba!... Y con toda su alma… Así se lo dijo, y así le creyó ella

―Y, ¿me deseas…me deseas todavía 

¡Pues claro que sí; claro que la deseaba!... Con todo su ser…con todo su cuerpo… Can todo su ser, con todo su cuerpo, también deseaba todo el ser, todo el cuerpo de ella, de Lavinia…de su más que amada mujer…más que querida esposa

―Pues eso es lo importante, Vero, amor; que me ames…que me desees… Con ese deseo que nace del amor, del cariño hombre-mujer… Ese deseo que es consustancial, intrínseco, a ese amor…a ese cariño… Y lo demás, sea lo que sea, carece de importancia… Hasta Claudia, y lo que entre vosotros sucediera, carece de importancia… Ella pudo tener tu cuerpo, pero tu corazón, tu alma, no; eso es mío, porque tú me lo diste…me lo das cada vez que me besas, que me abrazas…que yaces conmigo… A mí, amor; a mí solamente me lo das… Y sé que es así…que eso, es sólo, sólo, mío

Lavinia calló un momento, acariciando a Vero, fundiéndose con él en prieto abrazo-. Y le besó, mientras le acariciaba el cabello, amorosa, como amante esposa. Vero, buscando, instintivamente, el asilo, la protección de un pecho cariñoso, había enterrado su cabeza, su rostro en el pecho de ella, como niño que se refugia en maternal seno…

―Cariño, eres fuerte, bravo, un gran campeón en la arena, pero eres muy cándido…un  poco tonto, querido mío; perdona que te lo diga. Tú no lo sabes, no lo sabías… Puede que fueras la única persona de toda Roma que no lo supiera… Pero, amor, todos, todos lo sabíamos, lo sabemos. Todos en el “ludus”, en media Roma, sabíamos lo que aquella famosa noche pasó entre vosotros… De sobras conocido era de todos la especial atracción que sobre la esposa de Tito ejercen los gladiadores, los grandes triunfadores de la arena… Ja, ja, ja… Se pirra por ellos… Y que fijara su interés en ti, era sólo cuestión de tiempo… Ya ha pasado…se acabó pues… No volverá a buscarte…nunca lo hace… Una vez, y basta…

Bueno, eso ya lo sabía Vero… Ella misma, Claudia, bien que se lo dijo… “Yo jamás repito con un mismo hombre”…

―Sí; todos lo sabíamos, lo sabemos…Yo también… Procopio, su liberto, es demasiado conocido en toda Roma… Y se sabe que es su “celestino”, su “corre-ve-y-dile”, que le trae al prostíbulo las “presas”, los hombres, gladiadores…y aurigas del circo, que ella desea… Sólo tú no lo sabías…No lo conocías…

Lavinia, volvió a besar, amante incombustible, a su hombre… Y se levantó, dirigiéndose hacia el cercano lecho; se detuvo a su lado y, con la mayor naturalidad del mundo, se empezó a desvestir, hasta quedar enteramente desnuda; y se tendió en la cama, cuan larga era

―Ven amor; ven al lecho… Ya es hora de que nos acostemos… ¿Sabes una cosa Vero, amor mío?... Es fama que Claudia es una verdadera experta en las artes de Eros y Venus… Que es una gran “lupa”…una meretriz, una prostituta, consumada… Pero, ¿sabes, cariño?... ¡Yo también puedo serlo!... ¡Y hasta darle “sopas con honda” si me lo propongo!… Y contigo lo haré… Si ella supo darte placer, mucho, mucho placer, yo sabré darte más…mucho más que ella te dio… Porque yo te quiero, Vero… Te quiero con toda mi alma… Te amo, Vero…te amo hasta enloquecer por ti… Ven, amor; ven a mí… Te lo daré todo…todo… Lo que desees…y lo que ni te imaginas que pueda darte… Que mujer alguna te pueda dar… No lo olvides, amor; tengo experiencia… Experiencia en dar placer a un hombre… Fueron muchos, muchos años, de tener que hacerlo…tener que ser agradable con cuantos hombres pasaban por aquí, por el “ludus·… Desde mis trece años, lo estuve haciendo…hasta que tú me rescataste, me libraste de ello al tomarme por tu única pareja… Lo recuerdas, ¿verdad

Y Vero claro que lo recordaba… ¡Como para no acordarse de aquellos celos, aquellas torturas que le atormentaban cuando la sabía en brazos de otros! ¡Besada por otros…manoseada por otros…disfrutada por otros!… La miró…y se extasió en ese cuerpo desnudo… El cuerpo de su Lavinia… El cuerpo de su mujer… De su esposa… Sí; de su esposa, aunque las leyes romanas no reconocieran el matrimonio entre esclavos, ellos eran matrimonio… “Matrimonium in aeternum”, porque así los dos lo querían… Porque esa palabra se habían dado, se dieron, tiempo atrás, en aquella primera noche que pasaron juntos por decisión de Glauco, el “doctor” del “ludus”, ese que, ahora, era más su amigo que su jefe

Y fue imposible que a su mente no acudiera el recuerdo de aquél otro cuerpo de mujer que no hacía tanto disfrutara, el de Claudia… Y la comparación de ambos cuerpos femeninos, en toda su gloriosa esplendidez, también resultó ineludible… Y, al final, ocurrió que el de su Lavinia, en absoluto quedó en detrimento, sino que, muy al contrario, comprobó que si el de la mujer de Tito era de diosa del Olimpo, el de Lavinia valía por innumerables diosas, bacantes y cuantas musas pudieran albergar todas las mitologías del mundo, habidas y por haber… Y, como de otra manera imposible que fuera, Vero fue a su esposa, y se amaron los dos…se disfrutaron hasta lo inenarrable, resultando que ella, en absoluto, había exagerado al hablarle de lo que sería su entrega a él, porque lo cierto es que el “mocer” acabó derrotado en toda la línea por la “ferocidad” de su esposa, que se reía él de la de la más furiosa de las tigresas de esa India que, según los entendidos, parece ser que hasta existe y todo

En fin, que “er probetico” acabó “estorozaíco der too”, sin poder ya ni con el pelo, mientras su dulce tormento, lucía con una lozanía que era de ver… Vamos, que acabó “dormiico” cual bebé, entre los senos de ella, que le miraba con una sonrisa de satisfacción que ya, ya… Y es que, bien sabía, que él era suyo… Suyo y de nadie más… ¡Fartabe más; que una puñetera “furcia” viniera a quitarle lo que era suyo!... ¡Hasta ahí, podían llegar las cosas!... ¡Amos anda, tía! ¡Que, pa “furcia”, yo, en cuanto toque a mi Vero! 

El año 78 acabó, dando paso al 79, y con tal año llegó el fallecimiento del césar Vespasiano, con lo que su hijo Tito fue elevado al solio imperial como nuevo césar. Y llegó el año 80, y con él, la culminación del gran Anfiteatro Flavio, el famoso Coliseo romano, acabado de construir en ese año 80; se inauguró en Julio de tal año, con, ni más ni menos, que ciento veinte días consecutivos de espléndidos “ludi”… Casi, casi, que los, hasta entonces, nunca vistos, por su magnificencia y cantidad de animales y gladiadores en la arena(4)… Vero fue incluido para combatir el primer día de los “ludi”, pero sucedió que ese combate fue muy distinto a los antes disputados, pues le cayó en suerte, como oponente, a su gran amigo Prisco; fue él mismo quién se lo dijo, un par de días antes

―Hemos tenido pésima suerte, Vero; nos toca enfrentados, uno contra otro… Malaya sea nuestra suerte… Fortuna, nos dejó de su mano…

Y, para ahogar sus penas, pescaron, mano a mano, una “cogorza” que en qué se las vieron sus respectivas, Lavinia y Marcia, para llevarles a la cama, pues estaban que ni “flowers” de tenerse en pie… Vamos; que ni por equivocación

Y llegó el día nefando, el primero de los “ludi”… La mañana pasó lenta para los dos amigos, en sus respectivas salas de gladiadores, una para cada escuela o “ludus”, en espera de la tarde, que era cuando tenían lugar las luchas de gladiadores, pues las mañanas se dedicaban a las “venatio”, cacerías de animales salvajes que, a la postre, se reducían a tremendas masacres animales, muertos a traición, con flechas,  venablos y lanzas, lanzados desde lo alto del muro que rodeaba la arena; las ejecuciones de condenados a morir en la arena… Eran las “damnatio ad bestias”, los desgraciados arrojados a las fieras, leones, tigres, leopardos. Eran criminales condenados a muerte a los que se les conmutaba la muerte en la cruz, reservada a esclavos y extranjeros, por morir en la arena, a merced de las fieras, para regocijo de lo más bajo y execrable de esa sociedad romana; también, lo más bestializado, lo más inculto… El clásico “populacho”, que se dice; porque, ya se sabe, cuanto más inculto es el individuo, tanto más  animal salvaje, subhumano, es.

Sobre las doce del mediodía acabaron los “ludi” de la mañana, con un descanso para comer, a base de las muchas viandas, pastelillos, fruta, cereales variados y carne en abundancia y de bastantes tipos; desde el típico cerdo, hasta los exóticos pavos reales y faisanes, pasando por venado, vacuno, cordero, cabrito, etc. etc. etc. Y vinos de los más selectos, más bebidas… Hidromiel bien fría, enfriada en nieve… Y todo, enteramente gratis y en abundantes cantidades…Vamos, hasta no poder comer más el más comilón de los espectadores 

Y, por fin, llegó la tarde, la sesión vespertina, el verdadero plato fuerte de los “ludi” con las peleas de gladiadores; la comida en regla, vamos, en la que ni los entremeses faltaron, representados por las tandas de veinticinco-treinta parejas que saltaron a la arena al unísono, para combatir todos juntos, a la vez, en veinticinco-treinta combates individuales… Como siempre, saludaron al público orgullosos, mostrando ufanos sus armas, alzando al cielo los brazos armados de escudo y gladius, unos, sectores, murmillos, tracios, de tridente y red otros, los retiarios, respondiendo así a la algarabía de vítores y aplausos con que el público los recibió…

Y empezaros esos combates, que llenaban la arena, unos apenas reñidos, al acabarse en minutos tras la rápida victoria del ganador del encuentro, otros, prolongándose durante más tiempo, minuto tras minuto hasta alcanzar los treinta, los cuarenta, según el ardor, la decisión de ganar, salir triunfantes, o, cuando menos, vender cara su derrota, de unos y de otros… Así, algunos cuerpos acabaron rodando por el candente ruedo romano, casi apuntillados por el vencedor cuando el vencido había presentado un mal combate, amilanado, atenazados no pocos de ellos por el miedo…el miedo a morir, que les llevó, directos, a la muerte, al exigir el “respetable” tal final, chasqueado por lo medroso del derrotado… Así, estos cuerpos inanes, inertes, sin vida, iban siendo retirados de la arena por esclavos al servicio del anfiteatro, arrastrados mediante ganchos de cuyas maromas tiraban los esclavos, directos al “expoliarium”, el “desolladero” donde acababan esos cuerpos sin vida, sacrificados al sangriento morbo de un público, a veces, más salvaje que los animales que salían a esa arena(6)… Y de allí, del “expoliarium”,  a la fosa común… O, simplemente, al Tíber par que éste llevara los cuerpos hasta el mar, a ser pasto de peces

Acabaron los “entremeses” y llegó el auténtico plato fuerte del “menú gladiatorio”: El combate que puso fin, broche de oro, a aquél primer día de los “ludi” inaugurales del Anfiteatro Flavio, el combate entre Vero y Prisco… El más esperado, el que había levantado tal expectación que las broncas que suscitó el empeño por hacerse con una localidad para presenciarlo hasta muertos habían causado entre la gente común, la masa popular, los “proletarii”, enzarzados en auténticas batallas campales por mantener o conquistar un sitio en las colas formadas ante los lugares donde se expedían los boletos que abrirían las puertas del anfiteatro a la plebe… El combate comenzó con el acostumbrado ritual, con ambos luchadores accediendo al, digamos, albero, por dos puertas opuestas, enfrentadas entre sí; con la cara alta, orgullosos los dos, las armas, escudo y gladius, en la mano, pero sin exhibirlas ostentosamente, escudo embrazado y gladius, desenvainado, pero con la punta apuntando al suelo…

Ambos dos, lucían casco, yelmo, sin celada, por lo que los dos mostraban, abiertamente, el rostro al público; el de Vero, sin cimera que coronara lo más alto del casco, pero con ala más recta que inclinada por detrás, con vocación de protegerle la nuca, aunque ello quedara en puro intento, pues lo recto de la “visera” lo impedía, limitando su utilidad a darle un aspecto más agresivo; finalmente, carrilleras, también de metal, de bronce, como el propio casco, abrochadas bajo la barbilla en barboquejo; el  de Prisco algo más historiado, con alta cimera constituida por un simple pincho metálico, de un palmo, palmo y medio, hacia arriba, coronado en penacho de plumas de aves exóticas, de florido colorido, de pavo real principalmente, que se sobreelevaban ligeramente hacia arriba para enseguida caer al suelo, en cascada hasta casi los hombros.

Los dos, Vero y Prisco, lucían corazas protegiendo sus pectorales, de cuero grueso, endurecido, con forma anatómica para adaptarse perfectamente a las sinuosidades del pecho masculino, aunque dejando enteramente al descubierto la parte del vientre; el sucinto taparrabos cubriendo sus vergüenzas, ceñido, también en los dos, por un ancho cinturón, también en cuero grueso, con una enorme fíbula de bronce abrochándolo al frente. Sin protectores en brazos ni piernas, excepto una ancha muñequera, también de cuero, en cada muñeca… Prácticamente el mismo  gladius y escudos muy similares, redondos, de bronce, ni muy grandes ni, mucho menos, pequeños…

Prisco era un hombre casi gigantesco, con su metro ochenta de estatura; fuerte, macizo, pesado, de rostro casi redondo y facciones duras, como cortadas a hacha, que le daban ese su típico rictus de salvaje fiereza a su faz; por su parte, y comparativamente a su adversario, Vero daba impresión de empequeñecido a pesar de su metro sesenta y seis, sesenta y siete, que para las estaturas de la época en Italia, apenas el metro sesenta, como mucho, tampoco estaba tan mal; por otra parte, su porte también coadyuvaba a esa impresión de “poquita cosa” ante Prisco, pues era más bien menudo de cuerpo y, sin embargo, fibroso y bien musculado, si bien sin las aparatosidades de su amigo; por otra parte, esa impresión de “pequeñez casi impotente” ante la mole de carnes del otro, engañaba más que un sestercio de plomo, pues Vero, amén de resultar casi tan fuerte como Prisco, era bastante más ágil por su mayor ligereza; y elegante, por no decir que su belleza varonil era mucho, pero que mucho más depurada que la de Prisco, que, sin dejar de tener su atractivo de hombre, resultaba mucho más tosco, hasta zafio, según y cómo. Y esto, la varonil belleza en el rostro, tampoco era manca a la hora de incidir en la opinión del “respetable”, en especial, su rama femenina, si había mala suerte y tocaba perder, pues las féminas…y de ambos sexos, que conste, que en todos los hornos cuecen habas, y en aquél del romano Imperium, a calderadas, “mes amís”, estaban mucho más dispuestas a perdonarle la vida a un rostro hermoso que a otro menos bonit

En fin, que dejémonos de tanta floritura y volvamos al turrón, que es de lo que se trata. Y el turrón es que, tras los prolegómenos que siempre acompañaban a la salida de los gladiadores a la palestra, y más los “pesos pesados” de la germanía gladiatoria, llegó la hora de la verdad, cuando el árbitro, mediando entre los dos con su vara de medir distancias, levantó ésta, y dio la señal para que empezaran a acometerse de lo lindo. Y allí, desde ese momento, se acabaron las amistades, los fraternales cariños, para sólo obedecer la más básica, ancestral, de las leyes: Sobrevivir, ante todo; matar, si es necesario, antes que morir… El encontronazo entre ambos fue terrible, poniendo ambos toda la carne en el asador para, mutuamente, eliminarse, matarse, si era necesario… Comenzó Prisco con un ataque en tromba, tratando de desequilibrar a Vero, pero éste se defendió bien oponiendo gladius y escudo a los salvajes “viajes” del galo. Los gladius se cruzaban sañudos, golpeándose el  uno al otro; los escudos parando golpe tras golpe… Ora, Vero se veía obligado a retroceder, cediendo terreno al demoledor ataque de su amigo, ora, reponiéndose el moesio y aprovechando el desgaste que tales ataques causaban en Prisco, pasaba a la contraofensiva y quién tenía que retroceder, ceder terreno, era el gigantón…

Los minutos pasaban, en ese tremendo cruce de golpes y contragolpes, de avances y retrocesos, en el que ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder un ápice. De pronto, en un lance, Prisco logró pegar un tremendo patadón, con toda la planta de su pie en el plexo solar de Vero, en pleno pecho, que le hizo trastabillar hacia atrás, perdiendo el equilibrio hasta dar con toda su humanidad por tierra; entonces, Prisco, con la celeridad de un gato salvaje, saltó sobre el caído, dispuesto a acabar con él…a matarlo incluso, en un remolino de golpes; Vero, desde el suelo, intentó defenderse, oponiendo el gladius, pero Prisco logró pisarle el escudo, con lo que Vero lo perdió… Esa defensa, el escudo, ya no la tenía, y Prisco trató de explotar tal ventaja, empleándose con más y más denuedo sobre el caído… Pero eso contravenía una de las reglas de los combates entre gladiadores, pues desequilibraba la relación de fuerzas entre ambos contendientes, cosa que siempre debía respetarse; en consecuencia, el árbitro detuvo el combate, permitiendo que Vero recuperara la vertical y obligando a Prisco a deshacerse de su escudo, a fin de equilibrar de nuevo la fuerza entre los dos gladiadores enfrentados 

Y así, el combate prosiguió con los dos oponente disponiendo sólo de su correspondiente gladius, sin el recurso, fundamental para una eficaz defensa, del escudo… Siguieron pues los golpes de gladius por ambas partes, con el gladius opuesto parándolos como bien se podía… Y, por vez primera, surgió la sangre, cuando Prisco logró alcanzar, con un corte, la pierna de Vero… Este salió reculado, dolorido, y su amigo se lanzó tras él, buscando acabar de una vez por todas con la resistencia de Vero…pero el moesio le sorprendió, logrando arrebatarle el gladius, pisándoselo en un descuido, aprovechando, seguidamente, la sorpresa del galo para hacer carne en su brazo. Y ahora fue Vero el que se descuidó, se confió, al pensar que Prisco estaba ya vencido, y volverle la espalda, alzando los brazos, victorioso, recogiendo así el delirio del público… pero entonces, cuando creía a Prisco ya anulado, fue éste quien sorprendió a Vero, soltándole un demoledor golpe con ambas manos juntas en un sólo puño

Vero trastabilló, cayendo al suelo, perdido también su gladius. Así estaban ya los dos, sin más armas que sus propias manos, sus propios puños, y se enzarzaron pues, a golpe limpio; unos golpes demoledores, salvajes, titánicos.  Los cascos rodaron por el suelo. Pero la lucha no decrecía, sino que, redoblada por momentos, proseguía y proseguía y proseguía. Llevaban ya dos horas peleando sin cesar, sin dar ni pedir cuartel…incansables… Aunque derrengados, destrozados ambos, casi sin poderse tener en pie… Pero sin desfallecer, sin ceder un ápice en su afán por, mutuamente, destruirse. Y el público ante ese espectáculo, más que insólito, nunca visto, inenarrable, no es que gritara, no es que prorrumpiera en alaridos de emoción, sino que aullaba enfebrecido, en el súmmum de la emotiva exaltación…

Y entonces sucedió lo que nadie podía imaginarse; el césar, Tito, se levantó en su sitial, extendió los brazos hacia adelante, para seguidamente, moverlos de derecha a izquierda, en paralelo al suelo… El árbitro, apercibido de las señales del imperator, detuvo la lucha, separando a los contendientes… Y el césar Tito, abandonó el imperial palco para bajar a la arena; se adelantó hasta los dos luchadores y, tomándoles por las diestras muñecas, alzó los brazos de ambos al cielo… ¡El combate había finalizado sin perdedor, sino con dos vencedores!… ¡El Augusto César los proclamaba vencedores a los dos, por igual!... Les coronó de laurel a los dos, los abrazó a los dos… ¡Y  les otorgó, a ambos, el “rudis”, la espada de madera propia de los entrenamientos, pero también el símbolo de la libertad!... ¡Eran libres!… ¡Los dos; los dos, ciudadanos libres!... Ya no  eran esclavos… Ya nadie podía disponer de ellos a su caprichoso deseo… Ya nadie podría obligarlos a hacer lo que ellos no quisieran…

**********

 

Desde entonces, Prisco dejó de pelear en las arenas romanas; convertido en ciudadano libre, mas no ciudadano romano, pues tal ciudadanía ni regalada la quería, pues odiaba a Roma y a todo lo romano con cordial empeño, tomó a su mujer, Marcia, a los dos hijos que ella aportara a su unión y el que ella le diera, año y algo antes, y se los llevó a su tierra natal, a la Galia, pero no a la parte donde se abrieran al mundo sus ojos, la Galia Narbonense, pues rememorar su pasado esclavo en absoluto le apetecía, sino a la Galia Lugdunense, bastante más al noroeste; se estableció en un trozo de tierra, que si de pequeño nada tenía, tampoco era ningún latifundio…lo propio para un terrateniente de tipo medio de la época, con los medios suficientes para subsistir bastante holgadamente, entre los ríos Liger y Sequana, los actuales Loira y Sena, y allí vivió feliz con su mujer y los hijos que, poco  a poco, ella le fue dando

Otro gallo le cantó a Vero, pues su mujer, Lavinia, sí que era esclava, y su amo, el lanista que antes le sojuzgara a él, hacía valer esa propiedad, y de qué manera, pues sabía lo que para Vero valía; así que, “si la quieres libre, me sueltas cincuenta mil denarios…o esclava mía hasta que muera de vieja”… Y esa suma, exorbitante para la época, a Vero le venía más que ancha, por lo  que no le quedó otra que seguir en los “ludi”, combatiendo como gladiador… Pero un gladiador libre, que podía aceptar los combates, los contratos que le interesaban o rechazarlos… Y negociando, cobrando él mismo sus honorarios, no las migajas que el “lanista” tenía a bien darle si ganaba; entonces, ganara o perdiera, cobraba lo que estipulaba con el organizador del “ludi”, su “editor”… Que sí, podía ser hasta el propio césar, que pagaba con enorme largueza 

La relación con el “”lanista”” no la rompió por completo, simplemente, varió, pasando éste a ser su, digamos, representante; quien le buscaba los combates, los contratos. Para eso, el hombre valía su peso en oro, pues estaba muy, pero que muy introducido en ese mundillo, en el que se movía como pez en el agua…. En sus intríngulis… En sus despachos, que diríamos hoy día. Y Vero empezó a ganar dinero, denarios y áureos a espuertas(7)… También siguió viviendo en el “ludus”, pero en nada de tiempo se hizo construir, dentro de sus límites, en un terreno que le compró al “lanista”, vivienda propia; una “domus” hasta lujosa, con su “atrium”, su “tablinum”, digamos el lugar donde Vero, a veces, se retiraba a descansar tranquilo; también, donde, a días, hasta dormía, él solo… Su triclinium, donde muchas noches, se celebraban cenas, banquetes para los pocos íntimos que la pareja tenía, fundamentalmente, el propio lanista y Glauco, con sus correspondientes esposas o parejas; su “peristylum”, el jardín interior, con árboles, frutales en especial, plantas, flores, su fuente de agua en el centro, estatuas, el recinto porticado en sus cuatro lados, con sus columnas dóricas, en piedra viva, donde descansaban los techos de los pórticos, las paredes de tales pórticos pintadas bellamente, con frescos de afamados pintores de la época, sus cubículum, de bella decoración con pinturas al fresco y mosaicos en el suelo, su mobiliario en maderas nobles…Lavinia seguía siendo, oficialmente, esclava, pero de tal ya no ejercía, pues el lanista, su formal amo, la había liberado de todo trabajo, de modo que, en esa domus, ella era una auténtica señora, una “materfamilia” romana… Pero también, lo que tenía que pasar pasó, y fue que Lavinia dio un nuevo hijo a su marido y, enseguida, el tercero estuvo en camino 

Vero permaneció casi otros dos años más peleando por su vida, y la libertad de Lavinia, hasta que, por fin, se le plantó al que ya era mucho más su amigo íntimo que otra cosa, es decir, al lanista, con lo de que “ya está bien, hombre; a ver si de una puñetera vez se te mueve el alma y me liberas a mi esposa”, y entonces al ”lanista”, démosle ya un nombre llamándole Sexto Liborio, se le ocurrió pegarle una sorpresa a su amigo de órdago a la grande; pues no le liberó a su amada Lavinia, pero se la regaló, en tardío obsequio de esponsales… Ni que decir tiene que a Vero le faltó tiempo, con los papeles en regla de su absoluta propiedad sobre ella, para dirigirse al magistrado más próximo y extender la manumisión de su amadísima; es decir, su absoluta libertad 

Seguidamente, y “engrasando” cuanto tuvo que “engrasar” la máquina de la justicia romana, logró para ambos, Lavinia y él  mismo, la ciudadanía romana, con lo que, por fin, pudieron casarse los dos, conforme y según las leyes romanas… Vero, sin ser un “Creso”, (sinónimo, de siempre, de “muchimillonario”, por un rey de la Antigüedad, de tal nombre, del que se decía era el ser más rico del mundo) disponía de bastante más que un buen pasar… Sintió entonces la llamada de la sangre; la añoranza de aquellos valles que le vieron nacer y de los que le arrancaran hacía ya ni recordaba los años; en fin, que tomó a su esposa e hijos, y agarró el “trole” hacia sus ancestrales lares… Llegó a la aldea en que naciera, reconstruida tras de que los romanos la arruinaran y transformada en pueblo más que aldea, con sus seiscientos, setecientos habitantes, no los poco menos de doscientos de entonces 

Allí encontró familiares que ya casi ni recordaba, dos tíos, hermanos de su padre y su madre, primos, sobrinos, hijos de primo hermano… Ellos, sus familiares, apenas podían creerse que fuera él, pues le daban por muerto desde años ha… Se quedó entre ellos; adquirió tierras, ni muy grandes ni tampoco escasas, y vivió años y años, trabajando la tierra, su tierra, y feliz junto a su más que amada esposa y los hijos que ella, a lo largo de los años fue dándole… Y, colorín, colorado, esta historia ha acabado…

 

FIN DEL RELATO

 

NOTAS AL TEXTO

1. Permítaseme aquí una segunda “licencia” literaria, pues Tito, imperator romano del 79 al 82, nunca se casó… Murió solterito y sin compromiso, mire usted por dónde.

2. En efecto, los “prostitutos” en Roma abundaban cosa fina, tanto o más que las prostitutas, y lo mismo atendían a hombres como a mujeres…vamos, que los “andóbales” no hacían ascos “ni a la carne ni al pescado”… Y con notable éxito, además, hasta el punto de que las prostitutas llegaban a quejarse de que les quitaban la clientela masculina, pues el sexo oral estaría tremendamente mal visto y execrado, pero los “gachós” se morían por la “música”… También pasaba lo mismo con el sexo oral a las mujeres, el famoso “cunnilingus”, pero a las nenas, respecto a eso, les pasaba como a los tíos con las “fellatio”, que sentían debilidad por un buen “rebañado”… En Pompeya se han encontrado frescos que muestran a un hombre haciéndole un “trabajito” a una “nena”, que para ella se quedó

3. Verídico; eso del pulgar hacia arriba, como símbolo de vida, es falso… La vida al vencido se le concedía así, alzando ambos brazos al cielo el editor de los juegos, su máxima autoridad, realmente. También es un mito que el  césar siempre presidiera los juegos; esto, realmente, no era así, aunque también era una verdad práctica, ya que los césares pasaron a ser los grandes “sponsor” de los juegos, como ahora se dice; legalmente, cualquier persona podía patrocinarlos, ofrecerlos al pueblo en general, pero en la práctica, en Roma al menos, podría decirse que lo normal era que fuera el césar de turno quien “editara”, organizara y costeara los “ludi”

1. Hollywood nos tiene muy acostumbrados a otra falsedad sobre los “juegos”, los “ludi”: Ese famoso saludo al César: “Ave Caesar; morituri te salutant”; “Salve, César; los que van a morir te aludan”… Eso es falso, ese saludo no existía; realmente, pasaba lo que relato: Los gladiadores salían a la arena, y saludaban al público, alzando sus brazos exhibiendo, orgullosos, sus armas; exhibiéndose ellos mismos ante el público… Era, también, una forma de atraerse el favor popular, para por si acaso, las cosas luego no rodaban todo lo bien que quisieran, pues en caso de derrota, mejor tener al público de tu parte que en contra. Pero en esa leyenda una parte de verdad también la hay. Suetonio, en su “Vida de los Doce Césares”, narrando la de Claudio dice que éste patrocinó, organizó una “naumaquia”, un simulacro de batalla naval sobre un lago, por cierto, más lejano que cercano a Roma, pues la Ciudad Eterna está, casi, sobre el Tirreno, en tanto que este lago, no recuerdo su nombre ahora, estaba, está aún hoy día, hacia el Adriático; es decir, en dirección opuesta y a algún ciento de kilómetros. Pues bien, en esa “naumaquia” los tripulantes, los hombres que tendrían que combatir sobre los barcos, las trirremes, eran criminales, condenados a muerte cuya pena se conmutó por esto, combatir para diversión de la gente; y fueron éstos condenados a muerte los que dijeron la famosa fórmula, sólo que diciendo “Salve, Imperator”, y no “Salve, Caesar”… Suetonio añade que Claudio, por lo bajinis, respondió: “Aut non”, “O no”, dando a entender que no todos morirían, que alguno sobreviviría a la batalla… Esta anécdota también es citada por los historiadores romanos Tito Livio, Dión Casio y Tácito, posteriores a Suetonio, lo que parece indicar que “beben” en Suetonio; que estos historiadores incidan en citar la anécdota indica que tal cosa no era  normal, que fue una rareza que, habitualmente, no se daba

4. El anfiteatro tenía una capacidad para 55.000 espectadores…¡sentados! El acceso, por ochenta puertas, los arcos del piso bajo, y un sistema la mar de sofisticado de pasillos y escaleras, llevaba al  espectador, casi directamente, al asiento, reservado; este sistema era tan perfecto, que, ante una emergencia, por ejemplo, incendio, podría desalojarse el edificio en sólo quince minutos, sin “tapones”, tumultos y tal; Imaginemos, pues, la anchura de tales corredores y escaleras… Podían aprender los actuales arquitectos de estadios y demás… La “arena”, era, realmente, una estructura de madera, recubierta de tierra, arena, bajo la cual se hundía un subterráneo de ocho metro de profundidad, con pasillos, salas de gladiadores, jaulas de los animales y mazmorras de los prisioneros, los condenados que debían morir en la arena. Un sistema de elevadores, ascensores, digamos, a base de maromas y poleas, subía a la superficie a animales, gladiadores, condenados… En este foso se formaban escenarios que podían ser sumamente complicados, pues era normal reproducir escenas naturales de los ambientes donde los animales, en verdad vivían, bosque, desiertos, sabanas o praderas africanas, asiáticas y europeas, con árboles, matorrales, plantas autóctonas de cada sitio, plantadas en lechos de tierra adecuada; hasta ríos y lagos de agua, corriente en los ríos. Las gradas se repartían en varios pisos, seis en total: Las localidades más bajas, reservadas a las clases más altas, y las altas a las más deprimidas. Junto a la arena, las tribunas del emperador, la clase senatorial y magistrados romanos, sacerdotes y vestales; seguidamente, los aristócratas que no pertenecían al senado, y luego, los plebeyos; debajo, los adinerados y por finales, los pobres, llenando “hasta la bandera”, en lo más alto. Hasta podía extenderse un toldo que diera sombra a todos los espectadores, el “velarium”, a base de la misma lona que integraba las velas de los buques; un  sistema de jarcias, cuerdas, y poleas, accionado por marineros de la flota romana, accionaba el conjunto. La entrada era totalmente gratuita, aunque se usaban billetes, tickets, numerados con la puerta de acceso por la que debían entrar, las escaleras y corredores que debían seguir y el asiento correspondiente, que se expendían a quién los pidiera en lugares determinados, según la clase de localidad, patricios y plebeyos adinerados por un lado, plebeyos pobres, extranjeros y esclavos por otro/otros, pues los “ludi” estaban abiertos a toda persona que vivía en Roma, sea quien fuera, y fura lo que fuera, esclavos incluso; claro, éstos, entre lo más tirado de la plebe

5. Eso que vemos en las “pelis de romanos”, los cristianos arrojados a las fieras del circo, no era una forma especialmente cruel de tratarlos, sino, sencillamente, la aplicación de una forma legal de ejecutar la pena de muerte. Como es natural, a esto no eran condenados los ciudadanos romanos, ni siquiera lo más bajo de la sociedad romana, los plebeyos más pobres; esos desgraciados eran, invariablemente, esclavos o extranjeros…

1. Los juegos, o “ludi”, empezaban temprano, entre  las siete y las ocho de la mañana, prolongándose hasta las seis de la tarde, con un descanso de unas dos horas, hacia el mediodía, entre las once y las doce de la mañana; pero con una salvedad: hablamos de horario solar, no del actual, adelantado en una hora en invierno y dos en verano, de modo que, según el actual horario, comenzaban sobre las nueve-diez de la mañana, acabando hacia las ocho de la tarde. Y el interés no estaba sólo en los espectáculos, sino también en la comida que se distribuía a lo largo de todo el tiempo que duraban los “ludi”, en especial durante ese descanso del mediodía; era cuando ese plebeyo que carecía hasta de lo más imprescindible, podía comer hasta hartarse, hasta vomitar incluso. Y de las exquisiteces más exóticas que podamos imaginar, platos sólo al alcance del César y verdaderos “millonetis”. Una de las “delicatesen” más apreciada, era la lengua de aves exóticas, loros, papagayos, flamencos, aderezados en salsas agridulces; también abundaban los pavos reales, los faisanes… Y la carne en general, no sólo de cerdo, la más común, sino, especialmente, de vacuno, y animales exóticos, africanos y asiáticos, gacelas y otros antílopes; y vino en cantidades industriales, e hidromiel… Este, el hidromiel se servía frío, enfriado en nieve traída desde los Alpes, y conservada, no me preguntéis cómo, porque no lo sé, pero así era… Y dulces muy, pero que muy variados… Y todo, absolutamente gratis, costeado por el editor u organizador de los “ludi” que, desde Augusto, solía ser el propio Imperator…

2. Los desembolsos que unos “ludi” representaban para un “editor” eran inmensos; todo el presupuesto anual de clubes de fútbol como el Real Madrid, se quedaría muy, pero que muy corto, ante lo que unos “ludi” podían costar. Como decía antes, son propios de la época llamada imperial, a partir de Julio César y, mayormente, de Augusto, aunque su mayor esplendor es ya de las épocas de Claudio y, sobre todo, de Nerón. Era el mecanismo usado por los césares para tener a la plebe adormecida, insensible a sus muchos problemas, la propia subsistencia, el hambre viva, para empezar. Así, mantenían tranquila y contenta a esa masa, evitando las sublevaciones que, durante la República, abundaron.

6. Esta etapa de la vida de un gladiador, cuando comenzaba a hacer sus primeras armas en Roma, la capital del Imperium, era la más peligrosa, pues la mayoría de las muertes en la arena, por fatal decisión del público, se producían entonces… Durante esta etapa, el gladiador, al menos en Roma, todavía es un desconocido, un “Don Nadie”, que a nadie le importa… Y su vida, menos todavía… Por otra parte, esa misma manera de pelear, no en un “todos contra todos”, pues los combates individuales se reglamentaban entre parejas, con un árbitro para cada una, pero sí en mogollón, hacía que, del todo, no se apreciaran los pormenores de los combates individuales, si la gente peleaba bien o mal… La vida del derrotado, en esta etapa, no sólo dependía de él mismo, de su ardor combativo, como después, superada esta etapa y afianzado en la mente del espectador con nombre propio, pasaría, sino, en gran medida del azar…del “talante” del espectador… Hasta de lo aburrido que estuviera, si lo que veía no le interesaba demasiado… Entonces, una decisión fatal para un vencido, era más que probable… El capricho del momento, del espectador…

7. Áureo; moneda de oro, la de más valor entre las romanas; equivalía a 25 denarios de plata

 

NOTA DEL AUTOR

Vero y Prisco, realmente existieron; fueron, en verdad, gladiadores que, sin duda, en esos años, setenta y muchos, ochenta, debieron ser sumamente famosos, pues ese combate que relato, el que pone fin al primer día de los “ludi” inaugurales del Anfiteatro Flavio, es verídico, ocurrió de verdad; tenemos noticias de él por el relato que de esos “ludi” hizo el poeta Marco Valerio Marcial, que describe así el final de ese combate: "Mientras que Prisco y Vero alargaban el enfrentamiento/ Y por largo tiempo la lucha fue igualada en ambos lados,/Altos y repetidos gritos reclamaban la libertad para los hombres./ Pero César siguió su propia ley;/Era la ley de luchar con el escudo hasta que un dedo se alzase/ Hizo lo que le estaba permitido, a menudo dio comidas y regalos./Pero se llegó al final con la misma igualdad/ Iguales al luchar, iguales al ceder./ César envió espadas de madera a ambos y palmas a ambos/ Por tanto, el coraje y la habilidad recibieron su premio./ Esto no tuvo lugar ante ningún príncipe salvo tú, César:/ Cuando dos lucharon, ambos fueron victoriosos”

Nada más se sabe de esos dos hombres, esos dos gladiadores; a partir del relato de Marcial, se pierden, desaparecen de la Historia. Sobre estos dos hombres y ese mítico combate que mantuvieron, se ha hecho un documental, “Coliseo; el ruedo mortal de Roma”, que crea una historia imaginada de ambos hombres; basándose en investigaciones de historiadores y arqueólogos, a partir de lo que dicen enterramientos de gladiadores encontrados y analizados, las lápidas así mismo encontradas, que aportan muchos detalles de cómo vivían, cómo peleaban, cómo eran sus combates, este documental traza una historia idealizada de estos dos gladiadores, Vero y Prisco, en la que se trata  de recrear cómo era la vida real de tales combatientes  

Basándome en este video, pergeñé el relato, añadiéndole los personajes de Lavinia y Marcia, para darle un toque romántico a la historia; el personaje de Claudia, lo concebí para mostrar algo que también era absolutamente real: Esas damas romanas, de muy, muy, alto abolengo, que se volvían locas por estos hombres…estos “Súper-machos”, como también los defino… Es real, absolutamente real, que, incluso, llegaban a pagar sumas enormes por pasar una noche de lujuria con tales seres… Y si todavía apestaban al sudor del combate, a sangre, a muerte, mejor que mejor 

También, en este relato, he querido hacer un esbozo de aquella sociedad romana de la época imperial; un contraste social entre la riqueza, el lujo, más inimaginable, y la pobreza, la miseria, más inaudita; una miseria que crea una sociedad plebeya, marginal, de un bestialismo bastante más que inhumano… Es la incultura de la plebe llevada a potencias enésimas, que genera esos gustos por los espectáculos donde corre la sangre a raudales, sangre de animales, sangre humana… Eso, en la sociedad de la Roma republicana, hubiera sido imposible, pero en la Roma imperial fue inevitable, por las condiciones que los césares, los imperator, crean; una sociedad en la que los desheredados no tienen nada que hacer, no trabajan, porque no pueden trabajar, porque no hay trabajo al copar los esclavos todo puesto laboral… Eso, esa desocupación, es lo que hace al “proletarii” como es; eso es lo que lo bestializa hasta extirpar de él todo vestigio de humanidad; vive como un animal, porque no puede vivir de otra manera; porque sus necesidades básicas se reducen a las de un animal: comer, dormir, y “folgar con hembra placentera”, como decían los clásicos españoles del siglo XVII… A ese horizonte se reduce su vida…al de un animal salvaje.

(9,58)