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Historia de dos hermanos

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Aquella mañana Luis se había despertado con una resaca de campeonato que hacía que la cabeza amenazara con estallarle en mil pedazos. El cómo y el cuándo llegó a su casa y se acostó, era un insondable arcano para él, pues a partir de cierto momento de la monumental juerga nocturna su mente se había cerrado a cal y canto, anulada por el exceso de alcohol en sangre.

No es que Luis fuera excesivamente bebedor, que no lo era, pero de vez en cuando, pues ya se sabe: “Metidos en laberinto”… Pues eso, borrachera al canto, que de “uvas a peras” tampoco hace tanto daño…

La verdad es que ni malditas ganas de levantarse tenía, pero las “apreturas” de la vejiga empezaron a hacerse insoslayables, por lo que, finalmente, optó por levantarse y, más corriendo que deprisa, salió hacia el cuarto de baño.

“Desbebió” buena parte de lo “trasegado” la noche anterior pasando luego al lavabo; allí, metió la cabeza bajo el grifo y le dio “marcha” a la salida del agua, dejando que corriera abundantemente sobre cabeza, nuca y hasta un tanto sobre los hombros, tratando de acabar de despertarse, cosa que sólo logró a medias.

Luego se dirigió a la cocina a ver lo que por allí percanzaba; pasó por el salón, donde vio a su hermana Ana. Estaba más tirada que sentada en el sofá pequeño, el de dos plazas, con la espalda recostada en el respaldo, las piernas una en Coruña y la otra en Alicante, los ojos entrecerrados y el halo que su figura despedía se percibía por entero abotargado. Luis casi ni la miró; sencillamente, estaba ya en su particular y diario universo de pastillitas y alcohol… No tiene remedio, pensaba.

La relación entre ambos hermanos era más bien nula, pues si se dirigían la palabra era casi, casi por compromiso y de los monosílabos raramente pasaban: “Hola”, “adiós”... Cosas así. Salvo cuando Luis está en el baño y ella empieza a aporrear la puerta diciendo: “¿Sales de una puta vez del puto baño? ¡Que me estoy meando y me lo voy a hacer encima”… Sí, así de “amable” solía ser Ana con su hermano, aunque éste la correspondía también con “todo cariño”…

Así, cuando pasó frente a ella, a Luis sólo se le ocurrió pensar: “Y encima, tener que aguantar su cara de bruja” Ya en la cocina, Luis anduvo fisgando por el frigorífico, decantándose al fin por un vaso de leche bien fría y un antiácido efervescente, que calmaran el ardor de estómago que padecía, amén de una “tortilla” de analgésicos que no logró paliar el tremendo dolor de cabeza que le aquejaba. “Parece que tengo una orquesta militar en mi cabeza y, además, tengo que soportar a la bruja de mi hermana” pensaba

En esas estaba cuando su hermana Ana apareció en la puerta; se apoyó en la jamba y dijo

―Mamá llamó esta mañana. Que no volveré hoy a casa; que se queda por ahí.

Luis no respondió nada; simplemente, asintió con la cabeza y siguió con su vaso de leche. Ana frunció el entrecejo, rechinó los dientes y espetó con todo sarcasmo

―Gracias por avisarme o vete a la mierda. No sé, algo que dé a entender que me has oído, que te has enterado del mensaje…

―Vale; pues, vete a la mierda. Porque, ¿a qué tus quejas? Que yo recuerde, nuestras conversaciones son vocablos de pocas sílabas Te asentí con la cabeza, ¿no? Pues creo que es suficiente; a qué más…

Luis esperó la normal reacción de Ana ante su salida: Emprenderla a gritos. Patadas en el suelo o aporreando las paredes, para luego desaparecer y volver a su refugio de pastillas y alcohol, pero esta vez su hermana no hizo nada de eso.

―Tienes razón. Es inútil tratar de acercarnos. Nos criamos como lobos solitarios y como tales vivimos. No tuvimos padre y mamá siempre fue la gran ausente en casa Demasiado pretenciosa mi aspiración de que lleguemos a ser una familia “normal”…

Suspiró hondamente y a sus labios afloró una sonrisa que bastante más tenía de tristeza que de alegría, para continuar tras un momento de silencio

―No te preocupes Olvida cuanto te he dicho. Se ve que esta mañana me levanté demasiado susceptible…

¡Susceptible! Ese era un vocablo que jamás Luis asociaría con Ana. Se quedó casi sin habla. Verdad era que jamás entre ellos medió una conversación que superara las tres o cuatro palabras, y también era cierto que ahora le estaba costando un montón mantener esta inusitada charla

―¿Susceptible dices? No estarás embarazada, ¿verdad?

Majadería más grande que acabo de soltar, se dijo para sí Luis

―No Luis; no estoy embarazada… No es eso…

La voz de Ana sonaba plena de melancolía y se la notaba presa de una infinita añoranza… Luis se dijo que a esa Ana no la conocía, pero al instante se dijo que era un hipócrita, pues, ¿acaso conocía a su hermana? Y, tal vez por primera vez en su vida, de verdad se interesó por aquella desconocida que era su hermana Ana.

―Tú no estás bien Ana, ¿qué te pasa?

Luis, inseguro, se había acercado a su hermana y tomado entre las suyas una mano de ella

―Tú, yo, mamá… ¡Vaya trío! Desde siempre vivimos bajo el mismo techo, pero nunca hemos sido una familia. No sé qué me pasó. Me desperté pensando en eso. Tal vez lo soñara, o puede que sólo sea una fantasía que por unos momentos ocupó mi mente… No sé… Ya se me pasará; no me hagas caso…. A lo mejor, me dio hoy el día tonto…

La sonrisa amarga se acentuó en el rostro de la muchacha hasta convertirse en un verdadero rictus de dolor, en tanto sus dientes mordían el labio inferior, intentando retener el océano de lágrimas que, impetuosas, se agolpaban en los postigos de sus ojos…

―Perdona Ana; perdóname, por favor. Entiéndeme; nunca hemos mantenido una verdadera conversación. Sí, tienes razón. Nos educaron como genuinos lobos solitarios. Y sí, nunca fuimos una familia. Ya ves; cuando uno trata de acercarse, el otro se aleja; rechaza el acercamiento… 

Luis se detiene un momento en su discurso. Por primera vez en su vida, ante su hermana se siente vulnerable, inseguro. También por vez primera, en su mente se ciernen mil y un recuerdos que hasta entonces nunca permitió que afloraran a la superficie de su ser: Mil y una imágenes lejanas unas, menos lejanas otras. Y en todas, ellos dos, Ana y él, sin mirarse, sin hablarse, solos, siempre solos. E incomunicados entre ellos Sí; también eso era cierto, nunca formaros una familia. Fue imposible…

Su padre les abandonó antes de que Ana cumpliera sus tres añitos; y mejor así, pues mientras estuvo en casa sólo supo gritar, insultar y soltarle más de un guantazo y más de dos, pese a que por entonces Luis no contara con más de cuatro o cinco años. Sí; eso, los habituales golpes, era lo único que de su más primitiva infancia podía recordar. ¿Y su madre? Nunca, nunca fue tal cosa para ellos dos. Sencillamente, no tenía tiempo para ellos. Sólo para ella misma. Para ella y para sus “ligues”, con los que andaba de zorrería día sí, día también. Como hoy, como ese mismo día…

―Trataré de estar más cerca de ti en lo futuro Sí, tienes razón, nunca hemos sido una familia, pero ahora resulta que eso me hace falta, que lo necesito. Que te necesito a ti Ana… Pero no sé si sabré ser un hermano normal. pienso que tendré que habituarme a ello, aprender a ser tal cosa. ¿No lo ves normal Ana?

Esto lo dijo con el rostro húmedo por las lágrimas que acababan de brotar de sus ojos y una sensación interior de pérdida desconsolada atenazándole el pecho hasta casi no dejarle respirar. A su vez, la faz de Ana varió de inmediato, abriéndose en más que abierta sonrisa que dejaba al descubierto mil y un dientes que todo lo iluminaron.

―Siempre esperé que me dijeras esto…

Ana respiró fuerte, profundamente, mientras su voz y su cuerpo temblaban como hoja azotada por el viento

―Oírte decir eso me hace feliz, Luis; me llena de gozo y alegría

Ana da uno, dos, tres pasos hacia Luis y quedan juntos, muy juntos, los dos hermanos. La voz de ella se hace tenue, leve, como una caricia

―¡Abrázame hermano! ¡Fuerte, muy fuerte!... ¡Por favor!

Y Luis la abraza; la abraza fuerte, empujándola hacia sí con sus dos manos puestas en la espalda de ella, en tanto también Ana le empuja a él hacia ella misma, con sus dos manos también presionando sobre la espalda de su hermano. Y sus cuerpos quedan casi fundidos en uno sólo. Luis nota cómo los senos de Ana se estrellan contra su pecho, sintiendo cómo los pezones, duros, firmes, chocan contra las tetillas masculinas. Luis siente en su cuello el cálido aliento de su hermana y en todo su ser el calor natural del cuerpo femenino y en su pituitaria el embriagador aroma a mujer que de ese cuerpo se desprende. Y nota el pubis de ella unirse a su propio pubis, los muslos de ella fundirse con los propios, las piernas de ella rozar las de él.

Y adivina, imaginándoselas, la redondez cual apetitosas manzanas de las nalgas, los glúteos de Ana. Por vez primera percibe a Ana como lo que también es, una mujer. Una verdadera mujer aún y a sus solos diecinueve años. Una mujer bella, casi escultural

Las miradas de ambos se funden en sus ojos, mirándose intensamente el uno al otro. Los cuerpos tiemblan, las respiraciones se intensifican y el corazón, las pulsaciones, se disparan en salvaje galopada. Jadea un tanto ella, jadea un tanto él. Las miradas siguen fijas, la de ella en los ojos de él, la de él en los ojos de ella. Luis se hunde, se sumerge, se despeña, en el abismo, negro e insondable, de los ojos de ella, aquellos bellísimos y negros ojos… Y hasta le parece que una música de violines le envuelve; incluso cree percibir las notas, melodía y letra de una vieja y más que sensible canción rusa: “Ochi Chornye, Ochi Strastnie, Ochi Zhguchie i prekrasnye”… “Ojos Negros, Ojos Apasionados, Ojos Ardientes, Hermosos”…

Los brazos de ambos toman vida y voluntad propia, independientemente de lo que la mente de cada uno dispone. Los de ella ascienden hasta el cuelo de él y allí se enroscan en prieto abrazo, en tanto los de él descienden hasta la cintura de ella y allí se ciñen en apretado lazo. Los ojos se siguen mirando, los cuerpos temblando y la respiración y latidos del corazón incrementándose segundo tras segundo… Y, tras los brazos, fueron los labios, las bocas de ambos los que se movieron por sí mismos, sin que la voluntad de sus dueños, realmente, interviniera…

Eran ellos, labios y bocas, bocas y labios, los únicos que tenían voluntad, quienes únicamente mandaban, hasta pensaban… Y así, se unieron en un beso largo, suave, tierno… Un beso que, inevitablemente, fue cobrando ardor, haciéndose más y más apasionado, hasta el punto que la simple fusión de labios no fue suficiente para lo que su pasión en segundos demandaba, de manera que ambas bocas se abrieron a la lengua del partenaire, lenguas que se trabaron, se enroscaron la una en la otra; se acariciaron lamiéndose entre sí…

Lenguas que acariciaron lamiendo, rebañando la cavidad bucal del otro, repasando dentaduras, encías, paladares, paredes interiores… Toda, toda boca respectiva fue así honrada por la lengua de cada uno.

A las caricias de lenguas y bocas pronto se unieron las manos, dirigidas automáticamente por la misma fuerza invencible que moviera las bocas, las lenguas… Las de Luis buscaron ansiosas, deseosas los senos de Ana, y las de ella la prominencia que se empezaba a mostrar en el pantalón de él, grande, dura, magníficamente majestuosa, acariciándola por encima del pantalón, manoseándola, aplastándola contra el pubis masculino, en tanto las del hombre acariciaban, manoseaban, estrujaban los senos de ella por encima de la blusa que los velaba a la vista de los mortales…

Entonces, entre suspiros y jadeos de placer, con voz apenas audible, Ana demandó a su hermano

―Desnúdame Luis, hermanito mío… Desnúdame

Y Luis no se hizo esperar. Con manos torpes, temblorosas, el muchacho fue desabrochando cada botón de la blusa o camisa que ella portaba, uno a uno, de arriba abajo, hasta que al pecho sólo le seguía ocultando el sujetador. Seguidamente, Luis echó hacia atrás la abierta blusa o camisa en tanto Ana echó también hacia atrás sus brazos, extendidos más o menos en paralelo, facilitando así la labor de Luis por librarla, librarle a él también, de tal prenda

Luego fue a la falda a la que le llegó el turno de ir a parar al santo suelo, pues seguidamente a despojarla de la prenda superior, las manos de Luis hicieron que la cremallera de la falda se deslizara hasta el fin de su recorrido, desabrochando a la vez el botón que aseguraba la cinturilla de la prenda a la cintura femenina. A continuación, el hermano empujó hacia abajo la falda, mientras ella cimbreaba cintura y caderas a fin de ayudar a que la prenda inferior salvara las redondeces de aquella zona, más o menos ventral, de la anatomía de la mujer, con lo que Ana sólo conservó sobre su cuerpo el sujetador y lo que resultó ser más tanga que breve braguita. Estando ya de tal guisa, Ana completó la operación “Desnudo Integral” despojándose ella misma de sostén y tanga-braguita, con lo que ante los ojos de Luis su hermana apareció tal y como su señora mamá la echara a este mundo de Dios, sólo que ahora algo más crecidita

Cuando Luis la vio así, enteramente desnuda, llevó sus manos a los senos de Ana, que acarició, manoseó y magreó, y tras las manos allá fueron labios y lengua masculinos, acariciando a su vez aquellos odres de divina ambrosía, besándolos, lamiéndolos, mordisqueándolos, a la vez que lo propio hacía con los enhiestos pezoncitos que coronaban, como aureolas de gloria, los pechos femeninos

A las caricias que su hermano le prodigaba, la hermanita respondió liberando el pecho del hombre tras desabrochar los botones de la chaqueta del pijama, con lo que hundió sus manos, sus dedos entre la pelambre del pecho masculino, besando, lamiendo, a su vez, pecho y tetillas del hombre

Así, el suave ronroneo femenino del principio, poco a poco, minuto a minuto, se fue trocando en murmullos de jadeos y los murmullos en abiertos jadeos; los jadeos en gritos y éstos en alaridos de puro placer, a cuyos efectos todo el cuerpo femenino se estremecía en alucinantes sacudidas… Entonces dijo

―Hazlo ya Luis… No esperes más…

Luis, al momento, captó el significado de aquella urgencia. La volvió a mirar y, a su vez, dijo

―¿Estás segura de querer hacerlo?

―Jamás en mi vida he estado más segura de algo

―¡Somos hermanos Ana!

―¿Y qué? ¿Acaso no somos también un hombre y una mujer, corrientes y molientes? Además, será la formalización del pacto de afecto entre tú y yo. O, ¿se te ocurre una forma mejor de afianzar nuestro cariño que ésta, amándonos hoy? Nuestro cariño, incluso de hermanos. Luis, hoy es hoy y mañana será mañana. Ya se verá cómo mañana, y pasado y al otro, y al otro, y cuantos días vengan después afrontaremos lo de hoy… Pero eso será luego, mañana y los demás días… Hoy seamos, simplemente, un hombre y una mujer que se desean

Y ahí se acabaron las dudas de Luis. Tomó en brazos a Ana y la llevó hasta la mesa adosada a la pared de la cocina, donde la depositó semi sentada sobre el mueble. Ana abrió sus piernas, sus muslos, casi que desmesuradamente, mostrando así a su hermano su más íntima femineidad; ante Luis aparecieron en todo su esplendor aquellos labios vaginales, enrojecidos y más gruesos de lo normal por efectos del enervamiento que entonces la dominaba, y brillantes… Muy, muy brillantes por los fluidos íntimos que encharcaban esa femineidad genuinamente íntima

Luis se desprendió del pantalón del pijama y su briosa masculinidad lució erecta al límite de las ansias por poseer a esa mujer joven y absolutamente deseable que para esos momentos era para él su hermana. La besó con delicadeza; se besaron los dos con mucho más cariño que erotismo, aunque ambos dos ardieran entonces en intensos deseos de pasión, de pasión sexual

Con mimo, Ana tomó en sus manos el miembro viril de Luis; le dirigió hasta que lo sintió en las mismas puertas de su gruta del placer, tras dejar atrás los labios que daban acceso a esa entrada, diciendo entonces

―Empuja Luis; empuja con toda tu alma, hermanito. Lléname de ti, por favor, por favor hermanito, por favor, Luis, mi hombre, mi macho hoy por hoy

Y Luis empujó con todas las veras de su alma Empujó una vez, y otra, y otra, y otra…“ad infinitum”… Empujó, primero para adelante, luego hacia atrás; adelante, atrás; adelante, atrás; adelante, atrás, en cadenciosa, interminable, sucesión de la casi ritual danza del sexo. Los alaridos, los aullidos de placer de Ana se sucedieron, ahora multiplicados en frecuencia e intensidad.

El primer espasmo de supremo gozo le llegó poco después de que Luis la penetrara, pues para ese momento cumbre ese primer orgasmo casi, casi, que se pergeñaba allá, en lo más profundo de su ser, y estalló incontenible a los pocos envites de su hermano… A ese primero le siguió, en corto plazo, un segundo y quién sabe si hasta un tercero antes del gran estallido final de aquel coito

Y si Ana prorrumpía en alaridos, Luis no le iba, precisamente, a la zaga, pues a los bufidos iniciales siguió un verdadero concierto de gritos guturales, inconexos e ininteligibles, típico producto del más fiero goce sexual hasta romper en auténticos aullidos de lobo en celo

Pero la palma se la llevaba ella, Ana. Estaba desatada, gritando a pleno pulmón

―¡Más hermanito! ¡Más, más! ¡Ag; ay, ay! ¡Dame, dame cariño mío! ¡Dale a tu hermanita, Luis, mi vida, mi macho! ¡Sí, mi macho! ¡Dios, cómo me haces disfrutar! ¡Eres! ¡Eres!... ¡Maravilloso, magnífico, grandioso! ¡Dame, dame Luis, dame! ¡Más, más, más fuerte, macho mío! ¡Ay, ay, más, más!...

Hasta entonces Ana había mantenido las piernas bien abiertas y en vilo, en el aire, pero al cabo de un rato las enlazó en torno a Luis, atenazándole por cintura y glúteos en prieto dogal que impulsaba el pubis masculino más y más contra el pubis de ella y hacía que la virilidad del hermano se hundiera más y más profundamente en su femineidad, hasta asentirla por entero al fondo de su vagina, golpeando cual martillo pilón el cuello de su matriz una y otra y otra vez.

Entonces sus sensaciones se tornaron casi contradictorias, pues lo que sentía era una mezcla de placer y dolor, es decir, un ligerísimo toque de masoquismo, pues esa sensación de dolor potenciaba a lo enésimo la sensación placentera. Así continuó todo hasta que, al fin, acentuó sus alaridos hasta niveles nunca antes escuchados, mientras prorrumpía

―¡Me vengo, me vengo Luis; me vengo! ¡Acabo; estoy acabando hermanito! ¿Lo notas cariño mío? ¡Dios, Dios mío, y qué venida! ¡Qué corrida más impresionante!... ¡Qué “polvazo” Dios mío; qué “polvazo”!

Ana se retorcía de placer, se sentía elevada al séptimo cielo de los placeres sensuales, pues en ella todo era eso en esos momentos, sensualidad pura y dura. Pero al propio tiempo notaba cómo en su interior el miembro de su hermano alcanzaba también las formas que anunciaban su llegada, su orgasmo, el gran orgasmo que a toda velocidad se avecinaba, lo que hizo que ella no cayera todavía en el “dolce far niente” que sucede a la llegada al cénit del placer sexual, de modo que sus caderas siguieron moviéndose adelante-atrás, adelante-atrás intercalados con movimientos circulares de su pelvis, buscando procurarle a Luis el mayor placer posible para así ayudarle a llegar al “nirvana” de la inminente gran “llegada”

―¡Vamos, vamos, machote mío, que eres mi toro semental, dame fuerte, fuerte, muy, muy fuerte! ¡Ag, ag, ag! ¡Disfruta de tu hembra machote mío! ¡Vente, vente conmigo! ¡Vamos, hermanito, vida mía, toro mío, vamos! ¡Empuja, empuja más, más! ¡Ag, ag, ay, ay! ¡Así, así, valiente! ¡Así Luis, así! ¡Ag, ag, ag!... ¡Qué!... ¡Qué grande eres Luisito, querido mío, hermanito mío!...

Y sí; también Luis alcanzó el paraíso de los mil y un placeres, de la mano, y lo que no es la mano, de su hermana, y por mor de sí mismo, que tampoco su personal contribución al magno evento fue manca. Quedaron ambos exhaustos; Luis sobre Ana y Ana sobre la mesa, con lo que en no mucho rato los riñones y cóccix o rabadilla del trasero o culito de Ana, empezaron a protestar por la forzada postura a que estuvieron sometidos durante todo el feliz evento sexual, lo que determinó que la pareja se trasladara a los dormitorios; primero al de ella, luego al de él, por aquello de que todos tenemos derecho a todo o, bien, lo de no dejar burra sin manta; y es que los “formulismos” del particular “Pacto de no Agresión” entre ambos hermanos se prolongaron durante el resto de la mañana más la tarde, hasta que, por fin, el sueño les rindió a los dos en la cama de Luis.

Por la mañana, fue Ana la primera en despertarse. Se vio a sí misma desnuda y su hermano, desnudo también, a su lado, durmiendo todavía. Saltó de la cama y corriendo fue a su cuarto, donde tomó una ligera bata-salto de cama y así, sin nada más debajo, se metió en el cuarto de baño. Allí se despojó de la bata, por lo que de nuevo quedó como llegara al mundo, y se miró en el espejo.

Con detenimiento buscó en su piel las huellas dejadas por el aquelarre sexual del día anterior, y se vio señalada por los dientes y los dedos de su hermano en el cuello, en los níveos y turgentes senos y el plano vientre de sus diecinueve años; en sus muslos… Toda ella aparecía señalada, bien por el arco dentario, bien por los fuertes dedos y manos de Luis. A la vista de ello, y al recuerdo de lo sucedido en la víspera se sintió arder…

Sí; arder; pero no de pasión erótica, sino, más bien, por las míticas llamas del Infierno de Satanás, el Rey de las Tinieblas; aunque tal cosa resultara más bien incongruente en personas como ella misma y su hermano, nacidos y crecidos en el ateísmo más militante. Pero eso no era todo, pues también se sentía sucia, hedionda. Sí, un ser inmundo, pervertido, antinatural UN SER INCESTUOSO….

Señor, ¡qué bajo había caído! El remordimiento la mataba y allí, sentada en la tapa del inodoro, lloró amargamente su flaqueza Al rato se levantó y se metió en la ducha, con agua bien caliente y refregándose con ganas, hasta enrojecerse la piel que parecía tenerla en carne viva. Así, buscaba limpiarse la mancha, la suciedad que sólo en su mente, en su alma existía. Y claro, lógico; las refriegas a que se sometía eso no podían limpiarlo, por lo que nunca se sentía lo bastante limpia.

Por fin cedió en las refregadas y salió de la ducha. Se secó a medias y, con la toalla cubriendo su más íntima desnudez, se dirigió a su cuarto, temiendo encontrarse de tal guisa con su hermano Luis. Pero hubo suerte y no apareció ante ella, con lo que ganó su habitación sin novedad. Allí se acabó de secar el cuerpo, a excepción del pelo, que dejó para después el hacerlo al secador, con lo que vestida con una de las batas que solía usar en casa, la que más le cubría por cierto, y con una toalla envolviéndole la cabeza, salió para la cocina, a preparar algo de desayuno para ella y para Luis.

Pero cuando llegó a la cocina se encontró con que él ya estaba allí, preparando además los desayunos de los dos: Cola Cao y “croissant” a la plancha para ella; café con leche y tostada con mantequilla para él. Luis levantó la cabeza cuando ella entró y saludó con un sencillo    

―Hola Ana, buenos días. ¿Descansaste bien?

―Ho…hola Luis… Bu…buenos días. Sí, muy bien. Gracias… ¿Y tú?

―Bien también… Gracias hermana…

Eso fue lo único que los hablaron entre ellos al encontrarse esa mañana, y poco más a lo largo de todo el día. Ana había enrojecido hasta la raíz del pelo tan pronto su hermano le dirigió la mirada, bajando al instante la suya, pues no era capaz de mirar de frente a su hermano Luis… Y así estuvo todo aquel día…

Pero no creamos que Luis anduvo tampoco tan despreocupado y dicharachero, que no fue así. También procuró cruzar con Ana las menos palabras posibles y tampoco fue capaz de dirigir demasiado directamente la vista hacia ella. En fin, que los dos adoptaron posturas similares uno respecto al otro: Hablarse bien poco y evadir las miradas directas; también evitaron, en lo posible, coincidir los dos juntos en la misma habitación…

Pero cuando se cruzaban, cuando cada uno pensaba que el otro ya no le veía, sí que se miraban… Con atención, con cariño; casi, casi que con añoranza. Sí, se había vuelto a romper la relación, la aproximación entre ellos, pero ahora todo era muy diferente de cómo antes fuera, pues la hostilidad de antes había cedido el paso a una especie de vergüenza mutua al sentirse uno frente al otro, vergüenza que les impedía tratarse con la fluidez, la confianza que, sin duda alguna, los dos deseaban.

¿Qué pasaba entre ellos? Sencillo: Que compartían los mismos remordimientos por lo sucedido aquel dichoso día, y digo dichoso tanto por lo feliz y placentera que para los dos fue aquella su primera relación de hombre y mujer, y que los dos para sí se negaban repetirla, como por el arrepentimiento que de eso ahora ambos compartían.

Y así continuaron los días, y tras los días las semanas. Sin acritudes, con miradas que incluso denotaban cariño y hasta una cierta complicidad en algo indefinible, pero que les unía más allá de todas las cosas. Cada uno de ellos se decía para sí mismo: “Al menos, logramos ser hermanos, a pesar de todo” Y con eso se conformaban, con haber recuperado al hermano, a la hermana. Sí, al menos eso lo habían logrado.

Pero las cosas, los traumas fueron a más, y al cabo de una, dos, tal vez tres semanas, el insomnio vino a unirse a la tortura de verse, desearse por ser conscientes de amar al hermano/hermana como lo que también eran, mujer y hombre, hombre y mujer, normales y corrientes. Pero es que era eso, esa consciencia de ser, cada uno y por separado, víctima de un amor imposible por prohibido y tal vez malsano, lo que les sumía en ese estado traumático que les dominaba. Porque cada uno de ellos era ignorante de que el otro compartía ese mismo amor, ese mismo deseo

Una de aquellas noches de insomnio pertinaz, agravado por el calor, pues corría ya la segunda quincena de Julio en este Madrid, que en invierno es una nevera y en verano un infierno de calor, Luis no aguantó más y se levantó. Fue a la cocina y se sirvió un buen vaso de agua, escanciado de las botellas que, frías por demás, el frigorífico guardaba. Encendió el ventilador de techo y se sentó a la mesa de la cocina; sí, esa misma mesa donde se iniciaran los transportes amorosos del día de marras.

Pensó entonces que qué bien le vendría ahora alguna de aquellas famosas pastillitas que en tiempos fueran refugio de sinsabores para su hermana Ana. Hasta pensó ir a su cuarto y pedirle alguna; o algunas…las suficientes para hacerse una tortilla de ellas… Pero no, eso era una locura y al momento lo desechó. ¡Aparecer así, por las buenas, en el cuarto de ella!... ¡Y a esas horas!... Verdaderamente, demencial… Pero el pensamiento siguió ocupado por la idea, en especial eso de aparecer en el cuarto de Ana… ¿Cómo reaccionaría ella al verle allí, junto a su cama, a esas horas y… casi, casi que en calzoncillos, pues el corto calzón del pijama, no era mucho más que el bóxer normalmente utilizado por él… Y con el pecho al aire, sin la chaqueta de pijama ni camiseta que valiera… ”¡Dios mío, qué locura se está apoderando de mí!... ¡Me estoy convirtiendo en un animal, en un ser infrahumano!”

Desechó, un sí es, un no es, tales pensamientos, a cambio de venirle a la mente el otro “refugio” al que no tan atrás recurriera su hermana casi más que asiduamente, el alcohol, y eso no lo encontró tan absurdo, tan irracional, tan bestial… Sí, no estaría nada mal agarrar una buena “tranca”… Así, al menos esa noche dormiría y mañana, Dios diría…

Dicho y hecho. Salió de la cocina y pasó al salón, ganando la vitrina donde se guardaban las botellas de licor. Abrió la vitrina y titubeó un momento entre el whisky y el coñac, brandy que ahora se dice, para acabar decantándose por este último. Volvió a la cocina y, tomando del mueble vajillero un vaso de agua, de esos cilíndricos, de ancha boca y altura mediana, lo llenó de licor hasta más allá de la mitad; es decir, algo más de dos copas normales de coñac.

De dos, como mucho tres sorbos casi seguidos vació el vaso y se puso a llenarlo de nuevo. Entonces, cuando apuraba el vaso y procedía a rellenarlo, entró Ana en la cocina. Venía descalza y con una de esas batas tipo salto de cama que sólo le llegaba, más o menos, a medio muslo, pero que del camisón cuyos tirantes se veían a través del desabrochado en dos botones cuello de la bata, no se veía nada más en absoluto, lo que evidenciaba que de “picardías” no pasaría el tal camisoncito… “Seguro que apenas si le tapa el culito”, se dijo para sí Luis al verla. Ella avanzó hasta la mesa donde él se sentaba, sentándose a su vez en una silla que al efecto tomó

―“Eso” no soluciona nada, Luis; lo sé muy bien… No seas tonto y “devuelve el acero a su vaina”…

Luis la miró casi impertérrito y, casi ostentosamente, se llevó el vaso a los labios y trasegó un largo trago de licor, chasqueando después la lengua, para más “INRI” de su hermana

―Vale Luis; haz lo que quieras… ¿Qué te pasa Luis, hermanito?... ¿No puedes dormir?

Luis asintió con la cabeza

―Por el calor ¿no?…. O… ¿Por algo más tal vez?

Luis no respondió. En lugar de hacerlo, volvió a tomar el vaso y se metió entre pecho y espalda más de la mitad de lo que quedaba en el vaso, con lo que éste quedó en las últimas de contenido

―¿Hace mucho que te pasa? Que no puedes dormir quiero decir…

Luis prosiguió empeñado en su mutismo

―¿Sabes? Hace algún tiempo que también a mí me pasa; que tampoco puedo dormir por la noche…

Esta vez fueron los dos quienes se mantuvieron en silencio. La vista de Ana bajó hasta el bóxer de Luis y el bulto que allí se erguía, formando algo así como una tienda de campaña, en absoluto le pasó desapercibido. Sonrió alegre, casi pícara y traviesa para decir

―¿Recuerdas Luis? Fue aquí donde todo empezó todo aquél día… Sobre esta mesa. ¿Te acuerdas? Fue hermoso. Delicioso. Fuimos felices los dos. ¿Verdad hermanito?...

Luis seguía en silencio, la vista baja, sin atreverse a levantarla, a mirar de frente a su hermana, pues tenía miedo; mucho miedo de lo que en aquellos tan amados ojos pudiera ver. Tal vez amor, cariño, pasión, tal y como en sus ojos ella podría observar. Pero también, y eso es lo que más que temerle le aterrorizaba, burla, mofa ante su locura…

―Me deseas, ¿verdad? Estás loco por “hacérelo”… ¿A que sí Luis?

El pobre muchacho entonces ya sí que no supo qué hacer, dónde meterse, dónde esconderse de ella Y su cabeza se hundió más y más, al tiempo que sus manos subían para tapar una cara que estallaba de tanta vergüenza, de tanto recriminarse a sí mismo esa locura infernal por su hermana; por una mujer que, más para él que para cualquier otro ser del Universo, debía ser más que sagrada

―Sí, Luis; está más que claro que te mueres por hacerme otra vez tuya. Como aquel día. Sí, así es; no hay duda. Pero quisiera saber una cosa. Que me aclararas algo que me martiriza. ¿Cómo me deseas? ¿Cómo macho humano a la hembra humana que tiene más a mano? O, ¿Cómo un hombre que ama a una mujer y por eso la desea? ¿A esa mujer sólo y en particular, porque con su amor, su cariño de hombre la ha distinguido de entre todas las demás hembras humanas? ¿Cómo Luis, cómo me deseas tú?...

Ahora, al escuchar aquellas palabras de Ana, Luis sí que alzó la cabeza, la vista y con ella abarcó por entero a su hermana. Y entonces la vio arrebolada, anhelante, ansiosa de su respuesta, y supo que allí no habían burlas ni befas; supo que allí, en los ojos y el semblante de Ana, sólo había amor, mucho, mucho amor; mucho, muchísimo cariño. Sí, amor y cariño de hermana pero, también y hasta le pareció que ante todo, amor y cariño de una mujer hacia el hombre amado

―Perdona si te ofendo con ello, Ana, mi hermanita querida, pero me enamoré de ti, y por eso te deseo; por eso ando loco por hacerte el amor, por hacerte mía. Mía y de nadie más. Mía hoy, mía mañana, mía siempre, mientras en mí aliente la vida. Vivir contigo, siempre contigo, es lo único que deseo en esta vida; lo único que daría sentido a mi vida. La única forma en que entiendo la vida. Junto a ti, contigo, viviré mientras Dios, la Naturaleza o lo que sea, lo consientan; sin ti, ni un segundo deseo vivir, pues la vida no tendría sentido para mí. Te amo, te quiero querida mía

―Estaba segura de que era así, pero a veces dudaba de ti. Las dudas son mortales, cariño mío, y tenía que despejarlas. Ahora tú me las acabas de anular, confirmándome lo que yo pensaba y, más que pensar, deseaba. Porque yo te quiero a ti como tú me quieres a mí: Infinitamente como la hermana tuya que soy, pero adorándote, muriéndome por ti, por tus besos, tus caricias, todo tú, como la mujer que también soy.

A todo esto, Ana se había levantado de la silla e iba al encuentro de Luis, que a su vez, también se había puesto en pie y avanzaba hacia ella. Se encontraron al fin, se juntaron por fin; y se abrazaron, se besaron, se acariciaron mutuamente. Con ternura sin fin, con mucho, muchísimo cariño, muchísimo amor, pero casi nada de erotismo, de sexualidad. Al menos de momento; pero todo llega en uno u otro momento, y el erotismo, la sexualidad entre ellos también llegó, cuando los besos dulces, tiernos, se fueron, poco a poco, trocando en caricias llenas de pasión, plenas del deseo sexual que al amor le es intrínseco como manera y medio de expresarlo de forma material. Entonces fueron los morreos inacabables y las sempiternas, amén de mutuas, comidas de boca. Como también entonces fueron los despojamientos de ropa, la desnudez de los cuerpos cuando Luis desabrochó y arrebató a Ana la bata-salto de cama que portaba, a lo que ella respondió, primero, despojándose ella misma del sucinto camisoncito que, efectivamente, era un muy tenue “picardías” que apenas cubría la parte alta de las redondeadas y divinas nalgas femeninas. Se deshizo de él deslizando primero los tirantes a través de sus brazos para luego dejar que, por su propio peso, cayera suave, ligeramente, a través de sus caderas y piernas hasta quedar en el suelo de la cocina. En segundo lugar, dando con el bóxer de su hermano en el duro suelo

Luis se apoderó de los desnudos senos de su hermana, manoseándolos, estrujándolos en primigenias caricias, para luego besarlos, lamerlos, chuparlos, sin olvidar atender debidamente los pezoncitos, succiones y mordisqueos incluidos. Ana, por su parte, hizo suya la más que erecta virilidad de él. “Qué hermosura de “cosita” tiene mi tierno hermano” musitó Ana casi entre dientes, mientras la accionarla de arriba abajo, una y otra vez, en una masturbación que, respecto a la anterior vez, fue algo enteramente nuevo

El tiempo pasaba sin que ellos dos lo pudieran notar, y con el paso de los minutos, lo que primero fue ronroneo de gata por parte de Ana fue convirtiéndose, en principio, en gemidos que progresivamente se tornaban en jadeos más que ruidosos para terminar en grititos más o menos agudos de puro placer. Incluso Luis juraría que entonces fue cuando disfrutó del primer orgasmo de aquella noche. Y algo así debió suceder pues el tremendo enervamiento de la mujer en un determinado momento, así lo evidenciaba, cuando ella apuró el abrazo de sus brazos en torno al cuello de él, hasta ceñirse de tal modo al ser que es su hermano que parecieran fundirse ambos cuerpos en uno solo, mientras decía trémula

―¡Te amo, Luis, te amo! ¡Te quiero inmensamente hermanito mío!

Luis estaba en la Gloria, y escuchar eso de su hermana le llevó a las más altas cimas de la felicidad; la felicidad y dulzura del amor más sincero, más completo, entre un hombre y una mujer. Y, es que es difícil explicar a lo que puede llegar la relación hombre-mujer entre dos hermanos, cuando esa relación de verdad se asienta y es capaz de enfrentarse a todo y a todos; cuando todo entre ellos pierde valor, quedando sólo,  únicamente, el valor de su relación conyugal, perenne a través del tiempo. Porque, en tal caso, no hay un amor más firme que el que a esas parejas une, pues el cariño de pareja se refuerza y alimenta con el cariño fraternal, a la par que éste se alimenta y refuerza en el amor conyugal de la pareja.

Así, llegó el momento en que Ana no pudo aguantar más los deseos de que su hombre, su hermano-marido, volviera a hacerla mujer. Tomó con su mano derecha la izquierda de Luis y, tirando de él, se llego junto a la mesa y de un salto se montó encima; abrió las piernas con desmesura, tal y como la primera vez hiciera, y tiró hacia sí misma de su hermano, tomando entre sus manos la erecta masculinidad de Luis, fue a dirigirla hacia sus interioridades de mujer.

Pero entonces su hermano la defraudó, más que un tanto, un bastante, pues la rehuyó, se separó de ella y del suelo recogió las ropas por allí desperdigadas, la bata y camisón de ella y el bóxer de él. Con las prendas en la mano, volvió junto a su hermana, le puso la ropa en las manos, diciendo

―Llévalo tú

Luego pasó uno de sus brazos por la parte alta de la espalda de ella y el otro por el final de los muslos femeninos, allá por donde éstos empiezan a soldarse con la rótula de la rodilla, para de inmediato alzarla en vilo, acunada entre sus brazos. Ella, al ser alzada, se desequilibró un pelín, por lo que buscó la seguridad un tanto perdida, anudándose al cuello masculino con sus brazos. Entonces Ana rompió a reír mientras decía

―Pero, ¿se puede saber a dónde me llevas?

―A tu habitación. ¿No recuerdas cómo la otra vez te dejó el culito, y lo que no es el culito la dichosa mesa? Pues no estoy dispuesto a que a mi mujercita le vuelva a pasar lo mismo…

―¿Sabías que eres un sol, hermanito y maridito mío?

―Bah; favor que tú me haces…

Ahora fueron los dos los que rieron, no Ana sola. Así, llegaron a la habitación y, tan pronto entraron, Ana lanzó a un lado las prendas que llevaba en la mano en tanto Luis les acercaba a los dos junto a la cama. Entonces, sin soltarla, Luis se las ingenió para encaramarse a lo alto del lecho, quedando allí de rodillas, y sólo en ese momento procedió a dejar a su hermana sobre las sábanas con toda delicadeza.

A Ana ni le dio tiempo a abrir sus muslos al “ariete” de su hermano pues éste, al tiempo que le depositaba en la cama, estaba ya encima de ella y procedía a despatarrarla él mismo. Con suavidad, tomó en sus manos la derecha de Ana que llevó hasta su miembro viril

―Anda hermanita, que sabemos lo que es necesidad, métetela tú misma, que sé que te gusta hacerlo así

―Lo que te decía hermanito, eres un sol

Sí, eso le gustaba a ella; llevarse hasta la entrada de sus femeninas interioridades el miembro viril de su hermano. Pero aquella noche fue a más, pues cuando su mano hizo que ese miembro pasara a través de sus labios vaginales, accediendo así a la entrada de la vagina, no se quedó ahí, como hasta entonces solía hacer, sino que con la espalda arqueada y apoyándose en pies y coxis firmemente asentados sobre la cama, sus caderas empujaron vigorosamente el pubis lanzándolo hacia adelante hasta lograr por sí misma que la virilidad de Luis se le hundiera profundamente en su genuinamente interior de mujer.

Entonces, con voz queda aunque cargada con toda la carga sensual que en esos momentos la embargaba, susurró al oído de Luis

―Muévete hermanito. Disfruta de mí; disfruta de tu hembra, de tu mujer, vida mía. Y hazme disfrutar a mí de ti, querido mío…

Luis no lo dudó ni un segundo y empezó a moverse dentro de ella. Con suavidad, con mimo, con ternura…

―Cariño mío, que no soy de cristal frágil y no me voy a romper. Dame más vivo, más fuerte; ponte brutote, animalote. Así, cielo mío. ¡Ag, ag, ay, ay! Así mi vida, así. ¡Ag, ag! ¡Mmmm!... ¡Qué gusto, hermanito; qué…qué gusto que me das! ¡Te quiero hermano; te quiero mi amor! ¡Qué feliz me haces, amor mío! ¿Disfrutas tú querido mío? ¿Disfrutas tanto como yo? ¡Ay, ay, ay! ¿Te hago yo feliz a ti? ¿Soy suficiente mujer, suficiente hembra para ti, querido mío, amor mío, vida mía?

―¡Eres, eres divina Ana, hermanita, hermanita mía! ¡Fabulosa, maravillosa! ¡Eres lo máximo a que hombre alguno pueda aspirar!

―¿De verdad? No me engañes hermanito; dime la verdad, no me engañes

―De verdad mi vida, no te engaño. Eres la mujer más mujer del Universo

Los dos siguieron disfrutando. A los no muchos envites de su hermano, Ana disfrutó del primer orgasmo que su hermano y marido le ofrendó aquella noche, y a ese primero le siguió en no muchos minutos un segundo, hasta que, totalmente enardecido, berreando como un ciervo campeón en ni se sabe cuántas berreas, bufando como un búfalo en celo para por finales rugir cual león llamando a su hembra, Luis prorrumpió en aullidos más que alaridos

―¡Me vengo Ana, me vengo! ¡Brrrr! ¡Brrrrrr! ¡BRRRRR! ¡AY, AY, AY! ¡YA, YA! ¡YA ESTOY AQUÍ! ¡ME CORRO ANA! ¡ME ETOY CORRIENDO, ANA MI AMOR! ¡DIOS MÍO, DIOS MÍO, QUÉ VENIDA, QUÉ ACABADA SEÑOR, QUÉ CORRIDA TAN TREMENDA!

Sí; Luis descargaba y descargaba en Ana la carga de gametos que sus glándulas sexuales elaboraban sin cesar, rugiendo cual león cubriendo a su hembra, en tanto Ana aullaba de placer al tiempo que, con voz trémula, entrecortada por el tremendo enervamiento que la dominaba, decía a su hermano

―¡Sí Luis, cariño mío! ¡Vente, acaba; acaba así, dentro de mí! ¡Hay Dios, y qué goce más excelso que me das, hermanito, amor mío vida mía! ¡Vente dentro de mí, conmigo mi amor!... ¡Me vengo hermanito; me vengo yo también, contigo! ¡Ag, ag, ag! ¡Qué gusto, Luis; qué placer más inmenso! ¡Te noto, te siento! ¡Siento tu venida, siento cómo me inundas, cómo golpean en mi interior tus chorros de vida! ¡Y siento mi propia venida, mi orgasmo divino! ¡Los siento mezclarse; los siento Luis, los siento! ¡Siento cómo se mezclan dentro de mí tus fluidos y los míos; tu venida y la mía; tu orgasmo y el mío! ¡Juntos los dos, como nosotros, como tú y yo, juntos, unidos para siempre maridito mío! ¡Ay, ay, ay! ¡Dios; Dios mío; qué, qué gusto más inmenso! ¡Me…me muero Luis…me muero de gusto, ag, ag, ag, ay, ay, me muero Luis, hermanito mío, maridito mío, me muero de gusto! ¡Sigue mi amor, sigue! ¡No pares, no pares Luis, vida mía! ¡Sigue, sigue valiente, aguanta, aguanta mi amor, querido mío, macho mío TOOROOO MIIOOOO! ¡Aguanta, aguanta, que me viene otra vez; me viene, me vengo otra vez! ¡Ay, ay, ay! ¡Me cuesta, me cuesta trabajo; no acabo, no acabo del todo, vida mía! ¡Ayúdame Luis, ayúdame hermanito mío ¡Ayuda! ¡Ag, ag, ag…ay, ay, ay! Ayuda a tu hermanita que no puede ella sola! ¡Aguanta, hermanito, aguanta! ¡Más hermanito, más; más fuerte, más, más, más rápido mi amor, más, más rápido! ¡Ay, ay, ay, ag, ag! ¡Así, así mi vida, así; así mi héroe! ¡Qué grande eres hermanito, qué grande! ¡Ag, ag, ag! ¡Qué gusto, Luis, qué gusto más inmenso, mi amor, hermanito Es...Es…INENARRABLE! ¡ME COOORROOOOO LUIIIS; ME COOORROOOO ES MARAVILLOOOOSOOOO…

―¡SÍ HERMANITA, VENTE, CÓRRETE, AG, AG, AG COORRREEETTTEEEE COOONNNMMMIIIIGGGOOOOOOO! ¡MEEE COOORRROOOO OOOTRRAAA VEEEZZZ, HERMAAANAAAA, HEEERRRMMMAAANNIIIITTTAAAAAAA! ¡AY, AY, AY! ¡ACABO ANA, HERMANITA MÍA, CARIÑO MÍO, MUJERCITA MÍA! ¡ACABO, YAAA, YAAA AACAAABOOOO! Aaayy! ¡Aaayy! !Aaayy!

Al fin acabaron los dos juntos. El milagro se produjo en esa especie de traca final del monumental incendio de sexos: Ni se sabe cuántos orgasmos encadenados, uno tras otro, le sobrevinieron a Ana tras el que parecía postrero y Luis no podía distinguir si fueron dos, tres o, incluso más, las veces que eyaculó dentro de su hermana sin solución de continuidad. Increíble; increíble en verdad le parecía No; no, en modo alguno aquello podía ser cierto Eso, le parecía imposible…

Pero no lo había soñado, que había sido cierto, real ¡Tres; por lo menos tres orgasmos, tres eyaculaciones, consecutivas!… Jamás, jamás en su vida aquello había sucedido; ni siquiera dos así, seguidas, sin intervalo alguno entre ellas, había logrado nunca; ni nunca más las volvería a lograr… De eso estaba bien seguro…

Miró a su hermana, derrengada, como él mismo, a su lado. Sí; no le cabía duda: Ella, y nadie más, había sido la hacedora del milagro. Su ardorosa pasión; su volcánica entrega a ese amor pasional. A él mismo. La admiró; admiró con toda su alma a su espléndida hermana ¡Qué pedazo de mujer era ella! Y era suya; su mujer al mismo tiempo que su hermana Señor, Dios, si en verdad existes; ¿qué he hecho yo para merecer este regalo del cielo?

Se acercó a ella, rendido ante ella, adorándola como a una Diosa del más ardiente Amor La acarició, sin asomo de erotismo, sin rastro alguno de sensualidad. La acarició el rostro, el pelo; pasó sus dedos por los labios de ella, que de inmediato se los besó. Y, con toda delicadeza, con infinita ternura, se los besó, beso al que ella correspondió al instante. Se miraron los dos. En los ojos de ella brillaba el más tierno de los amores, de todo tipo de cariño; en los de él, se reflejaba, más que el amor, el cariño, la devoción más intensa, más profunda, ante su DIOSA, pues eso es lo que Ana, su querida hermanita era ya para él, y siempre sería: Una DIOSA, SU DIOSA…

Sí; estaba derrengado, desmadejado. Se acurrucó en los brazos de su DIOSA, entre los cuales ella, infinitamente amorosa, le recibió, e hizo que su cabeza, sus cabellos, descansaran plácidos entre los dos senos de ella. Ana le mantenía abrazado y le acariciaba rostro, pelo, pecho. Todo él acariciaba su hermana, dulcemente, rendida al gran amor y cariño que le profesaba. De mujer, de hermana, todo en una pieza. Y así, ronroneando cual gato esta vez él, se empezó a rendir al sueño… Entonces, cuando los brazos de Morfeo ganaban terreno minuto a minuto con Luis, Ana susurró en sus oídos

―¿Sabes una cosa, hermanito querido? Estoy segura de que me has “cazado”; me has embarazado esta noche. Porque lo que no te dije es que llevo tiempo sin “cuidarme” y, precisamente hoy, estoy en lo más álgido de mis días. Sí, querido mío, lo más seguro es que en nueve meses, más o menos, te ofrezca al primer fruto de nuestro amor. Sí, cariño mío; te lo ofrendaré en ese plazo más o menos, pues aunque esta noche no me hayas preñado, lo harás mañana, o pasado, o al otro, al otro. Pero, seguro, que me preñarás; de eso me encargaré yo. Seremos felices, hermanito; maridito mío. Muy, muy felices los dos juntos; juntos siempre, mientras ambos vivamos. Viviendo nuestro amor; reverdeciéndolo cada noche, como ahora mismo hemos hecho. Y con nuestros hijos, los frutos de nuestro amor. Sí, amor mío; seremos muy, muy felices, muy dichosos. Toda la vida, mi amor, toda nuestra vida, querido mío; cariño mío; marido mío…

Y así, entre viviendo y soñando el prometedor mañana de la pareja, Ana, poco a poco; tranco a tranco, fue dejándose adormilar; dejándose abandonar a un sueño no sólo reparador, sino dulce y plácido al pronosticarle un futuro que, en verdad, sería tal y como lo pergeñaba, lo imaginaba….

FIN DEL RELATO

(9,16)