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La fuerza del amor

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Como cada día, ya vestida “de trabajo”, me miré en ambos espejos que mostraban las dos puertas del armario abiertas; giré coqueta y, tras alzar el pulgar en señal aprobatoria, tomé el bolso y salí a la calle para, en un taxi, dirigirme al club. Durante todo el trayecto pude darme cuenta de que el taxista no me quitaba ojo de encima a través del retrovisor. ¡Esto marcha!, me dije, todavía atraigo la mirada de los tíos. “¡A pesar de mis ya casi treinta “tacos”.

El taxi llegó por fin ante el club, pagué mientras el tío me largaba una gracia que más era una grosería, pero... En fin, una ya está muy curada de espanto y sin hacerle caso entré dentro. Como desde hacía días la vista, instintivamente, recorrió el local hasta que le vi, sentado a una mesa, sólo como siempre y, como siempre, con su impecable traje azul marino, la camisa azul intenso, la corbata granate y los zapatos más que limpios lustrosos. En la mesa el gin-tonic a medio consumir. Debo admitir que me tiene intrigada. Llegó al club una tarde, a última hora ya, se sentó en la misma mesa que ahora ocupa y al momento prendió en mí la mirada. Enseguida pensé que no tardaría en “arrancarse” a por mí, pero me equivoqué pues no hizo ademán ninguno de acercarse. Se mantuvo allí, quieto, sentado, consumiendo su gin-tonic con toda parsimonia, sorbito a sorbito, mientras a trancos me dirigía esa intensa mirada que tanto me gusta y tanto recelaba también. Fueron varias las chicas que se le acercaron, pero sin ninguna lograr llevárselo al “huerto”.

Desde entonces todas las tardes le veía aparecer a última hora,  las nueve o más, sentarse en esa misma mesa o la más próxima a ella si ya estaba ocupada, pedir la sempiterna bebida y quedarse allí, sin más emoción en sus gestos que mirarme de vez en cuando. De nuevo, y varias veces, recibió la “visita” de casi todas las chicas; las trataba con deferencia, muy amable y educadamente desde luego, pero siempre declinando sus “servicios”, hasta que mis compañeras empezaron a “pasar” de él. Incluso comenzaron algunas chanzas que llegaban a ser francamente hirientes más de una vez, especulando en voz bastante alta, lo suficiente para asegurarse de que el tío se enterara, sobre si tal vez a lo que iba cada tarde era a ponerle ojitos tiernos a un camarero, muy bien puesto por cierto y un tanto gay. Sin saber bien por qué, esas puyas no me sentaban nada bien. También se hicieron chismes y gracietas a cuenta de que el “fulano” era mi enamorado platónico... pero sólo así, platónico... tal vez por que más en corto no podía “hacer” nada. Y eso me sentaba peor.

Me fui hacia la barra al notar que una de las chicas me llamaba. Me senté en una banqueta como acostumbraba y la chica, Carla, me dijo

―Ahí le tienes una vez más. No falla un día chica. ¿No se cansará de andar siempre igual? Sin decidirse nunca a nada. O es muy tímido, o no lo entiendo. ¡Aquí todos los tíos vienen a lo mismo...!

Le miré una vez más. Sí, como de costumbre, su vista estaba fija en mí. Pero cuando nuestras miradas se cruzaron abiertamente, era la primera vez que le miraba sin ambages al sostenerle la mirada dándome por enterada de su interés, él desvió los ojos bajándolos como si sintiera vergüenza de ser cogido en falta.

Me decidí. Tomé del mostrador la bebida que me acababan de servir y, segura, me dirigí a su mesa para decirle al llegar hasta ella

―Hola, soy Esmeralda, ¿tú?

Cuando me vio acercarme, él se levantó y, galantemente, me apartó una silla para que sentarme a la mesa me fuera más cómodo. No puedo negar que aquello me agradó, tal vez por las pocas veces que me habían tratado así.

―Me llamo Juan. ¿Quieres alguna cosa Esmeralda?

―No Juan, gracias, ya ves, vengo servida. Últimamente vienes bastante por aquí, ¿verdad? Pero nunca te he visto salir con ninguna de las chicas. ¿No te gusta ni una siquiera de nosotras?

―Tú sí me gustas...y mucho. Eres preciosa. ¡Y con un cuerpo de infarto!

Me reí de buena gana. Y avancé mis manos sobre la mesa hasta tomar la suya entre las mías que la apretaron con esa justa intensidad que transmite un tanto de ternura sin oprimir, sin que parezca que te impones a él. Los tíos saben que lo único que en ellos buscas es su dinero, pero a la hora de la verdad también les gusta que finjas que te interesan, que te vuelven loca. Pobrecillos... ¡El  eterno masculino que también existe, os  lo prometo. ¡Son muchos años de “mili”!... ¡Y, desde luego, a éste le tenía ya en el bote! Es curioso, tan difícil que en principio me pareció y lo fácil que ha sido tenerle “babeando”...

―¡Hombre Juan, muchas gracias! Creo que eres un lisonjero. Así que...te gusto. Pues tú a mi también. Y...qué.... ¿Te animas a salir conmigo? Tengo un apartamento aquí al lado; no necesitaremos ni taxi. ¿De acuerdo? Además te trataré bien. Y, total, por sólo 150 míseros euros el servicio completo. Y sin prisas cariño, mínimo 30 minutos. ¿Qué te parece Juan? Ya verás como no te arrepientes; garantizado que conmigo te lo pasarás en grande.

Ahora quien se reía era él, Juan

―Sí Esmeralda, está muy bien, pero yo querría....

―¡Ah pillín, con que me estás resultando un tigre que nunca tiene suficiente! ¡Quieres la noche enterita, ¿verdad guapo?

―Sí Esmeralda, esta noche toda entera, y todas enteras las demás noches de nuestra vida y también enteros todos los demás días de nuestra vida.

Al empezar a hablar fue Juan quien tomó entre las suyas mis manos, apretándolas con calor, casi parecía que con auténtica ternura.

Yo quedé inmóvil por un momento; parecía que a mi cuerpo le hubieren aplicado una corriente de alta potencia. De inmediato quedé fría, herida y no sabía bien por qué. Solté mis manos de las suyas, tomé el bolso y me levanté casi de un salto. Una ira ciega me embargaba. “¡El muy cornudo”

―¡Para reírte de nadie empieza por la puta de tu madre, cacho cabrón!

Juan se levantó tras de mi asegurando que no se había reído de mi, que era cierto, que me quería, que deseaba hacerme su mujer, que me presentaría a sus padres...como dice una parte de “La Madelón”, “sin temor al futuro ni al pasado” solicitaba mi...¿blanca mano? Eso casi me encorajinó más aún: A la burla sumaba el regodeo.

Intentó tomarme por un brazo pero yo me zafé soltándole un espléndido guantazo al tiempo que decía

―¡Ni se te ocurra tocarme, pedazo de cabrón! ¡Maricón, mariconazo! ¡Sí, eso es; las chicas tienen razón! ¡No eres más que un maricón de mierda! ¡Y un maldito impotente misógino! Te recreas haciéndoles daño a las mujeres; humillándolas ¿verdad? ¡Vete a tomar por...

Y le solté otro gran guantazo. Estaba llena de rabia... Pero sobre todo de dolor. Le odiaba en ese momento como a nadie había antes odiado. Y quería ensañarme con él, hacerle daño, mucho, mucho daño.

Juan se quedó parado, totalmente alterado, mirándome con espanto en los ojos. Luego, recordando el momento, caí en la cuenta de que lo que sus ojos expresaban era desencanto, desilusión. Quería hacerle daño y ya lo creo que se lo hice.

Pero entonces no abrió la boca; sólo se llegó hasta la barra, dejándome allá donde estaba, pagó su cuenta y salió del club sin mirarme, sin volver la vista atrás ni por un segundo, con paso rápido y firme.

Yo me dejé caer sobre la silla más próxima y rompí a llorar con inmenso desconsuelo. Sin saber por qué ni tampoco el qué exactamente, pero lo cierto es que algo se rompió muy hondo, muy dentro de mí, y me sumía en un dolor indescriptible, algo que por vez primera sentía, una sensación absolutamente nueva para mí: Sentirme enteramente sola, abandonada en la vida.

A mi llanto acudieron casi todas las demás chicas y el camarero con pinta de gay. El, el camarero diciendo que si me había agredido salía a buscarle y, aunque se metiera debajo de las piedras, le partiría el alma al tipejo indecente que así me había dejado y las chicas maldiciéndole hasta en arameo. Les dije que no se preocuparan, que no había sido nada, sólo un mal rato de un momento pero que ya estaba pasado.

Me levanté de la silla y fui a sentarme junto a la barra, donde el camarero medio gay me sirvió una copa de algo más fuerte que lo que habitualmente tomaba, diciendo que era por cuenta de la casa. Se lo agradecí con una sonrisa y un

―Eres un sol Toni. Muchas gracias. La verdad es que creo que ahora necesito algo así, algo más contundente que lo habitual en mí.

Pues sí, ya sé que la mayoría de las chicas toman té frío simulando que toman whisky cuando están con un cliente sacándole consumición tras consumición, pero a mi esas tretas no me gustan, amén de que tampoco me gusta estafar así al cliente: Pienso que se merece más respeto, aunque si ellos lo que más buscan es un pecho en el que descargar sus frustraciones, especialmente las conyugales, pues nada macho, tú mandas ergo tú pagas lo que buscas, pero lo pagas a la buena, sin cobrarte el té como si fuera whisky.

No llevaría ni diez minutos descansando allí, en la barra, y reponiéndome un poco del trago acabado de pasar con Juan, cuando se me acercó un cliente inquiriendo el precio de mis servicios, pero no me vi con fuerzas para aguantar entonces al tío en la cama y le dije que estaba indispuesta, que buscara a otra. El gachó quiso insistir poniéndose pelín pesado, pero Toni, el camarero, de inmediato vino a disuadirle como también el vigilante de seguridad que velaba por la tranquilidad del local, que le obligaron a marcharse. Entonces dije que, de verdad, no me encontraba bien y prefería irme a casa; Toni me pidió un taxi y, por si las moscas del tío cenizo que echaron del local, salió a acompañarme hasta que, conmigo dentro, el taxi arrancó hacia mi domicilio.

Cuando llegué a casa me fui directa al dormitorio, me descalcé y desvestí poniéndome el pijama de raso que habitualmente utilizaba cuando me quedaba, por fin, sola y descansando del “trabajo”, que no creáis que es tan ameno, ni mucho menos, pues no sabéis lo que hay que aguantar a veces... ¡No sabéis lo que es un borracho besucón a las tantas de la madrugada! Me eché una bata, también de raso, por encima y me dirigí a la cocina a prepararme un buen vaso de leche caliente. Allí me senté a la mesa de la cocina a tomarme la leche, y me puse a pensar. ¿Por qué me había sentido tan herida, tan dolida e iracunda? No era la primera vez que un cliente me humillaba, incluso me maltrataba, pues tampoco habría sido la primera vez que me ponían la mano encima si Juan lo hubiera hecho, que no lo hizo. ¿Por qué pues, a qué la reacción de aquella tarde? No me supe contestar; o más bien no me quise contestar, pues me sería muy comprometido ver, sin tapujo alguno, la realidad que tras todo eso se ocultaba.

Así que, simplemente, me encontré reviviendo el devenir de María, aquella chica ingenua e inocente que yo fui... hace siglos... diría que allá, por la prehistoria. Aquella chica de 17 años que un día llegó a Madrid desde su mísero pueblo manchego, casi aldea más bien, llena de ilusión y esperanza en la vida para empezar los estudios de farmacia en la Universidad madrileña. Era el primer miembro de mi familia que estudiaba al menos hasta el grado medio, y además la primera que sería universitaria. Eso me llenaba de orgullo y alegría y para mi familia, mis padres, abuelos y tíos no digamos: ¡Su hija, su nieta, en la Universidad, como antes lo hicieran los hijos de las familias bien del lugar, aquellas a quienes les llamaban señorito-señorita y hasta amo y ama a los dueños de las tierras que mi padre y hermanos, los hombres de la familia en general, de siempre han trabajado, generación tras generación.

Pero aquello coincidió con la época dorada del “botellón”, cosa que en el campus universitario era casi cotidiano, con lo que las “cogorzas” de los estudiantes universitarios también llegaban a ser casi diarias, al menos entre buena cantidad de ellos, esos-esas tan marchosos, tan simpáticos y “rompedores”.... ¡Tan golfos, tan golfas!.. Y claro, sin pensarlo, sin meditar nada, sin casi darse tampoco cuenta de nada, María también cayó en esa vorágine de juergas, hasta orgías incontroladas de “costo”, “maría”, alcohol.... y sexo.

Por entonces, cuando empezaba el segundo curso de la carrera, con María casi ya fallecida en ese torbellino que la arrastraba cuesta abajo, fue la primera vez que me acosté con un tío en una de aquellas noches de vino y droga. En realidad ni me acuerdo de lo que pasó, sólo de lo a “tono” que el tío me puso cuando, con la mayor desvergüenza, me “magreaba” a la vista de todo el mundo. Bueno, la misma desvergüenza con que yo me “dejaba” también ante todos y la que los-las demás mostraban haciendo lo mismo sin el menor disimulo, sin el menor recato, ante el general desinterés de todo cuanto no fuera su propio “magreo”, con cantidad de besos “a tornillo” y sujetadores bajados dejando las tetas al aire y al alcance del mancebo de turno. Y del cuchitril de habitación de la pensión donde me llevó; y de los bufidos que el tío soltaba durante la “faena”. Eso fue en los raros ratos que desperté de la somnolencia en que el alcohol y la “maría” me sumergieron nada más quitarme el vestido y tumbarme, con sujetador y bragas, en la cama.

Ni me enteré de la penetración que se llevó por delante mi himen, aunque creo recordar, como en una nebulosa, el hondo dolor que en  un momento dado sentí y me hizo despertar por un momento, aunque para volver a entregarme a Morfeo al instante. Entonces creo que aún no bufaba el “maromo”, al que por cierto ni conocía y del que sólo recuerdo el asco que me causó cuando, ya por la mañana y no muy temprano precisamente, desperté mientras él todavía dormía, boca arriba y roncando como un cerdo. En realidad, entonces me pareció un verdadero cerdo pero por sí mismo, no por que roncara o no. Repito que apenas recordaba nada de lo sucedido tras entrar en aquella sórdida habitación y lo único que de cierto tenía de lo que pasó era el fuerte escozor en mis “partes”, que no dejaba duda alguna de mi desfloración nocturna y lo salvaje que debía ser el cerdo del “colega” pues mi ropa interior, bragas y sujetador, estaba destrozada como señal evidente de la poca delicadeza con que me las arrebató en su momento.

Nunca volví a cruzar con él la palabra, aunque alguna que otra vez me le encontré de frente por la universitaria.

Del alcohol, el “costo” y la maría”, con el tiempo pasé a la “coca”. Los meses, los años pasaban sin apenas aparecer por las cases, y al tercer año de Universidad, pero sin haber superado aún el segundo de Farmacia, era una perfecta “drogata” que solo vivía para conseguir la “coca” que cada día necesitaba. A mis padres, a mi familia en general, les tenía engañados por completo, en la creencia de que era una estudiante estupenda con excelentes notas y prometedor futuro ante mí, no como propietaria de una farmacia, que eso era imposible por la inversión tan enorme que precisaba, pero sí regentando una farmacia ajena o, incluso, trabajando en un laboratorio farmacéutico.  

Así que, como a cualquier “cocainómana”, mis necesidades de dinero iban continuamente creciendo y lo que mi familia podía enviarme cada mes me era por entero insuficiente, por lo que empecé a hacer algún “porte” que otro, pero de poca monta, simples compañeros de Universidad que me soltaban unas 3000 “pelas” (20 euros, más o menos) por “porte”, poca cosa ya digo, ni para la “coca” del día a veces me llegaba. Pero también hubo un “profe” de la Universidad, uno de esos adjuntos a cátedra menos formal y digno que los catedráticos titulares, pero bastante más joven y “salido” que ellos. Se “caló” a lo que me dedicaba en algún que otro rato libre y el cabrito quiso “beneficiarse” con aquello de que si llegaba a saberse.... Lo gracioso fue que el “listo” me soltaba más que los “pringados” creyendo que yo me subiría a la parra, pidiéndole ocho o diez mil pesetas y me soltaba CINCO MIL PESETAZAS (30 euros) por “porte”, a los que se aficionó hasta solicitármelos dos veces por semana. En fin, que aquella chica candorosa e inocente que hacía ya tres años llegara a Madrid, aquella que se llamaba María, había ya fenecido por completo, pero sin surgir todavía la Esmeralda actual.

El salto definitivo, el que hizo surgir en todo su esplendor, o su miseria, según lo veamos, a la Esmeralda de hoy día vino de la mano de una compañera de la Universidad a la que sólo conocía de los “botellones” y después del mundillo de la “coca”, donde bastante a menudo coincidíamos a la busca y espera del “camello” salvador del “mono”, pues cursaba en otra Facultad, la de derecho creo. Ella me introdujo en el círculo de los “clubes” de gama más o menos alta, donde no salía por menos de las cien mil “pelas” diarias pues la “salida” con un cliente no aportaba menos de 15000. Y el “descorche” aparte, aunque esto era una bagatela respecto a los “servicios”.

Fue unos cinco años después de llegar a Madrid, y a mis 22 añitos casi sin cumplir.

Empecé una vida fácil, abundante en dinero pues nunca mantuve más “chulo” que la “coca” y vestidos caros, hasta alguna joya que otra. Como es de imaginar dejé la Universidad, aunque sin que mis padres lo supieran. Les dije que ya no era necesario que cada año me matricularan pues, por mis excelentes “calificaciones”, que cada año les hacía llegar perfectamente falsificadas por aquel profesor adjunto de la Universidad al que regularmente seguía recibiendo en el nuevo, coqueto y carísimo apartamento que ahora podía permitirme, aunque con el precio algo más subido, 8000 pesetas en vez de las 5000 anteriores, una ganga de todas formas. Bueno, también es que me caía bastante bien: Era educado y muy simpático. En fin, que entre las falsificaciones que me hacía y lo amable que era meterse con él en la cama me compensaba aquel saldo que le hacía.

Dos años después, durante el mes que cada verano solía pasar con mis padres y cuando se suponía que acababa de terminar la carrera, tuve que decirles que ya era farmacéutica y que en vistas tenía ya un empleo en un laboratorio del ramo con un sueldo muy sustancioso. Los pobres se lo creyeron, pues les presenté una foto con la borla correspondiente, tan falsa como las notas que también les presenté. Sólo se quejaron de que no les hubiera avisado para la “entrega” del título, que no les presenté aduciendo que se me había olvidado en Madrid. Y desde entonces les mandaba bastante dinero cada mes, pues ingresaba más de lo que podía derrochar.

La “coca” quedó atrás hace poco más de un año. Con 25 años y algunos meses más sufrí un principio de embolia una noche que me había “pasado” bastante de “rayas” a resultas de lo cual se me paralizó la mano izquierda durante más de una semana. Aquello me asustó tanto que decidí firmemente cortar por lo sano. Un centro especializado de Cáritas Diocesana me ayudó enormemente a superar los “monos” que indudablemente me aquejaron pero en año y medio más o menos, cuando me faltaba ya poco para llegar a los 27, pude decir que estaba por entero “desenganchada” del “chulo” que para mí había sido la “coca”.

Por otra parte, la desintoxicación me había costado seguir trabajando en el club donde entonces lo hacía, teniéndome que acoger a éste que hoy frecuento, de nivel económico no tan alto como aquel, con lo que los ingresos han bajado lo suyo, pero compensados por lo que en droga ya no me gasto.

Por otra parte, tampoco soy ya tan “derrochona” como antes era. Sigo con el lujoso apartamento que antes tenía, ahora ya en propiedad pues pude comprarle el mismo año en que me dio la embolia, meses antes tan solo, y en el que atiendo los “servicios” que me salen tampoco está nada mal, y pretendo comprarle también algún día, pero los gastos superfluos cada día los reduzco más. Me gusta vivir con comodidad y cierto lujo a mi alrededor, pero sin las ostentaciones de nuevo rico en que cayera no hace tanto.

En fin, que así me empezó a entrar sueño y me metí en la cama. Pero a las dos o tres horas me desperté sobresaltada. Me senté en la cama y miré el reloj: Cerca ya de las cuatro de la madrugada. Me levanté, tomé un vaso de agua y volví a la cama tras tomarme una pastilla para dormir.

Pero el sueño no acudía a la cita que tan insistentemente le llamaba. Entonces se hizo visible en mi mente lo que me despertara tan agitada. Entonces me incorporé nerviosa, casi sobresaltada otra vez. Había estado soñando. Sí, soñando con él, con Juan. Y el sueño me había mostrado su rostro. No, su rostro en realidad no; eran sus ojos, su mirada, esa mirada con que desde el primer día que apareció en el club, el puticlub mejor dicho montado muy a lo que antes fuera el famoso Chicote, el lugar con las mejores y más caras putas de Madrid. En esa mirada no había lujuria alguna ni tampoco me desnudaba como veía en la mayoría, la totalidad más bien, de los tíos que por allí pasaban. Nada sucio ni rastrero, sólo vi admiración, cariño, ¿amor quizás?...

Pero...¿en qué piensas María? Curioso que ese nombre ya casi olvidado y que hacía tanto tiempo que no utilizaba, que nadie me llamara así, viniera entonces a mi mente. No, ya no eres María, me dije, María feneció hace... una eternidad; comenzó a perecer cuando comenzó la bajada al infierno... ¿Cuánto tiempo atrás? Diez años mínimo, seguro que a más de once no llegará, pero tampoco le faltará tanto. Sí, cuando se empezó a hacer al “botellón”, al “costo”, a la “maría”. Entonces, junto a iniciar la cuesta abajo por el despeñadero del alcohol y la mal llamada “droga blanda” también inició su carrera al abismo de la muerte y la destrucción moral. No, María hace tiempo que feneció y ya sólo queda Esmeralda. Esmeralda la puta. Y, un hombre honrado y bueno como sin duda es Juan... ¿Puede enamorarse, amar, a Esmeralda, a la puta que folla por dinero y a la que la que los hombres se follan como a lo que es, como a una puta, sin sentimiento alguno, sin consideración que valga hacia su persona? ¿A esa puta que sólo inspira en los hombres sentimientos sucios de lujuria, de deseo asqueroso? No Esmeralda, eso no puede ser, un hombre como Juan no puede enamorarse de ti. Y si tú te enamoraras de él...cometerías un tremendo error. Más tranquila, contenta casi me recosté de nuevo en el lecho y me dispuse a dormir por fin, casi feliz. Sí, no podía ser que Juan me amara de verdad... Pero... y si...

Por la mañana me desperté tarde, tarde incluso para lo que en mi es habitual pues eran pasadas las tres de la tarde, las 15 horas. Me desperté sosegada y tranquila. Casi feliz, tal y como la noche anterior por finales me durmiera. Pero sin ánimo alguno para “trabajar”; sólo pensar en ir al club, en ser manoseada por aquella manada de babosos que pasaban por allí me asqueaba. Y sin molestarme siquiera en llamar para avisar que ese atardecer no iría me quedé la tarde y la noche en casa.

A ratos adormecida en dulce sopor, otros momentos soñando despierta. Soñando con una vida feliz y tranquila, lejos del ruido de copas del club, de esa música más bien suave y lenta que servía de fondo al ruido de copas o de las falsas risotadas de las chicas para “camelarse” mejor al cliente de turno; pero arrullada por el amor sincero y ternura de un hombre a mi lado, mi marido, que se parecía asombrosamente a Juan. Y acunando, cuidando amorosamente a dos o tres criaturas, los hijos que el tierno amor de mi marido me había otorgado.

Al día siguiente en cambio marché con premura al club. Deseché al momento la típica vestimenta “de trabajo” sustituida por una indumentaria mucho más conservadora, hasta casi recatada. No me gustan las faldas y pantalones, excepto cuando voy al supermercado que suelo ir con “jeans”, luego me puse un vestido sin más toque erótico que el generoso escote que dejaba a la vista el nacimiento de mis senos, el famoso “canalillo”, muy ceñido a mi cuerpo, con lo que marcaba perfectamente sus curvas y acabado en una falda hasta poco más arriba de la rodilla. Como complemento unos zapatos de tacón de aguja muy alto que ensalzaba mi figura maravillosamente.

Llegué al club ansiosa por ver si Juan había pasado o pasaría por allí. Pasé la tarde y las primeras horas de la noche atenta nada más que a la puerta esperando verle aparecer en cualquier momento, sin ocuparme en absoluto de los clientes que rondaban a mi alrededor. Ni me molestaba en contestar a sus pretensiones. No les soportaba, ni tan sólo escucharles. Y atender un “servicio” menos aún. Me daban asco ahora esas cosas.

Pero Juan no apareció esa tarde ni tampoco esa noche. Ni tampoco en las tardes-noches siguientes, ni otro día, ni al otro ni al siguiente... ni en toda la semana que siguió al día que le ofendí.

Me dolió mucho más de lo que podía imaginar pues lo cierto es que anhelaba volver a verle. Ya no me cabía duda: Me había enamorado de él como una loca y, claro, las consecuencias a la vista estaban: Ni un “clavo” en toda la semana.

Así no podía continuar, tenía que ser la misma de antes, la puta de la ropa cuanto más provocativa mejor, la que sólo estaba atenta a lograr “servicios” y a sacar copas a los incautos clientes, la que les reía todas sus gracias, por burdas, groseras o manidas que fueran.

Esmeralda, me decía, entierra esas vanas esperanzas e ilusiones, porque, un buen hombre, educado y sensible ¿puede interesarse de verdad por una mujer como tú, ramera aunque sea de lujo, cuyo cuerpo está al alcance de cualquiera que te dé 150 euros? No, y lo sabes. Zapatero a tus zapatos y tú a la putería, que es lo tuyo.

Y volví a serlo, además con ganas y bríos renovados. Durante las semanas que siguieron a mi enésima frustración, los “servicios” se me amontonaban y cada madrugada volvía a casa con un buen fajo que, desde luego, mis sudores vaginales me costaban.

Por entonces Toni, el camarero, se hizo buen amigo mío; en su coche me sacaba cada madrugada del club y me llevaba, primero, al banco para ingresar las ganancias del día y después a depositarme a la puerta de mi domicilio, quedándose vigilante junto a la puerta del portal hasta que me veía tomar el ascensor para subir a mi piso. Y eso, por pura amistad, sin designios torticeros, pues de vedad era gay y además de los que en la relación adoptan el rol femenino y esos la relación hombre-mujer, en la práctica, ni siquiera la toleran: Él mismo me lo dijo, una noche en que quise agradecerle sus servicios con un “servicio” extra; me lo agradeció pero lo declinó: Con toda delicadeza me declaró llanamente su situación sexual, y que una relación así le repelía lo mismo que a mí, seguramente, me desagradaría una relación con otra mujer. Su interés por mí se limitaba al aprecio de una amistad sincera. Y así seguimos semanas y semanas. Nuestra amistad se hizo muy fuerte y al final él era mi más fiel confidente; la persona querida de absoluta confianza con quien lo compartía todo, desde mis momentos más alegres hasta los problemas y sinsabores en que este mundo de la prostitución es tan generoso. Pero de lo que para mí había llegado a significar aquel enigmático hombre llamado Juan, ni palabra le solté. Me daba vergüenza manifestar esa debilidad, funesta en una “profesional” como yo era.

Charlando con él mientras Toni se afanaba tras la barra pasaba los ratos en que la afluencia de clientes en el local resplandecía por su ausencia. Y no pocas madrugadas subía a mi apartamento tras aparcar abajo, a tomarnos juntos en paz y tranquilidad unas copas o, casi más frecuentemente, algún café pues de copas más bien andábamos ya un tanto ahítos, despojada yo de los zapatos con tacón de aguja que me atormentaban los pies cual bota china y enfundada en la cómoda bata de andar por casa, no la del “uniforme de recibir” que solía tenerla en el apartamento que a tal efecto también tenía alquilado allá, muy cerca del club.

Así, en esta monotonía cotidiana del buscarme las habichuelas cada día a la par de tratar que la vida me pesara lo menos posible, pues eso que piensa el común de los mortales de “la mujer de vida alegre o fácil” no pasa, por lo general, de ser una leyenda, una falsa interpretación de lo que para nosotras es el día a día en la “profesión más vieja del mundo”, con todo tipo de clientes en tus “servicios”, desde el tímido y educado primerizo que viene a desvirgarse contigo bajo una enorme tensión, rayana no pocas veces en puro miedo, culpable de tantos y tan desastrosos “gatillazos” que acaban por llevar los nervios del chaval al paroxismo; hasta el punto de que allá te ves tú, desnuda sobre la cama, al tiempo que ejerces como madre consoladora de las cuitas del pobre crío. Desde eso hasta el curtido cliente vicioso, exigente de las mil guarrerías, a cual más asquerosa, y no pocas veces violento hasta niveles peligrosos incluso, de los que defenderte no resulta nada fácil.

Pues bien, en esta existencia, en este pasar los días, uno tras otro, monótonos por sucederse idénticos el uno al otro, uno de esos días en principio, llegó el que, al pronto, parecía como los demás, como los que le precedieron y los que, con seguridad, le seguirían hasta el infinito de un futuro que, de momento, me parecía inconmovible.

Era ya pasada la una de la madrugada de un viernes y el local lleno casi hasta la bandera de clientes, pelmazos unos, otros pretendidamente simpáticos y chistosos y más tolerables algunos más, hasta de verdad simpáticos bastantes de ellos, esos ya muy corridos, verdaderos veteranos de estos sitios que acababan por ser casi amigos de las chicas no pocos de ellos.

Pero a mí no me había tocado ninguno mínimamente “digerible”, sino uno de esos “patosos” que quieren ser “simpaticones” pero que realmente te resultan patéticos. Pero los aguantas por que suelen ser también los más generosos en su afán de “caerte” bien en inútil esfuerzo por llevarte a la cama por su cara bonita y dicharachera.

Con uno así estaba yo, en la barra, cuando un repentino escándalo de voces airadas llevó mi atención hasta la entrada del local.

En un segundo el corazón me dio un vuelco, sentí una especie de vacío en el estómago y un nudo en mi garganta, mientras la sangre empezó a circular, desbocada, por mis venas. Sin que mi mente lo controlara, como movida por un resorte que me impulsara en forma autónoma a mi voluntad, de un salto me puse en pie.

Allí, frente a mí, viniendo a mi encuentro estaba él, Juan. Quise correr hacia donde estaba pero, observándole mejor, me detuve por un momento. Su estado era lastimoso: Borracho como una cuba avanzaba tambaleándose hacia mí, trastabillando casi de continuo lo que le obligaba a buscar apoyo en sillas y hombros de clientes y chicas a cada momento, lo que provocaba los gritos de protesta de éstos-éstas que formaron el escándalo que atrajera mi atención minutos, tal vez segundos antes. Venía con los cabellos en desorden, la barba de varios días, el nudo de la corbata aflojado descuidadamente y todo él sucio de polvo, grasa del suelo… Suciedad e inmundicia generales, signo evidente de las veces que la borrachera le hiciera rodar por el duro suelo.

Antes de que pudiera salir del sopor, la honda piedad que su triste aspecto me inspirara, él estaba ante mí, tambaleante pero rojo de ira, con los ojos llameantes, casi inyectados en sangre. Su aspecto lastimoso se agudizó ante mí, apoderándose paulatinamente de mi ser un sentimiento de vivísima y amorosa compasión, la compasión que en nosotros despierta un ser muy amado al que vemos sufrir al límite de sus fuerzas; pues eso era lo que Juan en ese momento ante todo destilaba: Sufrimiento, sufrimiento casi infinito trocado en sorda rabia, en ira destructiva hacia el ser que tal sufrimiento le causaba. 

Entonces, cuando al fin estuvo ante mí, lanzó a mi rostro, como trallazos, sus palabras.

―En tu busca vengo Esmeralda. ¿No eres una puta que folla por dinero? Pues eso, que yo también quiero follarme a la puta Esmeralda. ¿Cuánto vales?

Un enorme guantazo que me hubiera arreado, un puntapié en mis mismísimos ovarios, no me hubieran hecho tanto daño como sus palabras. Los sentimientos de piedad, de amorosa compasión instantáneamente fueron sustituidos por una intensa rabia, un profundo deseo de humillarle, de hacerle daño, de devolverle el daño que me acababa de causar.

Toni, que advirtió el estado en que venía y la rabia que le dominaba, hizo intención de salir de detrás de la barra y echarle, pero le contuve.

―Déjalo Toni.

―Pero… ¿No ves cómo está? ¡Puede ser peligroso!

―Tranquilo Toni. A este “marrajo” me lo trasteo a las mil maravillas. ¡Se va a acordar de mí para los restos!

Toni lanzó una risotada y se quedó donde estaba. También mi cliente reaccionó a las palabras de Juan, aunque éste no se enterara de nada, embebido como estaba en su obsesión vengativa

―¡Oye, que la chica estaba….

Yo le contuve también con un seco

―¡Cállate, imbécil!

Y de inmediato dije a Juan con la mayor frialdad de que fui capaz, y fui capaz de ser fría como el hielo, cortante como navaja barbera.

―Pues… por ser tú… ¡500 euros!

Sin decir palabra, sin objetar nada, Juan extrajo del bolsillo la cartera y, tomando los billetes oportunos, me los tiró a la cara, cayendo así al suelo.

―¡Ahí los tienes!

Me agaché a recogerlos, pero para entonces ya estaba a mi lado Toni, haciendo que me ayudaba, aunque aprovechando para decirme en un susurro

―¿Te acompaño?

―No Toni, no es necesario. (De reojo lancé la mirada hacia Juan y proseguí) Este, en minutos, un corderito, no te quepa duda. Lo que te dije, éste se acuerda del día de hoy.

Me incorporé y, tras acercarme a Juan, me colgué de su brazo y le dije

―Andando Juan. Lo que quieres hacer que no se demore más. Lo vas a pasar bien, ya verás.

Sin perder el deje irónico, hiriente, le había hablado, y le seguí hablando ya dentro del taxi que tampoco quise ahorrarle. ¿No quería tratarme como a una puta? Pues como la puta más puta quería mostrarme entonces con él, segura de lo hiriente que entonces sin duda le resultaba. ¿A qué hombre le gusta que su amada se muestre en público como yo me mostraba entonces ante él?

Llegamos a mi apartamento y le llevé directamente al dormitorio, aduciendo

―No te ofrezco una copa porque ya llevas bastantes dentro y no es cosa que me pongas perdido de vomitona el piso. Tampoco un café porque no me da la gana.

Le dejé junto a la cama y diciéndole “Ve desnudándote”, pasé al cuarto de baño. Me refresqué la cara y las sienes. Me saqué el vestido y lo dejé colgado tras la puerta. Y así, con nada más que bragas y sujetador encima volví a la habitación. El cuadro que entonces me encontré me dejó de una pieza. Juan estaba sentado en la cama. Sólo se había desprendido de americana y corbata. Y lloraba como un chiquillo, pero sin ruido. Sollozaba, pero sollozaba calladamente, sin un quejido. Su sollozo era, desde luego, puro dolor, puro penar.

De inmediato toda la furia, toda la rabia y el rencor se me esfumaron y no quedó más que esa amorosa compasión hacia el ser que amaba con todas las fibras de mi corazón.

El prorrumpió a hablar entonces, entrecortadamente

―Perdona Esmeralda, perdóname. No quería hacerlo…entré sólo para verte otra vez…pero…no sé lo que me pasó… me volví loco cuando te vi… estabas con ese…

Aquí Juan calló, se puso en pie de un salto… y salió disparado al baño. Casi milagrosamente pudo llegar a tiempo de verter la vomitona en el wáter, aunque salpicó tanto el suelo junto a la taza como su propia camisa. Corrí a auxiliarle, sosteniendo su cabeza mientras, como un grifo, vaciaba el estómago de casi todo el alcohol ingerido y no poco de lo demás.

Cuando acabó quedó casi desmadejado. Le ayudé a levantarse y le llevé a la cocina donde le senté en una silla, preparándole seguidamente una manzanilla. Me senté junto a él acariciándole la cabeza, mesándole el cabello suavemente tratando de tranquilizarle. Le besé incluso en la cabeza, en las mejillas mientras le decía que no se preocupara por nada.

La vomitona le había sentado bien al evacuar los vapores del alcohol y la manzanilla tampoco le cayó mal, gracias a Dios, pues por un momento pensé que tal vez le provocara nuevas arcadas, pero no pasó nada de eso. Al poco se había ya recuperado lo suficiente para que la lengua dejara de trabucársele y el paso se le afirmara lo bastante para poder caminar con la mínima seguridad.

Me lo llevé de nuevo al baño e hice que se duchara por sí mismo, para acabar de despejarse un poco más y soltar los olores a alcohol que aún retenía y el agrio de los vómitos. Se desnudó y se duchó, lavándose a continuación la boca. Luego, envuelto en una bata que allí suelo tener, muy poco masculina por cierto, pues la ropa que aquí tengo, el “picadero” donde atiendo mis “servicios”, es de lo más erótico y sensual que imaginarse pueda, le conduje hasta la cama de nuevo haciendo que se acostara para descansar. Juan intentó marcharse pero se lo impedí, pues aunque estuviera mejor que cuando llegamos tampoco quería dejarle solo esa noche; quería que se tranquilizase por completo, durmiendo sus buenas horas allí, en la misma cama donde atendía a mis clientes. Luego, mañana, ya se marcharía.

Le dejé solo unos minutos para recoger un poco el baño y la cocina. Cuando de nuevo regresé a la alcoba, Juan estaba plácidamente dormido; entonces fue cuando noté el cansancio que el ajetreo último me causara. Me senté en una butaca, junto a la cama y me quedé también dormida en pocos minutos.

Serían bastante más de las dos de la madrugada cuando quedé dormida, pero el sueño me duró poco, pues a poco más de las tres la insistente llamada en la puerta me despertó. Eran Toni y la Mati, una de las chicas, buena amiga mía, alarmados por mi tardanza en volver. Acababa de cerrar el club y venían a ver qué pasaba conmigo, pero se tranquilizaron nada más verme tan adormilada. Me preguntaron que por qué no había vuelto, haciendo la Mati una gracieta sobre si es que el “maromo” había sido capaz de “trabajarme” a modo. Y les conté lo sucedido con el pobre Juan. Toni se ofreció entonces a hacerse cargo del muchacho y llevárselo a su casa, pero aquí también hice yo mi gracia, al decirle riéndome

―Tú lo que buscas es ver si te lo puedes llevar al “huerto” Toni, que “bueno” el tío sí que está.

Y riendo los dos se marcharon. Volví al cuarto. Juan seguía dormido. Yo iba a sentarme en el borde de la cama cuando mis ojos cayeron en la americana que antes colgara en el “galán de noche” que campeaba junto a la cómoda. Y allí mi bolso. Por vez primera desde que llegamos al piso me acordé del dinero que me diera en el club. Fui al bolso, saqué los billetes, 500 euros, y los devolví a la billetera de Juan. Entonces me quemaban la piel, incluso cuando todavía estaban en mi bolso, sin necesidad de tocarlos. El sólo saber que estaban allí, el precio pedido por la puta Esmeralda, me quemaba.

Lugo me llegué hasta el borde de la cama donde él dormía y, con cuidado de no despertarle, me senté allí, frente a él. Me quedé mirándole. Sí, desde luego Juan era un buen tipo de hombre. Guapo, apuesto y, ahora que le podía ver casi desnudo, apreciaba un cuerpo muy apetecible. Además, simpático, solícito y buena persona. No me podía explicar cómo un hombre así se había fijado en mí. Lancé un suspiro y me dije: Por qué, Dios mío, no le conocí antes, cuando todavía era una chica inocente, casi ingenua…

Todavía estaba en sujetador y bragas, pero allí no tenía camisón alguno: Para mis usuales quehaceres allí esa era una prenda inadecuada, pues no era así como mis habituales acompañantes querían verme, luego tal y como estaba me tumbé yo también en la cama. No fui suficiente para vencer la tentación, el íntimo deseo en busca de cobijo en aquel ser que adoraba y, pasándole el brazo sobre su pecho en sincero abrazo, de nuevo quedé dormida.

Desperté tarde, más que de costumbre pues ya hacía rato que en mi reloj aparecieran las dos de la tarde. Me maravilló que Juan siguiera dormido a esa hora. ¡Debía llevar más de doce horas en brazos de Morfeo! Estaba de cara a mí y volví a deleitarme en su imagen. Era indudable que le amaba con un fervor nunca sentido; su sola presencia me llenaba de ternura, de un amor inmenso y deseos de amarle, de ser feliz con él y hacerle feliz a él. ¡Señor, por qué los cuentos de hadas no podrían hacerse realidad! ¡Por qué un príncipe no podía venir a rescatarme del embrujo de la malvada bruja con un beso en mis labios!

Me levanté con sigilo y fui al baño. Me duché para librarme del olor a tabaco, a sudor del club…a todo eso que ahora me asqueaba. Luego, en el lavabo, me quité las “pinturas de guerra” propias de la profesión, muy corridas ya además, y me probé un ligero maquillaje para dar un poco de color al rostro y pinté mis labios de ese rojo fuego que tanto me gustaba y tan bien me quedaba, con un toque de sensualidad añadido. Me miré al espejo y la imagen que me devolvió me agradó. Sí, desde luego estaba bonita, hasta guapa diría. Y volví al dormitorio. Allí me encontré con los ojos de Juan posados sobre mí, con esa misma mirada con que me seguía al principio de aparecer por el club. Obvio pues decir que estaba despierto.

―¡Qué bella eres Esmeralda! Me fascinas siempre que te veo.

Coqueta, dichoso eterno femenino, repuse

―¿De verdad te parezco hermosa? ¿De verdad te gusto?...

¡Pobrecito mío! De sobras sabía que sí, que lo tenía loquito por mí, pero… ¿a qué mujer no le gusta que le digan que es bella, atractiva… que le gusta al hombre que ama?

―No me gustas Esmeralda, ¡Me vuelves loco con sólo, más que verte, admirarte.

Con paso felino, lentamente, contoneándome en las poses más eróticas que sabía, me llegué junto a la cama y allí me detuve. De nuevo con renovada lentitud, con movimientos no ya sensuales sino absolutamente eróticos, de marcados tonos subidos como si interpretara un “Streep Tees”, me llevé las manos a la espalda y allí desabroche, uno a uno, los ganchos que mantenían en su sitio el sujetador que, suelto, dejé caer al suelo. Luego empecé a quitarme las bragas. También muy lentamente, con marcados contoneos eróticos fui haciéndolas bajar poco a poco para, sentándome a su lado, levantar las piernas y sacármelas por los pies.

Juan estaba cada vez más rojo, más nervioso. En sus ojos veía brillar el deseo que yo le estaba provocando y eso me embriagaba de gozo. Porque sabía que tras ese deseo palpitaba el amor, el rendido amor que me tenía y yo quería amarle y sentirme amada por él.

― ¡Esmeralda!... ¿Qué haces? No tienes por qué hacer esto, no tienes por qué hacer nada. No me debes nada; tampoco quiero que me devuelvas nada, ningún dinero. Es un regalo que te hago, acéptalo como un presente mío, como un recuerdo que te dejo. No, no quiero esto, no quiero que me hagas nada, nada, ningún “servicio”. No me hagas esto por favor, no me humilles ni te humilles tú conmigo. No quiero… No quiero…verte…verte como a  una…una… ya sabes… No lo quiero. Perdóname por favor; perdóname y deja esto, por favor, por Dios te lo pido.

― Juan, el dinero te lo reintegré anoche en tu billetera, no lo tengo, es tuyo y a mí me quema, me quema la piel aún estando dentro del bolso. Y no, no pretendo compensarte con un “servicio”, sólo “hacerlo” contigo porque es lo que quiero. Juan, ahora no soy Esmeralda, la…“eso” que has tenido la delicadeza de no pronunciar. No, ahora soy la chica sencilla, inocente,…y virgen…que vino a Madrid hace…muchos, muchos años…más que los doce que cronológicamente han pasado… Cuando todavía era María, cuando todavía María vivía, antes de que los “botellones”, el hachís, la marihuana y demás “drogas blandas”…y la cocaína la mataran… Antes de que el terrible “chulo” que es la cocaína hiciera surgir, de las cenizas de María, a Esmeralda, la “eso” que no quisiste pronunciar. Y Juan, quiero hacerlo contigo porque quiero saber, al menos una vez en mi vida, lo que es sentirme amada por el hambre que me enamoró sin yo siquiera darme cuenta, el hombre al que quiero con locura, tú Juan vida mía, amor mío. Quiero sentirme limpia, honesta y dulcemente feliz cuando me lleves al éxtasis de la cima del amor, no como una maldita perra en celo en la que el macho se acaba de desfogar. Amame Juan, ámame ahora, hoy… Y olvídame mañana. Mañana arráncame de tu corazón; bórrame de tu memoria y nunca más te acuerdes de mí. Olvídate del club, no vuelvas nunca más por allí, sácanos a todos nosotros de tu vida, a mí, a las chicas, al club… Y vuelve a la vida que antes vivías. Busca y encuentra una mujer que te merezca, que pueda ser la digna y buena esposa que mereces, enamórate de ella y con ella sé feliz. Por favor querido mío, por favor… Por mí, hazlo, haz todo eso, todo lo que conmigo no podrás disfrutar nunca, pues mañana volveré a ser Esmeralda… Sí, enfrentemos la verdad, ESMERALDA LA PUTA. Yo en cambio nunca te olvidare, nunca olvidaré estos momentos en que me ames pues serán los más bellos recuerdos de mi vida, los que harán que, por una vez, María regrese oscureciendo por unos momentos a la putísima Esmeralda. Amame Juan, ámame como nunca hayas amado a mujer alguna ni vuelvas a amar en tu vida, pero olvídame luego, olvida cómo me hayas amado esta noche para que las noches con la que por fin sea tu mujer sean, esas sí, inolvidables. Y Juan, querido mío, no perdamos más el tiempo…

Al día siguiente, cerca ya del medio día pues despertamos muy tarde, Juan se marcho. Le acompañé hasta la puerta y con un beso le despedí para siempre. Me volví entonces al dormitorio y me arrojé en la cama. Lloré, lloré desconsoladamente pues sentía que la vida escapaba de mí con la alegría e ilusión por vivirla, y me quedaba vacía, muerta en mi interior. Era muy tarde, casi las cinco de la tarde cuando al fin, como una sonámbula me dirigí a la cocina pues, desde luego, la vida tenía que continuar, no sería tan afortunada que en un momento de verdad la vida, es decir, mis pulmones, mi corazón, mis venas y arterias, todos los demás órganos de mi cuerpo…y mi cerebro, dejaran de funcionar. Sí, la vida orgánica proseguiría sin remedio y yo tendría que vivirla, quisiera o no. Intenté entonces comer algo pero me resultó prácticamente imposible. Unas lonchas de fiambre cocido, un par de rebanadas de pan de molde y un vaso de leche. Y volví a la cama, sin ducharme, sin lavarme. Mi cuerpo mantenía aún el olor, el sabor del cuerpo de Juan y no quería borrarlo aún. También la cama estaba deshecha, con las sábanas impregnadas del sudor vertido por ambos, de los abundantes fluidos que tanto Juan como yo derramamos en esa noche maravillosa de sublime e inolvidable amor. Y allí, entre esas sábanas me acurruqué, recordándole, soñando con él, con esa maravillosa noche que jamás se repetiría.

Eran más de las diez de la noche cuando acabé de ducharme, cambiar las sábanas, hacer la cama y recoger un poco el “picadero”, pues no otra cosa volvería a ser. Me vestí entonces, metí en el bolso la bata que anoche cubriera a Juan y marché a la que sí era mi casa, donde realmente vivía. Guardé la bata en el armario, me tomé dos pastillas para dormir y, sin cenar, me fui a la cama a ver si podía descansar un poco.

Tampoco al día siguiente quise ir al club, ni al siguiente, ni tampoco al otro. Hasta el quinto día de marcharse Juan no aparecí por el club, y ello aún por las llamadas que a diario recibía de Toni, la Mati y otras chicas más animándome, pues para nadie era un secreto lo que para mí Juan significaba, como tampoco lo que aquella noche pasó en ese apartamento que, por esa noche, dejó de ser un “picadero” para mis clientes.

Luego esa tarde, la quinta sin Juan, fue la que volví por allí. Pero no fui capaz de hacer otra cosa que “descorches”, y aún eso sin concesión alguna por mi parte, sin permitir a nadie tocarme un pelo. No podía soportar la sola idea de que otras manos me tocaran, que otros hombres disfrutaran nada de lo que aquella noche entregué a Juan con toda mi alma.

Así pasé tres, cuatro días más. De nuevo me encontraba como ya antes estuviera, sin aceptar salida alguna con ningún tío, y quedándome por tanto “seca” de pasta. Hasta la tarde del que ya era el onceavo día desde aquella inolvidable noche con Juan no me decidí a ajustar un “servicio”. Sabía lo duro que me iba a resultar hacerlo pues la repugnancia que me causaba sólo pensarlo pero… ¡La vida tenía que seguir costara lo que costase! Y la vida de Esmeralda era la de una prostituta que precisa hacer “servicios” para vivir.

Serían más de la nueve de la noche cuando salté al suelo desde la banqueta junto a la barra donde estuve primero charlando y después acordando el “servicio” con el cliente y, diciéndole “Vamos guapo” al tiempo que me le colgaba del brazo, nos volvimos en busca de la salida. Entonces, otra vez, la segunda en estos últimos doce días me quedé parada del vuelco que de nuevo me dio el corazón.

Y es que por segunda vez también en estos últimos días Juan estaba allí, frente a mí. Pero ahora, cuando me vio frente a él, sonreía con toda la alegría reflejada en sus ojos.

Me repuse al instante, loca de alegría: Juan estaba otra vez allí, otra vez a por mí y, a pesar de todos los pesares, era feliz de nuevo. La vida volvería a sonreírme, aunque solamente fuera por esa nueva noche. No le llevaría al “picadero”, le llevaría a mi casa, a mi cama, aquella por la que ningún hombre pasara y otra vez también seríamos el uno del otro. Y mañana, los demás días, que fuera lo que Dios quisiera, pero esta noche volvería a estar viva, a sonreír a la vida.

Y sin mirarle siquiera, dije al cliente 

―¡Lárgate, gilipoyas! ¡Fuera, largo!

El fulano entonces se quiso poner “gallo” conmigo. Me agarró por un brazo y empezó a decir

―Pero ¿qué te has creído so putón verbenero? ¿Qué te vas…

No le dio tiempo a continuar, pues ya Juan estaba allí, y, haciéndole soltar mi brazo, con una tranquilidad y aplomo increíbles le soltó

―Estimado amigo, eso de violentar e insultar a una dama no está bien, no es de caballeros. Y, aunque dudo mucho que tú lo seas, con esta señorita te vas a comportar como si lo fueras. De manera que, sin que sea necesario que con ella te disculpes, pues no ofende quien quiere sino quien puede, y un mierda como tú no puede ofender a nadie, te vas a quedar calladito y a largarte de aquí en paz y tranquilidad. Porque, si no haces, te voy a dar más guantazos que pelos hay en tu cabeza y te vas a largar entonces algo más caliente.

El fulano miró a Juan: Este le sacaba casi la cabeza y su porte no era nada despreciable, pues aunque no fuera un “Hércules” de gimnasio los músculos que se le adivinaban no eran nada despreciables. Además, su aplomo, su suave tranquilidad pero impregnada de firmeza, impresionaba. Luego, sin mediar palabra, el “fulano” dio la vuelta y abandonó el local. Entonces Juan se volvió a mí, me tomó suavemente por el brazo, me besó ligeramente los labios y me dijo.

―Asunto solucionado. ¿Nos sentamos?

Y sin esperar mi respuesta me llevó hasta su antigua mesa, aquella que ocupaba la noche en que, por vez primera, hablamos y que tan malamente la acabé yo. Nos sentamos, se acercó Toni y le encargamos dos gyn-tonic. Entonces, cuando nos sirvieron las copas, dejando la charla insulsa que hasta entonces siguiéramos, me dice.

―Toma, te lo he traído especialmente para ti.

Y me entregó una cajita que, indudablemente, contendría un anillo. Se lo agradecí y al momento la abrí ilusionada: Era una sortija, no ya preciosa sino maravillosamente hermosa. Además sabía que le habría costado bastante dinero por el gran brillante que refulgía en el centro del engarce, rodeado por otros más pequeños; todo ello montado en oro blanco. Eso no sé si con mil euros se pagaría. Pienso que con más, puede que hasta bastante más de mil euros, puede que hasta dos mil euros, y quién sabe si más, incluso. Y no, yo no podía aceptar semejante regalo. Se lo devolví diciéndole

― No lo puedo aceptar Juan, es demasiado caro. Te lo agradezco, de verdad que te lo agradezco en el alma Juan, pero no te lo puedo coger. Me sentiría sucia, como si fuera tu “entretenida”, como si mi único interés por ti fuera esto. Las joyas, el dinero a fin de cuentas. Me sentiría prostituta. Lo soy, desde luego, y a otro se lo tomaría sin dudarlo, pero contigo es distinto, contigo soy la mujer enamorada, no la prostituta…

No me dejó continuar. Me tapó la boca con un beso, me volvió a acercar la sortija diciendo

―Póntela, en la mano derecha, en el dedo anular. Es un anillo de pedida y al dártelo estoy pidiendo tu mano. María,  Esmeralda acaba de desaparecer para siempre y ya sólo existe aquella chiquilla inocente y llena de ilusiones que se llama María. María, ¿querrás casarte conmigo?

Yo entonces volví a mirar la joya; hipnotizada la miraba y miraba… Alcé la mirada hacia él, que me observaba nervioso, anhelante… Volví a mirar el anillo… Alargué la mano hasta la joya, la toqué un momento, y rompí a llorar ruidosamente, como si de verdad sufriera todas las penas del Infierno. Y claro, al momento estaba allí Toni y con cara de poquísimos amigos. Se encaró con Juan escupiéndole al rostro

―¿Qué le has hecho, señorito bastardo?

Y agarró a Juan de la solapa de la americana intentando levantarle. Yo al momento cogí del brazo a Toni

―Suéltale Toni, no me ha hecho nada malo. Lloro, sí, pero… ¡Lloro de alegría Toni! ¿Me oyes? ¡De alegría, de dicha, de felicidad! Mira Toni, mira la sortija que me acaba de regalar. ¡Es un anillo de pedida! ¡Y acaba de pedirme mi mano! ¡Y también acaba de pedirme que me case con él!... Juan, no sé lo que pasará el día de mañana, si acabarás por abandonarme o qué… Pero… Si estás dispuesto a arrostrarlo todo, si estás dispuesto a enfrentarte por mí al mundo entero si así pintan las cosas, yo también estoy dispuesta a afrontarlo todo, a enfrentarme a todo y a todos por ti. Sí Juan, seré tu mujer, tu esposa, si así de verdad lo deseas… Y que Dios nos ayude en nuestra andadura del futuro. Sí, Juan, sí, hoy ha muerto para siempre Esmeralda y resucitó, gloriosa, María, redimida por ti, por tu amor. Gracias mi vida…

 

F I N

(9,48)