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Revoltillo a la francesa

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por Werther el Viejo

 

1.- A l’après-minuit

 

SI TE DIGO la verdad, yo creo que soy realmente un heterosexual bastante convencional. Aunque, a veces, algún dedo travieso femenino, maniobrando dentro de mi culo, ha conseguido mejorar por cien mis orgasmos. No me tengo por bisexual, a pesar de haber practicado alguna experiencia de este tipo. Pero siempre ha sido en momentos de supercachondez galopante o de viajes de origen alucinógeno. 

De hecho, en esas ocasiones que me dieron por el culo, a menos que me hiciesen daño, me habían dejado bastante indiferente. Excepto en casos muy extraordinarios, nunca  he logrado sentir nada especial. 

Otra cosa es lo de follarme yo un buen trasero. Según como vaya el zafarrancho, me da igual que sea el de una tía o el de un tío. Tampoco tengo ningún problema si es ella o él, quien me la mama. Lo único que me importa es que, sea quien sea, me la mame bien. De todas maneras, si puedo elegir, siempre preferiré una buena felación o un buen ojete de mujer. Aunque sólo sea por aquello de la estética. Tú ya me entiendes.

Pues bien, te contaré algo de hace unos años. Fue con una pareja de franceses. Los conocí en un bar de intercambios de Barcelona. Floren (mi pareja de hecho) estaba de viaje y yo había acabado ya el repertorio de pajas. Empezaba a deprimirme en aquella noche del sábado, dando vueltas y vueltas en mi cama muy amplia y vacía. Así que salí a aireame un poco. Y no sé cómo me metí en aquel bar, que Floren y yo frecuentábamos a veces.

Hacía un buen rato que bebía whisky, mientras charlaba en la barra con la encargada de relaciones públicas que me había reconocido. Entonces, llegaron ellos dos y se sentaron en taburetes muy cercanos. 

Se les veía muy excitados, pasados de vueltas y posiblemente de alcohol. En voz alta, en francés, se estaban poniendo de acuerdo para un programa de obscenidades íntimas “para dentro de un rato”. Por otra parte, a veces se pitorreaban -sobre todo, ella que parecía la más lanzada- del personal del local. 

Curándome en salud, les dije en francés que me estaba enterando de todo. ¡Buena puntería, tú!: se echaron a reír y me invitaron a otro whisky. En realidad, nos caíamos bien de inmediato y conectamos sin ningún esfuerzo. Cuestión de feromonas, posiblemente. Porque, como sabes, yo no he sido nunca un guaperas. Aunque también ligo de vez en cuando. Floren siempre me ha dicho que estoy mejor desnudo que vestido. Especialmente se guasea de mi trasero: “pequeño y estrecho, de maricón o torero”. 

Bueno, pues poco después, decidimos montarnos un buen número en su hotel. 

En cuanto entramos en la habitación, nos pusimos manos a la obra. En un santiamén, estábamos los tres en pelota picada. 

Nadine ,una rubia algo llenita, casi cincuentona, y calentorra impenitente, en cuanto me tuvo a su alcance, me agarró por los genitales y, sin avisar, se tragó toda mi polla entera. Sin darme tregua, se dedicó a practicarme una mamada de sanguijuela. ¡Dios, qué gusto! Me la sorbía hasta estrangularla cruelmente y, luego, durante breves instantes, la dejaba latiguear libre dentro de su boca, para enseguida volver a ceñir el glande con sus labios poderosos. También sabía utilizar primorosamente su lengua, con lametones obstinados y salivosos. 

Ya lo puedes imaginar: a poco, tenía toda mi sangre, mi cerebro y todo mi cuerpo, resumido en 16 o 17 centímetros de verga furibunda, a punto de eyacular.  Te aseguro que yo me esforzaba por retener en mis cojones el subidón de leche. Pero la precisión de su lengua, la jugosidad de su boca y, sobre todo, la experiencia de sus dientecillos, con ligeros mordisqueos, hacían saltar chispas de lujuria de todas mis terminaciones nerviosas. Mira por dónde, Nadine me estaba haciendo disfrutar de un auténtico “francés”, con denominación de origen y todo.

Le pedí que parase, que me dejase enfriar un poco el pene. No quería correrme tan pronto.  Durante unos instantes estuve circulando por el filo de la navaja, hasta que Nadine soltó su  presa de mala gana.

A todo eso, Henri nos había estado espiando, como planeando alguna táctica especial para atacar. Metido, como yo, en la segunda mitad de los cincuenta, mantenía un cuerpo, no muy atlético, pero sin un quilo de más. Exhibía una bite de tamaño proporcionalmente correcto. Se le veía plácido, repantigado en una butaca. Mientras fumaba, se la iba manoseando con indolencia, a fin de apuntalar su erección. 

Entonces, como quien no quiere la cosa, me preguntó si yo “también” era bisexual. Le dije que técnicamente no lo era. Pero en plena euforia por la mamada de Nadine, se me ocurrió gritar que aquella noche estaba disponible para cualquier cosa.

No tardaría mucho en saber qué entendían ellos por “cualquier cosa”. Fue mientras me estaba comiendo aplicadamente la chatte de Nadine. Ella tendida de espaldas en la cama  y yo, encima, hocicando en aquella almejota suculenta y salada, en donde había espacio para una docena de lenguas como la mía. Enloquecida, me pedía con desespero:

-Lape-moi... Lape plus dur... p’tit cochon...!!

Henri, aprovechando que en aquella postura yo presentaba una retaguardia al descubierto, se puso a acariciarme el ano. Suave y lentamente, lo fue lubricando con una crema hidratante que olía muy bien. Fue tanteándome el esfínter y, cuando lo creyó oportuno, deslizó un dedo dentro del agujero y lo mantuvo inmóvil y tieso. Y, en tal situación, iba a esperar pacientemente el tiempo necesario para que me acostumbrase a aquel estorbo persistente. 

Lo cierto es que yo, en esas, acaba de cazar con los labios el clítoris carnoso, consistente, de Nadine. Se lo lamía, le daba largos chupetones, lo sorbía hasta casi tragármelo, y volvía lamérselo. Y así una y otra vez. Nadine se puso a gañir como una gorrina por San Martín. Me agarró la cabeza y me obligó a meter media cara dentro de aquel coño de ballena, inundado de saliva y jugos vaginales. Lanzó un grito salvaje y estalló en un orgasmo de la gran hostia, entre estertores, espasmos y contracciones feroces. 

En aquellos momentos, yo ya no podía más. Necesitaba correrme. Había alcanzado tal grado de excitación que apenas sentía el dedo impasible (o quizá eran dos o tres) de Henri. 

Después de un par de minutos, Nadine, en lugar de relajarse, se levantó de un salto. Se puso a gatas encima de la cama, con el sexo todavía palpitante y el culo en pompa. Y me ordenó:

-En levrette...! Prends-moi, salaud!

“A bodas me convidas”, pensé. Y, de un golpe certero, sorprendentemente sin apenas oposición, envainé toda mi verga dentro de aquel culo abierto. En realidad, el gros cul de Nadine debía haber sido trabajado en un montón de ocasiones, porque resultaba de lo más holgado y profundo. Eso sí, la puñetera, en cuanto notó el relleno, se puso a marear la popa descontroladamente, como un buque en pleno temporal. Y encima me exigió que la masturbase.

Bueno, pues estaba a punto de vaciar toda mi carga en aquella falla sísmica, cuando Henry me abrió las nalgas y, muy poco a poco, me fue enculando con su braquemart. “¿Y ahora qué?”, me dije. Dudé y perdí la oportunidad de soltarme. Henri, el muy cabrón, conocía muy bien el paño. Me retenía delicadamente, sin forzarme apenas. Ajustándose al ritmo de Nadine, se dedicaba a follarme cuidadosamente, pero sin pausa.   

Comencé a notar como aquel garrote rígido iba excavando mis entrañas casi hasta el colon.  Y, sin embargo, no me hacía sentir nada especial: ni dolor, ni tampoco placer prostático. Pero, por otra parte, aquella maniobra había dejado mi inminente orgasmo en punto muerto.

Puro espejismo, porque, estimulado por el culeo demoledor de Nadine y espoleado por su griterío gutural, me corrí al fin. A golpes de pelvis, disparé toda mi lechada contra sus intestinos, lo que  me proporcionó una gozada tan intensa como efímera. Floté unos segundos en el ojo del huracán de la lujuria. 

Pero la enculada perseverante de Henri, que no se acababa nunca, me hizo sentir de nuevo el dolor de la realidad. Instintivamente, comencé a apretar una y otra vez el esfínter anal, probando así de expulsar su bite. Sin embargo, no había nada que hacer. Henri se había instalado firmemente sobre mis nalgas y continuó sodomizándome al menos durante un par de minutos. Hasta que por fin, tan parsimoniosamente como me había jodido, se corrió sin grandes aspavientos.

Después de mi orgasmo, Nadine se había soltado de mi metida y, sin dejar de masturbarse, rodó sobre la cama hasta quedar panza arriba. En cambio, Henri no acababa de sacarla de una vez, lo que me hacía temer un posible bis. Pero no. Poco después Henri arrancó de mi ojete un pijo blando y en retirada. Y se dejó caer a mi lado hasta sentarse en el suelo. 

Yo todavía estaba de rodillas con la cara hundida en la cama, tal como me había dejado. Sentía, muslos abajo, el goteo del semen de Henri que se escurría de mi culo. Él, que parecía perfectamente saciado, me pasaba la mano afectuosamente por el surco entre las nalgas para  ir enjugando el goteo de esperma. 

Nadine, que acababa de encadenar dos o tres orgasmos brutales, parecía por fin más relajada.

No sé qué estaría tramando, cuando a poco me preguntó si conocía alguna amiga para que viniese a cuadrar el número. Le dije que no se me ocurría ninguna en aquel momento, salvo Floren, mi pareja, que estaba de viaje.

-Domage... -murmuró.

Pero, entonces, se le metió en la cabeza que Henri tenía que contratar los servicios de cualquier garce. O, si no, al menos que nosotros dos volviésemos a enrollarnos, mientras ella se daba un buen gustazo digital. 

Henri, que estaba descorchando una botella de cava del minibar, le respondió que él y yo, seguramente, ya teníamos bastante por aquella noche. Nadine tuvo un conato de cabreo, pero enseguida estábamos los tres abrazándonos, besándonos y brindando por “la obscenidad y el sexo entre amigos”.

Después de la primera copa, recogí la ropa para vestirme. Pero Henri, con un gesto ambiguo, me pasó el brazo por los hombros y me dio un par de azotes en las nalgas. Luego, me  sugirió que, si no tenía nada urgente, me quedase a dormir con ellos. Y, guiñandome un ojo, me habló de organizar por la mañana una bonne journée.

-Si, madame, repose un p’tit peu -añadió, al descubrir que Nadine volvía a rascarse el felpudo.

*****

 

2.- La bonne journée

 

PUEDES ESTAR seguro que, si me quedé aquella noche, fue más por pereza que por morbo. La verdad es que, tras otra copa de cava y una ducha, caí redondo en la cama. Pero, como era de esperar, me desvelé más de una vez. A veces, por culpa de la sed; otras, por los ronquidos de Nadine y Henri, que dormían a lado y lado de mí. Además, extrañaba la cama. Y estaba incómodo porque me escocía un poco el culo y tenía el capullo algo dolorido. Por fortuna, al romper el alba, me quedé dormido como un tronco.

Cuando me desperté, Nadine y Henri estaban sentados a la mesa, desayunado. Me observaban y se estaban riendo de mi erección matutina (como más tarde me contarían). Bueno, incluso después de noches como la anterior, es algo que suele ocurrirme. Me despierto con la vejiga llena y el falo tieso, como cuando tenía 20 años. Además, me despierto terriblemente cachondo (a veces, aprovechándome de esas erecciones he disfrutado de polvos fabulosos o de pajas gloriosas). Pero, tío, después de una buena meada, la empalmada se va a la mierda automáticamente.

Cuando regresé después de orinar, Nadine y Henri habían terminado ya de desayunar. Seguían sentados a la mesa, tranquilamente fumando y sonriendo. Pero, por la manera de mirarme, era evidente que estaban proyectando alguna cosa.

Mientras tomaba el café sorbo a sorbo, eché un vistazo crítico por toda la habitación. Menuda facha debíamos hacer los tres, en cueros y todavía algo molidos. A luz del día, con sus cabellos grises revueltos, y profundas ojeras, Henri parecía mayor. También Nadine tenía ojeras (seguramente yo también) y, sin maquillaje, se convertía en una mujer muy entrada en la cincuentena. Sin embargo, ambos mantenían un cuerpo equilibrado, posiblemente a base de horas de gimnasio. Aunque ella (a causa quizá de la menopausia) estaba más entrada en carnes y comenzaba a ajamonarse. Por cierto que exhibía dos mullidas tetas, inevitablemente caídas. En medio de cada una de ellas, destacaba la gran mancha vainilla de la aréola con una guinda oscura y carnosa en el centro. 

Aquella visión me fue abriendo el apetito sexual. Me entraron unas ganas enormes de  lamer, chupetear, morder suavemente los pezones de Nadine, de llenarme la boca con sus mamas rosadas. Probablemente, tanto deseo se me debía reflejar en el rostro, además de en mi sexo. Porque Nadine, por debajo de la mesa, me atrapó el rabo ya crecido y comenzó a ordeñármelo.

Con la sorpresa me tragué de un tirón el café que me quedaba. Me atragante y tuve un golpe de tos. Pero ella no se inmutó. Me volví hacia Henri y, por la tensión de su cara, supuse que también él estaba siendo masturbado.

Nadine no paró hasta consolidar una firme y doble resurrección de la carne.  Entonces, se echó sobre la cama, de espaldas. Se abrió de piernas, haciendo ostentación de una vulva ardiente, en medio de una rizada pelusilla, teñida de rubio como sus cabellos. Con los dedos, se abrió los labios menores y descubrió una excitante flor roja y húmeda.

-Allez, mes mecs, tous les deux ensamble! -nos ordenó Nadine.

Te confieso que quedé hipnotizado por aquel chocho de puertas abiertas, de aspecto francamente agresivo. Para endulzar la cosa, Herni tomó el tarro de mermelada de fresa y untó a conciencia aquel cráter depredador. Luego, se dedicó a lamerlo lentamente, arrancando un rosario de gritos guturales por parte de Nadine.

Yo todavía seguía quieto y fascinado, hasta que Henri me exhortó:

—Vamos, vamos. Tú también.

La raja de Nadine tenía, ahora, un sabor agridulce. Me puse a paladear la pulpa carnosa del clítoris que resultaba de lo más apetitosa. Posiblemente, Nadine comenzaba a disfrutar de pequeños orgasmos, porque se convulsionaba, se pellizcaba los pezones y, sobre todo, gemía sin parar. 

Varias veces, mi lengua tropezó con la de Henri. Él aprovechaba la ocasión para, en plan goloso, rebañármela a fondo. Hasta que, en un momento dado, abandonó la chatte de Nadine y, hundiéndome la lengua en la boca, me sorprendió con un beso profundo, largo, invasivo y especialmente cargado de saliva con gusto a fresa. 

Nadine cogió un cabreo monumental. Saltó sobre el cuello de Henri y le arañaba como una gata rabiosa.

-¡Jódeme, viejo cornudo! ¡Fóllame ya! -le recriminó gritando-. ¡Los dos a la vez! -volvió a pedirnos.

Estaba tan furiosa que de inmediato le hicimos caso. A mí me tocó tumbarme en la cama de espaldas. Ella, de cara a mí, se sentó a horcajadas sobre mi vientre y se embutió mi verga en el coño. Luego, se tendió  encima mío para que Herni le insertase su carajo purpúreo. Enseguida, Nadine sujetó a Henri por las nalgas e intentó obligarlo a que la bombease vigorosamente. Sin embargo, él comenzó a follarla a su manera, marcando un ritmo parsimonioso pero insistente. 

Aunque dentro de aquella almeja había bastante espacio para las dos herramientas, noté enseguida la presión de la polla de Henri restregándose sobre la mía. Su fricción arrastraba una y otra vez mi verga hasta tocar fondo. Se me debía haber puesto dura hasta el límite. Y a cada vaivén experimentaba una mezcla explosiva de placer y dolor. Pero, prensado por el peso de ambos cuerpos, casi no podía moverme, lo que me hacía sentir tan subordinado como superfluo.

Saqué fuerzas de no sé dónde e intente levantar aquel pandero de Nadine que pesaba un huevo. No sólo no tuve ningún éxito, sino que encima desperté a la fiera: Nadine se puso a zarandear las ancas como una batidora. Sentí el cipote machucado, retorcido, comprimido, con estirones tan brutales que incluso temí que se me desgarrara. Y, enseguida, los tres rivalizamos en bufidos, bramidos y blasfemias por doquier.

Demasiado, tú. Una furia dulce comenzó a recorrerme la espalda, bajando hasta los huevos y subiendo deprisa hacia la cima del pene. Estaba, pues, a punto de correrme. Pero hete aquí que Henri se me adelantó. Ahogó a duras penas un aullido magnífico y vació su esperma dentro de Nadine. Era como una gelatina tibia que sentí que se deslizaba y pringaba mi verga, ahora tan hipersensible. 

Entonces, a golpes de riñón, también yo logré eyacular. Un latigazo eléctrico, una llamarada de placer lascivo, una gran sensación de paz testicular. Y el pesado cuerpo de Nadine aplastándome sin compasión. Porque, por lo visto, ella desgraciadamente se había quedado a medio camino.

-¡Más, más!... ¡No paréis, no paréis!... ¡Más, más, maricones de mierda! ¡Hijos de puta!... ¡No paréis, morpions! -nos lanzaba, nos exigía, frenéticamente.

Pero ya todo era inútil. Herni retiró su bite y arrastró con ella la mía. Fuera ya de la madriguera, no tardaron mucho en irse encogiendo ambas como cuernos de caracol.

Ante la lógica y justa cólera de Nadine, mi primer sentimiento fue de confusión; luego, de culpabilidad; y finalmente, de humillación por mi total impotencia momentánea. Así que me escapé a toda prisa de allí, con la excusa de ir al baño. 

Al volver, Nadine se estaba masturbando con un enorme consolador de látex. Tumbada en la cama, con las piernas abiertas y dobladas como las pinzas de un cangrejo, se metía y se sacaba con energía aquel garrote de caballo con una mano. Con la otra, se iba sobando cuidadosamente el clítoris. Henri, sentado a su lado, le chupeteaba los pezones con mucha más ternura que pasión. Contrastaba esta solicitud e indolencia de él, con la furia uterina con la que ella se taladrada sin parar. Se hundía hasta el tope aquel carajo sintético y lo removía como si estuviese haciendo mayonesa. Luego, se lo sacaba reluciente y húmedo y volvía a penetrarse entre una sucesión de uyes y ayes. Era un espectáculo tan fascinante que pensé que tendría que pagarse para verlo.

En un momento dado, Henri me pidió ayuda; con un movimiento de cabeza, me invitó a colaborar. Me senté al otro lado de la cama y me hice cargo de la teta izquierda. Fue decisivo. Casi inmediatamente, ella aceleró el ritmo de su paja, Se puso a gritar, a insultar y a gemir. Finalmente, estalló en un orgasmo escandaloso, estremecido, expansivo, largo. Sobre todo, largo. Tanto que me pareció que aquella vez era ya el definitivo.

Lo fue, realmente. Con todo, Nadine, agradecida, se arrastró por la cama hasta Henri y, sin excesiva convicción, pretendió levantarle el pingajo con cuatro lametones. Pero él, sonriente, se escabulló y le dio un beso tan amoroso y dulce que la desarmó por completo.

-Tengo apetito. ¿Vosotros, no? -dijo luego él. 

A continuación, le sugirió a Nadine que se arreglase y me pidió que les llevara a un buen restaurante para celebrar nuestro encuentro.

La verdad es que fue una comida de lo más alegre y confortable. Porque tanto Nadine como Henri tenían un gran sentido del humor. Y porque los tres disfrutábamos de aquel cansancio feliz que te dejan los buenos polvos. A la hora del café, volvimos a brindar de nuevo por “la obscenidad y el sexo entre amigos”, aunque esta vez con calvados. 

Antes de despedirnos, me dieron el número de teléfono de su domicilio.

-Si vas alguna vez a París, llámanos. Muchos fines de semana, nos lo montamos con un grupito de gente simpática como nosotros.

Finalmente, con los tres clásicos besos en la mejilla, nos dijimos adiós, “amigos para siempre”.

 

EL DÍA SIGUIENTE, lunes, a media mañana me llamó a su despacho el director general de la editorial. En cuanto entré, me presentó al vicepresidente de la compañía con la que  acabábamos de asociarnos. Era Henri. Muy serenamente, sin mover un músculo, me dio la mano.

-Enchanté -me dijo, con una sonrisa cortés.

-Monsieur Laforge ha venido con su señora -me explicó el director general-. Se van a quedar un par de días. He pensado que, como tú hablas francés, les podrías enseñar la ciudad.

-Desde luego -sólo pude articular.

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