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La Atalaya (capitulo 16)

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*  *  *  *  *

 

Lentamente, la situación en Sevilla y en toda España se fue normalizando. Aun así, entre 1940 y 1946, 30.000 personas murieron de hambre, a las que había que sumar otras tantas de tuberculosis.

José seguía trabajando en la Telefónica, pero cada día estaba más harto. Notaba que tenía un tapón delante que le impedía progresar en el trabajo, y ese tapón tenía su origen en Madrid, en la casa de la calle Narváez donde vivía su tía Carmela. Hace unos años, y gracias a sus influencias le facilito un trabajo, pero no estaba dispuesta a olvidar el pasado político de su sobrino.

Un día, a la salida del trabajo habían quedado varios compañeros en el bodegón del Pez Espada, un bar cercano a la central de teléfonos de la capital hispalense, cuando otro compañero llegó. Este era famoso por su falta de luces, además de su vocabulario en ocasiones inconexo, que algunos achacaban a su origen: era de Lepe.

—Traigo notisias frescas, —dijo haciéndose el interesante.

—No me digas, —bromeo otro conocedor de la costumbre que tenía de dar “noticias importantes” de escaso fundamento— y seguro que son importantes.

Posí, ahora que lo dices lo son.

—Bueno, pues cuéntanos.

Pos como veo que os lo tomáis a pitorreo: a lo mejor no os lo cuento. ¡Ea!

—Venga, no te enfades y desembucha ya. 

Pos que menterao de fuentes firelinnas… que van a venir los americanos a España, —la noticia dejó momentáneamente a todos con la boca abierta.

—¡A ver! ¿Qué es eso de que vienen los americanos? —preguntó finalmente José cuando pudo reaccionar, como todos los demás.

Pos eso. Que los americanos van a venir a poné una fabrica en España.

—Pero ¿de qué cojones estás hablando?

Pos que van a poné una fábrica y que van a coger a mussa gente.

—¿Y de que es esa fábrica? Si puede saberse.

Pos de que va asé, de lo nuestro: cosa de teléfonos.

—¿Y se sabe cómo se llama esa empresa?

—Claro que sí. Es un nombre extranjero: Etandas o algo así.

-Será Standard

Ezo mesmo, —afirmo el avispado lepero.

—¡Vete a la mierda! Si esos ya están aquí hace muchos años.

—Que no joher, que man dicho que van a pagar más caquí porque necesitan contratar gente.

—¿Qué pagan más?

—Que sí joher, que me lo ha dicho un amigo, que el cuñao de su primo trabaja allí.

—Pero vamos a ver zoquete. Los americanos están aquí desde hace casi veinte años. Standard era accionista de la Telefónica, —y bajando el tono de su voz, continuo— hasta que no sé por qué, Franco la compró, seguro que por un dineral…

—¡Ah! Eso fue cuando la nacionalizaron.

—Exacto.

—Da igual. Os repito que van a coger a mussa gente.

—Y ¿dices que van a pagar más?

—Que si joher. El lunes que viene empecian a contratar y tavía no lan anunciao. 

—¿Y eso?

—Porque quieren que entren primero los enteraos, ya mentendéis.

—Y ¿Hay que llevar alguna recomendación?

—Que yo sepa no.

—Da igual, —afirmo José— si van a pagar más a mí me interesa. 

—Y a mí. Nosotros vamos, y si nos dicen que no…

—Pues nada, el no ya lo tenemos.

—Que no joher, que no pasa na, que me lo ha dicho mi amigo.

—Pues como sea que no te voy a pegar una leche que te vas a jiñar.

¡Joher! Que no.

En 1.924, la ITT había creado en España la Compañía Telefónica Nacional de España de la que era la accionista mayoritaria. Dos años mas tarde, la matriz americana se convirtió en España en Standard Eléctrica, S.A. que trabajaba casi en exclusiva para la Telefónica, en la fabricación de equipos de comunicaciones y la instalación de centrales telefónicas.

Terminada la guerra civil, Franco acusó a ITT-Telefónica de haber colaborado con los republicanos y comenzó una serie de enfrentamientos diplomáticos con la empresa de Nueva York y el gobierno norteamericano. En las acusaciones Franco tenía razón, pero soslayó convenientemente el hecho de que Telefónica en realidad dio servicio en las dos zonas y a los dos bandos. Por lo tanto, era una excusa para hacerse con el control de la compañía, posiblemente aleccionado por los alemanes, que tenían planes para España, aprovechando que la concesión de 20 años expiraba y había que renovarla. Debido a este tira y afloja que duro varios años, ITT tuvo que renunciar, al menos temporalmente, a su proyecto de conectar Nueva York y Madrid con una línea radiotelegráfica. Finalmente, y según los alemanes perdían la guerra, Franco se fue separando de ellos y comenzó a entenderse otra vez con el gobierno norteamericano que exigió que se llegara a un acuerdo definitivo con la ITT.

Los contactos comenzaron los primeros días de diciembre en 1944 y varios meses después las partes habían alcanzado un acuerdo por el que se mantenía el monopolio, y la empresa se nacionalizaba. El 8 de mayo de 1945 se formalizó el contrato de venta al Estado español de las 318.641 acciones de Telefónica en manos de ITT Co. Se estableció como forma de pago en dólares, las cantidades de 98.752,22 en efectivo, un pagaré por 6,7 millones con vencimiento de 1 de diciembre de 1945 y 50 millones de deuda del Estado. De esta manera, el gobierno de Franco adquiría la compañía en una operación considerada por algunos especialistas de la época como «opción de prestigio del régimen con un interés económico dudoso». Por su parte, Standard Eléctrica, que había quedado fuera del acuerdo de venta, por contrato continuó cómo suministradora de material y equipo, y como instaladora de centrales. Estaba claro, que con la derrota de los que les ayudaron a ganar la guerra, Franco necesitaba apoyos en el exterior y lo encontró en EE. UU.

 

Unos días antes de que el grupo de compañeros hablara sobre su futuro laboral, enviaron a José a solucionar una avería que se había producido en la planta donde trabajaban las operadoras: la terminal de una de ellas no funcionaba. Mientras trabajaba debajo de la consola, de la que había extraído una maraña de cables, le daba conversación a la telefonista que estaba desocupada hasta que solucionara el problema: sus compañeras estaban muy ajetreadas metiendo clavijas. Según avanzaba la conversación, se fue dando cuenta de que la chica, de unos veintiocho o veintinueve años de edad, le resultaba vagamente familiar.

—Fíjate que tu cara me suena, —la dijo.

—Si, claro. ¿No me has visto en las revistas? Salgo continuamente.

—No, mujer. Que lo digo en serio.

—Y yo, ¿qué te crees?

—Cuidado como eres.

—¿Y como crees que soy? ¿A ver?

—¿Además de muy guapa?

—¿Tú crees que soy guapa?

—Pues claro, si no, no lo diría.

—Seguro que no soy la primera a la que se lo dices. Ni la ultima.

—Pero a las otras se lo decía de mentira…

—Claro, y a mí no.

—A ti te digo la verdad.

—Y te has fijado en mi cara bonita.

—Y muy linda.

—Claro. A ver si te crees que me chupo el dedo.

—Que no mujer, que te lo digo de verdad.

—Pues preguntaré a mis compañeras, que seguro que alguna conoce a un buen mozo como tú.

—Seguro que si, pero contigo es distinto.

—¡Ah! Claro, claro. Y yo me acabo de caer de un guindo. Anda, termina con eso que te vas a tirar aquí toda la mañana y la gobernanta ya nos está mirando de reojo.

—Si sigo en tu compañía no me importa. Y a la gobernanta…

—¡Venga!, termina de una vez que a ti te ganan los caracoles y te vas a darle conversación a ella, que seguro que la gusta.

—Hay que ver mujer. Cuidado como eres, —dijo José mientras se levantaba y recogía sus herramientas­—, dime al menos como te llamas.

—¿Y para que lo quieres saber?

—Para poder poner nombre a una cara tan linda.

—¡Pues mira! me llamo como mi padre.

—¿Cómo tu padre? —la chica se sentó en la silla y sin decirle nada más comenzó a meter y sacar frenéticamente clavijas en la consola mientras hablaba por el micrófono y una sonrisa se dibujaba en su cara.

 

Cuando termino el turno de trabajo de las telefonistas, José estaba como un clavo ante la puerta. Salieron todas en tropel en medio de un guirigay considerable compuesto de risas y palabras atropelladas. La vio salir y rápidamente se metió en medio de su grupo.

—He estado pensando…

—Mira, si tenemos un chico listo, —bromeó una de sus compañeras mientras ella bajaba la mirada al suelo y se sonrojaba.

—Y muy guapo, —añadió otra.

—Cuidado niña que aquí el don Juan tiene mucho peligro, —añadió otra más— te lo digo yo.

—A la que me diga su nombre la invito a un chocolate con calentitos, —propuso José.

—¡Cucha lo que dice! Te lo decimos, pero nos tienes que invitar a todas.

—Y en La Campana.

—¿Qué os pensáis que soy el Rockefeller? Además, en La Campana no hay calientitos.

—Pues unas tortas de aceite.

—Y nos sentamos en una mesa.

—El que quiere algo le cuesta.

—Además. Solo somos seis: no te quejes.

—Podría ser peor.

—Desde luego, podemos llamar a alguna más.

—No, no. Venga vamos a La Campana —se alarmó José—, pero todavía no me habéis dicho su nombre.

—Se llama Pepita, Pepita Villa.

José se paró en seco mientras las mujeres se le quedaban mirando. «No me jodas que es hija de José Villa» pensó mientras la miraba.

—¿Qué pasa, no te gusta mi nombre? —preguntó Pepita.

—¿Eres hija de José Villa? —preguntó.

—Si claro, es mi padre. ¿Le conoces?

—Si, le conocí hace unos años. Ya decía yo que me resultabas familiar, —mintió porque la verdad es que nunca la había visto, pero ahora veía cierta familiaridad en las facciones del rostro.

—¿Y eso?

—Ya te lo contaré en otro momento, Pepi.

—Pepi no, Pepita.

—Vale mujer, Pepita. No te enfades.

—Yo no me enfado. ¿Y por qué no me lo puedes decir ahora?

—Porque así tengo una excusa para quedar contigo mañana.

—Eres tú mu lanzao, ¿no? —coqueteó Pepita.

—¿Yo? Que va, todo lo contrario: inocente cómo un gatito.

—Niña, mucho cuidao que este gatito que va en moto y tiene uñas, —intervino una de sus compañeras—. Te lo digo yo.

—Cuidado que sois mal pensadas, —se defendió José—. Entonces, ¿quedamos mañana y te cuento de que conozco a tu padre?

—Mañana te lo digo. Seguro que nos vemos en el trabajo.

 

Rafael fue a la cita con Standard en compañía de alguno de sus compañeros. Cómo les había dicho el lepero, efectivamente pagaban más, pero poco más, aunque para el fue suficiente: era una empresa joven y en expansión cómo Telefónica, el trabajo iba a ser básicamente el mismo, pero dónde no había nadie que le cortara el paso a la hora de promocionarse. La pega era, que al estar en el departamento de Instalaciones, tendría que trabajar por toda la geografía nacional después de pasar unos meses en periodo de “prueba”.

José comenzó a frecuentar a Pepita a la que esperaba siempre que podía a la salida del trabajo. Al principio siempre les acompañaba una carabina, alguna de sus amigas y en ocasiones, alguna de sus hermanas. La noticia de que Pepita se había echado un novio cayó cómo una bomba en la familia Villa. La verdad, es que no tenían muchas esperanzas de que una mujer bonita cómo ella, pero lisiada por polio, pudiera casarse y formar una familia. Todos los hermanos estaban esperanzados, salvo el padre, que conocía la verdad del pasado político de José Morales. Sabía que desde el fin de la guerra, nunca había vuelto a tener relación con los que ellos llamaban “rojos proscritos”, pero, aun así, tenía reparos: en esos momentos ponía en la balanza el pasado de José, y el futuro de su hija. En el ambiente patriarcal imperante en España, cómo cabeza de familia le tocaba tomar una decisión que no deseaba tomar. Consultó por carta con Roberto, aunque era una excusa: savia perfectamente lo que le iba a contestar. Le sorprendió la rapidez de la respuesta, a vuelta de correo, y no tuvo más remedio que hacer frente a la realidad: su hija, profundamente enamorada, estaba dispuesta a arriesgarse y coger el que posiblemente seria su última oportunidad: con 28 años y coja, las oportunidades no se presentaban a cada momento.

Esa fue una cuestión que quedó zanjada desde el primer momento, y lo fue por parte de los dos: José le dijo que para él no era un problema y ella le creyó porque era verdad.

 

En un principio fijaron la boda para la primavera siguiente, para mayo de 1.950, pero a José comenzaron a mandarlo fuera de Sevilla a montar centrales telefónicas y ante la certeza de que iba a ser continuo, decidieron adelantarla.

La ceremonia se celebró en la iglesia de san Esteban el 16 de diciembre de 1.949 y los padrinos fueron Nicolasa Gil y José Villa. Asistieron las dos familias con la excepción de Miguel, el hermano pequeño de José, que hacia tiempo que se había trasladado a Madrid y no pudo arreglarlo con su trabajo, o al menos eso dijo. También asistió Roberto y su mujer, que aunque ya estaba delicada de salud, no quiso perderse la boda de José Morales.

Después de la ceremonia, todos se trasladaron a una taberna del Arenal en varios vehículos proporcionados por Roberto, dónde comieron todos juntos. Previamente, Pepita entregó su ramo de novia a la virgen de la Caridad de la hermandad del Baratillo, de la que su padre era hermano mayor.

La rapidez de la boda no pasó desapercibida a la horda de víboras chismosas de la calle Adriano que comenzaron a preguntarse por la “verdadera” razón de ese adelanto. Eso ponía de los nervios a Pepita que recibía noticias de esas habladurías a través de sus hermanas. En cambio, José mantuvo la calma en todo momento y eso exasperaba más a Pepita.

—No sé cómo puedes quedarte ahí sin hacer nada.

—¿Y que quieres que haga? —le respondía con tranquilidad—. ¿Qué vaya a Sevilla y le parta la cara a alguno o alguna?

—Pues claro que no…

—¿Entonces?

—¡No sé! Pero es que es mentira.

—Tú y yo lo sabemos, y lo que piensen los demás me da igual.

—Es que las sacaría los ojos a esas zorras.

—A ver mujer, según tú cuentas, ¿cuándo va a nacer el crío?

—Pues para septiembre.

—Pues ya esta: nueve meses. Solucionado.

—¡Pero están mintiendo!

—Pues que sigan: ya callaran.

—¿Y si nace antes?

—Pues tu que tienen conexión con Dios, habla con él, —bromeo José, pero Pepita no estaba para bromas— o ponle una vela.

— No bromees con esas cosas que son muy serias.

—No mujer, no bromeo.

Pepita se gastó una fortuna en velas durante todo el embarazo. Cuándo llegaban a un destino nuevo, lo primero que hacia nada más instalarse, era visitar la iglesia más cercana, encender una vela y rezar durante un rato con su rosario de la mano y su velo sobre la cabeza cómo era preceptivo. Y todos los días repetía la misma operación.

A mediados de septiembre, llegaron a Cádiz dónde, si todo iba bien, estarían mes y medio mientras José trabajaba en la nueva centralita del Gobierno Civil. Y allí, Pepita salió de cuentas.

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