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Follar como Dios manda

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Por Werther el Viejo

 

1.- La americana impasible 

PUES, mira, respecto a obsesiones sexuales, todo hijo de vecino las tiene. Grandes, pequeñas, persistentes, perversas, inofensivas... Todos nos guardamos alguna. Yo, por ejemplo, sólo me quedo satisfecho si mi pareja también se corre al menos una vez, antes, durante o después (aunque sea a base de pajas). En realidad, me hecho un hartón de espiar turgencias de pezones, humedades de coños, contracciones de anos, antes de vaciar mis cojones. Te confieso que, en más de una ocasión, he tenido que esmerarme en ejercicios de lengua a fin de compensar eyaculaciones bastante precoces.

Precisamente por ello, muchas veces para desfogarme he preferido masturbarme que ir de putas. He de decir, además, que la mayoría de mis fracasos los he sufrido en relaciones con profesionales. Eso sí, algunos han sido fracasos gloriosos. Sobre todo uno, en Nueva York, que fue muy particular.

Al final de la tarde, en el bar del hotel, intenté ligarme una rubia que estaba muy buena. Me dijo que se llamaba Cheryl. Llevaba unos pantalones de piel sintética, que le marcaban un culo magnífico, y una camiseta bastante ceñida, que denunciaba un tetamen firme y generoso.

La invité a un par de Daiquiris; nos contamos cuatro cosas insustanciales; me dedique a ironizar sobre lo humano y lo divino, a fin de caerle simpático; y, finalmente, comencé a lanzarle frases hechas con doble sentido sexual. Pero mientras yo intentaba imaginarme  cómo sería una paja cubana entre aquellos senos mórbidos, mira por dónde fue ella quien me preguntó directamente si deseaba follarla.

-Naturalmente.

-Okay. Me regalas cien dólares y subimos a tu habitación.

Yo me había puesto tan cachondo que ya en el ascensor probé de meterle mano. Ella, no sólo me lo impidió, sino que aprovechó la ocasión para poner autoritariamente los puntos sobre las íes. Es decir, los 100 dólares no daban derecho ni a sexo oral ni anal; “a ninguna perversión”, puntualizó. Únicamente al clásico coito vaginal.

-Con condón, claro  -añadió con su inglés nasal.

De haber tenido dos dedos de frente, en aquel mismo instante la hubiese enviado a parir panteras. Pero desgraciadamente todo mi sentido común estaba empinándose entre mis piernas. Así que sólo fui capaz de murmurar:

-Of course.  

En cuanto entramos en la habitación, Cheryl se metió enseguida en el cuarto de baño y salió tan pronto que yo apenas tuve tiempo de desnudarme. Se tendió de espaldas sobre la cama y se abrió  de piernas, a fin de exhibir un coño rasurado, rosado y precioso.

-Bien, fóllame.

Mientras me ajustaba el condón, le eché una rápida ojeada cargada de lascivia. Tenía una piel muy blanca, ojos grises y una boca amplia y bien dibujada, aunque con labios de poca pulpa. Y, desde luego, un par de tetas de marfil, coronadas por el borrón oscuro de los pezones. Me parecieron demasiado firmes para una mujer que aparentaba 40 o más años. Pero yo, sobre todo, tenía la vista clavada en aquel culo que me estaba vedado. Un culo soberbio, carnoso, de nalgas poderosas que sugerían uranismos salvajes.

-¡Venga! ¿A qué esperas? -me apremió.

Como ya puedes suponer, la visión de aquel trasero me había levantado la verga y la moral. Así que me amorré a aquellos pezones de carne tumescente y les pegué un par de chupadas tan brutales que temí haberlos secado.

-¡Cuidado, cabrón! ¡Me hace daño! -gritó Cheryl, y me arreó un par de guantadas en la frente, para apartarme.

-Sí, sí... Lo siento.

-Déjate de estupideces y fóllame como Dios manda.

“Bien, basta de chorradas”, me dije. Y tal como me pedía, me deje de gilipolleces. Haciendo el misionero, hinqué la polla en aquel chocho yanqui, casi hasta los huevos y con tanta rabia como deseo. De inmediato, comencé la vieja ceremonia del mete y saca, del adentro y afuera, en busca desesperada de un orgasmo reparador. 

Me la estaba tirando con toda la lujuria del mundo. Para mejor concentrarme en mis sensaciones, había cerrado los ojos. De este modo, disfrutaba mejor de las cosquillas eléctricas que me iban saltando del capullo a la hipófisis y viceversa. Notaba un montón de hormigas constantemente correteando por mi columna e intentaba sacudírmelas levantando las nalgas para tomar carrerilla en cada nuevo bombeo. Ni siquiera me atrevía a pensarlo, pero en aquel momento  me moría de ganas de que ella me agarrase el culo y me trabajase el ano y el recto con los dedos.  Seguramente, de haberlo hecho, yo me hubiera corrido enseguida como una bestezuela feliz y agradecida. 

Y, de pronto, tuve un arranque de rabia y consideré que 100 dólares bien valían un poco de alegría.

-Con los dedos... Fóllame el culo un poquito -le pedí entre jadeo y jadeo.

-¡Qué?... Sin perversiones, ya sabes.

Desgraciadamente, abrí los ojos para ver si lo decían en serio. ¡Nunca lo hubiera hecho!: aquel putón de hotel se mantenía impasible, absolutamente pasiva. Ni siquiera se dignaba a fingir ayes o gemidos. Mientras se dejaba joder, se distraía mirándose los cuadros de la habitación. Se la veía tan relajada como si estuviese haciendo calceta o el crucigrama del “USA Today”. 

A partir de aquel instante, la cosa fue de mal en peor. Mi cipote que comienza a desmoronarse. Cierro los ojos y me concentro en taladrar a fondo el coño de aquel iceberg americano. Hago trampas y me imagino que la tengo enculada, que realmente me estoy trincando aquel pandero de estrella de porno. Incluso, afino el oído a fin de descubrir el más mínimo rumor de excitación por parte de Cheryl. 

Pero nada de nada. Sólo capto las resonancias de mis blasfemias, de mis quejas obscenas, cada vez más altas e incontroladas. Y entonces mi erección inexorablemente se va a la mierda. Más deprisa de lo que querría, mi polla pierde dureza. Me cuesta Dios y ayuda mantenerla presentable. Me lo veo venir. De un momento a otro, mi querida herramienta me dejará en la estacada, oxidada e inservible. 

-¿Qué te ocurre? ¿Ya has terminado? Maybe...? -me preguntó.

-No, nada, nada... Voy a hacer pis... Espérame un momento.

A toda prisa, me metí en el cuarto de baño. Atosigado por la angustia, comencé a masturbarme desesperadamente. Y, mira, a base de sacudirme el pene frenéticamente, de estrangularlo hasta casi hacer explotar el capullo, de darle estirones a diestro y siniestro como un descerebrado hijo de puta, conseguí un inestable grado de rigidez. Sin pérdida de tiempo y tras calzarme de nuevo el preservativo, salí disparado con la esperanza de aprovechar aquella aceptable erección y sacar rendimiento, por fin, a mis 100 dólares.

-So, Cheryl... Será mejor que tú te ponga encima.

-Okay.

En efecto, se montó sombre mi vientre. Se ensalivó la raja. Y con gran estilo, se encajó mi  alegre carajo dentro de aquella especie de grieta glaciar. 

Volví a cerrar los ojos. Pero la muy rabiza tampoco se esforzaba lo más mínimo en aquella posición. Por lo tanto, tuve que garfear su culo para levantarla un poco e intentar imponer mi ritmo de riñones. 

¡Joder!: al palpar aquel ojete de lujo mi cipote se engalló con ganas. “Calla, tú, que esto funciona”, me dije. Muy entusiasmado introduje, vagina arriba,  el resto del carajo tieso y me puse en marcha con uno... dos... tres golpes de pistón. Fueron tan profundos y tan enloquecidos que tuve la sensación de que estaba repicando en su útero. Y noté que se me dilataban los testículos, que la esperma se licuaba.  Tal vez, me puse a bramar a maldecir para excitarme aún más. Tal vez, perdí el control y hundí demasiado mis garras en aquel culo tan deseado. Tal vez... Lo cierto es que Cheryl dio un grito:

-Stop, stop...! Shit! ¡Me estás clavando las uñas! ¡Me hace daño! ¡Córrete de una vez, bastard!

¡Hostia, tú, qué mala leche! Abrí los ojos, mientras soltaba las cachas. Me la vi allí encima, con cara de cabreo, encaramada en mi barriga, como una turista cabalgando un burro.

Demasiado. De golpe, se acabo lo que se daba. Sin remedio, kaputt, finito, tururú, gatillazo. Se me arrugó la picha tan rápidamente, que, al rescatarla del chocho de Cheryl, estaba tan “fané y descangayada” que casi pierdo el condón. Entretanto, aquella perra frígida seguía montada sobre mis cojones. Tuve que sacudir las ancas, como un auténtico buey de rodeo, para quitármela de encima y lanzarla de cabeza sobre la cama.

-Lo siento. No sé qué me pasa hoy. No me funciona. No puedo...

-Really?. Bueno, entonces...

No perdió un instante. De prisa y corriendo, se vistió en un santiamén. Yo, avergonzado, con todo el pingajo colgando, me fui hasta la ventana para dejar de verla. Desde el piso 15 que estábamos, los rascacielos de la calle 57 se me figuraban falos prepotentes que se choteaban de mi colgajo.

-Tómatelo con calma -me decía Cheryl desde el baño, mientras se retocaba el peinado-. Estas cosas pasan a veces.

Enseguida, salió fresca y tranquila como una rosa.

-Los europeos sois todos una tropa de depravados. Sólo os excitáis con el sexo sucio -comentó mientras se dirigía a la puerta de la habitación-. No sabéis follar como Dios manda... Bye, darling.

Y se fue con los 100 dólares que se había embolsado nada más entrar.

Yo, con el rabo muerto entre las piernas -nunca mejor dicho-, arramblé con todo el alcohol potable del minibar. Y decidí darme un baño templado, mientras me emborrachaba y rumiaba sobre la llegada de la “pitopausia”.  

 

*****

 

 

2.- La americana flexible

DEL FRACASO con Cheryl, al día siguiente me quedaron algunos efectos colaterales: una fuerte resaca hasta el mediodía y, sobre todo, una depresión de elefante. 

Más exactamente fue una especie de fijación aguda. Cada vez que iba a orinar, me encerraba en el váter y, mientras meaba, iniciaba ligeros pajeos para probar de levantar la minga. Pero sí sí: ¡qué si quieres arroz, Catalina! 

Así, pues, cuando atardecía regresé al hotel convertido en un saco de angustia y mala leche. Y me metí en el bar dispuesto  a hacer méritos para un cáncer de hígado.

Iba ya por el segundo whisky, cuando a mi lado alguien pidió un Old Fashioned. Era una mujer de ojos claros, labios besucones y pechos temblones. Una mujer de unos 50 años, con mucha clase, que enseguida reconocí. La había visto en el congreso de medicina al cual yo asistía para dar información. 

-Doctor Divinstone, I presume? -se me ocurrió decirle de pronto.

Inmediatamente me arrepentí de haber soltado aquella gilipollez. Pero, mira, funcionó. Riéndose, me dijo que doctora sí, aunque no exploradora ni misionera como el doctor Livingstone.

-Europeo, ¿verdad? -estableció y luego me comentó que me recordaba de la conferencia de prensa de la mañana, en el congreso.

-Lo siento. Debe estar harta. Supongo que todo el mundo le habrá gastado esta broma estúpida.

Sonrió y a partir de aquel momento las cosas vinieron rodadas. Puede que por obra y gracia del cóctel, se puso a charlar por los codos. Mientras yo me acababa el whisky, me  hizo saber que ejercía en una clínica de Denver (“Colorado”, añadió), que se llamaba Ann y que había venido a Nueva York con su hermana menor, Beth, que era enfermera. Cuando finalmente vació la copa, le invité a otro Old Fashioned.

-Con Four Roses, por favor -le especificó al barman.

Resultó ser una mujer de los más simpática y alegre. Me gustaba que, a veces, cuando me hablaba, me cogiese del brazo. Por el escote de blusa, podía verle las tetas hasta los pezones que eran gordezuelos como las puntas de un limón. Tenía también un culo poderoso que sobresalía  del taburete, en donde estaba sentaba con pericia erótica. Seguro que en otras circunstancias, yo ya estaría empalmado como un demonio y maquinando cómo tirármela. Pero, a pesar del espectáculo, mi pene seguía sin levantar cabeza.

Pedí otro whisky (“sin hielo ni agua”). Alguna cosa debía yo llevar reflejada en la cara, porque Ann, con buen ojo clínico, me preguntó:

-¿Problemas?

-No, no, en absoluto... Bueno, quizá sí. Desde anoche... Me parece que acabo de convertirme en un candidato a la viagra.

Ella, mientras bebía un buen sorbo del cóctel, me estuvo estudiando de arriba a abajo. Al final, se quedó con la mirada clavada en mi bragueta. En vista de lo cual, me atreví a sugerirle:

-Quizá tú, Ann, me la podrías prescribir 

-No soy ni uróloga ni andróloga. Además, antes tendría que hacerte un examen a fondo.

-Claro... ¿Por qué no en mi habitación?

Ann volvía a beber y se entretenía saboreando el combinado. Entretanto, mantenía su mirada sobre mis partes bajas. Tan intensamente que incluso me imaginé que hacía temblar a mi carajo.

-Why not? -decidió finalmente.

En el ascensor, le hice un resumen de mi historia con Cheryl. Ella me estuvo escuchando y observando con actitud analítica. Actitud que mantuvo también en la habitación.

-Desnúdate y tiéndete en la cama -me ordenó con una voz neutra, muy profesional, antes de meterse en el cuarto de baño.

Le hice caso. Me tumbé sobre la cama, en pelotas, en decúbito supino y con el pájaro totalmente mustio. Un pájaro que tampoco se echó a volar al verla salir del baño sólo con las bragas. 

-¿Eres hipertenso? ¿Diabético? ¿Tienes problemas cardíacos o hepáticos? -me fue preguntando, mientras permanecía a los pies de la cama, exhibiendo sus tetas de cabra y su vellocino oscuro y espeso que se transparentaba bajo las blancas bragas de encaje.

-No, no... No que yo sepa.

-Okay. Haremos la primera prueba.

Entonces, me agarró la verga y la estranguló por su base. Luego, arrodillada sobre la cama, comenzó a mamarme el capullo con chupadas lentas pero de fricción muy potente. ¡Mano -o debo decir, lengua- de santo, tú! De golpe, sentí que todo mi cuerpo se ponía en marcha y mi bestezuela, dentro de su boca, pegó un brinco igual que un muñeco de muelles. Pronto la tuve más levantada que el asta de una bandera.

Mientras yo intentaba disfrutar del milagro, Ann se detuvo y la sacó de la boca para contemplarla:

-Pene normal, con erección de unas seis o siete pulgadas -observó-. Ahora, vamos con una prueba proctológica... Veamos como estás de próstata. Date la vuelta y arrodíllate.

Se ensalivó el índice y, decididamente, me introdujo su dedo en el recto. Al mismo tiempo, con la otra mano, comenzó a masturbarme suavemente. Durante un par de minutos, estuvo hurgándome dentro del culo tan hábilmente que me hizo gemir de gusto. Pero, cuando ya comenzaba a sentir la llegada del lechazo, la muy zorrona paró en seco y me dejó con la miel en los labios.

-Tranquilo, tranquilo... Todavía no hemos terminado. Tranquilo -y mientras me pedía calma, se sacó las bragas-. Tiéndete de nuevo. 

El panorama de aquel coño florido y peludo me dejó tan extasiado como excitado. Aunque Ann no permitió que me calentase demasiado.

-Por último, probaremos el grado de firmeza eréctil —me anunció enseguida. Y sin pausa, subió a la cama y se puso en cuclillas sobre mi vientre. Acto seguido, de un tirón, se embutió en la vagina mi cipote entero.

¡La hostia, tío! Nada más entrar en aquel aparcamiento resbaladizo, perdí la cabeza definitivamente. Comencé un riñoneo frenético. Uno, dos, tres emboladas... y ya estaba listo para eyacular un buen chorro de semen. De hecho, había dejado ya de controlar mis músculos, mi cerebro y buena parte de mi sistema nervioso. Todo yo estaba transformado en una polla deliciosamente atormentada. Y me puse a gemir, a bramar como una res malherida.

Estaba a punto de soltar el primer jeringazo, cuando la doctora Divinstone, de golpe, abandonó mi barriga. Me dejó completamente en fuera de juego, con la picha al aire, latigueando en el vacío.

-¡Eh, eh...! Todavía no, todavía no... -exclamó, con un tono ligeramente burleta-. Nos falta la prueba definitiva.

Entonces, se plantó frente a mí, a cuatro patas, y se lubricó el ano aprovechando la savia que le rezumaba del coño.

-¡Vamos! Métela en mi culo -me ordenó.

Con las manos, se había separado aquellas nalgas recias, voluptuosas,  me mostraba un orificio  sorprendentemente generoso y amplio, de piel muy fina y sin pliegues.

-Tienes un ojete precioso -le alabé, mientras la enculaba.

-Sí, bueno, no he tenido nunca hemorroides... Vamos, vamos... push deeper!

Aquello fue demasiado. Es probable que, después del frustre de la noche anterior, mis hormonas sexuales sobrecargasen salvajemente mi torrente sanguíneo. Porque, apenas instalarme en su recto, me corrí relinchando como el padre de todos los potros. Seguramente, solté un buen cuajarón de leche, porque noté que se me pringaba el capullo más que nunca. Ann, muy experta, mantuvo la presión anal para que yo gozase sin prisa de aquellas breves sensaciones de gloria y de placer.

Cuando finalmente saqué de aquel agujero la polla, chorreando esperma, me sentía tan agradecido que me hubiera comido a besos aquel pedazo de culo americano.

-Bien, amigo mío, no es exactamente viagra lo tú necesitas -oí que diagnosticaba Ann, mientras yo poco a poco volvía a mi realidad.

Una vez liberada de mi peso, rodó por la cama hasta quedarse mirando al techo. 

-Lo siento... Perdona... Estaba muy caliente, desde anoche -intenté excusarme.

-Sí lo estabas... Pero tranquilo... No te preocupes, europeo mío. La noche no ha terminado todavía... De momento, pide que nos suban algo para cenar.

Me hice servir en la habitación canapés, sandwiches y una botella de vino blanco californiano. Los dos comimos con gana y prácticamente vaciamos la botella. Yo me sentía saciado y confortable. Había mandado a la mierda la depresión de elefante. Sólo me preocupaba no poder estar a la altura: no confiaba en mis fuerzas eróticas. Se lo comenté a Ann.

-No te obsesiones. Es lo peor. Yo, sexualmente, soy una mujer muy dúctil, muy flexible... y muy caliente -me aseguró. Luego, me dio beso profundo, largo, mientras me acariciaba cariñosamente los genitales. Me lamía reiteradamente los labios, la lengua, el paladar, igual que yo hubiera hecho en su coño. Me dejó la boca llena de saliva con regusto de alcohol californiano. 

No sé si era lo que ella esperaba, pero yo reaccioné amorrándome a aquellas tetas de cabra, que cabeceaban de un lado a otro. Comencé a mamarlas lentamente y le dada pequeños mordiscos estratégicos con mucho cuidado. La oí jadear en voz baja, elegantemente. Con los labios humedecidos de saliva, fui bajando hasta su ombligo. Lo estuve puliendo reiteradamente con la punta de lengua. 

Cuando consideré que ya había suficiente, deslicé la lengua por el monte de Venus y, abriéndome paso entre la pelusa oscura, llegué hasta su tórrida vulva. También a golpes linguales, fui abriendo los labios de su coño hasta cazar su clítoris mórbido. Y entonces me dediqué a lamerlo, succionarlo, comprimirlo con el hocico. A veces, rápidamente. A veces, morosamente.  A veces, haciéndolo columpiar de un lado a otro de mi boca. Fui insistiendo tozudamente hasta sentirla agitarse, trepidar, convulsionarse y gemir con desespero. Fui insistiendo hasta que, sin soltarse de mi boca, se abandonó a un orgasmo bastante respetable.

Después, aquello se transformó en un zafarrancho erótico increíble. Abrazados, rodábamos sobre la cama. Ora iniciábamos un 69; ora follateábamos un ratito; ora probábamos una paja cubana con felación incluida; ora jugábamos a masturbarnos mutuamente... Y si nos venía bien, practicábamos un “postillonage” mutuo y retozón, mientras nos besábamos o nos chupeteábanos cualquier parte del cuerpo. Manteníamos un ritmo intenso que no decaía en ningún momento.

   Finalmente, una de las veces que tenía mi polla  firmemente insertada en su coño, Ann se me aferró a las nalgas y me gritó:

-¡Fóllame, fóllame! Fuck me hard... you bastard!.

Tenía sus piernas sobre mis hombros. Aproveché esta posición para, mientras jodíamos, toquetearle el clítoris con la yema de los dedos. Me apliqué deliberadamente en esta maniobra, ya que no quería correrme mucho antes que ella. 

-Faster! Deeper! Harder! -repetía Ann sin cesar, como si fuese un lema olímpico.

Realmente, las cosas rodaron bastante bien. Gracias a que Ann puso toda la carne en el asador me corrí fastuosamente.  Con mi polla, estremeciéndose de placer, me corrí dentro del chocho de Ann. Vacié del todo mis cojones  (no muy llenos en esta segunda oportunidad), mientras ella se mantenía momentáneamente quieta dejándome gozar de mi orgasmo 

Pero apenas unos segundos después comenzó a estremecerse como una batidora. Mi polla seguía dentro de su coño, cuando ella se puso a gruñir, a chillar, a jadear. Y, en slang, soltó una retahíla furiosa de palabras de las que no entendí ni jota. A rodillazos, se liberó de mí y de mi verga que, todavía con espasmos, le salpicó muslos y pelusa. Me agarró, luego, por el cuello (“Oh, my God! Oooohhh, my God...!”)  y, mientras se corría ferozmente,  me besó, marcando con la lengua su territorio dentro de mi boca. Por fin, me soltó. Y la doctora Divinstone se dio un revolcón sobre la cama, mientras se tironeaba los pezones o se arañaba sin tregua el chocho. Se quejaba tanto que no sabía si disfrutaba o sufría.

Poco después se calmaba y se quedaba  tan quieta y desmadejada sobre la cama que creía que se había dormido. Pero no. Se mantuvo así un buen rato.

-En momentos como este, siento haber dejado de fumar -murmuró ya muy tranquila, antes de levantarse y meterse en el cuarto de baño.

Salió vestida y sin maquillar.

—Tengo que irme -anunció y, mientras recogía su bolso, comentó sonriendo-. Por cosas que hemos hecho hoy, en algunos Estados nos hubiesen denunciado...  Me encanta hacer el amor con europeos. En general, disfrutáis del sexo, sin inhibiciones.  En realidad, sabéis follar como Dios manda... 

Antes de abrir la puerta, me dio un largo beso complaciente.

-See you tomorrow, darling -me dijo y se fue.

Pero no la vi al día siguiente. Y al otro tuve que irme de Nueva York.

 

MESES MÁS TARDE, me la encontré en un congreso en Barcelona. Quedamos de acuerdo para cenar.

-Estoy aquí, también con mi hermana Beth. ¿Te importa que venga con nosotros?

-No, claro que no.

-¡Oh!, mira ahí llega. Te la presento.

Me di la vuelta y...  ¡joder, tú!,  Beth era en realidad la gran hijaputa del hotel de Nueva York, que me dijo que se llamaba Cheryl.

Qué cosas, ¿no?

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