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Números primos e incestuosos

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por Werther el Viejo

 

1.- Mira por dónde, yo también me follé a mi prima

MIRA POR DÓNDE, yo, como casi todo el mundo, también me tiré a mi prima hermana. Claro que fue hace unos meses, cuando ella ya estaba por los 60 y tantos años

Bueno, lo cierto es que prima Montse sólo me lleva unos cuatro años. Cuando yo tenía 14 o 15, me enamoré de ella y, de una manera muy vaga, soñaban en follármela. Yo era técnicamente virgen todavía. Aplacaba mis excitaciones sexuales a base de continuas pajas. He de decir que me he masturbado, incluso, desde antes de sacar esperma. Recuerdo que, entonces, después de llegar a una especie de orgasmo, bajo el prepucio se me acumulaba una esmegma amarillenta y espesa que tenía un fuerte hedor a queso fermentado. Por eso, casi siempre, me pajeaba bajo la ducha.

Montse se casó a los veintitantos y se quedó viuda sobre los 50. En realidad, yo había dejado de verla; prácticamente desde después de su boda. Sin embargo, como es lógico, asistí al entierro y a los funerales de su marido. Después, de nuevo, volvimos a dejar de vernos, aunque ambos vivimos en Barcelona.

Pero hace unos días por la tarde, me la encontré en la calle, cerca de su casa. Después del intercambio de besos en las mejillas, mientras desgranábamos cuatro tópicos inevitables, la estuve contemplando. A pesar de las ojeras y las patas de gallo, en aquellos ojos azules persistía una cierta viveza propia de su adolescencia. Igualmente, su boca, amplia y de labios todavía  carnosos, resultaba bastante llamativa.  

-Se te ve muy bien. Sigues estando muy guapa.

-Puedes contar... Voy camino de los sesenta y.... varios -coqueteó-. Bueno, en realidad...

-Pero sigues estando muy buena -le corté.

Poco después -no me preguntes cómo- estábamos ambos en la sala de estar de su piso, viendo las fotos de sus nietos. En un sofá, aprovechando la claridad que entraba por la terraza.

-Se te parecen mucho. Son como tú a esa edad -comenté.

-Estabas enamorado de mí, ¿verdad? -me preguntó, acercando mucho su boca a mi oído. Me llegaba su aliento que atravesaba aquel espacio gracioso entre sus incisivos.

-Naturalmente -asentí con tanta contundencia que sonó a sorna.

-¿Tenías ganas de follarme?

-Bueno...  No lo tenía muy claro entonces... Pero sí de comerte a besos. Y quizá de mamarte las tetas.

Entonces, mi prima Montse se abalanzó sobre mí y me dio beso terriblemente lascivo. De pronto, sentí su lengua dura, sólida, consistente, dentro de mi boca. Más que llenar la mía de saliva, de lamémela, de entretenerse en mi paladar, estaba practicando un auténtico coito bucal. La lanzaba, una y otra vez, hasta casi mi garganta con la solidez de un miembro erecto. Realmente, era algo tan inesperado como afrodisíaco. Mi verga hizo un esfuerzo para empinarse, mientras mi cerebro comenzaba a liberar hormonas a destajo.

Tenía a Montse tan pegada contra mí que lo único que podía abarcar era su culo. Y me cogí a él. Clavé las uñas en aquellas cachas enfajadas por alguna clase de pantis elásticos. Intenté machucarlas con bastante excitación. Algo debió sentir ella, porque, como respuesta, deslizó su mano sobre mi paquete que comenzaba a abultar bajo los tejanos. 

-¡Caramba, muchacho! -exclamó riendo, al comprobar su consistencia. 

Aprovechando la pausa, intenté meterle mano a las tetas. Pero ella se levantó para evitarlo, mientras se excusaba: 

-Un momento... Vuelvo enseguida. -Y ya a punto de salir de la sala: - Si quieres, hay un lavabo en la segunda puerta del pasillo.

Mientras me lavaba los genitales en el bidé, me estuve recreando mentalmente en la concupiscencia de la situación. Montse era la hija de mi tía, una hermana de mi madre. De niños, habíamos vivido, nos habíamos sentido, nos habíamos querido como auténticos hermanos. La inminencia de la fornicación con aquel cuerpo, casi de mi misma sangre, me hacía sentir alegremente sucio y obsceno. En aquel momento, incluso me hubiese gustado ser creyente para gozar plenamente de un pecado de incesto.

Pensando en el morbo de la transgresión, me fui calentado de mala manera. Tanto que al volver a la sala, continuaba razonablemente empalmado. Montse me estaba esperando, tumbada a lo largo del sofá. Llevaba una especie de quimono de seda azul claro, abierto, que enmarcaba su cuerpo desnudo. 

Por primera vez en mi vida, la veía completamente en cueros. No tenía, lógicamente, el cuerpo florido y erótico de los 18 años, que tantas pajas me había inspirado. Ahora era una mujer de pechos grandes y caídos casi hasta la cintura; de vientre redondo y con algunas roscas de carne; de caderas anchas de paridora; de muslos poderosos pero blandos; y de coño rasurado (“me salen canas”), de aletas labiales protuberantes y moradas. Pero -lo que son las cosas, tú- precisamente la imperfección, el desorden armónico, de aquel cuerpo me excitó sobremanera. Se me puso tan tiesa como desde hacía tiempo no me pasaba.

-¡Hala! ¿A qué esperas, cariño? -me reprendió dulcemente, mientras me ayudaba a desembrazarme de los tejanos.

Luego, sin pensárselo, se metió la verga en la boca y me hizo una mamada caníbal. Comenzó a hervirme la sangre retenida en mi pene y me invadió un gusto insoportable. Con su segunda succión, Montse me daba a entender que iba a hacerme la gran mamada de mi vida. Pero  yo no quería correrme tan rápido. Al menos, no así. Quería follarla, echarle un buen polvo. Consumar de manera clásica aquella relación incestuosa.

-¡Para, para, paaraaa...! -le pedí. 

Dí un par de pasos atrás, para arrancar mi verga de su boca. Montse se quedó algo desconcertada.  Fue resbalando lentamente sobre el quimono, mientras se daba la vuelta para quedar libre de la ropa. Y quedó arrodillada en el suelo, de espaldas a mí. 

¡Joder, tío, qué culo! Un señor culo. Ilustre, maduro, generoso de carnes, dúctil y deliberadamente voluptuoso. 

Era evidente que en esa posición mi prima Montse me estaba invitando a sodomizarla. Pero por experiencia yo sabía que estas cosas deben llevar su tiempo. Así que comencé besándole las raíces del cabello de la nuca. Sin prisa, con la punta de la lengua fui resiguiendo su columna vertebral hasta llegar al canalillo de aquel mapamundi. Mientras ella gemía ligeramente y se le ponía carne de gallina, le fui mordisqueando las nalgas. Finalmente, pasé la cabeza bajo el arco de sus muslos y, girando la cara, acabé comiéndome aquel coño de labios complicados, con una calculada parsimonia.

Montse se dio la vuelta, lo justo para agarrarse al asiento del sofá. Poco a poco, se fue despatarrando hasta que acabó con la cara hundida en los cojines del asiento, la raja del chocho entreabierta y el gran pandero perfectamente en pompa. De esta manera, facilitó que mis labios alcanzasen su clítoris y la hiciese jadear y gemir sin inhibiciones. Y no tardé en notar en la lengua un gusto más fuerte, más salobre de sus secreciones vaginales, preparándose para un próximo orgasmo. Pero eso era, precisamente, lo que todavía no entraba en mis planes. Así, que abandoné el lamechocho y me puse en pie de cara  a su trasero.

-¡Joder, nene, qué haces ahora? ¡El coño... cómeme el coño, cariño! ¡Va... sí! ¡Qué me gusta un montón! -me ordenaba, me suplicaba, o ambas cosas a la vez.

Pero yo, fascinado por el espectáculo de aquel pedazo de culo felliniano, casi no la escuchaba. Mojé un par dedos en su baba vaginal y, bien pringados, se los fui introduciendo con prudencia por el ojete. Seguramente, ella se imaginó enseguida la continuación y no sólo dejó de protestar, sino que se separó las grandes nalgas con las manos, ofreciendo al descubierto un ano amplio, rugoso y oscuro, como una trufa. Yo me constreñí la base de la verga, a fin de endurecerla aún más, y la cambié por los dedos, con inesperada facilidad. Nada más meterle la mitad de la polla, mi hipófisis activó los mecanismos para una eyaculación inminente. Montse me la había sujetado con su esfínter. Luego, con un movimiento experto, consiguió encajársela cómodamente en el canal anal. Me regaló un par de culadas feroces y, entre carcajadas y jadeos, me espoleó, gritándome:

-¡Hasta las tripas, mariconazo! ¡Métela hasta las tripas! ¡No te pares! ¡Venga, no pares! 

Pero yo, apremiado por las ganas de eyacular, saqué corriendo la herramienta de aquel agujero sin fondo.

-!!Qué haces?? ¡¡Nooo...!!

Mi verga saltó cimbreando y salpicando gotas de semen o de lo que fuese. Sin perder un instante, agarré a mi prima por su cintura y, así desde atrás, ayudándome con una mano, le encasqueté la polla en su chocho maduro que ahora se cocía en sus jugos. 

No esperaba encontrarme con el obstáculo de sus dedos que impedían un paso franco y fácil. Montse se había estaba masturbando mientras yo la tomaba por el culo y no parecía dispuesta a dejarlo ahora. Con sus largas uñas, me asestaba rápidos arañazos colaterales sobre el tronco de mi pene, lo que de momento detuvo mi descarga.  

Yo, entonces, me abatí un poco sobre su espalda y me aferré a sus tetas colgantes. Pegué un par de bombeos sin ritmo, anárquicos, chapoteantes. Cerré los ojos y me dispuse a abandonarme a la llegada, por fin, del placer incontrolado de aquel polvo incestuoso. Aunque creo que Montse me suplicaba que me esperase un poco más, que casi estaba a punto. Pero yo me esforcé para que nada impidiese mi orgasmo de auténtico marrano feliz. Fueron una, dos, tres convulsiones deliciosas... y toda mi mala leche fue a parar a las puertas de aquel útero posmenopáusico. Y luego, los justos segundos, quizá medio minuto, de éxtasis e ingravitación carnal. 

-¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta! ¡No la saques ahora...!

Pues, no; no la saqué. Aunque lo hubiese querido, no hubiera podido hacerlo. Montse me tenía cogido por los huevos, mientras se pajeaba cada vez más deprisa. Estuvo así cerca de un minuto. Por fin, entre escalofríos, gritos sofocados y estertores, consiguió también un buen orgasmo.

-¡Ostras, hostiaaas... Dios del demonio! ¡Qué gusto, vida mía, qué gusto! -gritó entre risotadas.

Cuando, al final, dejó que mi polla se escapase de su coño, ya se me había  encogido miserablemente. Monste, sentada en el suelo, apoyándose contra el sofá, estuvo todavía tocándose y acariciándose con los ojos cerrados. Al volver a abrirlos, me dedicó una sonrisa agradecida, pero no demasiado feliz. Es decir, todavía no estaba totalmente satisfecha. Yo también estaba sentado en el suelo. Frente a ella. Escondiendo entre los muslos mi pene arrugado.

-Dios mío, cariño, estamos muy locos -murmuró finalmente-. Ha sido una pasada, ¿no?

-Ni que lo digas.

Se arrastró para besarme y acariciar mis genitales. Yo, curándome en salud, separé las piernas para mostrarle el panorama. 

-Pueden pasar siglos antes de que me recupere -le anuncié, disfrazando mi desencanto con una sonrisa.

-Puede que sí, puede que no -me dijo, ya puesta en pie-. ¿Quieres tomar algo? ¿Café, té, whisky? Calla, no... Ya sé... ¡Claro! Espérame un momento.

Me dejó sentado en el suelo todavía, razonablemente feliz, aunque lamentando mi escasa capacidad de recuperación actual. 

Después de algunos minutos, Montse regresó con una infusión humeante de hierbas aromáticas.

-Tomátela... Ya verás qué bien te va. 

La olí, antes de beber el primer sorbo. Tenía un aroma apetecible.

-¿Te has vuelto bruja, quizá?

-Muy bruja y muy puta, con los años -me aseguró, riendo.

-¿Sigues pintando?

-A veces. A lo mejor te dibujo al carbón, así, en pelota picada... De vez en cuando, también te hago la competencia: escribo... Y me he aficionado a navegar por internet. Sobre todo, imagínate, por las páginas porno.

No sé qué tenía aquella infusión, ni se me ocurrió preguntárselo. Pero, realmente, me fue reconfortando poco a poco. Nos pusimos a recordar cosas que habíamos hecho juntos, aventuras infantiles, accidentes leves, fiestas mayores con bailes en entoldados y atracciones de feria, de fisgoneos en los lavabos del sexo contrario y atisbos reprimidos en meadas campestres. Después, de un rato razonable, Montse le echó una mirada valorativa a mi pene.

-Ha funcionado, ¿no? Las hierbas...

La verdad es que no disfrutaba de ninguna erección. Pero, de todas maneras, mi pijo se había hinchado y estirado  hasta mantener una evidente consistencia. La suficiente, en opinión de Montse, para que nos enfrascásemos en un bullicioso 69 (ella, arriba; yo, debajo). 

Como anteriormente ya me había demostrado, Montse la sabía mamar de coña. A veces, con golpecitos de lengua me azotaba la polla de arriba a abajo; a veces, me rodeaba con los labios la corona del capullo, y me lo chupaba y lamía al mismo tiempo; a veces, me pulía el perineo y el escroto, con la punta de la lengua; a veces, me la succionaba a fondo, como si quisiese arrancármela del pubis; a veces, aceleraba su felación hasta ponerme a punto de orgasmo y, entonces, me la llenaba de saliva para refrescármela, mientras aflojaba su presión bucal. Y a todo eso, entre una maniobra y otra, me trabajaba el culo con los dedos, con tanta maña que, incluso, me parecía disfrutar del mítico placer prostático.

Como es lógico, yo me esforzaba por estar a su altura. Con la punta de los dedos, había abierto los pétalos morados de aquel chocho suculento. Pausada y rítmicamente, arriba y abajo, iba arando con la punta de la lengua aquel surco caliente. Si llegaba a la pepita del clítoris,  me entretenía jugueteando con él. Lo hacía saltar entre mis labios y, luego, lo libaba con una serie de succiones intensas. Después, le metía la lengua muy rígida dentro de aquella vagina, empapada de jugos salados, y se la iba registrando pliegue a pliegue. Y, también, seguramente con menos habilidad que ella, simultaneaba mis acciones con exploraciones digitales dentro de su culo.

Dos o tres veces, Montse me sujetó la cabeza con sus muslos ajamonados, para inmovilizarme durante unos instantes (“¡oh, qué bueno..., qué gusto!”), mientras se estremecía toda ella. Dos o tres veces, yo estuve muy a punto de llegar al clímax y correrme. Pero ella se paraba en el momento justo, me mordía suavemente la base del glande y dejaba que se me enfriasen un poco las ansias. 

Sin embargo, llegó aquel momento del irás pero no volverás. Mi polla se engalló un poco. Se me cortó el aliento y solté la poca leche que me quedaba. Por fortuna, también Montse estaba al borde del orgasmo. Un par de succiones a su pepitilla y mi prima se corrió como una zorra salida. 

Después, ambos rodamos por el suelo, recuperando el resuello, como si saliésemos a la superficie desde las profundidades de un mar sin fondo. 

 

TRES DÍAS DESPUÉS, el viernes, Montse me llamó por teléfono. Quería saber si tenía algo que hacer aquel fin de semana.

-Nada especial.

-¿Por qué no me acompañas al apartamento de Begur?

Me gustaba que me hubiese llamado. Me había sentido muy bien con ella y lo había pasado de fábula. Probablemente incluso mejor que si nos hubiésemos enrollado hace 40 años. A estas alturas, tú también lo sabes, uno siente otro tipo de pasión. Se ama todo aquello que te hace sentir vivo, sin condiciones e intensamente. Se disfruta de las emociones profundamente. Y se valoran con mimo las situaciones, porque cada vez queda menos tiempo para repetirlas. Por tanto:  

-De acuerdo

Entonces, me explicó que había escrito algo sobre nuestro reencuentro.

-Lo acabo de colgar en internet, en mi blog. Lo he titulado “Mira por dónde, yo también follé con mi primo”... Si lo lees, no te cabrees conmigo, ¿eh, Alfred? 

 

   *  *  *

 

 

2.- Mira por dónde, yo también follé con mi primo

MIRA POR DÓNDE, yo también hice el amor con mi primo hermano. Pero ha sido cuando él  iba ya por los sesenta y tantos.

Claro que, en realidad, mi primo Alfred es unos años más joven que yo. Cuando yo iba por los 17 o 18, lo tenía muy enamorado de mí. Sinceramente, era algo que me gustaba y me halagaba. Y, para mantenerlo siempre a mis pies, a menudo lo encelaba como una experta calientapollas. 

A veces, si mis padres salían con los suyos, Alfred pasaba la noche en casa. Yo, muy fisgona, lo había espiado mientras dormía en el cuarto de mi hermano, en la litera de abajo. Más de una vez, le había visto aquel rabito rosado que apenas sobresalía de sus huevecillos de perdiz. Incluso, un día, con mi vecina Rosa, lo sorprendimos cuando se estaba haciendo una paja. Él no nos vio, pero Rosa se excitó un montón y, tan atrevida como era, por poco que no se mete en el cuarto para ayudarlo. Para ser sincera, yo también me excité y, aquella noche, disfruté lo mío, pellizcándome los pezones y metiéndome el dedito. 

Mi primo Alfred no era un chico guapo. Tenía ojillos de pájaro -eso sí: muy verdes- y una boca bien dibujada, pero poco sensual. Tampoco tenía un culito de esos que, incluso en adolescentes, se hacen mirar. Más bien era pequeño y estrecho. Pero se trataba de un chico introvertido y tierno, con lo que ya entonces parecía muy interesante.

Precisamente, por culpa de esa personalidad, estuve a punto de hacérmelo con él, cuando yo tenía 19 o 20 años, y ya me lo hacía, con Jordi, mi novio. Fue una tarde que vino a casa para acompañarme un rato. Yo estaba en cama recuperándome de una pleuresía. 

Mi madre, aprovechando la circunstancia, salió a hacer la compra y nos quedamos solos. En un momento dado, lo sorprendí con sus ojillos verdes clavados en el escote de mi camisón. De pronto, me sentí vulnerable y desnuda. Se me endurecieron los pezones, noté un hormigueo caliente por todo el cuerpo y me entraron unas ganas locas de que se decidiese a tocarme. Seguro que, de no haber sido porque por la mañana me había venido la regla, hubiésemos acabando follando como fieras. Recuerdo que, incluso, en varias ocasiones después, llegaba a encelarme como una perra, imaginando qué jodíamos como locos y, además, cometíamos incesto.

Tras casarme con Jordi, dejamos de vernos. Prácticamente, sólo nos encontrábamos en bautizos, bodas y funerales. Cuando me quedé viuda, también asistió a las exequias por mi marido. Luego, de nuevo dejamos de vernos, hasta anteayer por la tarde.

Me lo topé en la calle, casi en la puerta de casa.

-Se te ve muy bien. Estás muy guapa -me dijo.

-Pues, mira, pronto cumpliré sesenta y varios... -le indiqué. Aunque en seguida pensé que no valía la pena presumir y añadí: -Bueno, exactamente...

-Sigues estando muy buena -me cortó.

Las cosas son muy curiosas: esa actitud me cayó la mar de bien. Me lo miré algo crítica. Se había convertido en un hombre maduro, de cabello escaso y gris, y con aquellos ojillos verdes más apagados. Un hombre de amplias espaldas, sin barriga y de trasero, ahora, quizá más estrecho y delgado. Pero, sobre todo, un hombre con un aire francamente interesante. 

Con la excusa de enseñarle las fotos de mis nietos, lo invité a subir al piso. No sé muy bien como fueron las cosas, pero después de un rato me confesaba aquello que yo ya sabía; es decir, que cuando era un adolescente se había enamorado locamente de mí.

-Y te morías por follarme, ¿no? -me atreví a apuntarle.

-Entonces, no sabía muy bien que era eso de follar... Todavía era virgen.

Lo dijo de un modo tan dulce que no me pude contener y le di un beso. Un beso que, al principio, fue afectuoso. Pero enseguida se transformó en un morreo agresivo, desenfrenado, cargado de lujuria. Mientras duró, sentí que se me cortaba el aliento como hacía tiempo no me ocurría. Claro que también hacía tiempo que no me besaba así con un hombre. De golpe y porrazo, sentí que se me llenaba el cuerpo de brasas al rojo. De la lengua, me bajaba una especie de comezón ardiente, eléctrica, que se instalaba en medio de mi sexo. Y noté que me estaba mojando, como también hacía tiempo que no me pasaba (al menos, no tan pronto).

Mi primo Alfred se había calentado como una caldera. Bufaba y rebufaba, a pesar de que yo le tapaba la boca con besos cada vez más profundos y dando rienda suelta a la lengua. Él, muy nervioso, pretendía meterme mano, pero todo se quedaba en agua de borrajas. En cambio, yo fui capaz de hacer presa en su paquete que abultaba descaradamente bajo sus tejanos. 

-Espera, cariño -le pedí en un instante de lucidez-. Véte preparando que ya vuelvo.

Mientras me desnudaba en el baño de mi dormitorio, me entró una sensación de bienestar, de buen rollo y, sobre todo, de ganas imparables de follar. Probablemente, a causa de un subidón de estrógeno en la sangre.

Tenía plena consciencia de que lo iba a hacer precisamente con mi primo hermano. Como hermanos, exactamente, no habíamos querido de niños y, quizá, todavía nos queríamos como tales. Sólo pensar en el incesto me llenaba de un goce anticipado, de un placer alienante y morboso. 

Sin embargo, mi euforia cayó por los suelos cuando me vi desnuda en el espejo: tetas casi hasta la cintura, barriga con varios michelines, culo como una plaza de toros... Pero, ¡mierda!, después de todo, tampoco Alfred era ningún George Clooney. Así que con los bajos recién lavados, rociada con desodorante, y enmarcada por un quimono de seda azul, me tumbé en el sofá de la sala. 

Mi primo Alfred entró casi enseguida. No sé, si por timidez o por seguridad, sólo se había despojado de la camisa. Se plantó frente a mí, con una especie de tienda de campaña en los tejanos.

-Vamos. ¿A qué esperas, amor?

Me lo aproximé, empujándolo por la cintura, mientras él se libraba de los pantalones. A la altura de mi cara, cimbreó un pene tieso duro, lleno de venas y venillas en relieve, y con un capullo prominente y muy rojo. Era hermoso. Por más que yo he disfrutado de algunos más largos o más gruesos, aunque también de otros más raquíticos, este me parecía realmente hermoso, porque era el de mi primo hermano. Necesitaba sentirlo dentró de mí: en el coño, en la boca, en el culo. Necesitaba que me llenase a tope con aquel semen genéticamente familiar.

Tal como estábamos situados, me resultó muy fácil agarrar aquella vergota y tragármela casi hasta la garganta. La comencé a mamar como si me fuese la vida. Mi primo gemía, se agitaba como una bestia herida. Después de cada succión salvaje, yo me quedaba atenta, esperando bocanadas de esperma. La verdad es que, en este caso, no me repugnaba lo más mínimo. Me venía de gusto recibir en la boca el chorro de su leche tibia. Era como comulgar con  mi propia sangre. Por eso, quedé tan desorientada cuando Alfred me la arrancó de la boca, mientras me pedía que parase y decía que no quería correrse todavía.

Aproveché aquella pequeña tregua para quitarme el quimono. Para hacerlo con comodidad tuve que darme la vuelta. De pronto, sentí la lengua de mi primo lamiéndome la nuca. Noté que se me erizaba hasta la última raíz de mi vello. Se me dilataron y endurecieron aréolas y pezones. Y me entró un deseo ineludible de acariciarme el clítoris (o mejor, que me lo acariciase mi primo). Pero Alfred pensaba en otras cosas. Fue paseando su lengua por mi espinazo, por mis nalgas, por mi ano, hasta llegar tremolante a la raja del chocho.

-Tienes un coño muy inquietante... Parece una orquídea -oía que comentaba, antes que la puntita vibradora de su lengua, con golpes seguros, me fuese separando los labios vulvares hasta tropezarse con el clítoris. 

No me hizo nada especial: sólo dos o tres toques linguales a mi botoncito. Pero suficiente para que me viniese un pequeño orgasmo tan moderado como gratificante. De esos que yo llamo “de aperitivo”. De todos modos, entré en una especie de fase de excitación hormonal, de hipersinsebilidad corporal y semiinsconsciencia mental. Por eso, no tengo muy claro cuándo ni cómo me insertó la polla en el culo. Ni tampoco cuándo ni cómo la sacó de mi ojete, se apuntaló sobre mi espalda, y la enterró toda entera dentro de mi coño.

Por la manera que Alfred respiraba, suspiraba y me retorcía los pezones, intuí que estaba a punto de correrse. Por eso, me concentré en hacerme una paja furiosa. Era maravilloso sentir la  verga de mi primo bombeándome la vagina; sentir su golpeó de caderas, de pubis, quizá de cojones; sentir sus lametones y mordisqueos, como quemaduras en mi espalda, y recibiendo, a veces, azotes o caricias en las cachas. Mis dedos aceleraron el ritmo. Pronto, desde las ingles, desde debajo del monte de Venus, comenzó a fermentar por todo mi  cuerpo una calentura agobiante. Me hacía jadear y, seguramente, gruñía, gritaba, maldecía o blasfemaba. Expansiones que, por cierto, en vez de ayudarme a desfogarme, todavía me exacerbaban más. 

Ya estaba muy próxima a correrme, cuando Alfred se puso a relinchar como un potro espoleado. Y, como si tuviese un ataque de tos, a golpes de carajo fue untando mis entrañas con una especie de engrudo cálido. Tuvo una venida tan escandalosa que repercutió en mi carne como un zarpazo de placer doloroso.

-¡No la saques ahora! ¡No la toques! ¡Déjala así, déjala asíííí! -le exigí.

Y él mantuvo su pescadilla cociéndose dentro de mi horno. Hasta que muy pronto me llegó un buen orgasmo. Un orgasmo desvanecedor y bastante satisfactorio, sobre todo, porque a cada estertor sentía dentro aquel trozo de carne de hombre, absolutamente exprimido, vampirizado por la lujuria de mi coño. Lo sentía, a veces, rozándome apenas el clítoris. Y se redoblaba entonces el placer que chispeaba en todos los puntos sensibles de mi cuerpo. Un placer (“¡Ooooh, Dios, que guusssto...!”) sostenido, que, momentánea y quizá exageradamente, me parecía celestial.

Fui resbalando del sofá y creo que terminé sentada en el suelo. Muy pronto, mis sentidos y mi mente mandaron aviso a todo mi cuerpo para advertirle que no había bastante con aquello. Volví a abrazar a mi primo. Pero él se hallaba rendido y desarmado, con el rabo casi tan menudo como cuando tenía 12 o 13 años (aunque ahora más oscuro y arrugado). 

-Vida, voy a tardar siglos en recuperarme. Limitaciones de los años -me anunció.

-Pues, fíjate, yo no me siento vieja... Si no me miro al espejo, claro... Ahora mismo me siento tan viva como cuanto tenía treinta o cuarenta años... Además, tú eres un tramposo. Tampoco te crees viejo, por mucho que lo digas... Espera. Ya sé qué vamos a hacer.

Se me ocurrió prepararle una infusión de una mezcla de hierbas que, para situaciones como aquellas, me había recomendado una herbolaria, amiga de mi cuñada Lidia.

-¿Te has vuelto bruja? -me dijo Alfred, mientras olía la taza.

-Cada vez más bruja y más puta. 

Reímos. Luego, recordamos cosas, hablamos de los cambios, nos explicamos varios casi secretos y muchas tonterías, e, incluso, mantuvimos breves momentos de silencio, mientras digeríamos todo lo ocurrido. La verdad es que me encontraba muy bien, muy cómoda, bastante menos oxidada. Me ilusionaba este extraño reencuentro con Alfred. Era suficiente, porque creo que, en estos momentos de la vida, la ilusión se convierte en la medida de todas las cosas, incluso del amor y de la pasión.   

Mientras charlábamos, la infusión iba surtiendo efecto. Funcionaba de manera increíble. Tanto, que apenas media hora después, nos volvimos a enzarzar en un “ying y yang” de alucine, que dicen. Por cierto que, por lo que comprobé, mi primo sabe muy bien como ha de comerse un coño. La verdad es que a mí me gusta un horror que me lo coman: quizá es precisamente mi mayor obsesión sexual. He buscado siempre lenguas expertas que supiesen fulminarme con un buen cunnilingus. Y en cuanto a tíos, podría contar con los dedos de la mano (y quizá me sobrarían) los que han sido capaces de aplacar mis fantasmas.  

Pues, bien, mi primo Alfred lo estaba bordando. Utilizaba la lengua a veces como un vergajo, a veces como un taladro. Si venía a cuento, usaba los labios para sorber o libar mi clítoris con una oportunidad y una sabiduría indescriptibles. Muy pronto, comencé a abandonarme a las acometidas de goce que me descubría la lengua de Alfred. De los más perdidos rincones de mi chocho, brotaban pequeños surtidores de placer turbador, torturante, que me dejaron totalmente empapada. 

Agradecida, yo intentaba devolverle sus servicios con las mamadas más apasionadas que podía hacer. Y poco a poco, me fui viniendo en una serie de pequeños orgasmos. O, mejor dicho, me llegó una especie de estado orgástico, de intensidad progresiva con momentos de acmé terriblemente deliciosos. 

Continué instalada en esa meseta sensitiva, hasta que finalmente alcancé aquel estado casi místico en el que el goce ya no aumentaba más, sino que se expandía por todas las fibras de mi cuerpo; como la explosión de una supernova, contemplada desde un millón de años-luz. Simultáneamente, la polla de Alfred, razonablemente dura, comenzó a saltar dentro de mi boca, hasta que soltó un chorrillo tibio de leche aguada, ligeramente dulce, que degusté y me tragué como una golosina. Casi enseguida, también a mí me vino un orgasmo emocionante, estrepitoso, desbordante. Un orgasmo poderoso, que me tuvo sensualmente levitando, mientras asimilaba todo el placer morboso y sórdido, pero tan gratificador, que había conseguido.  

 

DESPUÉS DE QUE MI PRIMO se fuese, seguí sintiéndome aturdida, enajenada, pero sobre todo muy ilusionada. Más tarde, decidí llamar a mi cuñada Lidia para confiarle aquel inesperado incesto. 

-Sabe comer el chichi casi tan bien como tú -se me escapó.

Afortunadamente, no se cabreó, sino que me sugirió: 

-¿Por qué no lo invitas con nosotras a Begur y lo comprobamos este fin de semana?

-No es mala idea, no.

Lo cierto es que cada vez tengo más ganas de hacerle caso a Lidia. Pero, de momento, tan pronto acabé de escribir este rollo erótico en mi blog de internet, me iré a la cama. Seguramente, pondré a volar toda clase de fantasmas sexuales y acabaré masturbándome a dedo armado, o con un buen consolador, hasta que caiga muerta de gusto. A veces, me hago cruces pensando como es posible que, una abuela como yo, haya llegado a ser un putón de mucho cuidado.

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