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La Atalaya (capitulo 17)

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Oficialmente, Rafael nació el 1 de octubre de 1.950 aunque en realidad lo había hecho un día antes. Por aquello de las cosas de régimen, la comadrona se empeñó en registrarlo el día de la “Exaltación de Franco a la Jefatura del Estado”, porque “nunca se sabe”. Habían pasado nueve meses y catorce días desde la boda y Pepita ya podía respirar tranquila y ahorrase el dinero de las velas.

Decidieron ponerle Rafael por dos razones. Una, por su abuelo y puedo asegurar que esa decisión no agradó a la otra abuela. Y dos, porque ya eran demasiados Joses: José padre, Josefa la madre y José el otro abuelo.

Desde Cádiz, en cuanto pudo moverse mínimamente, regresó a Sevilla para recuperarse de un parto que fue laborioso cómo madre primeriza que era. Pepe, su hermano, se trasladó para ayudarla en el viaje y acarrear el gran baúl negro con refuerzos de madera que habían comprado en una tienda del barrio de la Macarena y que utilizarían en el futuro para acarrear todos los enseres de una familia trashumante.

José terminó su trabajo en la “tacita de plata”, pero no pudo reunirse con su mujer y su hijo porque fue enviado urgentemente a Valencia dónde estuvo tres semanas. Cuándo por fin la familia se reunió la tranquilidad duró muy poco: volvieron a llenar el baúl y partieron hacia Santander. Allí estuvieron casi seis meses mientras instalaban la nueva central telefónica de la ciudad.

 

Llevaban ya tres o cuatro meses cuándo recibieron una visita muy especial. José seguía carteándose regularmente con su padre: cada dos meses más o menos. Las cartas las enviaba a una dirección que no correspondía con la real de su padre, y es que todas las precauciones eran pocas. Rafael de Morales había seguido con sus actividades políticas: algo francamente peligroso aunque lo peor había pasado. Efectivamente, 1.950 no era 1.939, pero la represión policial seguía siendo brutal. Las cifras de la derrota eran terribles. Según datos del régimen, más de 270.000 hombres y mujeres estaban en la cárcel al final de la guerra. 500.000 huyeron al exilio, muchos de los cuales fueron devueltos por las autoridades franco-alemanas e internados en los 180 campos de concentración que Franco tenía repartidos por la geografía española. Otros fueron internados por los propios nazis en campos de concentración, en campos de exterminio: solo en el de Mauthausen murieron entre seis y siete mil españoles. A todo esto hay que añadir que España es el segundo país del mundo en número de desaparecidos cuyos restos no han sido identificados o recuperados: solo nos gana Camboya.

Económicamente el país iba saliendo del hambre y la precariedad impuestas por las cartillas de racionamiento. La derrota de Alemania y el aislamiento internacional de esa década, obligó al régimen a imponer la autarquía: el autoabastecimiento. De esta situación se salio cuándo España empezó a adquirir una gran importancia estratégica en el marco de la Guerra Fría. Los tres acuerdos firmados con EE. UU. en 1.953, conocidos cómo los “Pactos de Madrid” y la firma del Concordato con la Iglesia Católica unos meses antes, supusieron para el dictador y su régimen, el espaldarazo definitivo. El 4 de noviembre de 1.950, con el apoyo norteamericano y la abstención de Francia y Reino Unido, Naciones Unidas revocó la resolución de condena del régimen franquista de 1.946. El acercamiento hispano norteamericano había comenzado a ser evidente y a dar sus frutos.

 

En el año de la firma de los acuerdos, José había prosperado en el seno de la compañía y ya era jefe de equipo en la división de instalaciones de Standard Eléctrica. Al frente de una cuadrilla de cuatro operarios, recorría la geografía nacional de destino en destino, y donde iba el iba también toda la familia: su esposa, su hijo y el baúl. Eso significaba que cuándo se dirigían a un nuevo destino, no solo lo hacían cinco operarios, también cuatro esposas (uno estaba soltero) y seis niños.

La ironía quiso que al comienzo de 1.955, destinaran al equipo de José al palacio de El Pardo para instalar una central telefónica más moderna y acorde con los nuevos tiempos. En Madrid se alojaron en la casa dónde residía desde hacia un par de años Nicolasa. Estaba en la zona de Ciudad Lineal, y consistía en una casita de construcción precaria, con patio trasero, situada detrás de las casas señoriales de Arturo Soria, dónde sobrevivía fregando escaleras y a un pequeño complemento que le daba su hermana Carmela.

Todos los días, de madrugada, José iba en autobús hasta la estación de Ventas del metropolitano, y viajaba en él hasta la de Tetuán. Allí, Mariano, uno de sus operarios, le recogía con una DKW, ya un poco destartalada a pesar de que hacia poco más de un año que se habían empezado a fabricar. Trabajaban toda la mañana y parte de la tarde, sacando los viejos equipos, cableando hasta la salida exterior del palacio e instalando los equipos nuevos, todos fabricados por Standard pero con patente ITT: ahora el dictador podía comunicar sin problemas con cualquier lugar del mundo.

Una tarde, cuándo estaban próximos a irse a casa, José se encontraba comprobando unas conexiones en compañía de otro operario al que apodaban “Rubio”, por error pincharon una clavija que no debían y por los auriculares escucharon la inconfundible y chillona voz del dictador que en tono airado gritaba a alguien que estaba al otro lado de la línea. El caso es que mientras permanecían paralizados por la sorpresa, al tal “Rubio” se le cayó una herramienta y el ruido alertó a Franco. Rápidamente, José le dijo por señas al compañero que dijera que no tenían los auriculares puestos y después de separarse de la consola siguieron trabajando cómo si tal cosa mientras, eso si, hacían más ruido de lo habitual. A los pocos segundos, la seguridad del dictador abarrotó la centralita y a empujones, gritos y con las armas de la mano les arrinconaros en una esquina. Un par de minutos después trajeron con empujones y malos modos al resto del equipo que con palabras entrecortadas preguntaban que qué pasaba. Durante varias horas les interrogaron: primero en grupo y luego por separado. José y el “Rubio” mantuvieron su versión de que no tenían los auriculares puestos y los demás no tenían ni idea de lo que había pasado, por lo tanto, no podían contradecir su versión. Finalmente, por fortuna sin investigar su pasado republicano, les dejaron en libertad a las tres de la madrugada.

—¡Joder! Cómo se han puesto por una gilipollez, —protestó Mariano mientras conducía la DKW.

—De una gilipollez nada ¡joder! Que era el Generalísimo ¡coño!

—¿Y que? Te lo repito: ha sido un accidente.

—Ya, ya. Lo raro es que no tuvierais los auriculares puestos.

—Si quieres volvemos allí y les decimos que tienes dudas, —propuso José interviniendo en la conversación. Era el él que más se daba cuenta del peligro que había corrido y eso le desasosegaba. A pesar de los 16 años transcurridos, no quería ni imaginar lo que hubiera pasado si la seguridad de Franco hubiera descubierto su pasado. Por fortuna, los integrantes de la Guardia Mora no eran muy avispados y los que estaban al mando, menos.

—No, no, si solo estamos hablando.

—Pues para decir gilipolleces, mejor que te quedes calladito, —dijo el “Rubio” que todavía estaba asustado— o es que no te has dado cuenta de que los que te traían cogido por el pescuezo eran putos moros.

—Ya, ya, pero…

—¿Pero qué?

—¡Coño! Pues eso. Que hacen lo que tienen que hacer, ¿no?

—Mira chaval yo era un crío, pero me acuerdo de las cosas que decían mi padre y mi abuelo y de las barbaridades que hacían…

—Pero hace muchos años de eso.

—…y en una ocasión pillaron a uno con la cabeza de una tía metida en los bombachos, no te digo más.

—Eso son exageraciones…

—Te aseguro que de exageraciones nada, lo sé muy bien, —dijo José que efectivamente lo sabía muy bien. Durante la guerra se había tenido que enfrentar con ellos en varias ocasiones y tenían fama de no coger prisioneros— Pero dejemos eso que ya no trae cuenta. Chicos, dentro de unas horas tenemos que regresar aquí y os lo digo muy en serio: no podemos volver a meter la pata.

—Así es, porque si lo hacemos otra vez nos van a llover las hostias, y de ahí parriba. 

—Yo creo que exageráis, pero no os preocupéis que tendré cuidado.

—Procúralo, porque te juro por Dios que a las hostias que te den ellos vas a tener que añadir las que te voy a dar yo que van a ser otras tantas.

—¡Joder! Vale. No hace falta ponerse así.

—Estás avisado.

En la camioneta de la empresa, Mariano hizo el recorrido para ir dejando a todos los compañeros en sus casas con el compromiso de que en tres horas pasaría nuevamente a recogerlos para volver al trabajo. Entre todos acordaron no comentar con la empresa lo que había pasado, y tampoco el gasto de gasolina extra de la camioneta. Y rezaron para que El Pardo no notificara el incidente a Standard.

Al día siguiente, a la hora habitual, todo el equipo estaba en su puesto ante la atenta mirada de la guardia de Franco que, con una sonrisilla, no les quitaban ojo. Así estuvieron hasta que terminaron los trabajos y la nueva centralita entró en funcionamiento.

 

Después de Madrid, en los siguientes seis meses el equipo fue destinado a Lugo, y de allí a Tarragona, Ciudad Real, Logroño, Lugo otra vez y Cáceres. No era habitual que los equipos de instalaciones estuvieran tan poco tiempo en los destinos. Normalmente, las grandes centrales los hacían los equipos itinerantes y los locales hacían las reparaciones. Todos sospecharon de la mano de El Pardo, pero no dijeron nada. Solo José, cómo jefe de equipo que era, preguntó con mucho tacto que era lo que pasaba, pero por respuesta solo recibió evasivas: era el trabajo que había. Esa itinerancia especial terminó en Cáceres dónde estuvieron casi cuatro meses.

—¿Crees que ya nos dejaran estar más tiempo en los destinos? —preguntó Pepita a José. Estaban tumbados en la cama de matrimonio con Rafita durmiendo placidamente entre ellos.

—No sé niña, espero que si, pero no lo sé.

—¿Has pensado en pedir el traslado a Madrid cómo habíamos hablado?

—¿Cómo están las cosas? Por ahora es mejor no plantearlo.

—Pero es que Rafita…

—Ya lo sé, pero hasta que no veamos que las cosas vuelven a la normalidad, es mejor no hacer nada.

—El niño tiene que empezar a ir a la escuela.

—Ya lo sé. Habrá que apañarse cómo podamos.

La situación era complicada para la gran cantidad de trabajadores itinerantes que recorrían el país con sus familias a cuestas. Viajes de muchas horas en trenes diurnos o nocturnos. Vivian en habitaciones alquiladas con o sin derecho a cocina. Los hijos iban al colegio sin poder completar los cursos en un mismo colegio o en dos.

—Dios ha querido que perdiéramos el segundo niño, —las palabras de Pepita incomodaron a José que dejó la novela sobre la mesilla—, pero si hubiera nacido, resultaría muy difícil seguir así.

—¿Y que quieres que hagamos, irnos a Alemania o Francia cómo tanta gente? —preguntó José con paciencia.

—He oído que algunos se han ido a Argentina: allí por lo menos hablan español.

—Y yo he oído que esto va a peor. Los de los pueblos se van a las ciudades y los de las ciudades se van fuera.

—Seguro que el Generalísimo lo soluciona.

—Seguro que si, —respondió José con ironía.

—Cuándo se va tanta gente no debe ser tan malo.

—¿Es que quieres que nos vallamos?

—No, no, yo no quiero irme de España, pero es que así no podemos seguir.

— Pues es lo que hay, y entérate de una vez: la gente no se va porque sí, se va porque aquí no hay trabajo para todos. Seguro que tu Generalísimo lo soluciona. Cómo todo.

—¡Cállate! ¿Es que quieres que te oigan?

—Cómo que van a estar los de al lado con la oreja pegada a la pared por si yo digo algo de ese.

—Eso no lo sabes.

—Bueno vale, vamos a dejarlo que al final vamos a despertar al crío. ¿Apago la luz?

—Si, apaga.

Según datos oficiales del Instituto Español de Emigración, más de un millón de españoles salieron fuera de España en el periodo 1.959-1.973, pero hay que tener en cuenta que el propio Instituto se creó en 1.950: faltan muchos años de estadísticas. Además, hay que añadir los cientos de miles que se fueron sin contrato previo. Algunos historiadores elevan la cifra real a tres millones y medio.

José y Pepita tardarían muchos años en dejar esa vida de nómadas laborales, y por el camino perdieron otro niño. Por fortuna para ellos, la situación de su equipo se normalizó, pero no llegaron a estar más de cuatro meses en los destinos. Se apañaron cómo pudieron, no tenían más remedio.

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