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En el sofá

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Ya era hora de tener un fin de semana libre. No recordaba cómo se siente uno sin tener que ir a trabajar al día siguiente, y aquel sábado me ayudó a reciclar los madrugones y el agobio de la rutina y el transporte público. El parte meteorológico informaba de fuertes lluvias y vientos, justo lo que nos hacía falta. Sí, nos hacía; a ella y a mí. Mi novia tampoco tenía que trabajar hasta el lunes, así que pudimos pasar el fin de semana juntos, haciendo cualquier cosa que nos apeteciera. Ella es uno de los pilares fundamentales de mi vida; me da todo lo que necesito, e intento devolvérselo de igual modo, funcionando los dos como una simbiosis perfectamente establecida. Tal vez el aspecto que más destacable pueda parecerle a alguien si nos observara a través de una cámara, sería el hecho de que nuestras actividades sexuales están siempre abiertas a nuevos horizontes. Ella me domina, me ordena cualquier cosa que quiera que yo haga, y yo obedezco sin rechistar. ¿Por qué? Supongo que nos gusta así. Creo que es importante puntualizar que yo soy una persona de alta autoestima, que trata de llevar una vida satisfactoria en todos los aspectos; hago deporte, me quité del tabaco, bebo alcohol de forma moderada, sigo una dieta equilibrada, mi higiene diaria es minuciosa, visto lo mejor que puedo... Pero lo más importante es que no dejo que nadie esté por encima de mí, que nadie me pisotee. Nadie, excepto ella. Si me preguntaran cómo permito que la persona a la que más quiero me haga las cosas que me hace, le diría que es mi forma más sincera de decirle que la amo. Entregarme a ella, cederle mi confianza y voluntad en bandeja de plata para que las use como mejor le convenga. Ese derecho que le cedo es mi regalo eterno, mi vínculo más efusivo. Porque sé que, irónicamente, nunca me hará daño. Digo irónicamente porque a veces me acaricia los huevos y luego me los retuerce con una mano firme, o me da manotazos, o me clava las uñas en la espalda; lo que ella quiera. No estamos metidos de lleno en el BDSM al uso. Es decir, no usamos látigos ni vendajes, y los trajes de látex, aunque tremendamente provocativos, tampoco nos llaman la atención para nuestras actividades. Como mucho, a veces me ata a la cama y me provoca mientras se desnuda, rozándome las partes con sus uñas y susurrándome al oído, impidiendo que me pueda tocar de modo alguno, hasta que ella decida hacerlo por su cuenta. O no. Por ahora nos conformamos con asuntos menores, pero sin duda excitantes en extremo para nosotros. Uno busca el bienestar del otro, y lo hallamos de este modo: yo la complazco con mi servidumbre incondicional, y ella es indulgente conmigo al complacerla. Por supuesto, fuera de nuestros juegos somos una pareja tan civilizada como cualquier otra, con una educación entre nosotros tan correcta como lo es de cara a todos los demás. Creo que por eso funcionamos, porque sabemos distinguir entre lo que está dentro y lo que está fuera de nuestras prácticas estimulantes.

Ahí está ella, poniéndose cómoda para que veamos la película que he dicho de ver en un día lluvioso como este, a salvo del agua y del cielo relampagueante, que emborrona un temporal tan nublado como acogedor. Hoy quiero que vea El efecto mariposa. Yo la he visto varias veces, pero nunca me importa repetir visionados. Ella me educa sometiéndome, yo la educo en esto del cine, y me lo agradece casi cada vez que terminamos de ver una película, porque sé lo que le gusta. Mientras preparo el reproductor, ella se acerca. Su sola manera de andar me hipnotiza, es como si el mismo suelo la llevara, contoneando sus muslos pálidos, finos pero definidos, que resaltan a la vista por el pantalón corto que lleva de forma tan sugerente. Me gusta cuando viste tan sencilla; apenas lleva el pantalón y una camiseta algo ceñida y me parece la chica más preciosa del mundo. Pero no voy a mentir: cuando nos arreglamos para ir a cenar y se entrega al vestuario, me mata por dentro y tengo que exteriorizarlo de alguna manera. Normalmente lo hago cuando llegamos a casa, con medias y tacones altos de por medio, que sabe que me vuelven loco.

―Si tienes que ir al baño, hazlo ya ―le advierto, sentado en el sofá―. No puedes perderte nada, y tener que darle a la pausa es un coñazo.

―Tú ponla ―me dice, con esa voz cargada de personalidad.

Sí... su personalidad. Ese aspecto es crucial en ella, tal vez el elemento esencial que me hace despertar todo lo que siento. Su personalidad es fuerte, siempre está segura de sí misma. No es una niña caprichosa e irresponsable que se cansa de cualquier cosa de un día para otro. Es trabajadora, madura y concisa, como cualquier persona que se precie, como sabe que yo trato de ser esforzándome día a día para ella. Le doy al botón de play, y veo que vuelve sobre sus pasos para hacer algo que desconozco en nuestra habitación. No hay cosa que me irrite más que esperar sentado como un idiota, hasta que la persona a la que le voy a poner algo se sienta por fin, rezando para que preste atención. Vuelve al sofá y se sienta, acomodándose en él. Se descalza las sandalias y se estira, poniéndome los pies encima. Me encanta cuando damos un paseo y lleva un calzado abierto, casi todos los hombres que nos pasan cerca se dedican a mirar hacia abajo con curiosidad y un disimulo bastante mejorable. Sabe que me agobia estar estirado en el sofá, así que dejo que lo haga ella, que parece disfrutarlo más que yo. Por otro lado, también sabe que, junto a la cara y las manos, sus pies son la parte de su cuerpo ―a mi juicio, inmejorable― que más me gusta.

Tras un rato viendo la película, la juzgo participativa. Eso significa que le interesa, así que he acertado una vez más. Entonces me roza el pantalón fino que llevo puesto con el pie derecho, y me giro hacia ella para ver qué quiere. No me está mirando, hace como si nada hubiera pasado. Puedo imaginar lo que trata de decirme: me excita de forma eventual, como el que le lanza un cumplido a alguien.

―No empecemos ―le digo.

Sonríe y no dice nada, se limita a seguir viendo la película. Diez minutos después, vuelve a hacerlo y, antes de que pueda decirle nada, alza la pierna, poniéndome el pie en los labios.

―Dale un beso ―me ordena, todavía atenta a la película, sin mirarme.

Ya estamos. Sé cómo va a acabar esto, o creo saberlo, y no voy a negar lo mucho que me apetece. Alzo las manos, como si aquel pie inmaculado fuera el tesoro más valioso de cualquier civilización perdida, y lo sujeto para besarlo, y luego lo beso otra vez porque me parece algo demasiado precioso como para no hacerlo. Ella lo retira enseguida.

―Te he dicho que le des un beso, no dos ―puntualiza―. Y no te he dicho que lo toques ―me recuerda con severidad.

―Suplico tu perdón ―respondo, dócil. Con mi súplica, ambas partes estamos de acuerdo en que el juego comience.

―No te he dado permiso para hablar.

Lee mis emociones. En el momento en que me ha visto receptivo, ha empezado a jugar más en serio. Ahora me pasa el otro pie por la cara, para que lo bese también. Su forma arqueada me cautiva cada vez que tengo el privilegio de verlos. Son tan blancos... con ese ligero toque rosado que hace que parezca una golosina prohibida y lasciva. Lleva las uñas pintadas de un rojo tan oscuro que parece casi negro, con un acabado perfecto que le da contraste con la piel pálida, como sabe que me fascina. No es por alardear pero, a diferencia de una mayoría significativa de chicas, mi novia tiene nociones sobre cómo pintarse las uñas debidamente. Así que le doy un beso; sólo uno y sin tocarlo, como ella me ha imperado.

Parece que se detiene ahí. A veces sólo quiere remarcar que ella sigue siendo la que manda en estos mundos nuestros, y a mí me parece estupendo que lo haga. La película llega más o menos a la mitad, y mi novia ya no habla. Deduzco que intenta responder a las preguntas que plantea el film en su cabeza para que yo no le destripe nada. Pues bien, no puedo objetar que lo haga, de hecho lo prefiero así. Me golpea con el pie, empujándome hacia un lado. Algo quiere, miro hacia ella. Se desabrocha el pantalón.

―Bájamelos, anda ―solicita.

No puedo evitarlo, tengo que asomar una sonrisa en mis labios, aunque intento que no se dé cuenta. Si me río, suele mostrarse autoritaria para relegarme a mi posición, y me hace daño sin demasiadas contemplaciones ―creo que acabaré comprándole una fusta para esas ocasiones―. Sólo ella puede reírse, yo lo tengo prohibido. Me incorporo hacia ella, tan cerca de sus muslos suaves que puedo oler el aroma de su ser, ese éxtasis que me embriaga y me hace perder la cabeza como si estuviera hechizado. Tiro de ellos y se los quito, dejando ver una ropa interior tan oscura como el esmalte de uñas que luce. La miro, y por primera vez desde que hemos puesto la película me mira de reojo, en su altura y sin bajar la cabeza, como ese ser superior del que empezaba a tomar rol una vez más. Estoy esperando una señal de aprobación para proceder, pues no sé si quiere que también le baje las bragas o es que buscaba comodidad y nada más. Señalo la prenda, tímido. No asiente, sino que describe un gesto de impaciencia acompañado de una mirada de desprecio y rostro intransigente. Así que me apresuro a bajarle también la ropa interior, dejando al descubierto la fuente de la vida que sus piernas encierran de forma sempiterna, como si aquello fuera tan puro que, de estar a la vista de todos, sometería a cualquier hombre a su voluntad.

―Lámelo ―me ordena, ya no me mira―. Dame placer ―hace una pausa―. El que me merezco.

Se incorpora del sofá por un momento y extiende el brazo, para encajarme la mano en la nuca y arrastrar mi cabeza hacia sus dominios. Me clava las uñas para que no me resista, y no tengo intención de hacerlo. Mi boca queda obstruida por su vagina, dificultándome la respiración. Aunque no lo parezca, estoy en el cielo; si esta fuera la manera en la que me voy del mundo, no me arrepentiría de nada. Me suelta con el tiempo suficiente, pero yo no retiro la cabeza. En vez de eso, saco la lengua y hago espirales con ella, para darle ese placer que ha decretado obtener. Noto cómo se estremece, los músculos se tensan de forma ocasional, tratando de canalizar las oleadas de tamaña sensación. Nada puede hacerme más feliz más en esta vida que ver cómo disfruta, cómo se agita por un efecto que yo le estoy provocando. Extiendo las manos más allá de sus muslos, subiéndolas por las caderas y metiéndolas bajo la camiseta.

―No... me toques ―me dice, casi con dificultad.

Me excita todavía más que, aun a punto de dejar de razonar de forma lógica a causa de las caricias de mi lengua, tenga la capacidad de seguir ordenándome lo que puedo y no puedo hacer. Aparto las manos enseguida y me concentro en lamer lo que para mí es el centro del universo. Quiero que estalle como un big bang, quiero que sus fluidos me salpiquen en la cara, embadurnándome de su ser. Y después me lo tragaré todo, si ella quiere que lo haga. Al pensar esto, el bulto de mi entrepierna crece y me oprime, y me dispongo a bajar una mano allí para recolocarme el pene a una postura más cómoda. Justo al hacerlo, como si me leyera la mente, desvía la mirada hacia mí y me ve hacerlo. Entonces me lo deniega, agarrándome los brazos con fuerza y pasándolos por debajo de su camiseta, para que el pantalón siga oprimiéndome hasta hacerme daño. Ahora sí que quiere magreo, ya está todo a punto. Se le sube un poco la camiseta, dejando ver la tripa lisa y blanca que conecta con sus caderas torneadas. La adoro, amo cualquier resquicio de su ser, sólo por ser suyo y no de otra. Noto su respiración, sus costillas, su abdomen rígido y los latidos de su corazón, confirmando que aquella, quien es mi diosa, está junto a mí, viviendo lo mismo que yo. Le toco los pechos con delicadeza y se los palpo; son agradables al tacto, podría pasarme la vida acariciándolos y terminaría postrado de tanto hacerlo, sin poder levantarme después. Termina: se corre, me salpica y cierro los ojos, impregnado de algo que ha salido de su interior. Me relamo, extasiado. Tiembla con cierto descontrol, ha apartado la vista de la pantalla en el último momento para correrse mientras me observa, para ver desde arriba cómo su novio y devoto sumiso le aplicaba con ahínco todo el placer que ella había deseado recibir, y eso la excita todavía más. Respira hondo una y otra vez, y yo, después de un rato, me levanto del sofá con la intención de traer pañuelos y limpiarlo todo.

―¿Te he dicho que puedas levantarte? ―me pregunta, con retórica. Ya se ha serenado y no me concede su mirada, sino que sigue a lo suyo.

―Quisiera limpiar esto. ¿Me das tu permiso, por favor? ―le suplico, con la cabeza baja. Me encanta seguir el juego verbal, palabras temblorosas salen de mi boca.

―Buen chico ―me concede. Todavía no sé cómo lo hace pero, en cambio, su voz no vacila ni un momento.

Voy a por pañuelos. Ahora que no me ve, hago trampa y me coloco el pene erecto en una posición cómoda; la verdad es que me estaba matando, pero el hecho de aguantar porque su palabra divina lo ha dictaminado me da fuerzas para cualquier cosa. Después de limpiarme la cara y limpiarla a ella con sumo cuidado, me vuelvo a sentar en el sofá y, por supuesto, extiende los pies sobre mí. Noto que evade mi erección con ellos, cruzando sus piernas al borde de las mías para no tocar la zona erógena.

―Hazme un masaje ―impera, flexionando los pies delante mío, despacio.

Por Dios, cualquier cosa menos eso. Ambos sabemos que hacerle un masaje es, para mí, la mayor de las provocaciones. Pronto me reventará la verga, y ella será la única culpable. Me giro hacia ella y apoyo sus finos y delicados pies en mis piernas, luego pongo ambas manos en su planta bien definida, apretando con los pulgares. Me detengo.

―¿Puedo hablar? ―le pido, humilde.

―Habla.

―Me hace falta aceite para el masaje, ¿puedo ir a buscarlo?

―No, te pones a lamerlos poco a poco ―Sonríe para sus adentros por lo que acaba de ordenarme.

Cierro los ojos, preparándome. Si hacerle un masaje es una provocación, tener la oportunidad de pasar mi lengua por entre sus pies es una experiencia cercana a la muerte, a menos que me haya vaciado antes, pero no lo ha permitido. Levanta una pierna hasta mi boca, y esta vez me deja sujetarla para que no tenga que hacer esfuerzo alguno, quedando en mis manos. Trago saliva, preparado para el primer contacto. Acaricio su planta con mi lengua y voy hacia arriba, siendo yo el que se estremece de placer, incluso más que ella. Después la paso por el talón rosado, y sigo por el empeine, bajando de nuevo a la planta. Me mantengo con la lengua fuera tanto rato como puedo, pues en realidad estoy evitando la tentación de metérmelo en la boca y saborear de verdad su néctar salado.

―Los dedos ―puntualiza, flexionando el pie y dejándolo justo delante mío.

Esas uñas brillantes y oscuras me acusan, tan bien limadas que parecen joyas engarzadas de valor incalculable. Abro la boca, salivando, y me lo meto de lado sin pensarlo dos veces. Puedo notar el tacto suave y su sabor, y veo a mi novia, tratando de aparentar indiferencia sin conseguirlo del todo, mientras mira la pantalla. Mi lengua se desliza por entre sus dedos, noto cómo sus yemas redondeadas y tiernas pasan una a una y sus uñas esmaltadas rascan mi paladar, haciéndome cosquillas. Si para mí es una sensación inestimable, me pregunto cómo debe ser para ella. Luego me lo saco de la boca y lo contemplo unos instantes, embelesado, y lo beso un par de veces. Me gusta besarlo porque no es tan obsceno como lamerlo, sino que denota más bien un gesto de rendición absoluta. Cuando cree que es suficiente, me lo aparta de la boca como el que le quita un caramelo de palo a un niño, y acerca el otro para que prosiguiera obediente. Así lo hago. Me encanta ver su rostro, la cara de aquella a la que amo gozando de esa manera; eso me llena, haciendo que me dedique a mi labor sumisa como si fuera la tarea más digna que emprendiera en toda mi vida. Poco después también lo retira. Están húmedos por mi saliva, casi me parecía que los mancillaba un poco, pero a ella le encanta tener una parte de su cuerpo recubierta por algo mío. Lo siguiente es darme golpecitos con los talones en el miembro enfundado, cada vez más fuerte. Me hace daño, pero sé que si trato de taparme será peor, porque entonces no habrá contemplación alguna. En cualquier caso, creo que quiere decirme algo con esos golpes.

―Desabróchate los pantalones ―me dice, todavía golpeando mis partes, como enfatizando la orden.

La miro, y ella me devuelve la mirada. Y me sonríe. Su sonrisa es la imagen más bonita que mis ojos han llegado a contemplar alguna vez, haría cualquier cosa por ella. Me sonríe porque sabe que sé lo que va a hacer: me va a hacer un regalo de verdad, uno de esos que procura no hacerme demasiadas veces para tenerme siempre bajo su mano. Me desabrocho los pantalones, como me ha ordenado, y casi me hago daño con la cremallera por cierto nerviosismo que aflora en mi interior. Cuando voy a bajarme los calzoncillos, me golpea la mano con su pie y los agarra ella misma con los dedos, tirando hacia abajo. Flexiono las piernas y me los saca del todo, tirándomelos a la cara. Se muestra entonces mi pene erecto, casi de movimientos frenéticos debido a la excitación que sufro, con más sangre de la que puede llegar a abarcar circulando por ahí.

―Esto es por haber sido buen chico ―admite.

Lo va a hacer. No, ya lo está haciendo. Coloca un pie detrás del pene, como apoyado en el abdomen, y con el otro me empieza a frotar la verga de arriba abajo, aplastándola de vez en cuando. El solo roce de sus plantas en mi rabo me induce al estado comatoso, y en cuanto sigue me quedo en el sitio, mirando al techo. Luego miro hacia abajo, hacia ella, y me doy cuenta de que me está haciendo la paja sin tan solo mirar lo que se trae entre... pies, como si estuviera haciendo algo tan sencillo que no requiriera su atención. Cuando parecía que fuera a correrme, ella de algún modo lo sabía y me denegaba la eyaculación, oprimiéndome. Primero para hacerme sufrir, pero también para retener el momento glorioso. El tacto de sus plantas suaves siempre me ha parecido como si fuera la pastilla de jabón más resbaladiza, estimulando el glande, produciendo descargas de placer que invadían el resto de mi cuerpo, dejando un hormigueo prolongado. No puedo soportarlo más, y ella lo ve por mis reacciones, así que empieza a bombear cada vez más deprisa, hasta que sale todo el fluido de dentro de mis testículos, dejándome seco para una semana. Entonces, con ambos pies, me aprieta desde la base del pene hasta arriba, asegurándose de que sale todo, exprimiéndome hasta el alma. Mientras mi pene sigue palpitando indefenso, me pasa los dedos por el glande, como si me hiciera un masaje sutil que es casi mejor que el orgasmo anterior. Me acerca al rostro la planta de su pie reluciente, impregnado de mis fluidos.

―Saca la lengua y trágatelo.

―¿Qué? ―pregunto, incrédulo.

―Es broma ―sonríe. Es adorable, en todos los sentidos de la palabra―. Límpiamelos.

Me lavo enseguida y después traigo un barreño con agua, poniendo una toalla en el sofá para no mojarlo y se los limpio poco a poco. Los enjabono, deslizando mis manos y apretando en ciertos puntos, regalándole un masaje en condiciones como agradecimiento. El agua fría le sienta bien a su circulación, y parece que le gusta. Cuando termino de recoger, la película ha terminado también. No le he hecho ni caso; lo que he vivido yo ha sido mejor que cualquier producto audiovisual que pueda contemplar, por mucho que me guste el séptimo arte. Ella, por su parte, se ha enterado de todo.

―Oye ―me dice.

―¿Sí, señora? ―me giro hacia ella, todavía subyugado por su gracia.

―Te quiero ―me mira con unos ojos de mirada profunda, en los que podría perderme si los mirara durante demasiado tiempo.

―Yo también te quiero, cariño ―sonrío.

Me abalanzo sobre ella con cuidado, abrazándola, y nos cubrimos de besos el uno al otro, intercambiando palabras sinceras que alimentan nuestro amor. Luego queda de espaldas a mí, con la melena de ese olor dulce que la caracteriza rozándome el rostro, y juego con sus cabellos mientras le hago caricias y beso su cuello de piel de porcelana. Eso la estremece un poco, es una zona sensible para ella; siempre la sorprendo al hacerlo. Después la rodeo con mi brazo para que nuestros cuerpos se unan, sincronizando el latido de nuestros corazones. Sea o no un sumiso de su propiedad, también soy su hombre; aquel que siempre la protegerá de cualquiera que intente hacerle daño. Me agarra del brazo con sus manos de finos dedos, y tras un lapso indeterminado de tiempo nos quedamos dormidos bajo la lluvia, como si fuéramos uno solo.

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