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Arrepentidos los quiere Dios (Capítulo 29)

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Capítulo 29

Reconozco que había quedado impresionada por la actitud de Sergio; aquella reacción que me destrozó el recto en nombre del "Señor", me resultaba increíble, pero no dejaba de atormentarme.

Recuerdo de niña como mi tía Ursula, una de las beatas del Pueblo, siempre con el Rosario entre las manos, decía:

Dios se manifiesta de las formas más sorprendentes y incomprensibles para los incrédulos, pero reconocibles para los que viven en la fe de Cristo

Habían pasado quince días y no encontraba nada en lo que pudiera justificar como divina aquella "comunión",por lo que me propuse averiguar las verdaderas motivaciones de Sergio con respecto a mí.

Soy agnóstica, pero no reniego de las verdades divinas, aunque tampoco creo en ellas; y porque no creo que exista un ser humano en el mundo que pueda dar fe auténtica de la realidad de la vida.

El Papa dará la suya, y el más ateo la propia. Luego estamos los demás para creer conforme a nuestras conciencias, credulidades o incredulidades de los mensajes que nos advierten.

Cada día que pasaba, me dolía menos el ano, pero se acentuaba mi morbo. Me acordaba de la escena y se me ponían los vellos de punta: verme ensartada hasta los intestinos por aquel enorme falo, enervaba mis sentidos; concebía algo tan nuevo y profundo que me confundía. ¿Cómo es posible que a mi edad, y después de mil batallas con y contra el amor, anduviera mi mente como el de una quinceañera?

Escribí una nota a Sergio contándole mis dudas y mis emociones con la esperanza de salir de ellas, y que me repicaban en la cabeza sin parar.

Sergio: permite que me dirija a usted a través de esta misiva, pero es la única forma de poder expresarme sin que se me caiga la cara de vergüenza.

Después de la comunión tan especial que recibí, mi cerebro se ha llenado de tantas incertidumbres, que necesito me sean despejadas.

Queda a la espera de sus noticias que me devuelvan la confianza y le fe en mi misma.

Manolita.

Pasaron varios días, y al no recibir ninguna respuesta, decidí ir personalmente a la Iglesia.

Me senté en un banco a la espera de que acabara de confesar a una señora que por la edad, aparentaba ser mi abuela, y pensé:

¿Qué clase de pecados se estará confesando? ¿Qué tropiezos se pueden cometer a esa edad?

Por lo que deduje, que la pobre abuela, creía que su alma sólo se podría salvar de las torturas eternas a que son condenado los pecadores, sólo a través de la confesión.

Acabó de confesar, y rápidamente me arrodillé en el reclinatorio.

--Ave María Purísima.

--Sin pecado concebida. ¡Otra vez tú, Manolita!

--Sí, Padre, estoy en un sin vivir, y necesito hablar con usted.

--Pues empieza hija a confesar tus pecados.

--No padre, lo que pretendo es conferenciar con el hombre, que el hombre de la luz que me hace falta para comprender los misterios de la vida, ya que cómo sacerdote no podría convencerme, puesto que siempre le veré como un ser humano, no como el representante de lo divino en la Tierra.

Quedó pensativo, parecía que no hallaba la respuesta adecuada para despejar mis dudas.

--Manolita, si careces de fe, nada puedo hacer para que veas la luz con la que Dios nos ilumina.

--Es cierto Padre, no tengo la fe suficiente para entender los misterios del Señor. Pero tengo mil millones de pesetas para que la Iglesia en nombre de Él, pueda solucionar los problemas materiales de los pobrecitos creyentes. ¿O es qué a la Iglesia no le hace falta el dinero para esos menesteres?

¡Joder...! No veré la luz divina, pero a través de aquella rejilla que separaba nuestro rostros, si vi un brillo especial en los ojos de Sergio. Un resplandor que casi me ciega.

--Hija mía: crees que no tienes fe, pero si la tienes, posiblemente la hayas dejado olvidada en algún lugar. La acción de donar a la Iglesia tu patrimonio para colaborar a remediar los males del mundo, demuestra la generosidad de tu alma; y la magnificencia, que al fin y al cabo son una muestra de fe.

Me sonaba a milonga tártara, pero era tan fuerte la atracción que me engendraba el cura, que no me podía sustraer a sus encantos "de macho".

--Padre. ¿Por qué no ha respondido a mi nota?

--Hija: estaba a punto de hacerlo, pero asuntos más graves que el tuyo me lo han impedido. Pero ya que estás, podemos quedar esta tarde, y después de comer tratar las cuestiones que te han traído hasta aquí.

--¿Por qué no comemos juntos? Tengo un jamón y lomo de pata negra, y un vinillo de Rioja que quitan el sentido. Además, le he encargado a Conchi, mi sirvienta, que compre el mejor bogavante. ¿Le gusta el arroz con bogavante, Padre?

Los ojillos de Sergio parecían que se le iban a salir de las órbitas, al escuchar "eso" en el arroz.

--Manolita, sin duda tienes el Demonio dentro de ti; creo que necesitas ser exorcizada, y juro que voy a sacártelo del cuerpo.

Pensé para mi: "Lo que tengo en el cuerpo, son lo efectos de tu bragueta. No del Demonio."

--¡Ay Padre! no me diga eso por favor, que me muero del susto.

--No temas hija, sé que en el fondo eres una gran mujer, la donación a la Iglesia de tu fortuna, lo evidencian. ¡Por cierto! cuando vas a hacer la dádiva, para hablarle a su eminencia el señor Obispo de la situación.

--No se preocupe Padre, que todo lo haré a través de su conducto.

--Gracias hija, y yo sabré corresponderte como mereces.

Otra vez me vino a través de aquella especie de celosía que nos separaba los rostros, ese aroma de "macho caliente", señal inequívoca de que le estaba poniendo cachondo.

--Bien Manolita, a las dos quedamos, ¿Te viene bien?

--Sí, me viene perfecto.

--¡Ah! y haz el favor de recibirme como Dios manda, no como la otra vez.

--Si Padre. El recato empieza a hacer efectos en mi alma.

--Bien, hasta las dos entonces.

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