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Mis cuentos inmorales. 1ª entrega

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Nota del autor

Estos relatos pueden confundir al lector si son reales o imaginarios, no lo voy a aclarar; que saque él sus propias conclusiones.

He dado mi nombre a algunos de los protagonistas de los mismos: Félix, pero no es ninguna pista; simplemente tenía que bautizarles con un nombre, ¿Y por qué no el mío?

Lo que cuenta Félix, en la primera parte de este libro no es la visión real de la sexualidad de los españoles de esa época, ¡ni mucho menos! Es la visión de un adolescente ante la incertidumbre del bien y del mal, o entre lo natural y lo prohibido, pero que predomina más la fantasía y los deseos ocultos del narrador, que la realidad. Por lo tanto, vean lo escrito como cuentos parecidos al Decamerón.

Follar (o si lo prefieren, hacer el amor) es lo más natural de la Naturaleza humana, y no sé los motivos que el Clero puso tantos tabúes a lo que ningún ser humano puede poner límites. Sólo la misma Naturaleza los pone con el tiempo.

Que lo disfruten. Sé de sobra que del sexo lo disfrutan a tope.

Estos relatos inmorales no son aptos para menores, mojigatos, gazmoños, santurrones, puritanos, remirados, pudibundos, afectados, melindrosos ni ñoños.

El que avisa  no es traidor.

 

 

 

Aquella moza de la academia de don Pedro

 

Dos portales más debajo de mi casa, había una academia en un piso: la academia de don Pedro. Un maestro que daba clases particulares de cultura general a niños y niñas.

Ya tendría mis catorce añitos, y mis pelitos por esas partes que estás deseando que salgan para presumir de "macho". Ya saben que en aquel Madrid, la palabra "macho" se empleaba mucho entre la población varonil, sobre todo en los jóvenes.

-¡Jo! Macho

-¡Qué macho!

-¿Qué haces macho?

Los chicos de hoy le han cambiado por el vocablo "tío" y "tía".

Pues como decía, tendría mis 14 añitos y mis pelitos en "las bolas", cuando me apunté por las tardes a dar clases en aquella academia.

Recuerdo aquella mocita rubita de pelo largo y muy espeso que se sentaba a mi lado en el pupitre de dos plazas que yo ocupaba; y que me daba chicle de su boca. Aquel chicle Bazooka que a las niñas y los niños tanto nos gustaba masticar y masticar hasta extraer el último sabor a fresa. Antes nos conformábamos con masticar aquel celebre palolúz o el regaliz.

La niña me decía:

-Felisín, no a todos les doy el chicle de mi boca.

No sabía entonces que es lo que me quería decir, porque a mí me parecía a la sazón una cochinada eso de dar algo de la boca de otro. ¡Bueno! Menos los besos ¡claro!

Un día nos encontramos por la calle, y me dijo:

-Felisín, ¿no vas a la academia?

-No, hoy no. Voy al cine que ponen una de Errol Flyn.

-¡Qué bien! Me voy contigo.

Entonces costaba la entrada de patio de butacas una peseta con quince céntimos; y sólo llevaba lo justo.

-No te puedo invitar, porque no me llega para los dos.

-No te preocupes, yo pago mi entrada.

-Bueno, como quieras. No supe decir más.

La verdad, la verdad. La niña estaba como un "jamón" de buena. Demasiado buena, pero algo bastorra. A la sazón, me gustaba las niñas muy finas, aunque tuvieran poca cadera y poco tetamen; por lo que la visión de aquella chavala sin que me produjera aversión, no era objeto de mis fantasías eróticas.

En el patio de butacas del cine, en un rincón había dos asientos aislados junto a una de las columnas. Y allí me llevó la moza.

No le hice ni caso; la película que echaban era Robin de los Bosques, y no me perdí un detalle de la misma. La niña seguro que pensaría hasta que fuera marica, porque a partir de ese día, ya no se volvió a sentar a mi lado en clase, ni darme chicle de su boca.

 

Aquella niña que me masturbó en el cine

 

Sucedió en el otoño del año 1956. Lo recuerdo porque había cumplido los 16 años hacía unos días; nací el mes de Octubre de 1940.

Fui solo al cine Argel, ubicado a escasos metros de mi casa; en la calle de Ayala, entre las calles de Alcalá y Montesa.

Estaba un servidor tan calientito y a gusto sentado en su butaca viendo la película, cuando sentía repetidos golpes en el respaldo. De momento no tuve ninguna reacción ni me preocupé de saber de donde procedían.

¡Pero coño! Que al rato, más golpecitos. Y ya un tanto mosqueado, miro para atrás sin ningún disimulo, y vea a una niña bastante agraciada que me sonreía.

¡Joder! Que claro lo tuve, la moza me estaba invitando a que me sentara a su lado para “hacer guarrerías”.

No me lo pensé dos veces; además el cine estaba casi vacío, y ni corto ni perezoso me senté junto a la nena que requería un macho con tanta insistencia.

Como en los cines no se debe hablar por motivos obvios, la dije muy bajito:

-Hola.

Otro hola me dijo ella, también muy bajito.

Y de repente sentí su mano por los alrededores de mi bragueta. Estuvimos un buen rato metiendo manos el uno al otro.

La primera vez que se hace algo así, no puedes evitar que los nervios te traicionen. Aquel sobeo mutuo me gustaba y me excitaba, pero sentía una extraña sensación de culpabilidad; como si estuviera haciendo algo malo. Y no es que pensara que aquello fuera pecado, pero, no sé, una extraña sensación me invadía, y que no permitía concentrarme bien en la tarea.

No sé si se daría cuenta de mi nerviosismo, el caso es que tomó mi mano izquierda (estaba sentada a mi derecha) y se la llevó por debajo de su falda a entre sus muslos.

¡Joder! Casi me da un calambre al sentir aquella cosa tan mojada, pero me resultó tan excitante la maniobra que desaparecieron como por arte de magia todos mis nervios; y con más ansias que pericia me dedique a abrir la boquilla de la braga para manipular aquella vulva que parecía que se iba a derretir por momentos.

Recuerdo como deslizó su culete hacia delante, para quedar situado al borde de la butaca, de modo que la niña pudo abrirse de piernas con más facilidad.

Como ya había manipulado el chichi de las dos Carmencitas, supe hacerlo de modo que la niña parecía que gozaba con aquel toqueteo.

Al rato me dijo al oído:

-Ahora yo a ti.

Obvio que ya tenía la bragueta desabrochada y la colita fuera.

¡Joder! Que sensación más placentera. Nunca una chica me la había meneado de esa manera (ni yo mismo) sólo me acuerdo que no pasaron muchos segundos cuando por mi uretra corría como un rió a punto de desbordarse. Saqué mi pañuelo y me lo puse en la desembocadura para que aquel río de semen no rebosase, ya que la ropa me la lavaba mi madre, y no era cuestión dar explicaciones, ya que las manchas de lefa son muy difíciles de quitar sin lavar.

Salimos del cine sobre las nueve de la noche, ya que me dijo que tenía que estar en casa antes de las diez. La acompañe hasta las inmediaciones de su domicilio; vivía al final de la calle Jorge Juan, pasado el Paseo del doctor Esquerdo. Nos dimos el último beso pegados a una tapia oscura, y allí se acabó todo.

Nunca más nos volvimos a ver.

 

Aquella niña que trabaja en una  farmacia

 

Tendría 17 años cuando conocí aquella chavalilla, lo que no recuerdo es como sucedió.

Trabajaba de auxiliar de una farmacia situada en la Plaza Ruiz de Alda de Madrid. Era algo bajita para mi gusto, pero como era muy mona de cara compensaba y merecía la pena salir con ella.

Debo decir que a los 17 años un servidor, y feo está que lo diga, ya medía un metro ochenta. Para aquella época, donde nos alimentábamos basado en pan y aceitunas, tener esa altura era casi un record; lo normal en el hombre estaba en torno al metro setenta.

Con ella fui a mi primer guateque. Estaban de moda en los años cincuenta y sesenta; todo aquel chaval o chavala que sus papis le dejaban el piso los domingos por las tardes, los organizaban. Circulaba un chiste sobre los guateques que me hacía mucha gracia.

Una amiga le dice a otra.

-Pili, me han invitado a un guateque y me han dicho que lleve una amiga. ¿Te vienes?

-¿Un guateque...? ¿Y qué es eso?

-¡Ah! No lo sé, pero por si acaso, mejor que llevemos bragas limpias.

Se decía que se le echaba a la bebida una especie de limonada con algo de licor, una droga llamada Yumbina. Por lo visto es para las vacas, pero decían que unas pequeñas dosis en el licor, ponía a las chavalas a cien.

No lo sé porque nunca lo vi echar, pero lo que si puedo jurar, que, la niña de la farmacia cuando bailábamos aquellos boleros de moda cantados por el gran Lucho Gatica, o Antonio Machin se pegaba como una lapa; y uno, en vez de arremeter contra ella me apartaba, estúpido de mí, creyendo que igual la niña me montaba un numerito por fresco.

Pero lo que es cierto, y que nadie se mosquee, en aquel entonces, existía la clásica “calienta pollas”. La tía que te ponía a mil bailando, y cuando atacabas te pegaba el corte, y te dejaba patidifuso.

Lo que si puedo asegurar, analizando después aquellos detalles que entonces no percibía, (pues vuelvo a repetir que el concepto que yo tenía de la mujer frente al sexo), me impedía creer que eran como los chicos; que sentían los mismos deseos carnales, y que se masturbaban también como nosotros. ¡Pero que ingenuo era!

Y lo que más me jode, fue a la cantidad de chavalas que dejé con las braguitas húmedas, y seguramente cagándose en mi padre, por panoli.

Poco duró mi romance con la farmacéutica, dos o tres semanas a lo sumo. Pero cada vez que paso por la plaza de Ruiz de Alda y veo la farmacia me acuerdo de ella.      

Y lo que más me revienta que por preservativos, casi imposible de conseguir un chaval entonces, no hubiera tenido problemas.

(9,00)