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Arrepentidos los quiere Dios (Capítulo 32)

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Capítulo 32

 

Quedé exhausta, rendida. Me hizo el amor de una forma tan feroz, que no podía dar crédito que un cura pudiera joder de una forma tan sublime.

Me acordaba de la primera vez que me sodomizó, y la verdad, sentía una especie de morbo por tenerla otra vez en mis intestinos, por lo que le dije:

--Sergio, Me gustaría que dieras "absolución a mis pecados"como el otro día.

--Luego Manolita, luego; deja que me recupere, que para satisfacerte cuesta lo suyo. Ahora voy a darte las buenas noticias que traigo del Obispado.

--Dime, dime, mi amor, que estoy intrigadísima.

--Verás. Le he contado a Su Eminencia lo nuestro.

--¡No..! exclamé todo sorprendida, ¡Cómo has sido tan insensato! ¡Qué va a ser ahora de nuestras relaciones tan secretas!

--Ahí voy, ahí voy, que van a dejar de ser secretas.

--No lo pillo. Dije sorprendida

--Sí, cariño. Su Eminencia el Obispo, a través de Su Santidad, me van a conceder la Dispensa Papal.

--¿Qué es eso?

--Es un privilegio que concede la Iglesia de hacer algo prohibido a sus preceptos cuando lo exigen las circunstancias. He convencido a Su Eminencia, que me exima de mis obligaciones como sacerdote, para seguir la nueva senda que me ha marcado el Señor.

--¿Y cuál es esa nueva senda?

--La tuya Manolita, la tuya; estoy profundamente enamorado de ti, y no quiero vivir en pecado mortal el resto de mis días. Por eso el Señor ha entendido mis razones y me concede la Dispensa.

Mire fijamente a los ojos de Sergio, y en ellos vi el brillo de la sinceridad, (o mentía muy bien). El caso es, que, analizando la situación desde la lógica, entendí que un sacerdote no podía caer en tamaña farsa, por lo que opté en creerle.

--Entonces Sergio, ¿te vas a casar conmigo? Pegunté llena de emoción.

--Sí, cariño. Pero no podrá ser mañana, habrá que esperar por lo menos un año. Estas cosas van despacio y hay que tener paciencia.

--Entonces... ¿Cómo nos vamos a apañar en este tiempo? Yo ya no puedo vivir sin tus caricias.

--Hay algo más...

--No me asustes, por favor. ¿Qué es ese algo más?

--Que tenemos que vivir en la pobreza; el colgar los hábitos que sólo conceden sacrificio y penuria para casarme con una multimillonaria sería más pecado mortal; por eso debo renunciar a los bienes del mundo exterior.

--A mí no me importa cariño. Necesito más el amor que mis riquezas, que sólo me han dado fatigas y lasitudes. Pero... ¿Tú podrás vivir a base de sopas de ajo?

--Sí, corazón mío, con dos huevos fritos, un poco de ese jamón tan bueno que tienes, y un vasito de vinillo que me de fuerzas para mantener "tu conejito" siempre satisfecho, tengo suficiente.

Le abracé con una pasión inusitada. Pensar que iba a ser para mí, y nada más que para mí, ese pedazo de hombre, me trasladaba a unas emociones jamás concebidas.

Me puse a cuatro patas ofreciéndole "mi hermoso tafanario".

--Cariño, quiero que me las metas entera, pero poco a poco, deseo sentir como entra milímetro a milímetro.

Esta vez fue más delicado, ya que con sus dedos lubrificó mi ano con vaselina, y sólo ese roce, ya me hacía estremecer.

Noté como sus manos se aferraban a mis caderas, a la vez que me decía.

--Guíala tú, corazón, llévala a "tu agujerito".

Tomé con mi mano derecha aquel mástil  y lo llevé a la embocadura, y allí lo dejé apuntando directamente hacia mis entrañas. A la vez que le decía.

--Cariño, empuja muy poquito a poco, quiero sentir cada milímetro como discurre por mi "profunda gruta".

Pero pasó algo que nunca me había ocurrido en la vida. Quise abrir bien el ano haciendo fuerza como cuando se defeca, con el fin de que una vez introducido el glande, hace una especie de absorción, y al retraerse lo atrapa, y lo dirige mejor hacia el interior.

No calculé bien la fuerza debido a la terrible excitación que estaba sometida, me salieron dos sonoras ventosidades que dejaron a Sergio confundido.

--¡Coño Manolita! Vaya recibimiento. Sólo pudo decir Sergio.

Juro por mis difuntos, que quería que me tragara la tierra. ¿Se imaginan la situación? Allí, todavía a cuatro patasquedé como petrificada; pasé el apuro más grande que había pasado en mi vida.

Abandoné aquella posición que se me antojaba de lo más ridícula, y maldije ese momento. Yo, Manolita, la prostituta más famosa de Madrid, amante de las más altas magistraturas del Régimen, se había convertido en una vulgar pedorra.

Al verme tan compungida y avergonzada, Sergio me abrazó, y dándome un dulce beso en los labios, me dijo.

--No te apures cariño, el que no hayas podido controlar tu esfínteres en esta situación, no es de extrañar.

Y para restar importancia al asunto añadió.

--Además, tus tripitas ante lo que se les avecinaba, no han podido evitar "esos dos suspiros".

Me tuvo abrazada durante un buen rato, acariciándome el pelo y besándome en los ojos; hasta que vio que se me pasó el bochorno.

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