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Recordando al primer amor (capítulo 5º)

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CAPITULO V

 

En un santiamén el tiempo había pasado. Eran las nueve y media y cómo Cristina tenía que estar a las diez en casa, interrumpimos la velada  muy a mi pesar, porque vi en su mirada deseos de estar enamorada.

Pero las chicas decentes no entregan su "prenda dorada", (y Cristina lo era) a la primera, por aquello de la maledicencia de la gente, y por el que dirán si a una chica la marcan en la frente; aunque en su mirada vi deseos de ser  "homenajeada" pues muy oscuro estaba el jardín frondoso que nos rodeaba; y para "eso se prestaba", un servidor apagó ese fuego tempranero diciendo.

-Cristina, que se nos hace tarde.

Y aunque, "estaba que arde", hubiera sido una canallada aprovechar esa hora tonta que tienen las mujeres a todas horas, ya que un caballero esa debilidad de las damas decentes con educación afronta.

-Sí, Amador, vamos a casa, que este "cubata de ron" me ha mareado y no quisiera hacer ninguna tontería... ¡Y mira que lo sabía! Pues cada vez que tomo ese cóctel, los ojos me hacen chiribitas.

-¿Y por qué lo tomas?

-Porque las penas me quita.

-¡No me digas que tienes penas!

-Tengo las penas normales de las chicas veinte añeras.

-¡Pero leche! Dije sorprendido. ¿Y se puede saber que clases de penas son esas?

-¿Me prometes que no te vas a reír, Amador?

-No te lo prometo, ¡te lo juro! Y cuando juro, si es menester hasta la tumba llevo mi juramente, te lo aseguro.

 

¡Pero es que no ves mi trasero!

grande, gordo como atabal,

verlo así ¡no quiero! ¡no quiero!

Esa pena, pena fatal

que me lleva al atolladero.

 

Aunque juré no reírme, juro que no puede remediar partirme de risa.

-Ves como te has reído, Amador. Has faltado a tu juramento.

-Mi risa no ha sido perjura, ha sido porque me haces el hombre más feliz del mundo.

-No te comprendo.

-Sí. Cristina, porque sí.

 

Una mujer que ha de hacerme  prisionero,

le pido tres cosas fundamentales:

que tenga unos bonitos fanales, lo primero;

y  segundo, unos muslos como catedrales

lo tercero, que tenga un generoso trasero.

 

-¿No me digas que te gustan las gorditas? Me preguntó asombrada.

-No es eso precisamente. Tú no estás gordita para nada. Lo que pasa que eres ancha de caderas, y se te ve de lejos, por eso tu complejo. Pero si te preocupa tu tafanario, a mí me parece extraordinario.   Siempre soñé con una mujer que igual que tú lo tuviera; y aunque pensé que nunca "iba a caer esa breva" porque las chicas que he conocido eran más bien estrechas de "esa ladera", ¡por fin! en ti hallé lo que de verdad de la mujer me supera.

-¿Lo dices en serio, Amador? ¿No te importa "este gordor"?

-¡Qué no mujer, qué no!  -¡Qué poco conoces a los chicos!

 

Una chica con poco" culamen"

a los chicos cómo que no mola;

si además tiene poco "tetamen"

no nos sugieren "una gayola".

 

-No seas grosero, Amador, ¡Por favor!

-Disculpa, pero sólo intentaba decir que si tu pena es porque ves gordo tu trasero, tu pena es infundada. Deberías estar orgullosa de tener ese portento, pues te aseguro y no es cuento, que de mil chicos que preguntaras, los mil chicos te aseguraran que lo que tienes debajo de los riñones, es bonito de...  narices.

-Eres tú el que no conoces a las mujeres. Unas nalgas demasiado prominentes son un obstáculo para vestir la ropa de moda, ya que aunque te sienten bien hasta la cintura, al llegar "al culete" la prenda se escora, y difícil se mete; y ¡claro! esa parte a la elegancia compromete.

A las diez menos cinco llegamos al portal de su casa.

-Cristina, de verdad, me encantas, y lo más me encanta es lo que a ti "te canta". No tengas pena por eso, que "eso" es lo más precioso que portas con tanto embeleso.

Vi cómo se perdía por las escaleras del portal, y quedé fascinado por ser yo el mortal que de aquella maravilla iba a disfrutar.

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