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Mis cuentos inmorales. (Entrega 10)

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Capítulo 2

 

Pepita, aquella moza de Trujillo

Sobre la confesión de mis pecados

Quedé desencantado del mundo femenino después de la mala experiencia que tuve con mi primera novia formal; de aquella Diana María, la que al principio de nuestro noviazgo me hizo creer que todas las mujeres del mundo eran tan puras como ella; y como mi madre y mi hermana.

Tenía a la sazón la vetusta idea que la novia debe transitar ese periodo del cortejo por la senda de la decencia; y llegar blanca e inmaculada al altar, donde las rosas blancas y su vestido simbolizan la pureza y su castidad.

Sin embargo, a pesar de la fogosidad de aquella niña de 17 años que en aquel banco del Parque del Retiro de Madrid en creer que aquello que hicimos no era amor, era puro vicio y una indecencia, y me sentía mal. Por lo que decidí confesar aquel pecado que creía mortal.

-Ave María Purísima.

-Sin pecado concebida. ‑¿Cuánto tiempo hace que no te confiesas?

Debo aclarar que no era de ir a misa todos los domingos, y que no creía demasiado en las cosas de la Iglesia, pero no sé, ese día tuve la necesidad de contarle mi decepción amorosa a alguien, y pensé: ¡Qué mejor que a un cura! Al menos ellos han estudiado teología, y podrían comprenderme, ¡y mira! si de verdad fuera que aquello que hice fue pecado mortal, al menos se me perdonaría. Pero en mala hora me confesé, porque a los pocos minutos salí huyendo del confesionario. Verán los motivos.

-No lo puedo precisar padre, pero tal vez hace más de un año que no me confieso.

-¿Es qué no tiene pecados un joven tan guapo y tan apuesto como tú?

-Aquí empecé a mosquearme. ¡Qué coño tiene que ver mi físico con el acto de la confesión!

-¡Bueno padre! Más que confesarme, quisiera aclarar unas dudas que me han sobrevenido sobre el amor.

-¡Cuenta hijo, cuenta!

Aquí me escamé más, porque el cura pego su oído a mi boca y me tomó por el hombro, tanto que noté su aliento en mi nuca, y sentí tanta repugnancia que hice esfuerzos para no levantarme y dejarle allí plantado. Tragando saliva, dije.

-¿Es pecado la masturbación mutua entre los novios que de verdad se quieren?

-¡Hijo mío! el onanismo, de por si es un pecado mortal, y si la masturbación es compartida con otra persona, el pecado es gravísimo. Aunque dependiendo del nivel a que se llega.

-No le entiendo, padre.

-Sí, hijo. Quiero decir si la masturbación fue superficial o profunda.

-Sigo sin entender, padre.

-Qué si el contacto fue de piel a piel, o a través de la ropa.

-¡Bueno! aquí balbuceaba y no podía discernir si este interrogatorio era necesario para darme la absolución. o el curita se estaba poniendo cachondo. Tendría unos cincuenta años.

-La verdad padre, la verdad, el contacto fue profundo, calculo que unos diez centímetros de hondura; lo que mide mi dedo índice de la mano izquierda.

Me miró, con cara de estupefacción, ya que mi respuesta fue tan socarrona como inesperada. Pero prosiguió.

-O sea, que le metiste los deditos.

-Pues sí, padre. He entendido que una masturbación profunda a una chica, es meter los dedos por la vagina.

-¡Bueno! ¡Bueno! efectivamente, lo que hiciste es una masturbación profunda, y de las más graves, por lo tanto, estás en pecado mortal. ¿Sabes si ella se ha confesado?

-Pues no lo sé, porque me ha dejado por otro.

-Hijo.

-Dígame, padre.

-En caso de que no lo haya hecho, debes interceder por ella, y contarme lo que te hizo, para que os pueda dar la absolución a los dos.

Ya lo tenía muy claro. Al igual que otrora la proximidad de Diana María me acaeció el aroma de su sensualidad, ahora me sobrevino un olor a pene rancio que sin duda volatilizaba de la sotana del cura. Lo tenía clarísimo, Dios no necesita conocer esos detalles tan íntimos para perdonar a sus hijos de sus pecados. Desde aquella confesión al día que escribo "estos cuentos" han pasado cincuenta años, y no he vuelto a pisar un confesionario. Pero decidí proseguir el acto de confesión sin ninguna fe, lo hice para vacilar con el cura.

-¿Si le cuento lo que me hizo, también la perdonará?

-Intercederé ante nuestro Señor por ella, y si se ha arrepentido de corazón, aunque no se haya confesado, si la perdonará, Dios es misericordioso.¡Cuenta, cuenta!

-La verdad padre, fue ella la que tomó la iniciativa, ya que mi pensamiento, a la sazón mi novia, la quería pura y casta hasta el matrimonio.

-Eso te honra hijo. Prosigue.

-Cuando me quise dar cuenta, mi mano izquierda se hallaba en su entrepierna.

-¿Y por qué no la retiraste inmediatamente?

-Pues porque no quemaba lo suficiente, y ese calorcillo que emanaba, me era muy grato.

-¡O sea! que descorriste el telón.

-¿Qué si le bajé la braga?

-Sí, más o menos eso.

-Bueno, no exactamente se la bajé, ya que estaba sentada, lo que hice fue meter ambos dedos por la boquilla descorriéndola a un lado para poder maniobrar como Dios manda.

-¡Calla, blasfemo! Qué Dios no manda esas cosas.

-Perdona padre, es una expresión muy común, ya lo sabe.

-Y mientras, ¿qué hacía ella?

-Recuerdo que gemía y movía el culo, hasta que entró en un estado por mí desconocido.

Ya no podía aguantar más la situación, el olor a requesón que segregaba la sotana era insoportable, unido a que pegó literalmente su hocico en mi cara, hizo que me levantara como si fuera un resorte y salí pitando de allí, con su voz aflautada repicando en mis oídos.

-¡Hijo! que no has hecho la penitencia, sigues en pecado mortal...

 

Como conocí a Pepita

Pepita es la antitesis del tipo de mujer que yo soñaba, y sin embargo salí con ella durante unos meses. La conocí inmediatamente después de que me dejara Diana María por aquel torerillo; y si me enrollé con ella que fue por despecho, ya que en el fondo seguía enamorado de mi ex novia.

Fue en un club de baile que tenía fama de ser frecuentado por chicas de servir, aquellas mal llamadas "marmotas". La recuerdo con agrado porque era una chica muy buena y se enamoró de mí perdidamente, pero físicamente no tenía ningún atractivo, salvo los labios, sobre todo el inferior, muy carnosos.

No puedo recordar que me motivó para sacarle a bailar, pero lo hice. Creo que le impresioné, puesto que no daba crédito que un chico tan majo como yo estuviera bailando con ella. Y lo afirmo sin querer pecar de fatuo, porque la veía tan feliz y contenta en mis brazos, que a los pocos compases de aquel bolero que cantaba Antonio Machín, no se me resistió al pegarme a ella como una lapa. Al contrario, ella hizo por pegarse más.

Pero si recuerdo algo que me causó impresión. La pista estaba a tope de parejas bailando, por lo que casi apenas podíamos movernos en aquellos pocos centímetros cuadrados que nos tocaba. Metí mi pierna derecha entre sus muslos y noté un bulto entre las de ella.

-¡Coño! ¿Pero qué es esto?Pensé.

Un pene seguro que no, porque en esa época era impensable encontrarse con un travestido, además el abultamiento que notaba en mi muslo derecho pegado entre sus piernas, no era puntiagudo, era más bien redondo. Seguí pensando.

-¡Joder! ¡Qué coño más gordo tiene la tía esta!

Al momento cambió la posición de sus manos sobre mis hombros, y las puso rodeando mi cuello. Me impresionaba aquello ¡de verdad! ¡Cómo sentía su abultado Monte de Venus en mi pierna!

Bien pegada, la moví suavemente de izquierda a derecha con la intención de restregársela. Ella se pegó aún más si cabe a mí, y no pudo contener un suspiro. Qué se estaba corriendo seguro, ponía los ojos en blaco; y de repente, fue tal el achuchón que me pegó que lo evidenció.

Como dije antes, Pepita era la clase de mujer que jamás hubiera pensado fuera mi novia, pero aquellos labios tan sensuales, y lo abultado de su entrepierna, me picaron para descubrir lo que me impresionaba.

Muy pocas veces me he "corrido" bailando, no creo que haya llegado a la docena; pero con Pepita fue la primera vez. Y tampoco soy de los que "se empalman" fácilmente en esa situación. Pero esa vez, no lo pude evitar.

Ella, al sentirla bien pegada a su vientre, no hizo nada por separarse, al contrario, seguramente agradecida por lo acontecido anteriormente movió tu tripita suavemente. No creo que hicieron falta más de dos movidas, al instante inundé mis calzoncillos de mi semen que me salía a borbotones.

Pero lo más gracioso, es que todo esto transcurrió sin dirigirnos ni una sólo palabra; nos mirábamos de reojo, y comprendíamos.

Al darse cuenta por mis incontrolados espasmos, sonrió. Y yo, a pesar de que no ver en aquel rostro el tan angelical de Diana María, y estando seguro que no podría enamorarme de ella, decidí hacerle mi novia; propuesta que aceptó alborozada cuando se lo propuse.

No puedo precisar el tiempo que anduve saliendo con ella, pero seguro que más de tres meses no, ya que a finales de ese año ingresaba en la Academia de la Guardia Civil de El Escorial para hacer el Servicio Militar, y la conocí finalizando el verano de ese año.

Pepita servía en casa de unos señores que a juzgar por la finca donde vivían, en el Barrio de Salamanca, deberían ser muy pudientes, y porque además también tenían cocinera.

A la sazón, yo estaba bastante flaquito a pesar de mi uno ochenta de estatura no llegaba a pesar los setenta kilos. En mi casa no abundaban los manjares: lentejas, judías, algún cocido con tocino más que carne, y pan con aceitunas negras eran los sustentos cotidianos.

-Estas delgadito Félix, me dijo una tarde que paseábamos por el Paseo del Pintor Rosales; y más abajo está el Parque del Oeste, en donde las parejitas podían retozar, pero previamente apagando los faroles que lo iluminaban.

-Bueno, le dije, pero estoy muy sano y fuerte. He de aclarar que en aquella época se llevaba el tipo de mujer y hombre llenitos, no como ahora que prima la delgadez.

Nos sentamos en un banco, seguro que no tenía en los bolsillos más de diez pesetas, y ante mi asombro sacó del bolso un bocadillo de jamón de impresión.

-Toma, a ver si te gusta el jamón de mi pueblo.

¡Joder! Que si me gustaba. Tenía una idea de lo que era el jamón, que se extraía de las patas de los cochinos, pero catarlo, ni idea.

Devoré aquel bocadillo en un plis plas. ¡Qué bien me supo!

Al verme tan feliz y contento por aquello de: "las penas con pan son menos", sacando un billete de veinticinco pesetas, me dijo.

-Acéptalos, son para que te tomes una cervecita y me invites a una Coca-Cola.

Juro por mi honor, que jamás he chuleado a una mujer, es más, detesto la figura del chulo; pero los acepté.

De verdad que sentía pena por aquella chica que tanto me quería, y que estaba tan ilusionada conmigo; pero el caso es que me la follaba.

Yo, defensor del amor puro exento de lascivia, aprendí que más vale meterla en un chochito calentito que hacerse una paja, por lo que fui asumiendo, y el tiempo me lo ha demostrado, que la mayoría de los seres humanos follan más que hacen el amor.

Al recordar como lloraba al decirle que debíamos cortar aquella relación, y precisamente al acabar de follar en un palco de un cine de la calle de Alcalá, me siento un poco canalla. Me porté muy mal contigo Pepita, porque nunca debí consentir que te hicieras ilusiones conmigo.

Sin embargo, nunca podré olvidar tu coño, era un placer recorrer con mi polla bien tiesa aquellos labios menores tan abultados, antes de metértela hasta los huevos. Mi glande paseando de arriba abajo y viceversa por tu vulva era una gozada; ¡y cómo me pedías que te la metiera toda! Y cuanto más me lo pedías, yo más la paseaba por tu vulva tan jugosa y carnosa, hasta que no podías aguantar, y tu mismo te la metías. ¿Recuerdas? Yo sentado en una de las sillas del palco, cerradas las cortinillas, y tú sentada encima de mis piernas estiradas y con la polla en ristre.

No te amé Pepita, pero te juro que guardé un gran recuerdo tuyo, que todavía hoy perdura.

Que te vaya bonito por tu Trujillo (Cáceres) natal, y que seas muy feliz.

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