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Mi nueva jefa

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Recuerdo que la primera sensación que tuve cuando me comunicaron el traslado a la sección controles fue de desagrado. Estaba acostumbrada al horario nocturno de mi sección y si bien era un poco difícil la convivencia con mi jefe y sus alcahuetas, había conseguido crearme un espacio y que no me molestaran más de lo necesario. En vano Miguel, el único compañero con el que a veces almorzaba, trató de consolarme con el argumento de que ahora saldría más temprano, de que tendría más tiempo para leer, ir al cine o dedicárselo a mi novio. Esas menciones a un novio siempre las respondía con alguna evasiva, como si las mujeres tuviéramos obligación de tener uno, y por dentro me reía conmigo misma, porque yo jamás había tenido uno y porque mi última novia se había ido de mi vida hacía mucho tiempo, con todos mis ahorros, con mis ganas de vivir, de creer y de esperar. Tardé tres años en pagar todas las deudas que contraje para que ella viajara primero a Estados Unidos y, supuestamente, seguirla cuando estuviera ya instalada. Primero me negaron la visa, después ella se consiguió otra pareja, y después no me devolvió un solo dólar pero bueno… es otra historia. Esa mañana llegué antes de las ocho. En la sección Controles hay que contar paquetes, acomodar cajas, limpiar cosas que se rompen, el único secreto, me dijo una de las muchachas, es tener los ojos bien abiertos. Me dijo también algo de hablar poco, sobre todo en presencia de la jefa, que se llamaba Otilia, y no contradecirla nunca. Mi lugar era una larga mesa en cuyo extremo había una PC, pilas de talonarios de remitos y un teléfono. Me habían asignado control de cosméticos. Otra chica me explicó el sistema de trabajo, grabé las indicaciones en mi grabador de mano y me puse a trabajar. La jefa llegó a las ocho en punto y se encerró en su oficina. Esa primera semana no cruzamos palabra. Demás está decir que no me cayó bien, aunque debo reconocer que tenía buen gusto para los perfumes y para el maquillaje. Era más alta que yo, si bien no tenía curvas exuberantes, su figura era estilizada y su andar muy elegante.

Esa quincena no sucedió nada extraordinario, solo que pagué la última cuota de la refinanciación de mi tarjeta de crédito y, pese a la insistencia de la secretaria del banco que insistía en que me la renovarían por la puntualidad de mis pagos, simplemente la cancelé, dos años de martirio es demasiado, me dije. Al día siguiente fue mi primer encontronazo con la jefa. Hubo un error, que no fue mío, y cuando ella me llamó la atención delante de todo el mundo le pedí que me dejara hablar, entonces me gritó, le dije con firmeza que eso no se lo iba a permitir y, ante el asombro y el susto de las otras chicas, la seguí hasta su oficina, con mis documentos en la mano hasta que le demostré que la equivocada era ella. Sus ojos estaban encendidos, me dijo que por más razón que yo tuviera la que mandaba era ella y me pidió que saliera de su oficina. No volvió a molestarme pero se desquitó quitándome las horas extras y me puso dos llamados de atención por escrito. Al tercero me despedirían. Eso me hizo esmerarme más en mi tarea, de manera que dejé de almorzar para dedicar ese tiempo a revisar mis listas y controlar mi mercadería. En menos de dos meses las cosas mejoraron, pero perdí casi cuatro kilos y comencé a recibir piropos en la calle y en la playa de carga y descarga de la empresa.

Una tarde, casi cuando ya estaba cerrando mi inventario, llegaron dos cargamentos y tuve que quedarme. Salí casi a las nueve de la noche, muerta de cansancio, hambrienta y con un odio a la humanidad sin distinción de razas, credo o religiones. Crucé la playa de estacionamiento y tras saludar al guardia casi corrí hacia la esquina y, como dicen en España, ¡Sorpresa! ¡Sorpresa! La jefa bajaba de un auto. El conductor la siguió. Era un tipo gordito, semicalvo, vestía un pantalón negro y una camisa lila. Eran ropas caras. La jefa se dio vuelta y le habló con dureza, aunque por el ruido del motor del auto no escuché lo que decía, pero el tipo le dio un puñetazo que literalmente la acostó sobre el pavimento. Corrí hacia donde ella había caído y el muy macho se montó en su auto, arrojó la cartera de ella y arrancó con un chirrido de neumáticos, como sucede en las malas películas, como suele suceder en mi vida, que es la peor de todas las películas. 

El golpe le había dado entre la boca y la nariz, tenía la cara llena de sangre y apenas podía respirar. Sin preocuparme de que se me manchara la ropa le limpié la cara, la ayudé a levantarse y le hice oler un poco de mi perfume.

-¡Vete! ¡No te necesito! ¡Déjame sola! ¡Maldita entrometida!

-Mira muchacha, será mejor que trates de tranquilizarte.

Entonces me abrazó y se puso a llorar y yo me sentí tan vencida como ella.

-Debo recoger mi carro- dijo cuando se hubo calmado un poco. Rebuscó en su cartera hasta que encontró un llavero. Su ropa estaba llena de tierra por el revolcón, en la caída se había pelado las rodillas, comprendí que no podía permitirle que se dejara ver así a esa hora en la empresa, pensé que tal vez podríamos inventar un asalto, pero no me pareció buena idea. Tomé mi celular y pedí un taxi. En menos de cinco minutos estábamos rumbo a mi cuarto. Ella no hablaba. Miraba por la ventanilla como si fuera una extraña en la ciudad, y acaso lo fuera, como lo es cualquier persona que vive una situación de ese tipo. Ya en mi cuarto, que tenía baño, preparé agua tibia, le agregué alcohol, busqué desinfectante y comencé a lavarle la cara. Los labios estaban hichados aunque el golpe no había sido tan dañino como me había parecido. Puse hielo en una servilleta limpia y ella se lo aplicó en la zona golpeada.

-Me parece que tendrías que ver a un médico- sugerí.

Ella pareció no oírme. Ahora que la veía con otros ojos, pese a su boca hichada, notaba que en realidad era bonita. Tenía la nariz respingada y ojos pardos claros, las cejas depiladas y el pelo teñido de rubio. Su piel era algo más clara que la mía, ella era una mulata y yo una negra.

-Es mi esposo- explicó.

-¿Tienes hijos?

Negó con la cabeza.

-Estamos separados- explicó. El vive en Madrid. Vino a buscarme.

Volví a abrir la nevera y encontré unos trozos de melón, una manzana, jugo de naranja y un resto de fideos del día anterior. Decidí que cenaría una taza de chocolate frío. La violencia de la escena ma había impactado de tal manera que se me había ido el apetito.

-Yo… me voy a casa…

-¿Te parece conveniente? ¿Quién vive ahí contigo?

-Mi hermana, ella debe de estar preocupada…

-Mejor llámala antes- sugerí. Tú no puedes arriesgarte a que él te esté esperando ahí.

-No. El no se animaría- dijo mientras marcaba en su celular el número de su hermana.

Mientras ella hablaba pensé en lo extraño de esta situación. No sabía nada de Otilia y tampoco tenía la más mínima intención de involucrarme.

-Mi hermana viene en camino.

Conseguí que se tomara un calmante y se recostara en mi cama. Encendí el televisor y puse dibujos animados. En algún momento ambas nos dormimos. La hermana llegó casi una hora después. Discutieron sobre la conveniencia o no de que ella se fuera. Pedí permiso para intervenir y sugerí que no, que ella debía quedarse y que, de ser posible, no debía ir a trabajar al día siguiente. Eso la sobresaltó, como si temiera el despido o que la empresa no pudiera funcionar sin su presencia. Le pregunté cómo explicaría la hinchazón de su cara y eso la obligó a aceptar la realidad. La hermana le había traído ropa para cambiarse. Finalmente nos acostamos y en pocos minutos me dejé ganar por el sueño. Otilia se levantó antes que yo, preparó café y guardó su ropa manchada de sangre en una bolsita.

-¿Tú sabes manejar?- me preguntó

Asentí.

-Mira, son las llaves de mi carro, tú sabes cuál es. Tráemelo antes del mediodía. Ya hablé con el jefe de personal y le expliqué que tuve un accidente anoche al salir y que preferí tomar un taxi. Pon a Marta a reemplazarte

-¿Me vas a esperar aquí?

-No te causará problemas ¿verdad?

-Por supuesto que no, pero mira, yo creo que debieras ir a un médico.

La zona alrededor de su nariz estaba amoratada.

-No te preocupes. Ya me has ayudado bastante y créeme que te estaré eternamente agradecida…

-¿Y qué harás si él vuelve?

Sacudió la cabeza y se quedó pensando un instante.

-No volverá. Debe de estar en el aeropuerto. Su vuelo a Madrid sale dentro de dos horas. Nunca volverá.

No pregunté más nada. Simplemente me despedí y le dije que la casa era suya, le recomendé que descansara y, cuando estaba a punto de sentir por ella una especie de piedad o conmiseración, salí rápidamente de allí. Me sentía en medio de una situación que no me gustaba en absoluto. Me hubiera gustado que nada de lo que pasó hubiera sucedido, también quería que se terminara cuanto antes. Traté de que nadie en la empresa se enterara  de  nada y, cuando Marta y algún que otro chismoso se arrimaron a preguntarme en voz baja, no les dije nada ni di ningún dato.

Otilia volvió a los tres días, con la cara deshinchada y se inventó una alergia para el moretón que ya era apenas una mancha difusa. Esa noche, al volver a mi cuartucho, alguien me esperaba en la puerta. Su hermana. La invité a pasar, la invité con un té de ginseng y me dispuse a oír lo que venía a contarme, porque imaginé que venía a hablar de Otilia.

-Ella estuvo casada casi seis años con él- comenzó diciendo. Se separaron hace tres años y él se fue a Madrid. Pero vuelve todos los años y tienen un romance de vacaciones o algo parecido. El caso es que esta vez parece que él la convenció de que se fuera con él a España, es decir no ahora, sino que ella iniciara los trámites de visado y, ya tú sabes.

-¿Y qué pasó?

-Entre mi madre y yo… la convencimos de que ese sería el mayor error de su vida. Ellos nunca se llevaron bien, él es un hombre bueno pero es todo un macho, imagínate. Otilia dejaría su trabajo para vivir a merced de él. Es cierto que él está muy bien económicamente, pero eso no soluciona el problema de fondo…

-Mira, antes de que sigas contándome intimidades de tu hermana, quiero aclararte que yo no tengo con ella ninguna clase de relación, no somos amigas y… como jefa mía… ella me ha tratado muy mal ¿comprendes? De modo que me gustaría saber para qué me cuentas todo esto…

-Yo… vine a pedirte ayuda.

Me sorprendió. Tanto que no llegué a imaginar qué tipo de ayuda podría prestar yo en esa situación. Estuve a punto de revelarle mis preferencias sexuales para desalentarla, pero me pareció que sería muy descomedido de mi parte.

-No sé qué puedo hacer, además, como te decía, mi relación con Otilia es… muy distante… no tenemos ninguna afinidad, tú ves cómo vivo…

-Mira, no te preocupes por eso, tu ayuda será judicial. Otilia decidió hacerle juicio a ese hijo de su maldita madre, y tú serías una testigo muy valiosa.

La idea no me pareció para nada atractiva. No tenía nigún interés en involucrarme en problemas judiciales pero, como siempre mi lengua hace lo contrario de lo que me dicta mi cerebro, acepté. Me llamó la atención que en la empresa Otilia pareciera no estar enterada de que su hermana haya venido a verme, pero las cosas se precipitaron un viernes a la noche, cuando ya casi todos se habían ido, con la llegada de tres cargamentos de cosméticos, medicinas productos de limpieza. Antes de que Otilia interviniera me hice cargo de los remitos, convencí a los choferes de los camiones de que me ayudaran a controlar la mercadería. Acomodamos todo lo de limpieza y, cuando íbamos por la mitad de las medicinas, casi a las diez y media de la noche, Otilia bajó de su despacho y me encontró con todo ese cúmulo de trabajo.

-Pero ¿por qué no me llamaste?- dijo y con una seña despidió a los choferes que me estaban ayudando. Preguntó por los otros pero le expliqué que la carga llegó cuando todos se habían ido.

-Mira- le propuse –si tú terminas el cargamento de medicina yo me encargo de los cosméticos.

-Hecho- respondió y se puso a trabajar. A los diez minutos se quitó la chaqueta y yo la imité. El jefe de seguridad vino después a recordarnos que después de las once de la noche ninguna sección podía estar abierta y que informaría a la gerencia. Otilia le recomendó, con mucha ironía, que también informara que fueron sus subordinados directos los que dejaron entrar tres cargamentos después de las siete de la tarde, algo estrictamente prohibido. El hombre se fue sin decir palabra. Cuando terminamos era casi la una de la mañana. Otilia se sentó frente a mi PC y redactó un airado email de queja dirigido a la gerencia.

-Vamos, te llevaré a tu casa. Esto va a traer cola- dijo con resignación y fastidio.

Condujo en silencio, con la radio del auto apagada, y solo al estacionarse frente a mi casa me tomó de la mano antes de que bajara.

-Me parece que te debo una disculpa, o varias, no sé ¿te parece que mañana en la noche salgamos a dar una vuelta y… charlamos?

Asentí. Era extraño para mí tener una cita después de tanto tiempo de soledad y reclusión, y menos una cita sin posibilidades como ésta.

-Llega más tarde si quieres, descansa, yo firmaré tu tarjeta.

Se lo agradecí con una sonrisa.

Trabajé hasta las doce y media y, cuando estaba recogiendo mi cartera y dudaba sobre lo que almorzaría, Otilia me llamó a su oficina.

-Mira, pasaré por ti a las ocho. ¿Te gustaría ir a cenar o…?

-Resolvemos en el camino.

-Hecho- dijo y sonrió, y yo me sorprendí porque era la primera vez que la veía sonreír y porque, Dios, se la veía tan bonita cuando sonreía. Su teléfono sonó en ese momento y yo salí de la oficina sin despedirme. Me vestí como para una cita. Falda roja con estampado de flores geométricas rosadas de distintos tonos, blusa de lino de color crema sin mangas, pulsera de hilo con aplicaciones de porcelana, sandalias rojas, cartera roja, y una mantilla de estampado claro con detalles dorados en los bordes, recuerdo de mi antigua opulencia antes de mi bancarrota amorosa. Mi jefa llegó unos minutos antes de las ocho. Tenía puesto un vestido estampado sobre fondo turquesa con breteles finos, tacos de aguja y un maquillaje perfecto. En un local cercano al casco viejo de la ciudad cenamos un lomo con champignones y comimos postre de ciruelas al vino. Conocí la historia completa de Otilia, desde su infancia con un padre de buena posición pero alcohólico, un matrimonio desgraciado según ella, o con un maldito desgraciado, según yo. Me limité a escuchar y no hice ninguna pregunta, pero cuando ya íbamos por la cuarta copa Otilia simplemente dijo –Ahora tú.

-Bueno… tuve un fracaso sentimental y económico semejante al tuyo, solo que no pude recuperar nada de dinero y tuve que vender mi casa, mi auto, mi negocio, pero ya he salido de mis deudas.

-Y te has recuperado de lo otro, que es lo más importante- aseveró.

-¿Cómo tú sabes?

-Oh, eres tan segura, pero sobre todo tan criteriosa, aunque a veces me parece que actúas con demasiada cautela…

Debo de haber enrojecido en ese momento, porque noté algo incómoda a mi jefa, y porque ella cambió rápidamente de conversación.

-Mira, la noche es joven, ¿te gustaría dar una vuelta por el puerto?

Salimos del lugar y llegamos a la zona turística. Nos sentamos en una terraza llena de parejas y grupos de jovencitos que bebían cerveza y reían a los gritos entre la música a todo volumen.

-Pide el trago que más te guste- sugirió ella.

Pedí una piña colada con hielo molido y ella se asombró de que, vaya coincidencia, era su trago favorito. Se achispó un poco el trago. Hablamos de la adolescencia, del colegio, hacía mucho que yo no hablaba tanto con una mujer, con nadie, que empecé a sentirme bien. Eran casi las dos de la mañana cuando Otilia ahogó el primer bostezo y sugerí que saliéramos. Su celular sonó justo cuando arrancó el motor y la escuché hablar muy contrariada con su hermana.

-Tendremos que ir a mi departamento- dijo – mi hermana se olvidó la puerta abierta. Dios mío, es tan distraída que a veces pienso que tiene Alzheimer.

-Espero que no haya pasado nada grave- acoté.

Otilia vivía en el cuarto piso de un edificio de la zona norte. No había seguridad privada, al menos cuando llegamos, y el ascensor estaba desconectado.

 

-Espera- dije antes de que ella entrara. Observé la puerta y tanteé la cerradura. En ese momento se fue la luz y saqué de mi cartera una linternita de mano. No había pasado nada. Otilia puso a funcionar un inversor de baterías y la casa se iluminó.

-¿Vives sola?

-No. con mi hermana, pero ella los viernes se va a casa de mi madre, en el interior, y el sábado regresa para pasar el fin de semana con cu novio. Siéntate, ¿quieres tomar algo?

-Agua helada.

La sala no era muy amplia pero estaba muy bien ordenada, había un sofá de estilo moderno y el piso lucía una alfombra muy bien cuidada. Una de las paredes de la sala estaba llena de libros. Otilia me trajo el vaso de agua y después encendió un pequeño radiograbador y buscó algo de música. Una canción muy vieja de Tito Rodríguez llenó el silencio. A Tito Rodríguez le siguió Frank Sinatra con una versión de Extraños en la noche que no pude evitar tararear y entonces ella me miró a los ojos y dos lagrimones oscurecidos por el rimel rodaron por sus mejillas.

-Es así como somos- dijo. Somos extraños, nadie conoce a nadie, nadie entiende a nadie.

Me levanté de mi asiento y la abracé.

Esa mezcla de tibieza, de solidaridad especial que es capaz de hermanar a dos mujeres en una situación como ésta, hizo que nos pusiéramos de pie y continuáramos abrazadas, en medio de la oscuridad, de la tristeza, de la soledad. Su perfume comenzó a inundarme. Tuve miedo de que se notara el endurecimiento de mis dos colinas de carne. Confieso que estuve a punto de soltarla y de salir huyendo para que mis latidos se pusieran en orden y porque además me aterraba la sola idea de empezar algo que después no podría controlar o que terminaría controlándome, cuando ella me pidió que no la soltara.

-Repítelo.

-No me sueltes- dijo casi en un hilo de voz y la carne suave de su boca estaba tan cerca de la carne anhelante de mis labios que, literalmente, me dejé besar. Levanté su vestido por arriba de su cabeza y lo dejé caer sobre el sofá, lo vi descender con lentitud, como si el aire se negara permitirle que cayera, como si fuera una hoja de papel etéreo que bajara suavemente. Mies dedos torpes necesitaron de su ayuda para que el broche de su sostén se soltara y cuando tuve a mi alcance dos lunas morenas hechas de miel me obligué a aceptar que no estaba soñando. Fuimos andando hacia una habitación y mientras me desnudaba parsimoniosamente, como si aun fuera posible que pudiera despertar en medio del frío de mi cuarto, Otilia me ofrecía el panorama de su cuerpo tendido de espaldas sobre la cama.

Dejé que mis manos soñaran sobre cada oquedad recorrieran con el deleite de un niño ante un juguete nuevo cada punto de su piel erizada. Nos abrazamos después para darnos el beso más largo que dos mujeres se hayan dado y, cuando estábamos a punto de quedar sin aliento, mi boca fue bajando y, aunque de sus pezones no manaba ambrosía, yo sí la sentí , y aunque el territorio de su sexo no hubiera ningú sortilegio mi lengua descubrió la ebriedad de la magia y la música de la espuma. La danza de su pelvis se tornó frenética hasta que en el último instante de tensión la sentí estirarse toda y relajarse luego, semejante a la ola que al dar con la rompiente se deshace en un manto luminoso de burbujas. Los dedos de Otilia buscaron en mi pubis, peinaron delicadamente un teritorio de musgo y penetraron con temerosa lentitud hasta que la sentí bajar y en pocos embates de un estilete hacho de miel y terciopelo alcancé un país de nubes y sentí que en mi sangre galopaban pegasos y mi gemido fue un aleteo que quería imitar la voz de los violines y me dormí después, para que la realidad se convitiera en sueño. Me despertó el sol alto que se colaba entre las cortinas. Mis ojos entreabiertos presintieron y después dibujaron la figura desnuda de Otilia, de pie junto a la cama, la leve redondez de su vientre, un triangulito prolijamente recortado sobre su sexo, copos de chocolate erguidos más arriba, y su sonrisa pícara, desafiante, plena.

Un reloj de pared marcaba las nueve.

-Te juego una carrera hasta la ducha- dijo.

La seguí, y cuando me hube lavado los dientes con un ejuague bucal, me reuní con ella bajo el chorro de agua tibia. Me dejé enjabonar como una niña y después hicimos el amor sobre su cama, esta vez sin urgencias, sin temores, segura de que ella no estaba arrepentida de nada.

-¿Tú crees que debiéramos hablar?- me preguntó después, todavía jadeante, recostada sobre mi pecho.

-Me parece que sí- dije mientras recuperaba el aliento.

-Estoy muerta de hambre ¿y tú?

-También.

-¡Qué bueno!- festejó –parece que estamos de acuerdo.

Susana

(10,00)