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Wila

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La vidriera

 

Wila me recibió en su oficinita del gimnasio casi al mediodía. Había terminado su rutina de pesas y aparatos, se había duchado y se aprestaba a revisar todos los papeles que Yani le había dejado sobre su escritorio y, por supuesto, vestía las ropas ajustadas que resaltaban su musculatura porque Wila era toda una fitness. Me miró con el mismo desdén con que se mira a una insignificancia, exactamente como me miró desde su cama mientras me vestía para irme esa vez que me sedujo. Cierto que lo pasé bien en sus brazos y que tuve tres orgasmos increíbles, pero Wila no figuraba entre mis preferencias a la hora de iniciar una relación.

-Tú dirás.

-Es solamente para avisarle que mañana será mi último día en el gimnasio. Aquí tiene mi carta de renuncia.

-Pudiste dársela a Yani. ¿O tenías que decirme algo más?

En ese momento odié a Yani, odié a Wila, en realidad creo que empecé a odiar a Wila esa madrugada cuando, exhausta, salté de la cama y comencé a vestirme. -¿Siempre te vistes así? Fue su estúpida pregunta al ver que lo primero que me ponía era el sostén. Odié al mundo y me odié todavía más a mí misma por haber cometido la estupidez de aceptar la sugerencia de Yani, entrégasela tú, ella te preguntará por qué tú renuncias y entonces le explicas esa cuestión de tu horario en la universidad, verás que ella no es tan mala como parece y…

-No.Hasta luego.

Faltaban apenas veinte días para los exámenes de diciembre, ya no tenía trabajo y lo que cobraría en el gimnasio acaso me permitiría comer por un par de semanas. El diez de diciembre aprobé la última asignatura del penúltimo curso de la carrera de Publicidad y, con una depresión que me dejaba apenas un poquito de fuerzas para levantarme, comencé a repartir copias de mi currículum por todas partes. El 18 de diciembre, día de San Modesto, me pasé la mañana entera tirada en la cama. Hacía calor en mi cuartito alquilado. Me quedaban solamente unos pocos pesos como para pagar el alquiler o comer, aunque podía hablar con doña Marta y pedirle que me esperara o… el olor a comida del cuarto de al lado me interrumpió. No tenía hambre pero ese aroma me hizo sentir con toda su fuerza el desamparo en que estaba. Me di una ducha en la palangana de  lavar mi ropa y, envuelta en una toalla, salí a tirar el agua al patio. Estaba entrando a mi cuarto cuando vi que Yani venía por el pasillo. Di un respingo. Yani era en realidad muy bonita, aunque lo disimulaba con sus trajes entallados de oficinista. Me quedé en la puerta del cuarto, envuelta en la toalla hasta que ella estuvo frente a mí. Me llamó la atención su vestimenta de calle. Llevaba una falda negra y una camiseta turquesa de cuello redondo, usaba mocasines negros, sin medias, y un bolso de tela muy pequeño.

-Vine a hablar contigo.

-Pasa.

La hice sentar en mi única silla y le pedí que no se diera vuelta a verme mientras me vestía.

-¿Ibas a salir?

-Estaba decidiendo. Dime.

-Wila me canceló anteayer.

-Pero…¿y cómo va a ser?

-Pues…es un poco largo de contar pero…

Las lagrimas caían de sus ojos y se las enjugó con los dedos. Le alcancé un aplastado paquetito de pañuelos de papel que estaba en mi mochila desde tiempos inmemoriales.

-Gracias. Mira, yo vine a hablar contigo de otra cosa. ¿Por qué no vamos a comer un sandwich o… algo así?

Yo estaba en tanga y con el sostén sin abrochar, me puse un pantalón de algodón y una camiseta sin mangas, sandalias, y cogí la mochila, por costumbre. Fuimos a un comedor económico cerca de la catedral primada, en la Zona Colonial. Comimos un moro de habichuelas y tomamos jugo de granadillo. Como la mesa era larga y compartida apuramos el almuerzo y salimos al parquecito frente al convento de los Dominicos. La brisa invernal era apenas un poco más fresca que en los días de verano. Nos sentamos bajo un flamboyán.

-Dime Yuris, ¿Tú sabes pintar?

-¿Cómo así? ¿Tú dices pintura artística? ¿O de la otra?

-De la otra.

-Algo. Pintaba carteles y pasacalles en la parroquia de mi pueblo, y estudié dibujo antes de pasarme a Publicidad y…

-Magnífico, yo sabía que podía contar contigo. Mira, tú sabes que yo estudié decoración, aunque nunca trabajé en esa vaina. La cuestión es que un tío mío tiene un amigo, un turco que quiere instalar un localcito, dizque una tabaquería, pero ya tú sabes, los turcos son un chin tacaños. Este hombre quiere pintar y decorar el local, quiere un diseño llamativo para la vidriera y…que la cuestión es que yo le pasé un presupuesto de… veinticinco mil…

Di un brinco.

-¿Veinticinco mil rayas? ¿Y dices que es tacaño?

-Más los materiales.

Mi asombro fue más que evidente.

-Oye, ¿sabes qué pasa? Que yo creo que en una empresa de decoración le van a pedir mucho más por lo que él quiere hacer, lo que sucede es lo siguiente, mira: yo sé pintar, pero necesito un diseño bueno, algo que a él le guste, y para eso he pensado en ti. Tú sabes diseñar ¿Te animas?

-¿A qué? ¿A diseñar?

-No, Yuris, no es solamente el diseño, sino fajarte a pintar conmigo, si el hombre nos acepta el trabajo tenemos que empezar mañana…y terminar el sábado.

-Yani, tú estás chiflada, muchacha. ¿Y dónde queda ese lugar?

-Es en la Churchill, mira, vamos para allá si quieres. Así vemos y tú me dices, ¡Ay, muchacha! ¡No te me eches para atrás!

Sus ojos chispearon de entusiasmo y me pareció que la Yani que lloró en mi cuarto hacía un rato estaba ahora a años luz.

Bajamos de un desvencijado autobús en la esquina de Churchill y 27 de Febrero y caminamos casi seis cuadras hasta encontrar el local. La vidriera no era demasiado grande y adentro se apilaban los estantes metálicos desarmados. Saqué una escuadra de la mochila y tomé las medidas de la vidriera. Desde afuera hice un esquema frontal mientras Yani contaba los estantes y grababa indicaciones en un magnetófono de bolsillo. Fuimos a Plaza Central y nos sentamos en un banco junto a la enorme fuente. Hice un bosquejo de una pipa de la que salían volutas de humo, las volutas encerraban paisajes costeros, navíos piratas, un enorme cofre lleno de habanos, un atardecer marino, bosquejé un logotipo que abarcaría toda la puerta y le puse un nombre al negocio: El Bucanero. Tabaquería.

-¡Ofrézcome! ¡Eso sí está precioso!

-Necesitaría una computadora para hacerlo bien.

-Mira, hay un cibercafé aquí cerca, alquilamos una y ya…

Yani se puso de pie y no tuve más remedio que seguirla. Me llevó casi dos horas diseñar en freehand y después imprimimos varias copias.

-Mira, esto está genial, muchacha, ya mismo se la voy a enseñar a ese hombre. Le va a encantar.

-¿No sería mejor que hiciéramos un diseño alternativo? A lo mejor no le gusta y…

-No, no, no… le va a gustar, te lo aseguro. ¿Tú puedes empezar a trabajar mañana mismo? Mira, si me ayudas a pintar el resto…vamos a medias ¿te parece?

Su entusiasmo me cohibía un poco, pero acepté, más por necesidad que por codicia.

-Mira, prepara tu ropa de trabajo, si yo no voy por tu casa a avisarte nada, nos encontramos mañana a las ocho en el local. ¿Tienes dinero para volver?

En mi mochila quedaban algo así como cincuenta pesos.

Esa noche dormí mal. La vitalidad de los ojos de Yani se me había metido en alguna parte de la conciencia. Sentía que la conocía de toda una vida. Me sentí rara.  

Como esa tarde y en la noche no apareció, al otro día, con los ojos legañosos, bostezando como si hubiera pasado una noche deliciosa, fui hacia el local. Me senté en el bulevar central de la avenida a ver el tránsito enloquecido de la Churchill a esa hora. Yani llegó antes de las nueve, en una camioneta de acarreo. Traía tres cajones llenos de latas de pintura, una escalera, paquetes de periódicos viejos y una caja de pinceles y herramientas que el chofer nos ayudó a descargar. Comencé a trabajar de inmediato en la vidriera. El lugar se llenó de un insoportable olor a pintura y a solvente. Yani improvisó una mascarilla con un pañuelo y su aspecto era el de una asaltante de diligencias del lejano Oeste. Me dio mucha risa la ocurrencia, pero la imité. Comimos una porción de pizza al mediodía y trabajamos hasta casi las ocho de la noche. Yo misma ignoraba la capacidad de trabajo que Yanis tenía, sobre todo porque de lo poco que la conocía siempre la había visto sentada frente a su PC, impecable en su trajecito de secretaria que cambiaba de color cada semana. Ella era apenas un poco más negra que yo, usaba el pelo suelto hasta los hombros, era un poco más rellenita, de caderas redondas y senos bien formados. A mí en cambio me molestaba ir al salón constantemente, también por el costo que insumía, de manera que me gustaba usar el pelo corto, me lo peinaba con mucho gel y rara vez me ponía gorros. Yani se había improvisado uno con una bolsita de polietileno. Al día siguiente completé la pintura del diseño de la vidriera. Me quedaba el logo de la puerta y un juego de flechitas superpuestas de colores que cubrían por completo la parte de abajo. El olor a pintura me estaba haciendo doler la cabeza, pero felizmente en la noche con un par de calmantes y el agotamiento de un trabajo que hacía años que no realizaba, me dormía de un solo tirón, al punto de que terminaba incorporando al sueño el sonido del despertador. El viernes en la mañana pude terminar con la vidriera, la dejé limpia, raspé y corté con hojitas de afeitar toda la pintura sobrante, retoqué todos los blancos y huecos y por la tarde ayudé a Yanis con el techo y las puerta de los baños. Eran casi las siete cuando llegó el dueño. Le pedimos que no tocara nada porque la pintura estaba todavía fresca.Era un hombre alto, de barriga prominente y gruesos bigotes. Usaba lentes y vestía con sencillez. Nos saludó con mucha amabilidad. Detrás de él entraron dos muchachas que, evidentemente eran sus hijas. Ambas festejaron lo bien que había quedado todo. El hombre nos ofreció entonces que al día siguiente termináramos de limpiar y armáramos todos los estantes y, lo que más nos alegró, sacó su libreta de cheques y extendió un cheque al portador por los veintidós mil pesos que restaban por cobrar.

-Lo de mañana será aparte. Usted dirá, Yanis.

-No se apure. Yo lo llamo cuando terminamos.

A las cuatro de la tarde del sábado el local estaba limpiecito y los estantes armados, pero nosotras estábamos completamente exhaustas, muertas de hambre y cubiertas de polvillo, sucias de pintura y con olor a solvente como para que no nos picaran ni los mosquitos. El chofer de la camioneta de acarreo cargó todas las cosas y nosotras nos montamos con él. Dejamos todo en la casa del tío de Yani, desde donde ella llamó al turco para avisarle que todo estaba listo. Eran casi las seis cuando la camioneta nos dejó en la casa de Yani. Era un cuarto más amplio que el mío, de hecho tenía baño privado y una pequeña galería cerrada al frente. La dueña de la casa vivía al lado y tenía más cuartos al fondo. Yani estaba un poco mejor equipada que yo, tenía una neverita, un armarito de ropa, un centro musical y un televisor pequeño. Me puse a ver las travesuras de Tom y Jerry mientras se duchaba.

-¿Quieres darte una ducha?- me preguntó desde el baño.

-Oh, es que no tengo ropa para cambiarme.

-Ven.

Me acerqué y entreabrí la puerta del baño para escuchar mejor.

-Dime.

-Puedo prestarte algo si quieres.

Sopesé la posibilidad. Temí desairarla si me negaba. Después de todo ella había hecho mucho por mí.

-Está bien.

Yani salió del baño con una larga camiseta de algodón. Abrió su roperito y sacó de allí un vestido enterizo con flores estampadas rojas y amarillas.

-Mira, ¿te parece que salgamos a dar una vuelta? O si te apetece pedimos pizza y cenamos aquí ¿Te gustaría?

La idea de salir para la calle no me atraía en absoluto. Estaba agotada.

-Acepto lo de la pizza, pero compartimos los gastos.

-Oh, claro, somos millonarias esta noche ¿Pido cerveza?

Hasta ese momento yo no había tenido ninguna clase de morbo con Yani. Solo me caía muy bien. Cuando me desnudé y abrí el chorro de la ducha Yani entró al baño a dejarme una toalla limpia. Me sobresalté y hasta me excitó un poco ver cómo me veía ella. Mis pezones se pusieron duros y Yani sonrió.

-Tus cañones sí apuntan lindo- dijo riendo. Me enjaboné con lentitud y me llené el cuerpo de espuma de champú mientras Yani me seguía mirando. Le di la espalda y cerré la ducha para seguir enjabonándome, como si necesitara limpiarme también por dentro. Me excitaba la forma en que ella me miró. Hacía más de un año que mi sexo trazaba idilios de fantasía y al abrir el chorro me di vuelta y Yani todavía estaba ahí. Decidí improvisar aunque el pánico me carcomía.

-Huy, qué frío- dije viéndola directamente a los ojos. Extendí la mano para  tomar la toalla y me envolví en ella.

-¿Quieres ayudarme?

Yani asintió. Su respiración entrecortada y sus manos temblorosas me ayudaron a deslizar la toalla por mi espalda, por mi vientre, hasta que la dejé caer al piso y sin preámbulos, le tomé la cara y la besé en la boca. Era la primera vez que era yo quien manejaba una situación así. La saqué del baño y la senté en mi regazo, sobre la cama, sin dejar de besarla. Levanté su camiseta lentamente, hasta que sus pezones erguidos quedaron exactamente al alcance de mi boca. Jugué con ellos, dejé que mi lengua barriera sus areolas y los aprisioné con los dientes mientras Yani terminaba de desnudarse. Su sexo olía jabón, a perfume de jazmín, a hierba amanecida y a mí solo me importaba transportarla más allá de ese cuarto, más allá de ese barrio rumoroso y de la ciudad nocturna que ahora estaba lejos de nosotras. Yani abría y cerraba levemente las piernas, me acariciaba la cabeza y respiraba hondo hasta que su pelvis comenzó a moverse hacia arriba, mis manos buscaron sus senos y cuando toda su piel se agitó en un tibio latido gimió suavemente mientras su cuerpo temblaba. Se apretó contra mí y me besó en cuello mientras me decía

-Gracias, gracias, hacía tanto que…

Le acaricié los cabellos y cuando ella sintió mis pezones endurecidos me besó todo el cuerpo, me recorrió como si me explorara y en pocos segundos su lengua fue un cálido estilete que se deleitó en mi sexo mientras cerré lo ojos, como si soñara, para despertar enseguida sacudida por un orgasmo que me obligó a morder la almohada para ahogar un grito.

Era de noche y estábamos transpiradas. La oscuridad del cuarto se llenó del zumbido de los mosquitos. Quise decir algo pero los labios de Yani me cerraron la boca.

Volvimos al baño y nos dimos otra ducha.

-Será mejor que pida esa pizza antes que nos muramos de hambre- dijo y se puso el vestido que me había prestado y salió del cuarto. Yo encendí el ventilador y desde la cama busqué música en el radio.

Yani volvió enseguida y se desnudó para acostarse de nuevo a mi lado. Nos dormimos hasta que nos despertó el muchacho que trajo el pedido. No comimos mucho, solamente para retomar fuerzas. Hicimos el amor una vez más y quedamos agotadas. Pasamos el domingo encerradas, desnudas, nos amamos y nos contamos todo, incluso hablamos de Wila y en algún momento Yani sugirió

-Tal vez deberíamos darle las gracias ¿No crees?

Al volver a casa esa noche le pagué a Doña Marta dos meses adelantados del alquiler y repasé la lista de direcciones donde debía entregar más currículos. No podía parar de pensar en Yani pero, por intuición más que por experiencia, decidí controlarme. Esperaría que ella me buscara de nuevo. Me acosté a las nueve y di muchas vueltas antes de dormir. A las siete de la mañana me despertaron golpes en la puerta. Salté de la cama y me encontré a Yani, demacrada y ojerosa.

-No pude dormir. Estuve a punto de venir anoche después que nos despedimos pero temí que te molestarías…

-Niña tonta, yo tampoco podía dormir pero pensé que tal vez necesitabas tu tiempo y…

-Yo te necesito a ti- dijo lagrimeando.

Me sentí conmovida. Cerré la puerta del cuartucho y encendí el calentadorcito para preparar café. Yani se recostó en la cama y yo me puse a su lado y la abracé. Nos quedamos dormidas. Me despertó el zumbido de la cafetera. Ella bebió su café con ganas y dijo que estaba delicioso.

-¿Quieres hablar?- pregunté. Su mirada tenía un aire de picardía.

-Oh sí. Hay mucho de qué hablar, pero después- respondió mientras empezaba a desnudarse.

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