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Arrepentidos los quiere Dios. (Capítulo 50)

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Capítulo 50

Año 1996

Llevaba algo más de tres años de alcaldesa, y las promesas de mejora de todos los servicios públicos las había cumplido.

No cobraba ni una peseta; los diez millones anuales del sueldo de alcalde, cantidad que fijó el anterior y no quise modificar, la doné íntegramente a la Fundación Doña Manolita, que había reflotado después de affaire con el Clero local, y que cayó en el abandono.

Puse al cargo de la misma a mi buen amigo Servando, ya saben, el Marqués de Flores del Campo. El hombre se reconcilió con su mujer de toda la vida, y se la trajo a vivir con él aquí, a Los Alcores.

Tenía cincuenta y seis años ya cumplidos, y me sentía pletórica, y lo peor (o lo mejor) que se me había acentuado la libido, y el día que no hacía el amor con José Antonio, me tenía que masturbar.

José Antonio, ya he dicho que estaba casado; por razones del papeleo, y porque su mujer no quería de ninguna de las maneras vivir aquí.

En tren del Alta Velocidad llegaba en poco más de una hora y media; venía dos, o a lo sumo tres días por semana, y en días laborables, por lo que los fines de semana me los pasaba sola.

Y aunque ganas no me faltaban, no debía tener un amante. Se habían superado muchas barreras sociales, pero un cargo público no debería ser la comidilla del pueblo. Así que no me quedaba más remedio que "servirme sola".

 

15 de Julio de este mismo año

 Llegó el gran día: la inauguración.

Había superado todas las expectativas que imaginamos al comienzo; pues el genial José Antonio, sobre la marcha iba adaptando al Hotel las tendencias actuales en construcción bien asesorado por arquitectos. Para acabar siendo el Complejo Turístico Doña Manolita, uno de los más modernos de España.

Ni que decir tiene, que, asistieron al acontecimiento las fuerzas vivas de la Región e incluso de la nación;  y por supuesto, el Presidente del Gobierno y Secretario General de mi partido, el PPP. José María Arránz Gómez, que fue el que descubrió la placa que solemnizaba el evento.

Veinte señoritas a cual más bellas fueron contratadas para satisfacer en todo lo que les fuera solicitado. Las 140 habitaciones dobles y las cinco suites nupciales fueron ocupadas por las más de 200 personas que concurrieron invitadas al acontecimiento.

A última hora, José Antonio había creado una zona nudista en el ala norte de más de mil metros cuadrados con sauna, bar, pista de tenis, solarium, y club social. Se accedía por uno de los pasillos del hotel, y la entrada era permitida exclusivamente desnudo, a quien quisiera disfrutarla.

Tres señoritas con cuerpos deslumbrantes se encargaron de servir a los invitados que pretendieran conocer esa área nudista; sólo llevaban una especie de cofia y un lazo adherido al ombligo, para distinguirlas como azafatas.

Me tuve que multiplicar para poder ejercer como anfitriona. José Antonio y el Marqués me ayudaban en la complicada tarea de comprobar que todo el mundo estuviera satisfecho y que no les faltara de nada; era agobiante, y la boca no me daba más para repartir sonrisas a diestro y siniestro.

Estaba tomando una copa charlando animadamente con José Antonio y el Delegado del Gobierno, cuando sentí una voz a mi espalda; una voz que conocía muy bien.

--Me permite un momento su atención, doña Manolita.

Quedé estupefacta, allí estaba Sergio, con su alzacuellos y su traje clerical.

Habían transcurrido cinco años, y aunque la putada que me quiso hacer hubiera sido muy gorda, no la había olvidado, (y nunca jamás la podré olvidar) ¡Cómo me rompió el alma por mi parte trasera!

Me vino a la mente aquella tarde en mi casa, cuando ensartada por el culo con su enorme falo, me decía:

¡meretrix meretricis más que meretrix meretricis!

 ¡Sólo con recordarlo, me entraron unos picores..! pero no podía rascarme. ¡Joder! que situación más ridícula.

¡Pero que guapo estaba! Sin duda estos cinco años transcurridos le habían dado un aspecto de galán otoñal que sometería a cualquier mujer a su voluntad.

José Antonio se percató de mi sorpresa, me miró pero no dijo nada. Repuesta de esos segundos de estupor, me limite a decir.

--Dígame señor, en que puedo servirle.

--Permita que me presente: soy el obispo coadjutor de la Diócesis de Cataluña. El Obispo titular de la misma, me ha pedido que le acompañe, ya que nos une una gran amistad, y como conocedor de esta localidad, para que le asesore. No sé si se acordará usted de mí, ejercí durante un tiempo de párroco en esta iglesia.

¡Qué pedazo de morro! No obstante agradecí la pantomima; no era cuestión ni momento para dilucidar viejas rencillas.

--Creo señor Coadjutor recordarle muy levemente, además yo pasaba largas temporadas en Madrid.

--Me gustaría tratar con usted unos asuntos de tipo... digamos eclesiásticos, sin mayor importancia; como por ejemplo el de no haber dotado a este maravilloso complejo turístico de una capilla.

Miré a José Antonio que no perdía ripio de la conversación. Terció diciendo.

--Tenemos preparado un local de unos sesenta metros cuadrados anexo al edificio principal, para instalar la capilla. ¡Cómo vamos a negar a nuestros clientes católicos ese derecho! Pero los trámites pertinentes todavía no nos han llegado del Obispado.

Vaya trola que se había marcado José Antonio; el local que se refiere es para instalar un gimnasio, pero de momento había salvado la situación.

--Si me permite, haré las gestiones pertinentes en el Obispado, no es recomendable que un gran complejo hotelero como este, no disponga de un oratorio.

--Se lo agradeceremos, padre. Y su recomendación será muy tenida en cuenta.

Ya me habían dado el día. La vuelta de Sergio a mis meollos me producía una terrible confusión. Por una parte no quería volver a vivir aquella situación que por su culpa me hubiera quedado sin una peseta. Y por otra, el recordar aquellos momentos de placer, me sobrevinieron unas ganas irresistibles.

 José Antonio estaba con su mujer, y ligarme a uno de los solteros que asistían a la inauguración era una lotería. Por lo que le dije:

--Señor Obispo, si le parece tratamos este asunto en privado, le espero en quince minutos en mi despacho.

José Antonio mi miró con un gesto en la cara, que se podía leer: Pero que puta eres Manolita.

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