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Arrepentidos los quiere Dios. (Capítulo 52)

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Capítulo 52

 

15 de Octubre de 1996

Noticia de última hora

Un terremoto de intensidad nueve en la escala de Richter, con posterior tsunami, ha devastado en casi su totalidad el País de La Isla. Sólo la parte Septentrional no ha sufrido las terribles consecuencias de la catástrofe.

Se cuentan por decenas de miles los muertos y los desaparecidos. 

Seguiremos informando

 

La noticia me dejó totalmente anonadada. Le pedí al Secretario General de mi partido y Presidente del Gobierno, que me acreditara como embajadora circunstancial, ya que tenía amistades de alto nivel profesional en el país, y podría recavar información muy veraz y de primera mano.

No tuve ningún inconveniente, al contrario, mi Presidente apoyó el gesto, e inmediatamente partí para La Isla.

Fui recibida por las autoridades que se habían hecho cargo de la situación, ya que el gobierno del dictador habían fallecido; les pilló la tragedia en un consejo de ministros, y fueron sepultados bajo los escombros del palacio presidencial.

La situación era caótica, había quedado el país devastado en casi su totalidad. Circular con un vehículo por carreteras y calles era casi imposible. Las autoridades provisionales, pusieron a mi disposición uno de los pocos helicópteros que quedaban disponibles para poder valorar bien la catástrofe, y un auxiliar a mi servicio durante el tiempo que permaneciera allí.

La residencia de los del Pozo y Aguilar, aquella hermosa mansión de color terracota en donde viví con Adela antes de cambiarse el sexo y ser Darío, una de las noches más maravillosas de amor, había quedado en un montón de escombros. Por lo que imaginé lo peor.

Pregunté al piloto del helicóptero:

--¿Conoce usted a la familia del Pozo y Aguilar, propietarios de aquella mansión? Le dije señalando aquel montón de ruinas.

--Sí señora; los del Pozo son muy conocidos aquí desde hace décadas, han sido uno de los artífices del desarrollo industrial de La Isla.

--¿Dice usted que son? ¿Es qué no han sido víctimas del terremoto?

--Sí señora: los hijos de don Héctor que en gloria esté desde hace muchos años, han sobrevivido. La señorita Margarita y el señorito Raúl, están ayudando a las autoridades en lo que pueden.

--¿Sabe si han quedado más supervivientes de la familia?

--Creo que no señora. La esposa del señorito Raúl la han encontrado entre los fallecidos.

--¿Tenía hijos la señorita Margarita? Volví a preguntarle.

--No estoy seguro, pero me parece que no tenían familia.

--¿Su esposo, el de la señorita Margarita, se conoce algo de él?

--No se sabe nada, está en desaparecidos.

El corazón me daba brincos de alegría. ¡No me lo podía creer! Empecé a creer en Dios, a pesar de haber consentido tantas desgracias.

¡Dios mío! ¿Por qué has consentido tanto dolor?

Escuché una voz tan dentro de mí, que no sabía de donde provenía, pero lo que si estaba segura, que, no procedía del exterior, que emanaba de mi misma, pero no era yo, ya que por muy puta que haya sido, y siga siéndolo, loca no estoy.

Manolita: te he permitido más de medio siglo una vida licenciosa llena de desenfrenos y frivolidades. Pero ahora te pido que los treinta años que te voy a conceder más, los dediques a remediar los males del mundo.

Pero Señor, ¿Por qué consientes que pasen tantas desgracias?¿Por qué no los remedias Tú?

Si al ser humano le he dado la absoluta libertad para regir su propia vida, debe asumir también las leyes de la física creadas a su alrededor para su supervivencia. El que sepa asumirlas y soportar el dolor, llegará a sentarse a mi diestra.

Y... ¿Quién no sepa?

El que no sepa, "vivirá" eternamente en su tumba.

Señor: ¿Me vas a quitar los placeres del sexo?

No, Manolita, no. Vas a encontrar la persona que te hará dichosa, y que te ayudará con su amor a realizar la labor que te tengo reservada.

Di un respingo, como si acabara despertar de un letargo, me restregué los ojos. Al percatarse el piloto, dijo con una leve risita.

--No se preocupe señora Manolita, son los efectos de la altura; acá lo llamamos los delirios del cielo. Les suele pasar a los que no están acostumbrados a volar en helicópteros.

Quedé convencida de que había sido de los delirios del cielo donde había salido esa voz; la experiencia del piloto que habría vivido el mismo episodio con más personas me lo confirmaban. En Dios no creeré, pero si creo que existe el subconsciente.

Tomamos tierra en una zona poco afectada por la catástrofe; en la misma se había improvisado un hospital campamento que carecía de casi todo, por lo que comuniqué a mi gobierno vía satélite, la necesidad de enviar urgentemente medicamentos, sobre todo antibióticos; las infecciones empezaban a aflorar.

No me lo podía creer, restregué mis ojos con el dorso de las manos para comprobar que lo que estaba viendo no era un sueño.

Allí estaba ella... ¡Mi Margarita! La vi de espaldas, con una bata blanca de enfermera con la Cruz Roja bordada en la manga derecha. Casi no pude resistir la emoción; tuve que apoyarme en una de las camas improvisadas atestadas de heridos.

--¿Le sucede algo, señorita? Me dijo el auxiliar.

--No, no gracias: espere un momento, por favor.

Me acerqué con la misma emoción que se deben sentir las druidas cuando pasean por los vergeles de sus paraísos, el corazón me latía con tal intensidad que me sobrecogía.

Todas las escenas vividas con ella en Río de Janeiro se agolpaban en mi mente a velocidad de vértigo. Aquel...

 ¡ Para, para... que me matas !

 Cuando libaba de su fuente de amor, y que me llevó al paraíso de los sueños.

A un metro de ella, sentí su inconfundible aroma natural que emana por todos los espacios de su cuerpo, y los aspiré profundamente para llenar mis pulmones de ellos.

Estaba limpiando las heridas de las piernas de un chico muy joven.

--¡Margarita..! Dije con un hilo de voz. No me salía más fuerte debido a la emoción del momento.

 Sin volverse, ya que estaba totalmente entregada a su labor tan humanitaria, dijo:

--Déjelo encima de la cama, ahí mismo.

Sin duda me confundió con alguna de las enfermeras que le había pedido apósitos.

--Marga, soy yo. Manolita.

Al escuchar por segunda vez su nombre saliendo de mis labios, quedó como paralizada, rígida, suspendida.    Se dio la vuelta muy lentamente... Y es cuando vi a la Margarita más hermosa y natural que nunca.

Los cinco años que habían pasado, no habían dejado ni una maca en ella. Me parecía estar viendo un ángel blanco.

El abrazo fue tan intenso, que, nuestros corazones sellados en uno mismo, latían en la misma frecuencia.  Sentí unos enormes deseos de besarla en la boca, pero no era la situación ni el momento, por lo que mis labios se posaron en sus mejillas. Estuvimos mirándonos con la misma admiración que se contempla una obra de arte, sin decir palabra; era imposible hablar, la emoción paralizaba nuestras cuerdas vocales. 

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