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Un cortísimo e insospechablemente profundo cuento erótico

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Una rosa amaneció mojada, llena de brillos de sol o gotitas de estrellas, luciendo el rocío en sus pétalos azules o encarnados. El sereno, que se posa en las flores como una sábana de joyas, parecía haberse formado en la rosa o ser sólo de ella, pues las hojas y el resto de las flores del campo amanecido no brillaban; era única, una coincidencia exquisita, algo habría sucedido en el aire que en la noche la rodeaba o en una pequeñísima región de la atmósfera y reflejádose en la flor bicolor. Eso pensaban dos ángeles que la miraban cuando un labriego caminante la cortó y la echó en una cesta. Algunas horas después, la flor de dos colores resaltaba entre sus hermanas de nombre en la mesa de un mercado, como un botón azul entre las flores rojas, o uno carmín entre las rosas azules. Un hombre formal la notó, y aunque no acostumbraba comprar flores, ni menos vestirlas, la puso en un ojal de su gabardina café, adornando con vida la monotonía de su traje.

Ya anochecida la ciudad, mas no dormida, oyendo jazz en el rincón de un bar, la belleza de cuyas mujeres estaba a tono con lo sensual de la música, el hombre fumaba un cigarro. El humo de tantas mesas, que parecía no querer salir del lugar, era mejor vehículo para el sonido que el aire; pero se volvía tan denso que se veían las ondas de las largas cuerdas del contrabajo como arrugando el aire, y no sólo se veían, sino que se sentían en la cara y podían manipularse, con su respectivo efecto musical, lo más agradable si se trataba de los dedos finos de una mujer. En tal lugar se tocaban las canciones más rápidas en la primera hora, ya que una vez que la gente empezaba a fumar el ritmo se asentaba en un swing pausado, romántico, que invitaba al foro a alguna trompeta con sordina, pues los bateristas forzaban las baquetas en un aire tan viscoso que los golpes se prolongaban y se hacían suaves y lentos. En las últimas horas de la noche, cuando tocaban los valses, era imposible despegar los escobillones de los tambores, y la voz ronca del sax parecía salir a borbotones y desbordarse del foro para ir a rondar por el suelo, acariciando las piernas de la concurrencia. Todo esto era muy interesante, pero la atención del hombre estaba en los labios de una mesera del lugar, Esperanza, una morena inquieta de cabello negro y ondulado, ojos sonrientes y boca más roja que la flor que luego le darían; era una mujer encantadoramente femenina. Él se levantó, caminó despacio hacia la mujer, a quien veía cada vez más bonita, y como no hallara las palabras ideales para darle forma a los sentimientos que estallaron cuando vio su mirada, le dijo “cosita linda”, y nada más. El rubor furtivo en los bonitos cachetes alivió un poco su vergüenza. Escondiendo su emoción, ella le dijo “¿quieres bailar?” La sencillez del gesto hizo al hombre sonreír como un niño, luego la miró a los ojos y le tendió una mano viril; pero ella, pícara, le dijo “no me gusta esta música”. Él, aunque veía que sí le gustaba, le dijo, “entonces yo te toco.” Se miraron hasta el fondo de las miradas, ella con un incendio de color, él con unos ojos de animal, ambos palpitando.

Salieron tras unas canciones a la noche púrpura y los recibió una armónica solitaria que aullaba un blues entre calles y edificios. El hombre la cubrió con su gabardina, pues empezaba a nevar. Cuando la canción terminó ellos ya estaban desnudos, liados en la penumbra de un cuarto alumbrado por la luna, que veían por la ventana; ella, acariciando las manos del hombre, él, a su espalda, acariciándole los labios con la rosa del rocío, que dejaba sus gotas sobre sus senos, en la punta de un pezón, en el vientre hirviendo, debajo del ombligo o se evaporaban en los muslos que escondieron la mano del hombre al ceder por completo la bella mujer. La levantó, y en un dulce gemido entró en ella. Luego se borraron las estrellas. Ya dormidos, Esperanza volaba entre los soles de otros mundos y las olas luminosas del universo cuando una figura opacó los colores fantásticos de una nebulosa y sus ojos se mojaron de lágrimas claras, era su amante de hacía unas horas o minutos, que la había alcanzado para decirle “hasta luego, querida amiga.” Ella lo abrazó con la mirada y le dijo con una voz sin ruido, “compañero de otras horas, ¿qué certezas son las tuyas?” “Me lo han dicho”, le respondió la voz del hombre, como hecha de ecos dulces, “volveremos a asociarnos allá abajo.” Las lágrimas de gozo cayeron al mundo y coincidieron en una flor, cuyos pétalos se hicieron rojos y azules. El sol le entibiaba la cara cuando el hombre la despertó con una taza de café, paseando su mano por sus cabellos, sus labios, sus senos de seda; casi sin tocarla. Ella sonrió. Se vistieron, se dieron un beso en el cachete y se dijeron adiós. El hombre partió con libertad. Ella, ya en la calle, recordó que la flor se había quedado en el cuarto; regresó, pero la rosa habíase evaporado con el agua del florero.

 

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