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Arrepentidos los quiere Dios. (Capítulo 55)

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Capítulo 55

 

El reencuentro con Raúl derribó todas las barrearas que le puse a mis sentimientos. Me lo advirtió  mi amigo José Antonio.

 

Manolita: para ser un buen político, se requiere tener un gran concepto de la justicia. Y para tener un buen concepto de la justicia, es imprescindible que los sentimientos no influyan en las decisiones.

 

El que Raúl me permitiera llevarme a sus hijos a España, como ya he dicho antes, era señal evidente de que volvería a por ellos. ¿Pero para quedarse a vivir? ¡Chi lo sa!

No tenía ni idea de los sentimientos que le podrían quedar con respecto a mí; cuando estuviera en España lo sabría.

Me quedé en la Embajada arreglando los papeles de los chicos. El Embajador no me puso ninguna objeción. (El País no estaba para ponerlas)

Me quedé con los pequeños Raúl y Héctor, que jugaban por las dependencias de la Embajada, ajenos a toda tragedia.

Di recado a Raúl, para que informara a su hermana Marga de lo hablado, y que les esperaba a ambos para comer.

Comimos casi en silencio, cada uno con sus recuerdos, las emociones unidas a la tragedia confinaba las ideas. Rompí el hielo.

--Ni que deciros tengo a los dos, que, en Los Alcores, preciosa localidad donde nací y he fijado mi residencia, además de ser la alcaldesa, poseo un gran complejo turístico que os brinda la oportunidad de reiniciar una nueva vida en España.

Se prevé uno de los mayores crecimientos de la Comunidad Europea, y para dos profesionales como vosotros, está lleno de expectativas.

--¿Qué te parece? dijo Raúl dirigiéndose a Margarita. Y te vas con Manolita y los niños a España.

--Es una idea excelente, sobre todo por los niños. Dijo Marga.

--Por mi encantada, sitio tengo para todos. ¿Y tú Raúl que vas a hacer?

--Colaborar en la reconstrucción de mi País, después recoger a los niños...

--¿Y después? Pregunté con cierto retintín.

--No lo sé Manolita, no lo sé. Comprende mi situación.

--Disculpa mi pregunta Raúl, he sido una desconsiderada.

--No te preocupes, mujer. Sé de sobra tu generosidad, al menos con la familia del Pozo.

Ahora fui yo la mosqueada, pero callé. Mejor dejar las cosas así. Añadí.

--Bueno, es Marga la que debe decidir, no yo. Le dije tomando su mano y con una sonrisa que le pedía dijera que sí.

--Esta noche te lo confirmo Manolita, pero no creo, mi País me necesita más que nunca. Llévate a los niños, que ellos estén a salvo de nuevas tragedias. Si es que Raúl quiere. ¡Claro!

--Ya le he dicho que sí, hermanita, sufriré sin verles, pero al menos sé que Manolita va a ser como una segunda madre para ellos. Pero más sufriría aquí, viendo como carecen de todo.

Me ha comunicado el señor Ministro de Asuntos Exteriores con el que he viajado en su avión oficial, que mañana al medio día partimos para Madrid. Por lo tanto debemos de acelerar los trámites.

--Yo os dejo, dijo Raúl, debo continuar con la labor de rescate en la parte oriental de La Isla, una de las más afectadas.

Abrazó a sus pequeños con una ternura infinita, y  no pudo evitar que dos lágrimas se deslizaran por sus preciosos ojos.

--Portaros bien con la Tata Manolita, veréis que de juguetes os va a regalar.

Contemplaba la escena con embeleso. Dios me había negado un hijo pero Raúl me regalaba dos.

Acondicionamos a los niños en dos camas en mi habitación.

--¡Bueno Marga! Dentro de la desgracia, las cosas para vosotros se os van arreglando. Sé que es imposible que atenúe la enorme adversidad de la pérdida de vuestros cónyuges, aunque para ti, la de Adalberto no creo que te haya afectado nada.

--Veo que has leído la carta.

--Sí, cariño, esta mañana, con seis años de retraso, pero la he leído.

--Y que opinas.

--Esta noche en la cama te doy mi opinión.

 

¡¡¡Y la noche fue mágica!!!

 

--Esta mañana al leer tu carta, he quedado muy apenada Marga. Si hubiera imaginado tu tragedia matrimonial, hubiera hecho todo lo posible. Pero coincidió su llegada con la salida de ese domicilio, y cuando me enteré de tu misiva, ya la habían devuelto.

--Ya lo sé Manolita, pero según estaban aquí las cosas, poco podrías haber hecho. Quedé muy triste cuando me vino devuelta.

Manteníamos este diálogo en el baño. Ella se lavaba los dientes y yo hacía un pis. Me miraba como si fuera la primera vez que me viera en esa posición. Le dije.

--¿Te acuerdas de aquella vez en Río de Janeiro?

--¡Cómo no voy a acordarme! Si fue mi primera y maravillosa vez.

--Yo también fui muy feliz Marga, y cuando me comunicaste tu boda con Adalberto, me llevé un enorme disgusto. Pero entendí perfectamente tus motivos de formar una familia tradicional.

-- ¿Y recuerdas lo que os dije a mamá (bueno papá) y a ti en Río?

--Claro que lo acuerdo, si nos dejaste abrumadas.

--Pues aquellos sueños de libertad y autonomía se me desvanecieron, me convertí al casarme en una esclava de este sistema.

La tomé de la mano y salimos juntas del baño. Los niños dormían sosegadamente en un rincón de la estancia.

Marga se sentó en la cama y alzó sus brazos. De las axilas brotaban el vello que seguramente no habría podido depilarse o afeitarse por razones obvias. Quizás ni se acordó de ello debido a las terribles circunstancias que atravesaba.

Quedé indecisa, no entendía para que aquella postura. (y menos para que le viera los pelos del sobaco)

Rió al darse cuenta de mi titubeo, y al mismo tiempo que ella se percató del estado de sus axilas.

--¡Ay que vergüenza Manolita! dijo tapándoselas con las manos.

Le quité las manos con las pretendía cubrir aquellos vellitos negros, y le volví a poner los brazos en alto, como ella los puso. Había comprendido su gesto: pretendía que fuera yo la que le quitara el camisón.

--Ven cariño, déjame que te lo quite.

Le quité la camisola azul celeste que llevaba, a la vez que le besaba las axilas como demostración de mi excitación ante la contemplación de lo que se me antojaba una sacerdotisa.

Mientras besaba sus sobacos, ella acariciaba mis cabellos. La escena para un voyeur, hubiera sido excitante; para nosotras era simplemente la demostración de un amor sincero y puro.

La acción la repitió exactamente en mí: me levanto los brazos, besó los míos, y me desnudó completamente, ya que nada más llevaba debajo.

Si la primera vez que hice el amor con Marga me devoraba la pasión, esta vez me enaltecía la ternura.

Nuestros besos eran suaves, armoniosos, ¡cómo queriendo no mancharlos de lujuria! Ambas lenguas se entrelazaban formando figuras caprichosas extraídas del alma. Me pidió un cigarrillo.

--¿Pero fumas, Marga?

--No. Pero quiero que lo hagas tú, y aspirar el humo de tu boca.

Aunque fumo poco, siempre llevo un paquete de cigarrillos de tabaco rubio americanos con filtro. Encendí uno con la vela que apenas iluminaba la estancia; aspire profundamente...

--¡Dame el humo de tu boca!

 

Junté mi boca a la suya, al sentir el contacto de sus labios, abrí los míos para que ella pudiera aspirar... Y

Aspiró tan profundamente, que parecía querer llevarse mi alma a través del humo.

De súbito sentí como su mano derecha se deslizaba como una madreselva por mis muslos; se me puso la carne de gallina. Espera con infinita esperanza el contacto de sus dedos con mi clítoris que empezaba a estremecerse.

Se posaron en la vulva lo mismo que una mariposa se posa en una flor. Cerré mis piernas y aprisioné su mano entre ellas, no quería que se escaparan de "esa cárcel"; que permanecieran allí en cadena perpetua. Fue la obra más sublime realizada por una Diosa de la Masturbación.

Quise ser también yo otra divinidad del placer. Recorrí con mi lengua desde la garganta hasta su vulva todos los valles y desfiladeros de su cuerpo. Al llegar al "Monte Sagrado", Marga se abrió de piernas para "ofrecerse al sacrificio".

Y fue la "ofrenda" más grande que hice en mi aparatosa vida sexual. Saboreé todas las substancias que emanan en cascada de aquel principio de la vida.

Rocé la perfección del amor. Los sentimientos ante aquella catástrofe, afloraron en mi alma con tal intensidad, que comprendí que el amar no es sólo placer, también da dolor.

Nuestros orgasmos fueron extraídos del alma y del corazón, porque nuestras exaltaciones así lo quisieron. Creo que este encuentro sexual, fue más cósmico que terrenal, porque juro que vi el Universo entero en los brazos de Margarita.

Quedamos las dos exhaustas, consumidas hasta lo más insondable de nuestras esencias. Nuestros ojos, sollozaban de alegría a pesar de tanto dolor alrededor nuestro.

Fue sin duda el milagro del amor.

Los niños seguían durmiendo como angelitos.   

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