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Recordando al primer amor (Capítulo 32)

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CAPITULO XXXII

 

Fumando un cigarrillo a medias entre las sábanas, (seguro que de algodón) entre mis brazos rezagada, me sentía un campeón antes de librar la primera batalla. A pesar de que no esperaba la sorpresa de la toalla.

-Cariño: ¿Para que traes ella toalla? Le pregunté  con sorpresa al sacarla de la de bolsa que llevaba.

-Qué poca imaginación tienes Amador. Es para recoger los restos de nuestro amor. ¿O es que pretendes que queden impregnados entre estas sábanas? ¡Qué horror!

-Es verdad.  "Si al cortarte la flor"; lo que se derrame, que no quede en este nido. Porque ante doña Juana como unos guarros nos hubiera definido.

-Pues por eso he traído esta toalla de lino. -¿Y cómo empezamos? me preguntó con carita de preocupación. Pues hacerte muy feliz quisiera... ¿Y si mi deseo no atina?

-Mi felicidad eres tú Cristina: tus ojos, tus labios... tus caderas... Le tome su mano con mi mano y llevándola a donde se "izaba mi bandera" le dije: empieza de esta manera, verás que cosa más divina.

No tuve el valor de pedirle "que me la comiera". Me pareció que la primera vez hacer eso no debiera. Pero mi sorpresa fue cuando me dijo cómo si ya de siempre se conociesen:

-¿Te importa que la bese?

Y pese a quien le pese, Cristina no besaba aquel rosáceo glande que cada vez se hacía más grande; lo devoraba como si estuviera muerta de hambre.

-Para cariño... para.  Como sigas "comiendo sin tara", tendré dificultades para que luego en su sitio entrara...Para... para.

-¿Te ha gustado?

-¿Me ha encantado? Nunca nadie así jamás me la había besado?

Con suma delicadeza con el dedo pulgar de mi mano derecha limpié de la comisura de sus labios un hilito que prendía; seguro que de los exudados que quedaron allí estancados, seducidos por la dulzura de la miel que de ellos se extraía. Y posé mis labios sobre los suyos para poder yo también degustar aquellos belfos que de puro amor se habían impregnados con los efusiones emanadas de aquel lugar.

El beso fue interminable por la postura adoptada: ambos tumbados de costado; frente con frente, pero con las narices hacia un lado para que aquel beso por nada se viera perturbado.

-Ahora te lo hago yo a ti, ¡vida mía!

-¿El qué me vas a hacer? Dijo al captar lo que ella se temía.

-Una cosa que te va a estremecer. Tú cierra los ojos y calla.

-Espera que ponga la toalla.

-Ahora no cielo. No voy a "cortar tu flor".

-¿Entonces que vas a hacer?

-Una cosa que he hará desfallecer.

-¿De pena, de dolor?

-No mi amor, de placer. Pero colocarte de esta forma es menester para que sin problemas a tu jardín pueda acceder.

Se abrió de piernas todo lo que daba de si sus caderas. Diciendo:

-¿Así, de esta manera?

-¡Dioses del amor! ¡Eros, Cupido, Venus o Minerva! Aquel cuadro que ante mis ojos se presentaba, a mi alma enerva. Su contemplación me extasía. Y es sólo ¡mía... mía... mía!

Con inusitada ansía, como un reloj parado al que no se le da cuerda, me suicidé en aquel pozo negro donde mi boca y mi lengua se pierdan. Y en mi alma quedaron impregnados los aromas y sabores que hoy todavía recuerdan.

-Para ahora tú Amador. Me dijo mientras con sus manos retiraba mi cabeza con cierto estupor. -Que de tanto placer me da dolor. Fumemos otro pitillo mientras se me pasa el sopor.

Una hora había pasado en el preliminar... Yo parecía un río... ella parecía el mar. Océano donde mi corriente muy pronto iba a desembocar.

-Mi vida... ¿Estás preparada para afrontar lo más subliminal? Le decía con los ojos del enamorado que le toma, mientras me colocaba la goma.

-Sí, mi amor. Ya puedes cortar la rosa de mi rosal; y a todo el mundo diré donde vaya, que Amador fue el primer jardinero que traspasó de mi parterre la valla. Y a continuación debajo de sus posaderas se colocó la toalla.

Y allí en ese tarde del once de Junio de mil novecientos sesenta y cinco, dejé constancia con ahínco, que no fue uno, ni dos, que fueron tres los "jacintos" que planté en el sagrado recinto de mi amada Cristina, con el amor más puro surgido de la fuente del amor más cristalina.

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