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Tren

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El tren era largo. Eso fue lo que pensé mientras caminábamos por el andén hacia el vagón cama. O por lo menos a mí me lo pareció. No estoy acostumbrado a ir en un tren que no sea un Ave así que no puedo juzgar si la longitud era la estándar. El olor del gasóleo, el olor de las personas a las que adelantábamos y esa mezcla de aromas de comida y orina resultaban deprimentes.

Mi jefe, que iba delante de mi tirando de su pequeña maleta, se giró durante un instante para mirarme y sonreír con sorna. Sí, me conocía bien. Llevaba trabajando para él, unos cinco meses, y ya habíamos llegado a ese punto donde gran parte de la conversación se compone de gestos y silencios. En avión sin problema. Incluso el alquiler de un coche y las seis horas de conducción serían pasables. Yo soy de los que pisan, a lo mejor lo conseguía en cinco y media. Las nueve de regreso a Madrid en tren se me antojaban eternas. Pero nos habíamos entretenido demasiado en la obra que estábamos visitando. El capataz había tomado algunas decisiones malas. Bueno...más que malas, caras. Y mi jefe, que era el arquitecto encargado, se había encontrado con más problemas de los inicialmente esperados. Y así, nuestro vuelo de las seis se convirtió en nuestro tren de las diez.

Pasamos al que supuse sería el revisor, un hombretón de unos dos metros que le explicaba a una señora que no, que, aunque los coches-cama fueran vacíos ella no podría alojarse en ellos si no tenía billete. “Están reservados,” decía mientras sus ojos nos seguían sin pestañear. “Se subirán más pasajeros en la siguiente parada.”

Nosotros estábamos en primera. Era un camarote con dos asientos enfrentados y un aseo con ducha. La ducha fue una sorpresa, no sabía que los trenes podían tenerlas. Las literas seguían plegadas en la pared y las cortinas abiertas de la ventana mostraban a los que todavía estaban fuera del coche. Fumadores, casi todos.

“Colócalo todo y llama a Enrique. Dile que mañana llegaremos sobre las diez”, me dijo mi jefe antes de irse al vagón restaurante.

Guardé las maletas, coloqué los neceseres en el baño y finalmente abrí una de las camas litera. No sabía si eso era algo que hacía el personal del tren y tampoco quería volver y encontrarme con las dos literas abiertas.

La sacudida del tren poniéndose en marcha me cogió en medio de la conversación con Enrique. Era el antiguo socio de mi jefe con el que habíamos hecho un trío hacía unas semanas. Un hombre al que le encantaba jugar con dildo, a cada cual más grande. Se mostró encantado ante nuestra próxima visita. No, no había problema por llegar una hora más tarde de lo previsto. Hasta me habló de un local que le habían encomendado y para el que necesitaría un interiorista. “Un trabajo perfecto para ti, ya verás.” Ya podía imaginarme tanto el local como los trabajos. Siempre acababan siendo tremendamente completos, en todos los aspectos imaginables.

El restaurante resultó ser un lugar sorprendentemente acogedor, con mesas con manteles blancos y luces más tenues. Y estaba prácticamente vacío. Mi jefe se sentaba ante una de las mesas y delante de él había un muchacho con aspecto desaliñado. Tiendo a desconfiar de aquellos que eligen el chándal como indumentaria más adecuada para viajar y tal vez eso se reflejara en mi cara mientras me sentaba al lado de mi jefe. El chico no dijo nada, sólo me miró con una cierta aprensión. Parecía a punto de echarse a llorar y tenía la mejilla izquierda curiosamente roja. ¿Qué edad tendría? Dieciséis o diecisiete como mucho.

Mi jefe sin embargo estaba bastante animado y eso que, como no había barman, todavía no había podido pedir ni una copa. Pasó a contarme cómo se había encontrado a nuestro acompañante en el aseo público que estaba al final del pasillo. Como éste había creído que él era el revisor y había pasado a disculparse por haber “extraviado” el billete. Y como cuando todo el malentendido se había aclarado, mi jefe le había invitado a tomar algo en el bar. “Bar, restaurante, yo diría incluso el tren entero, vacío” me señaló. No dije nada. La historia me parecía completamente improbable. Por mucho que mi jefe vistiera permanentemente de traje, era casi imposible confundirle con un revisor. Además, ¿había polizones en los trenes? No tenía idea. Pero si no quería contarme lo que realmente había pasado, no iba a ser yo el que insistiera.

Saqué el iPhone y me puse a revisar el correo.

“Nuestro joven amigo” continuó mi jefe, “sabe además que cuando llegue el revisor probablemente va a tener problemas. Afortunadamente yo puedo ayudarle a conseguir el dinero que necesita.”

Levanté la mirada de la pantalla a tiempo de ver como la cara del chico se iluminaba con esperanza. ¿Qué hiciste? ¿Intentaste robarle y él se quedó con tu billete? Yo seguí sin decir nada. Incluso con unos ojos esperanzados, la cara del chico no dejaba de ser bastante vulgar. Yo sabía que por una cara así no iba a pagar ni un céntimo.

“Ciento noventa euros cuesta el billete en primera y serán tuyos simplemente si obedeces. Primera es lo más adecuado para ir cómodo, no sé si me entiendes.” Una mirada de perplejidad en el chico y un “sí” casi inaudible saliendo de sus labios.

“Quiero que te desnudes, te arrodilles debajo de la mesa y me comas la polla.”

El chico simplemente se quedó con la boca abierta. Mi jefe, en un movimiento tan rápido que hasta a mí me cogió por sorpresa, se levantó del asiento extendiéndose sobre la mesa y le arreó un bofetón. El chico casi se había caído. Tenía un codo apoyado en el asiento y su cara estaba ahora tan roja que parecía a punto de sangrar.

Miré a mi jefe con desaprobación. El chico era un niño, la idea de forzarle era inconcebible. “Dice que tiene diecinueve y probablemente ya lo ha hecho antes.” Yo miré dubitativo al chico que ahora clavaba los ojos en el mantel de la mesa. “O tal vez no.” continuó mi jefe. “Tampoco es que importe tanto.”

Mi jefe se soltó el cinto. El sonido de la hebilla pareció sacar del trance al muchacho que primero le miró a él, después a mí, para finalmente bajarse la cremallera de la chaqueta.

“Toda la ropa. Nada de calcetines o calzoncillos.” Le dijo mi jefe mientras se recostaba en el asiento y abría las piernas bajo la mesa.

El chico estuvo desnudo en unos segundos. Una ventaja insospechada del chándal, pensé para mí. Lo siguiente fue escurrirse debajo de la mesa, abrir el botón del pantalón de mi jefe, bajar la cremallera y meterse en la boca la polla flácida.

Dos toques de mis dedos y el iPhone grababan el momento para que resultara indeleble. Yo conocía bien la polla de mi jefe. Seguiría flácida sólo unos instantes más, después se pondría tremendamente dura y tiesa. Era de esas que por su dureza rara vez consigues que pase de tu campanilla mientras chupas. Algo incómodo cuando haces una felación, pero tremendamente satisfactorio para todo lo demás.

Mi jefe agarraba su cabeza por la nuca, empujando lo más profundamente que podía. Me pregunté si los sonidos de ahogamiento aparecerían en el vídeo y en el caso de aparecer si harían que el vídeo pareciera más interesante. En la situación real sí que aportaban ese toque morboso.

El chico estaba tan concentrado, o tal vez las manos de mi jefe a cada lado de su cabeza lo impedían, que no escuchó la entrada del revisor en el restaurante. No supo que estaba de pie al lado de la mesa, mirando lo que hacía, hasta que nos preguntó si queríamos tomar algo.

Se sobresaltó e intentó retirarse. No lo consiguió. Las manos de mi jefe son fuertes.

El revisor, que a la vez era barman al parecer, sonreía de oreja a oreja.

La situación tuvo que excitar a mi jefe ya que con un par de sacudidas más, seguidas de un gemido sordo, se corrió en la boca del chico. Paré el vídeo.

“Dos aguas y un ron con hielo.”

El chico tenía la nariz brillante cuando volvió a sentarse en el banco. Un pequeño hilillo le bajaba hasta la boca que me hizo pensar que probablemente no había tomado muchas corridas en su vida. Hizo ademán de vestirse. Mi jefe movió el índice indicando que no. Así que siguió desnudo delante de todos.

Cuando las bebidas estuvieron en nuestra mesa, el revisor se sentó con nosotros.

“El chico quiere llegar a Madrid.” Empezó mi jefe,” No tiene billete. Si no le echas, es tuyo durante...dos horas.”

Casi me echo a reír. La cara del chico reflejaba su indignación, pero no tuvo tiempo para protestar. El revisor le tenía agarrado por la nuca y parecía capaz de levantarle en el aire si así lo decidía. “Sólo éste?”, preguntó mirándome a mí. Los mismos ojos que en el andén. Llenos de lujuria. Mi jefe probablemente se había fijado en esa mirada.

“Él es libre de hacer lo que quiera. Puedes usar nuestro camarote. Recuerda, dos horas.” Contestó mientras probaba el ron. Yo seguí sentado a su lado mientras el chico era arrastrado fuera del vagón. No protestó, una docilidad así no dejaba de ser sorprendente.

No debía haber nadie más, supuse. Si no fuera así, alguien desnudo por los pasillos del tren seguro que habría atraído atención y el hombre no querría perder su trabajo.

Dejamos pasar cerca de una hora en la que hablamos un poco de todo: el proyecto gallego que estaba resultando un quebradero de cabeza, Enrique, el viaje a Singapur que teníamos que hacer en otoño. Después de eso, mi jefe me pidió que me acercara a ver si todo iba bien.

Cuando fui al camarote, el revisor se la estaba metiendo. No habían utilizado la litera, estaban en los asientos. El chico estaba desnudo y con las piernas hacia arriba. El revisor estaba completamente vestido, parecía que sólo se hubiera bajado la cremallera del pantalón. Suficiente para echarse sobre él y envestirle una y otra vez. La cara de dolor del muchacho era un poema. No vi lubricante por ninguna parte. ¿Qué estaban usando? ¿Saliva? Eso explicaría por qué el chico estaba rechinando los dientes y por qué farfullaba diciendo “no” o “espera, para”. No importaban mucho sus palabras. El revisor seguía al mismo ritmo y cuando pareció cansarse de los lloriqueos le metió tres dedos de una mano en la boca y los dejó allí.

Me senté en los asientos de enfrente. La visión era excitante y no pude menos que sonreír. Ese hombre tenía casi el doble del tamaño que el chico. En un momento de curiosidad morbosa me pregunté si la polla acompañaría el tamaño del cuerpo o si sería justo lo contrario. Los ojos cerrados y las lágrimas de las mejillas del chico parecían confirmar lo primero. ¿Claro que, cuántas pollas le habían follado antes? No aparentaba muy experto. Así que incluso una polla pequeña podría resultarle dolorosa.

El revisor pareció leer mi mente. Estaba sudando, las gotas caían sobre el pecho de su recién estrenado amante. Me miraba y abría la boca en una sonrisa maníaca mientras sacaba la lengua. Con su mano libre sujetó las piernas del chico y se retiró hacia atrás. La polla provocó un sonido de vacío cuando salió del culo. Era grande. No algo monstruoso, pero sí fácilmente unos veinte centímetros. Sí, se parecía a la de mi jefe, un tamaño que yo considero perfecto. Brillaba, además, así que había estado utilizando lubricante. Lo guardas en la chaqueta entonces... hombre preparado... También tenía puesto un condón. Eso era algo sobre lo que no me había atrevido a especular. Y en él, algún resto de suciedad. Los riesgos de un culito desprevenido. Se dio cuenta y me miró como pidiéndome disculpas.

Retiró los dedos de la boca del chico y con ambas manos agarró el extremo del condón hasta quitárselo. Se lo metió en el bolsillo. El chico estaba inerte. Miraba el respaldo del asiento y todavía parecía estar llorando. No era guapo, era sólo del montón. Viéndolo así, usado y abusado, ese hecho era aún más obvio. Un cuerpo pequeño y delgado. Tal vez demasiado delgado. Nariz un poco aguileña, una barbilla ligeramente prominente. No, no tienes más de dieciséis.

Los ojos del revisor eran duros cuando los dirigía a él. Una especie de desdén que yo ya había visto antes en aquellos que pagan por el sexo. El hecho de intercambiar dinero o favores parecía darle alas a la hora de cumplir fantasías. Habían pagado, así que tenían derecho a todo.

“No la chupa bien”, me dijo el revisor. El comentario me pilló por sorpresa. No había preguntado y desde luego no esperaba mantener una conversación con él. Pero no hubo conversación. Empezó a desvestirse y en menos de un minuto estaba totalmente desnudo delante de mí con la ropa esparcida por el suelo.

Sudor. Ese hombre apestaba a sudor. Y creo que se dio cuenta de mi repulsión porque durante una fracción de segundo pareció querer pegarme. El momento pasó y en su cara se dibujó una sonrisa juguetona y hasta cierto punto cruel. Se agachó y rebuscó en los bolsillos de su chaqueta. Le vi sacar un guante de látex y varias bolsitas de lubricante que posó en el extremo del banco. ¿Cómo de prevenido hay que ser para llevar un guante de látex?

El chico seguía sin moverse. A lo mejor esperaba que si no se movía todo pasaría más rápido. Tal vez por eso no supo reaccionar cuando el revisor se sentó a horcajadas sobre su pecho aprisionándole los brazos con su peso. La polla posada sobre el estómago, todavía dura y dirigida hacia la polla del chico que no estaba dura del todo. A pesar de las lágrimas lo estabas pasando bien, ¿eh?

“Cómeme el culo.”

La orden del revisor tuvo que sonar totalmente insospechada. Alcancé a oír un leve “qué” antes de que su cara quedara encerrada entre los cachetes del culo del revisor. Este alargó la mano y agarró con fuerza los huevos del chico, retorciéndolos.

“Qué me comas el culo, joder!”

Un grito ahogado, la mano del revisor que cerró un poco más la presa mientras frotaba su culo contra la cara morada del chico. La sonrisa regresó.

“Así putita, come.”

Sus ojos me taladraban mientras cabalgaba la cara del chico. Su polla daba pequeños saltitos y una gota brillante la unía con la piel del muchacho. Sin prisa, quería que su culo quedara bien limpio, al parecer. Y cuando notaba algún posible titubeo retorcía un poco los huevos para asegurarse una colaboración total. Sus dedos además parecían querer explorar el ano del chico. Probablemente seguía bastante abierto y el metía la mano entre ambas piernas, aunque la postura no pareciera demasiado cómoda.

Le cogió las piernas con ambas manos y las levantó haciendo que reposaran en su pecho. Resultaba chocante ver con qué facilidad manejaba el cuerpo del muchacho, como una marioneta pequeña y bien engrasada. Con sus piernas sobre el pecho, los brazos y la cara aprisionados y por lo demás inmóvil, la visión del ano enrojecido era perfecta y los dedos podían entrar con mayor facilidad. Escupió sobre él y sus dedos jugaron con la saliva. Primero un pulgar, después el otro y finalmente ambos a la vez tirando en direcciones opuestas.

Los gritos ahogados del chico volvieron durante unos instantes. El revisor levantó su mano derecha y le dio una fuerte cachetada en medio y medio del culo. El chico dio un respingo y no dijo nada más.

“Es el problema de las putas primerizas, siempre tienes que enseñarlas.” Me dijo, esta vez sin apartar la vista del ano que parecía boquear entre sus pulgares.

Yo me debatía entre la excitación y la repulsa. El olor a sudor seguía muy presente y aunque ya había pasado un tiempo desde que había regresado a la cabina, parecía que era incapaz de acostumbrarme a él. Desde luego me negaba a dormir allí en esas condiciones. Tendría que abrir la ventana en cuanto terminaran, cosa que tampoco parecía que fuera a ocurrir en breve. Mi mirada se fue hacia la ducha. Parecía un buen sitio para el sexo. Seguro que mi jefe querría comprobarlo.

Me levanté para irme.

El revisor, que se estaba poniendo el guante de látex mientras sujetaba entre los dientes uno de los saquitos de lubricante, me miró inquisitivo. Tiró del saquito con la otra mano, abriéndolo.

“Esperaba que terminaras participando.”

Negué con la cabeza.

“Lo que viene será divertido”, me dijo mientras extendía el lubricante entre sus dedos enguantados. “Hasta creo que gritará un poco.”

Abrí la puerta del compartimento. El pasillo esta oscuro. Las ventanillas parecían espejos por lo oscuro del exterior.

“Quería correrme en tu boca”, me llegó la voz del revisor desde dentro. “Qué se le va a hacer... tendré que correrme en la de él.”

Cerré la puerta.

Los meses que llevaba trabajando para mi jefe habían tenido varios momentos memorables. El de esta noche era, hasta cierto punto, curioso. Pero no memorable. Ni el revisor ni el chico tenían ese interés que me habría hecho querer participar. Y mi jefe probablemente pensaba igual, por eso estaba en el bar tomando una copa en lugar de tomar la iniciativa y jugar con el chico el mismo. Eso y que, al fin y al cabo, me tenía a mí para esas tareas. El pensamiento dibujó una sonrisa en mi cara.

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