Nuevos relatos publicados: 7

Las Botas de la Madrina

  • 6
  • 16.154
  • 8,60 (15 Val.)
  • 0

Juan se sorprendió alegremente cuando César y Laura le pidieron que fuese el Padrino de su primer hijo. César y Laura eran amigos muy queridos de Juan y se habían casado hace dos años, con una boda sencilla pero alegre.

El trabajo de Juan le impedía verlos muy seguido, especialmente desde que se mudó al otro extremo del país, hace 3 años. Le había costado mucho abandonar el tranquilo ritmo de su pueblo natal, y cambiarlo por el apresurado trajín de una gran ciudad.

Por eso le alegró mucho que todavía lo tuviesen en tanta estima como para pedirle que sea el Padrino de su hijo.

—¿Y quién será la Madrina? —preguntó.

—Juliana –le respondió César.

Juliana era la hermanita menor de Laura. La última vez que Juan la había visto fue hace dos años, en el casamiento de César y Laura. La recordaba como una niña regordeta de 13 años, de rostro sombrío y carácter reservado. Durante la fiesta se había mantenido apartada en un rincón, sin hablar prácticamente con nadie. A decir verdad, siempre había sido así. Juan la conocía desde pequeña y nunca le había simpatizado esa niña de mirada cabizbaja.

No hablaba mucho y se la pasaba sentada frente al televisor. Juan lamentó que la hubiesen elegido para ser la Madrina del niño, pues no tenía mucho "feeling" con ella.

Un mes después, el día del Bautismo, Juan viajó a su pueblo natal y pasó por la casa de César y Laura, para llevarlos en su automóvil a la Iglesia. Cuando llegó la pequeña familia se hallaba elegantemente vestida y lista para partir.

—Y Juliana ¿dónde está?  –preguntó Juan.

—Va con mis Viejos directo a la Misa –contestó Laura.

—¿Misa? –exclamó sorprendido Juan.

—Si –le dijo Laura –Antes de la ceremonia del Bautismo hay una Misa; y el Párroco nos puso como única condición para celebrar el Bautismo, que antes asistamos con los Padrinos a la Misa.

Juan puteó para sus adentros. Hacía años que no iba a Misa y le aburría enormemente la ceremonia... Ya encontraría algo interesante en que pensar para distraerse mientras discurría la Misa.

Llegaron a la Iglesia del Pueblo y en la puerta bajaron Laura y César con el bebé. Ellos entraron en la Iglesia mientras Juan iba a estacionar el auto.

Cinco minutos después Juan entró a la Iglesia solo. La Misa había empezado. Decidió sentarse en alguno de los bancos de atrás para estar lo más lejos posible del Cura. Recorrió con la vista las últimas filas de feligreses, y de pronto vio algo que le hizo olvidar el disgusto de tener que ir a Misa. Sentada en la penúltima fila, del lado del pasillo lateral, había una chica de pelo negro con una minifalda blanca como la nieve y un pequeño saquito azul marino ceñido a la cintura. Había encontrado un excelente (y justificado, pensó Juan) motivo para no concentrarse en lo que decía el Cura.

Pero lo que hacía a esta chica verdaderamente muy llamativa a los ojos de Juan, era el contraste entre su pequeña minifalda blanca y sus altas botas negras. Se acercó despacio desde atrás y se regodeó en la visión de sus piernas, enfundadas en medias de lycra de tonalidad blanca. Su pelo negro, lacio y muy largo, le cubría la mitad izquierda de la cara. Finalmente, Juan llegó hasta su lado. Se inclinó y le dijo en voz baja:

—Permiso, me hacés un lugar —con toda la intención de sentarse a su lado.

Cual no fue su sorpresa cuando la chica se volvió hacia él, lo miró, le sonrió y le dio un beso en la mejilla, al tiempo que se corría un poco a la derecha para hacerle un lugar en el banco. Había reconocido en su rostro los rasgos de la pequeña Juliana.

Fue tan grande su sorpresa que no se le ocurrió nada que decir, sencillamente le sonrió y se sentó a su lado.

Por lo visto, se dijo, en los dos años transcurridos desde el casamiento de César y Laura, la pequeña, sombría y regordeta niña se había convertido en una infartante teenager. Era más esbelta que antes y su cuerpo era ya el de una mujer; prueba de ello era como le había atraído a Juan cuando la vio.

Pero no era sólo ese el cambio que llamaba su atención; estaba también su atrevida forma de vestir. Jamás se hubiese imaginado que la tímida Julianita usaría minifaldas cuando creciese.

Se dio cuenta de lo turbado que estaba. La miró de reojo. El pelo negro caía sobre el lado izquierdo de su rostro y Juan no podía ver bien su cara. Bajó la vista hacia sus piernas. ¡"Qué gambas"!, pensó. Ahora que estaba tan cerca podía ver claramente la textura de las medias de lycra envolver sus bellas piernas. Se estaba empezando a excitar. En ese momento ella, que tenía las piernas cruzadas (derecha sobre izquierda), le tocó accidentalmente la pierna a Juan con su bota derecha. Lo miró como pidiendo disculpas, descruzó lentamente las piernas y las cruzó hacia el otro lado. Gracias a este movimiento Juan pudo ver un buen pedazo de su muslo izquierdo, y le dieron unas terribles ganas de pasar su mano sobre el y sentir su piel bajo la media.

Se preguntó si ella era consciente de lo que provocaba. Más tarde tendría la respuesta.

Miró un rato hacia delante, pero no pudo contenerse y volvió a dirigir su vista al muslo de Juliana. Con los pequeños movimientos la minifalda se había levantado un poco más y dejaba a la vista una generosa parte del muslo. Fresco, joven, firme. Juan estaba hipnotizado. Deslizó su vista por las torneadas piernas y llegó a las botas. Eran botas de caña alta, de cuero negro, bien ajustadas a la pierna, rodeándola suavemente. Observó cómo se continuaba la línea de la pierna por la pantorrilla de cuero negro hasta llegar al taco. Su miembro había comenzado a hincharse, por lo que Juan intentó controlarse, y levantó la vista.

Al hacerlo se dio cuenta de que Juliana lo estaba observando mientras él la miraba libidinosamente.

(8,60)