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El legado de Minerva

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Para mi Marqués de Sade particular....

El regalo que le hizo su padre fue el que más ilusión le causó y el que cambió su vida.

Era su decimoctavo cumpleaños. El año en que sería presentada como una dama en sociedad, el año en que dejaría de considerársela una niña y pasaría a ser una mujer a los ojos de todos. Ya tenía varios pretendientes, aunque ninguno había podido declarársele ni entrar en negociaciones con su padre debido a su edad.

Minerva era una joven que destacaba entre las demás. Era guapa sin llegar a ser hermosa, pero tenía un gran carisma y su alegría inundaba cada salón en el que entraba. Su cabello castaño claro y ondulado lo había llevado siempre suelto, con desagrado de su madre, pero ahora debería empezar a realizarse los intricados recogidos dignos de una dama. Tenía el rostro ovalado, adornado por unos grandes ojos oscuros una nariz recta y pequeña, unos labios finos y sonrosados y la piel muy clara.

Tras probarse los muchos vestidos que le habían regalado aquel día, pudo comprobar que su cuerpo ya era el de una mujer. Los trajecitos recatados de niña serían regalados a los menos afortunados y ella ya podría lucir sus redondos y bien formados pechos asomando por el balcón de los escotes y su esbelta cintura aún más estilizada por los prietos corsés.

No había dejado de mirarse en el espejo en toda la mañana. Nunca había sido vanidosa, pero aquel día era especial y se veía espléndida con su nuevo peinado y con aquellos vestidos llenos de encajes, vuelos y estrecheces que marcaban sus formas femeninas.

Su criada ya le había ayudado a ponerse el último traje, el que llevaría puesto a la hora de comer, cuando llamaron a la puerta y entró su padre despidiendo a la doncella.

Se sentó en un mullido sillón y procedió a encender su pipa antes de hablar...

―He aquí mi pequeña convertida en toda una mujer. Me lleno de orgullo sólo con mirarte...

―Gracias padre. Hoy es un día feliz.

―Y aún más que lo será, te tengo reservado un regalo muy especial...

Ella empezó a marearle con preguntas intentado sonsacarle que era aquello tan especial, pero él sólo reía y le decía que tendría que esperar a que acabaran los festejos de la noche, entonces lo sabría...

Su padre nunca había dado la sensación de hombre misterioso y el hecho de que le hubiese puesto la miel en los labios y ahora no le contase más le resultaba frustrante.

Pero él salió de la habitación sin hacer caso a las súplicas insistentes de su hija...

Ella pasó todo el día entre preparativos y festejos, pero ni siquiera su presentación como dama en sociedad o los espléndidos y costosos regalos que recibió le hicieron olvidar el prometido regalo que su padre la haría aquella noche.

Cuando por fin todo el mundo se despidió y su madre y hermanas se fueron a dormir, su padre se reunió con ella en la biblioteca.

A ella le extrañó que él no llevase nada en las manos.  ¿Dónde estaba su regalo? Su padre sólo dijo...

―Ve a buscar algo de abrigo y sal por la entrada de servicio, te estaré esperando en el carruaje...

¿Adónde irían a aquellas horas de la noche? Ella jamás había salido por la noche de casa. Pero lo que pensó es que su regalo no estaba allí y debían ir a buscarlo.

Minerva no paraba de preguntarle a dónde iban, que cuál era su regalo, que por qué se lo iba a dar a aquellas horas...Su padre permaneció impasible ante su insistencia. Se limitaba a mirarla sonriendo y a fumar su sempiterna pipa...

Pero poco antes de llegar a su destino su padre comenzó a hablar...

―Minerva, las personas muchas veces tenemos secretos que no nos atrevemos a confesar. Tú tienes los tuyos y yo tengo los míos y quiero que esta noche los compartamos abiertamente. Sabes que eres mi hija preferida. Eso y algo que he encontrado por casualidad, me ha hecho tomar esta decisión...

Ella le miraba expectante mientras su padre parecía buscar algo bajo el asiento del carruaje. Su cara se transformó de la expectación a la sorpresa y de ahí a la vergüenza cuando su padre encontró lo que buscaba y lo sacó...

Era un libro ya viejo y desgastado y le faltaba la tapa, pero bien sabía ella que libro era aquel. Era su más secreta y adorada pertenencia...

Cuando se recuperó un poco quiso preguntar...

―Padre ¿De dónde has sacado...?

―Bien sabes tú donde estaba. El marqués de Sade no me parece un autor muy adecuado para alguien de tu edad, aunque a saber desde cuando tienes este libro...

El rostro de Minerva estaba rojo como la grana, no sabía que decir. Hacía unos 4 años había descubierto la historia de Justine. Con ella había descubierto un nuevo mundo de sensaciones, aunque estas sólo tuviesen vida en su cabeza. Cuántas veces había soñado en que era ella la que estaba encerrada en aquel monasterio y que era sometida a aquellas vejaciones...

Con el tiempo aquellas fantasías dieron paso a otras en las que ella era la que sometía a otros...y a otras...

Pero evidentemente, jamás se había atrevido a confesar aquellas imágenes que forjaba en su intimidad a nadie...

De repente tuvo miedo. ¿Qué tenía que ver el descubrimiento de su padre de aquel libro con su regalo? No le dio tiempo a preguntarlo, porque el carruaje se detuvo ante una mansión.

El chofer abrió, la puerta por su lado y tras un momento de duda bajó. Se quedó esperando a que su padre bajase también y se reuniese con ella. Aprovechó ese breve momento para ver que era una gran casa señorial de piedra blanca, rodeada de un muro de unos tres metros de piedra y con una fuerte verja de hierro tras la cual se veía un pequeño jardín, aunque supuso que la parte de atrás tendría un terreno mayor...

Su padre se dirigió directamente hacía la puerta y sacando lo que parecía una pesada llave de hierro, abrió la verja.

¿Aquella mansión era de la familia? Minerva creía conocer todas sus propiedades, pero en seguida se dio cuenta de que no era así.

Entraron en el recinto y con una segunda llave su padre abrió la puerta de la casa y la hizo entrar.

Había luz en el amplio recibidor y flores frescas en jarrones situados en las mesitas de mármol a ambos lados del pasillo...

Según se cerró la puerta, dos mujeres aparecieron rápidamente...

A Minerva, le extrañó que su padre tuviese cerrada con llave una casa en la que había gente, pero aún más le extraño la indumentaria con la que vestían las mujeres que al parecer eran criadas. Llevaban una sencilla túnica blanca que iba desde el cuello hasta los pies, muy amplia y la abertura delantera cerrada simplemente por un cordoncillo.

Aún más le extrañó la forma de actuar de las criadas, cuando se detuvieron ante ellos. Se arrodillaron y pusieron las manos en el suelo quedándose a cuatro patas y con la cabeza agachada...

Minerva sorprendida, miró a su padre, el cual no le devolvió la mirada. Éste se limitó a dar una orden a las mujeres...

―Guiadnos...

Las mujeres no se levantaron, sino que dieron la vuelta y comenzaron a gatear en la misma dirección en la que habían venido...

El padre cogió a Minerva por el brazo y le instó a andar tras de ellas.

Recorrieron diversos pasillos. Las mujeres iban rápido a pesar de su posición, el hecho de que la túnica se abriera por delante evitaba que tropezaran...

Minerva no salía de su sorpresa y no entendía muy bien todo aquello. Pero no se atrevía a preguntar. El hecho de encontrarse en aquella extraña situación y saber que su padre había encontrado su libro, habían mermado su habitual locuacidad...

Por fin las mujeres se detuvieron ante una puerta doble de madera, se levantaron y cada una empujó una hoja de dicha puerta. Se pusieron a sendos lados de la misma franqueándoles la entrada.

Minerva entró en la estancia siguiendo a su padre...

Ya tan llena de sorpresas estaba, que lo que vio no le hizo mella.

Era un gran salón, decorado en tonos rojos y dorados y aunque Minerva jamás había estado en un burdel, pensó esos serían los colores que se verían en uno. En la Mitad de una de las paredes habían sido colocados dos butacones también de color rojo y con un aspecto muy cómodo. La colocación para haber sido pensada de forma estratégica para dar la impresión de que fuesen dos tronos.

El padre se sentó en uno y le indicó a su hija que se sentara a su derecha en el que quedaba libre.

―Padre, ¿qué es este sitio?

―Tranquila Minerva, en breve todas tus preguntas serán contestadas...

En ese momento, por la puerta entraron varios hombres, diez en total. Iban vestidos como criados, de forma normal y corriente. Pero a los pocos segundos entraron tras ellos otras diez personas. Cinco de ellas iban con túnicas como las de las criadas que le recibieron. El resto iba con una túnica similar pero que les tapaba solo hasta las caderas y por la forma de las piernas se adivinaba que eran hombres. Todos iban ocultos con una capa con capucha que les llegaba hasta los pies también de color blanco y puesto que llevaban la cabeza agachada esa capucha evitaba que se pudiesen ver sus rostros.

Cada uno de ellos se colocó delante de un criado y sus capas fueron quitadas por estos, dejando ver el rostro de diez hombres y mujeres de belleza exquisita.

Tras esto, los criados desataron los cordones de las túnicas y se la quitaron también, quedando totalmente desnudos...

Minerva no salía de su asombro...

Pero cuando aquellas diez personas levantaron los brazos y entrelazaron las manos en la nuca, ella empezó a comprender.

Esclavos...

Pero... ¿De qué tipo? Qué ella supiese, la esclavitud había sido abolida hacía siglos y, además, ¿A qué clase de esclavos se le exhibía desnudos ante la hija de un terrateniente?

Minerva empezó a pensar que, si su libro y aquello según su padre tenían relación, aquellas personas debían ser...esclavos sexuales... No acababa de creérselo, pero entonces su padre comenzó a hablar...

―Mira Minerva. Diez hermosos cuerpos preparados para darnos cualquier placer que queramos obtener de ellos. Todos debidamente adiestrados, todos absolutamente sumisos. Jamás se negarán a cumplir una de nuestras órdenes...

Minerva escuchaba atentamente, intentando sacar el significado de todo aquello e intentando ordenar sus pensamientos al mismo tiempo.

―No tienes que preocuparte por su sumisión, todos hacen esto por voluntad propia. Al tiempo que te harán disfrutar a ti ellos mismos gozarán con lo que estén haciendo. No son como tu pequeña Justine, no han sido encerrados y obligados. Les gusta sentirse humillados, les gusta el dolor y les gusta ser usados sexualmente. Viven para ello. Cuando llegaron aquí sólo tenían una vaga idea de lo que esto podía ser, pero ahora son esclavos enseñados de forma concienzuda a dar placer, aunque sea a costa de su propio dolor...

Ella no daba crédito a lo que su padre contaba, aunque en lo más secreto de su mente, reproducía las escenas leídas en sus libros y se imaginaba a si misma azotando o poseyendo alguno de aquellos hermosos cuerpos...

Su padre notó su duda, él también las tuvo cuando su propio padre le mostró aquella casa y lo que pasaba en ella como regalo de mayoría de edad. Era un legado familiar que se cedía al hijo o hija favorito. Y aunque muchos no habían sido como Minerva la cual tenía fantasías de dominación y sumisión, ninguno había rechazado el legado.

―Padre, no puedo creer que esto sea así. ¿De verdad obedecen ante cualquier cosa?

Su padre sonrió. El mismo había hecho esa pregunta...

Hagamos una prueba Minerva. Elige un esclavo o esclava, el que más te guste...

Ella sintió un vuelco en el corazón ante tal sugerencia, pero de inmediato comenzó a recorrer los cuerpos desnudos y las caras de los sumisos...

Por fin se decidió. Señaló a la mujer que guardaba el tercer puesto. Era una joven de cabello rubio oscuro y rizado que le llegaba hasta media espalda. De ojos azules y cara angelical. Tenía un cuerpo esbelto y al tiempo voluptuoso, con firmes pechos no muy grandes coronados por pezones de color marrón claro, de estrecha cintura y vientre plano. Su pubis estaba completamente rasurado y lucía un aro de oro en su labio vaginal izquierdo. Sus caderas eran dos perfectas líneas curvas que daban la impresión de ser muy suaves.

Una vez seleccionada, los demás sumisos se apartaron a derecha e izquierda según fuesen hombre o mujer acompañados por sus criados.

El criado de la mujer seleccionada, salió de la habitación y a los pocos segundos volvió cargando un extraño y sencillo artefacto de madera. Estaba compuesto por una especie de tablón con cuatro patas saliendo de cada pata unas finas tiras de cuero. Como una mesa, pero más alto, parecía estar hecho para colocar el cuerpo de una persona sobre él. Y así era. La esclava fue llevada a aparato y sus tobillos fueron atadas a las patas traseras. Después el criado la hizo inclinarse colocando su cuerpo sobre el tablón y sus muñecas fueron atadas a las patas delanteras...

Minerva miraba la escena extasiada...

Entonces se dio cuenta de que el tablón tenía dos agujeros cerca de la parte delantera y justo por esos agujeros asomaban los pechos de la esclava...

El criado se dirigió a un armario que había en un rincón de la estancia y en el que Minerva apenas se había fijado. Buscó algo en él y rápidamente volvió junto a la sumisa a la que servía. Colocó lo que había cogido sobre la espalda de la criada. Y se quedó en espera de órdenes...

Entonces Minerva pudo ver lo que el criado había seleccionado. Sobre la espalda de la joven descasaban una pala no muy grande de madera pulida, dos cuatro pinzas metálicas unidas entre sí por una cadena que formaba una cruz, y un artefacto de metal con forma fálica. Ella jamás había visto el miembro de un hombre, pero se supuso en seguida que clase de usos se le daba a aquel instrumento.

Se sentía nerviosa ante la expectativa de lo que creía que iba a ver, y también comenzaba a sentirse excitada...

―Bueno hija, esto será una demostración sencilla. Prefiero que seas tú la que poco a poco vaya descubriendo las posibilidades. Sólo te demostraré que esa mujer es tu completa esclava y que disfrutará obedeciendo tus órdenes...

El primer deseo de su padre fue que a la mujer le fuesen colocadas las pinzas, así que el criado las cogió y agachándose colocó las dos primeras en los pezones. Pasó la cadena por debajo del tablón y lo metió entre las piernas de la sumisa mostrándolas a los espectadores. Entonces Minerva pudo apreciar que las pinzas traseras eran diferentes a las de los pezones. La base punzante era larga y ancha, de forma que pudieran abarcar por completo los labios vaginales y hacer presión en toda la superficie de los mismos.

Tras su colocación. Le fue ordenado al criado azotar a la sumisa. Así que este cogió la pala y durante unos segundos acarició con ella las nalgas de la mujer, como regocijándose en lo que iba a hacer.

Debido a la postura y a la forma en que estaba atada la mujer, sus nalgas se encontraban muy abiertas, dejando a la vista toda su intimidad y haciendo que no pudiese contraer las nalgas cuando fuese azotada, sin posibilidad de poder amortiguar el castigo.

El primer golpe cayó. De forma intencionada fue fuerte y pesado. La esclava se encogió por el dolor e incluso a la propia Minerva le pareció sentirlo. Se movió incomoda en la silla, pensando que ella jamás soportaría algo así.

Los siguientes cuatro o cinco azotes fueron iguales. Pero después el ritmo cambió y pasaron a ser más rápidos y ligeros.

Estaba tan abstraída con la escena que no se fijó en su sonriente padre que contemplaba todo con evidente satisfacción, ni en los demás sumisos, que a pesar de sus cabezas gachas intentaban entrever lo que le hacían a su compañera...

Al principio a Minerva aquello le pareció cruel y no le gustó. Pero poco a poco empezó a disfrutar de ello. Sobre todo, cuando vio cómo iban cogiendo color las nalgas de la mujer.

Su conciencia se tranquilizó del todo cuando el criado detuvo por un momento la azotaina, metió una mano entre las piernas de la joven y la sacó empapada sus fluidos sexuales. Minerva sabía muy bien lo que significaban aquellos fluidos. ¡La joven estaba disfrutando con el castigo! Bueno, pues si la esclava gozaba de aquello, por qué no iba a hacerlo ella...

Se relajó en su butacón y cuando el criado retomó los azotes, lo cuales esta vez se repartieron también por los muslos, se recreó en cada uno de los golpes y en los gemidos y sollozos de la mujer...

El padre notó el cambio de su hija y su sonrisa se volvió aún más amplia al saber que no se había equivocado con ella.

Cuando el trasero de la joven estuvo bien rojo, se ordenó el cese de la azotaina.

Entonces el padre dio otra orden al criado.

―Quiero que sea penetrada. Pero no deseo que reciba placer por ello...

Minerva se preguntó por un momento que querría decir aquello, pero enseguida recordó a su Justine en el monasterio y las practicas que gustaban a algunos de los monjes, entonces comprendió lo que le iban a hacer a la joven...

El criado dejó la pala sobre la espalda de la esclava y cogió el objeto fálico. Lo pasó varias veces entre las piernas de ella como si quisiera recoger los flujos con él y entonces lo dirigió a su agujero estrellado entre las nalgas.

Cuando la punta del objeto comenzó a entrar, Minerva vio como la espalda de la sumisa se encorvó, seguramente por la molestia, pero debía estar bien entrenada en aquella práctica y el falo pronto estuvo en su interior, tras lo cual el criado comenzó a moverlo, primero con suavidad para que el cuerpo se amoldara y luego con fuerza casi con furia.

Tras unos minutos, su padre decidió que la exhibición había concluido y que la esclava podía ser desatada.

El potro fue retirado y la fila de esclavos recuperó posiciones con la sumisa que había servido de ejemplo en su lugar correspondiente, pero la cara sonrosada y surcada de restos de lágrimas...

―Minerva, esto ha sido un ejemplo de lo que pasará a ser tuyo el día en que yo no esté. Pero por el momento, podrás elegir a dos de ellos, un hombre y una mujer para su completa posesión. Ellos son tu regalo de cumpleaños.

Minerva dio un respingo y sonrió encantada, pensó que el regalo era el que su padre le hubiese desvelado el secreto. Saber que dos de los esclavos serían para ella desde aquel mismo momento, la llenó de alegría.

A la mujer ya la había elegido, sería la sumisa que había sido torturada para ella, y así lo hizo saber.

Al hombre no tardó mucho en elegirlo. Se decantó por un joven moreno, de fuertes músculos bien formados, alto y con una cara semisalvaje.

Aquellos dos esclavos eran los destinados a ser sometidos por ella y ayudarla en su largo aprendizaje para convertirse algún día en el ama de todos los que en aquella casa habitaban.

Su padre le hizo saber que no debía ir nunca sola allí. Que solo podría ir cuando lo hiciese él y que poco a poco iría aprendiendo todo lo que debía saber.

Minerva no durmió aquella noche pensando en todo lo que había visto...

Aquel fue un día muy especial en la vida de Minerva. Pero ella sintió aún más especial, cuando al cabo de los años, cuando todo aquello ya le pertenecía por completo, acompañó a una de sus propias hijas para iniciarla en aquel mundo y darle su regalo de cumpleaños y parte de su futuro legado como hija favorita...

Minerva recordó cada una de las cosas vividas aquel día, esperando que para su hija fuese una experiencia tan gratificante como lo fue para ella en su día...

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