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Putas de Alicante, entre todas, las más excitantes

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No sé qué me pasa últimamente que estoy como ido, como ausente de todo y de todos.

Bueno, lo cierto es que, sin ser un experto en lo que a cuerpo y mente se refiere, podría auto diagnosticarme “obsesión enfermiza”.

Y todo por unas putas.

Sí, ya lo sé, estoy casado, felizmente casado, debo matizar, y no debería meterme en estos berenjenales. Pero la vida es así: una cosa lleva a otra, y esta a otra y, así, cuando quieres darte cuenta, te has dejado llevar tanto que no hay vuelta atrás.

El caso es que no encuentro un remedio al mal que me aqueja. Y eso que lo he intentado por activa y por pasiva. Lo que sí tengo claro es cómo empezó todo, y creo, sincerarme, que compartirlo es una buena idea.

El asunto comenzó hace varios meses.

Roberto, un viejo compañero de la facultad, me invitó a pasar un fin de semana en Alicante. Desde hace varios años vive allí con su bella esposa. Están muy enamorados, pero él acostumbra a desmadrarse de vez en cuando por su cuenta. Ella hace lo mismo. Es una especie de acuerdo mutuo que les permite librarse de la rutina diaria por unas horas. Puede que su felicidad se sustente sobre este pilar, al parecer, bastante sólido.

La única imposición que me puso consistía en que no debía ir en coche, sino en tren. Tan extraña proposición me sumió en un mar de dudas; no sabía qué pensar; simplemente dijo que me sería difícil regresar a casa manteniendo la concentración necesaria para conducir. Ahora sé cuánta razón tenía el bueno de Roberto.

Así lo hice, sin rechistar, confiado.

El tren me llevó a la estación de Alicante en un abrir y cerrar de ojos. Rober, que así le gusta que le llamen, me esperaba en  el andén con una sonrisa que no supe interpretar de entrada. Era una mezcla entre picarona y estúpida.

—Nada de mariconadas —Le dije, por si acaso—. Si estas pensando en lo que imagino que piensas… sácatelo de la cabeza.

Rober soltó varias carcajadas. Todo el mundo volvió la vista hacia nosotros, extrañados, más bien asustados. Luego mi amigo resopló.

—Tan inocente como siempre —murmuró—. ¿Cómo puedes pensar eso de mí sabiendo que soy el macho más macho de este país.

Casi había olvidado que Rober era más bien el exagerado más exagerado del país.

En fin, dejando correr el aire, nos fuimos del lugar.

Antes de que pudiera darme cuenta, estábamos aparcando delante la puerta de una marisquería: una enorme langosta de hojalata, muy colorida, así lo indicaba. Unos segundos más tarde entrando en el local. Y en un suspiro mirando la carta, eligiendo lo que íbamos a comer. En este aspecto, Rober fue tajante:

—¡Come, come! —exclamó con los ojos muy abiertos—. ¡Come todo lo que puedas!... Porque dentro de unas horas vas a necesitar todas las calorías que hayas acumulado. Por eso te he traído a comer marisco, y no una triste paella que no alimenta n’a, aunque aquí las hacen de lujo.

Tuve que insistir mucho para que me sacara de dudas, para que me explicara qué había querido decir. Rober soltó finalmente la lengua. Y cantó como un tenor.

—Verás, amigo —me dijo con leve pero contundente susurro—, hoy vas a conocer a las putas de Alicante, entre todas, las más excitantes —añadió a modo de eslogan—. Y no acepto un NO por respuesta —apuntilló.

Mi intención no era otra que contradecirle; negarme rotundamente por considerarlo una locura, algo indigno de alguien cabal.

No puede negarme. Me falló la voluntad cuando, sin más, la camarera que atendía la mesa próxima, dándome la espalda, se inclinó dejando al fresco, bajo la minifalda, su precioso trasero, cubierto tan solo por un diminuto tanga de color canela.

«¡Madre del amor hermoso! —me dije a mi mismo— Con semejantes tentaciones, ¡quién está exento de pecar!».

Y lo peor de todo es que tenía unos pechos, mejor dicho, unas tetas fuera de lo común: redondas, grandes, poderosas, firmes, elevadas… elevadas a los altares. Y para colmo era preciosa, de ojos claros, naricita respingona, labios carnosos como fresas de temporada, y un cabello rubio que caía sobre sus hombros como una cascada dorada.

—No… no hay problema, Ro…Rober —dije atropelladamente—, hoy vamos adonde tú quieras.

Mi amigo frunció el ceño, sorprendido, pero no dijo nada, tan solo se limitó a asentir con la cabeza, con gesto satisfecho.

A eso de las nueve de la tarde, cogimos carretera y manta, como suele decirse, porque el lugar estaba fuera de la ciudad. En menos de media hora nos plantamos allí. Él, muy lanzado; yo, algo tímido.

No tardamos en entrar en aquella especie de sala de fiestas adosada a un elegante hotel.

Apenas lo hicimos, una preciosa joven nos saludó muy sonriente, muy poco vestida, debo añadir. Este fue el preámbulo del chaparrón de sonrisas que nos llovió en pocos minutos. Era como si todo el mundo allí se alegrase de vernos.

—Yo necesito una copa, Rober —dije mientras me aflojaba el nudo de la corbata—. O mejor dos, porque creo que me va a dar algo con tanto… —hice una pausa para admirar a una especie de diosa del Olimpo que pasó a nuestro lado—, con tanto meneíto ya no se ni lo que me digo.

—Pide lo que quieras, porque hoy todo corre de mi cuenta. —Sin duda, Rober estaba más animado que yo… Y más generoso. No le recordaba así.

En esto estábamos cuando dos hembras, dicho con admiración y respeto porque no se las puede llamar de otro modo, aunque suene machista, nos abordaron.

—¡Hola, chicos! —dijo una de ellas, una morena cañón—. ¿Os apetece un poco de compañía?

—Nos apetece una compañía… y un ejército entero, si me apuras, pero de bombones como vosotras.

Las chicas agradecieron la galantería de Rober con besos, abrazos y caricias bien encaminadas.

—¡Vaya, vaya, con el soldadito! —exclamó la otra, una rubia que en poco o nada desmerecía a la morena.

Evidentemente, lo de “soldadito” no iba por Rober, sino por su herramienta. Así lo aclaró la rubia antes de pedir una botella de champán que, por supuesto, corría por cuenta nuestra, o de Rober, siendo preciso.

Casi sin darnos cuenta, poco más tarde estábamos bailando con ellas, junto a la barra del bar, bajo infinidad de pequeñas bombillas que más bien se me antojaron estrellas en la bóveda celeste.

Apenas nos tocaron, propiamente dicho, mientras meneábamos el esqueleto al son de la música. Puede que por discreción. O por normas de la casa… ¿Quién sabe? Aun así, no faltaron los roces: con el culo, con las caderas, con las tetas y con cualquier parte del cuerpo que se terciara.

En esto estábamos cuando, como una aparición, la vi y casi comienzo a babear como un perro rabioso.

—Esto no ha sido más que una encerrona —dije a Rober—. Me has manipulado. Me siento un títere.

—¿Encerrona? —mi amigo parecía perplejo—. No sé de qué narices hablas —aseguró.

Le tomé la cara con ambas manos, forcé su cabeza para que la girara y señalé con el dedo lo que quería que mirase.

—Mira. ¿No te suena de algo su cara? Y sus tetas, ¿no las has visto nunca?

—Pues… A bote pronto… no me suena de nada.

Por mucho que Rober se esforzara en disimular, la expresión de sus ojos contradecía las palabras mentirosas que escupía por la boca.

¡Que canalla había resultado ‘mi amigo’!

¡Y qué suerte para mí que lo fuera!

Sí. Ese fue el día de mi vida en el que realmente me había sonreído la fortuna. Y no pude ocultarlo. Menos delante de Rober, que me miraba ansioso por conocer mi reacción final.

—Vamos, no me hagas pucheros —me dijo con total familiaridad—. Mira que sabía que Aurora, Auri para los amigos, te iba a enganchar. ¡Ve con ella! ¡No pierdas tiempo! ¡Yo me encargo de estas dos! Mira que, en sitios como este, si te descuidas un segundo te ocurre lo que mismo que al que fue a Sevilla, que se quedó sin…

Dejando a Rober con la palabra en la boca, pero apreciando sus consejos, me encaminé hacia Aurora con paso firme.

—¡Hola! —le dije sin más, con efusividad desbordada.

—Hola —respondió ella, con tranquilidad pasmosa— Tu cara me suena. Y no me refiero al programa de la tele.

—Soy amigo de…

—¡Claro! —No me dejó terminar—. Tú eres el amigo de Rober, el que ha venido de Madrid.

Asentí con la cabeza, mudo porque no podía quitar la vista de sus labios. Ni de su angelical rostro. Ni de su escultural cuerpo. Ni de…

Por su parte, Auri, experta en el arte de sacar a cualquiera de una situación embarazosa con otra, fue clara y concisa.

—Lo siento, guapo, pero nosotras venimos a darle a lengua, entre otras cosas, y no precisamente hablando, salvo que seas, y lo dudo mucho, de esos que pagan por tener una conversación que no lleva a ninguna parte.

Tuve que tirar balones fuera de la mejor manera que pude: haciéndome el machito, aparentando lo que no era.

—¡No, no, eso ni soñarlo! Yo he venido aquí a follar. Y si es contigo, mejor que mejor. ¿Estás libre?

—Sí, cielo, claro que estoy libre. Con mayor motivo siendo amigo de Rober.

Las palabras de Auri, y su forma de expresarlas, dieron pie a que sospechara que aquel canalla no era la primera vez que iba por allí.

—Pues vamos. No perdamos más tiempo —dije comportándome como un idiota, interpretando un papel que no calzaba en mis zapatos.

—¿No quieres saber antes la tarifa? —preguntó ella.

Para tarifas, y gibraltares, estaba yo en aquel momento en el que lo que menos me importaba era el dinero. Dinero que, por cierto, no iba a salir de mi bolsillo.

Aun así, quise asegurarme cuando le dije a Rober que me iba con ella a una suite, añadiendo que no sería por menos de hora y media.

—No hay problema —confirmó Rober, y añadió, el muy tacaño—. Eso sí, si montamos una orgía entre los cinco, imagino que nos hacéis un descuento.

Las tres chicas hablaron entre ellas y pronto llegamos a un acuerdo que satisfacía a todos, sobre todo a ellas.

Ahora entendía todo. Ahora entendía aquella especie de eslogan con el que Rober me había vendido a “las putas de Alicante, entre todas, las más excitantes”.

Ya en la suite, las putas, porque eso es lo que eran, con todas las letras, comenzaron a despelotarse, más que desnudarse, y nosotros hicimos lo propio.

Para entonces, mi timidez había menguado en proporción al crecimiento espontáneo de mi verga. Y no era para menos, ¡kabenzotz!, como dicen en el norte, porque aquellas tres diosas eran capaces de levantar la verga, la moral y hasta el déficit de un país si así se lo proponían. ¡Dios mío!... ¡Que hembras aquellas!

La rubia y la morena, Sandra y Rosi, dijeron llamarse, estaban muy buenas, más que un pan de pueblo recién hecho; empero, Auri estaba para darle de comer aparte; para darle primer plato, segundo, postre, café y copa. No es que ganase mucho en cueros, porque vestida bordaba el diez, pero el brillo de su piel ligeramente tostada, ese marrón tirando a rosáceo de los pezones y la zona genital perfectamente afeitada, invitaban a no perder más tiempo y pasar a la acción.

—Vamos a asearnos un poco antes de…

—¿En serio es necesario? —la paré en seco, sin poder disimular mi impaciencia por estar encima de ella, detrás de ella, dentro de ella.

—Sí, cariño, es condición innegociable. La higiene es primordial en este negocio… para ambas partes.

Teniendo en cuenta que el tiempo corría en contra del bolsillo de Rober, y no del mío, no quise pelear mi postura.

Puesto que el yacuzzi  no era suficientemente grande para que entráramos los cinco, Auri y yo nos fuimos al cuarto de baño, convencidos de que la ducha serviría mejor para romper el hielo.

Y no solo lo rompió, sino que lo derritió. No es para menos porque, mientras el chorro de agua mojaba mi cuerpo desnudo, las manos de Auri, desde atrás, recorrían mi piel con una tranquilidad pasmosa. Así fue bajando por mi espalda, recorriendo la columna vertebral, estimulando mis sentidos con su tacto. Mis receptores del placer se activaron casi al instante. Muchos de ellos ni sabía que los tenía, pero las manos de Auri eran prodigiosas. Tanto que, cuando llegó a la verga y la acarició, poco faltó para que me corriera como un colegial. No me hubiese recuperado nunca de la vergüenza, del bochorno de soltar la leche antes de tiempo, sin siquiera haber disfrutado de aquel cuerpo de escándalo.

—Ahora, hazme tú a mí lo mismo —dijo Auri con su voz melosa.

No me lo pensé dos veces y, girando sobre mi vertical, me puse de cara a ella, enjaboné mis manos y las planté sobre sus tetas, duras como piedras, con los pezones amenazando con salir disparados y dejarme tuerto, o ciego.

Ella no tardó en regalarme algún que otro gemido. Este gesto me gustó, más que nada porque me parecieron sinceros. De todas formas, ¿qué experiencia tenía yo valorando si los gemidos de las profesionales del sexo son fingidos o no?

Me dejé llevar, y mis manos se fueron solas a su entrepierna. El tacto de su coño era aterciopelado. Y el clítoris un volcán en erupción. Por suerte mi manguera estaba lista para entrar en acción y sofocar el fuego.

Apenas volvimos a la suite, los gemidos de Rober resonaban por toda la estancia. No fue necesario forzar demasiado el cerebro, ni la vista, para saber que entre la rubia y la morena le estaban comiendo la polla, repartiéndose los turnos como buenas hermanas.

—No hay nada mejor que la mamada de una puta —aseguró Rober, extasiado, con la voz tomada.

Ellas soltaron unas risitas.

Y yo un suspiro.

Por su parte, Auri, que no quería ser menos complaciente que sus compañeras de profesión, se arrodilló delante de mí, me tomó la verga entre sus pequeñas y delicadas manos y, poco a poco, la llevó a su boca.

Casi desfallezco cuando atrapó el glande entre sus labios. Luego, con su juguetona lengua, me propinó una serie de lametones cortos que…

No pude aguantar más. No quería seguir conteniendo el deseo. No tenía intención de demorar lo inevitable.

Sin decir nada, la tomé por las axilas, ayudé a que se incorporara y me dispuse a metérsela hasta el fondo, por detrás, a cuatro patas, en el extremo de la cama, una enorme cama redonda cubierta por una manta imitación de piel de cebra.

—Ponte una goma; sin condón no hay nada que hacer —exigió Auri.

—Tienes razón. Perdona, pero estoy tan lanzado que ni había reparado en ese detalle.

En verdad sí había reparado, pero me hice el loco por si colaba, por si tenía la fortuna de al menos metérsela un poquito a pelo. Lamentablemente no coló y tuve que apechugar con el látex.

Este detalle poco me importó cuando comencé a penetrar aquel panal de miel.

Ahí estábamos los dos: ella, con las rodillas y las manos clavadas en el mullido colchón; yo, por mi parte, enfilando mi verga hasta lo más profundo de su ser.

—¡Vamos, machote —dijo Auri—, dame todo lo que quieras, que tienes barra libre.

Aquella promesa, más sorprendente que inesperada, dio pie a que me soltara la melena y penetrara a la fulana con todas mis ganas, que no eran pocas. Entonces, sin saber cómo, la vi como lo que era y no como la había idealizado desde el primer momento. La cosa no estaba para coñas; el asunto no debía escapárseme de las manos y estropear lo que seguramente depararía grandes alegrías.

Con este espíritu la follé con ganas durante unos diez minutos, agarrado firmemente a sus caderas, dirigiendo su cuerpo para asegurarme el mayor placer posible. Y es que en ese momento ella dejó de ser lo más importante, como está mandado en este tipo de situaciones.

No obstante, una vez hubimos cambiado de posición, ella mirando al techo, con las piernas bien abiertas, y yo de rodillas entre sus muslos, la imagen de mi esposa, inesperadamente, acudió a mi mente para martirizarme y con intención de arruinarme el momento. No podía, bajo ningún concepto, permitir que esto ocurriera.

Auri, sin ser consciente de ello, me aguardaba con los brazos abiertos, invitándome a entrar en ella.

Entonces giré la cabeza hacia Rober y sus dos gatitas mimosas. Tenía a la morena de espaldas a él, con el estómago apoyado en en el borde del yacuzzi, recibiendo lo suyo desde atrás, por el coño y sin contemplaciones. Mientras tanto, la rubia aguardaba muy atenta su momento, impaciente por ganarse el pan como está mandado.

—Ven, Carlos —dijo Auri con voz melosa—, deja que se diviertan y vamos a lo nuestro, no vaya a ser que se me pase por la cabeza que ya no te gusto.

«¿Carlos? ¿Cómo sabe ella mi nombre?», me cuestioné. Yo estaba seguro de que no se lo había dicho. Ni siquiera lo mencioné desde que mi amigo y yo entramos en aquel lugar de perdición. Seguramente había sido Rober. No tenía la menor duda de que lo había tramado días antes y de que en algún momento lo había dejado caer.

Esto no importaba ahora. Ella quería mi verga en sus entrañas y la iba a tener. ¡Vaya si la iba a tener!

De un golpe certero se la clavé hasta el fondo, hasta que mis cojones chocaron contra los labios vaginales. Entonces se me pasó por la cabeza que, a pesar de ser quien era, de dedicarse a lo que se dedicaba y de todos los chascarrillos que circulan en torno a este tipo de mujeres, tenía que conseguir que al menos tuviera un orgasmo; era un premio que quería llevarme y atesorarlo para siempre.

Con esta idea, habiéndome olvidado por completo de mi esposa y de la carga emocional que suponía ponerle los cuernos con una mujer de vida alegre, forcé la máquina hasta que el ritmo de mis acometidas fue suficiente para conseguir mi propósito. Supe que lo había logrado cuando ella, gimiendo, sollozando y gritando de dicha, contorneó su cuerpo como una serpiente y su coño comenzó a lubricar abundantemente.

La situación era indescriptible. Y las sensaciones que inundaban mi mente eran de orgullo. Posiblemente me estaba engañando a mí mismo, pero no me resultó difícil desterrar esa idea.

—¡Bien, campeón! —La inconfundible voz de mi amigo me sorprendió. Ni siquiera me había percatado de que se había colocado detrás de mí, bien abrazado las otras dos señoritas—. Ahora viene lo mejor, lo que más me motiva de estos sitios —añadió esbozando una pícara sonrisa.

Resultaba sorprendente la vitalidad de mi amigo. Y si afirmo esto es porque, según declaró él mismo, se había follado a aquel par de diosas casi sin despeinarse. Ellas mismas lo corroboraron asintiendo con la cabeza, muy sonrientes. Esta complicidad terminó de confirmarme que Rober frecuentaba aquel lugar con asiduidad. Y posiblemente tendrían su foto colgada en alguna pared, enmarcada en oro y con cinco estrellas VIP.

Bromas aparte, lo cierto es que un simple gesto de su mano sirvió para que las tres se pusieran a cuatro en el borde de la cama, dándonos la espalda y con las piernas semiabiertas.

—Escoge el que prefieras —me dijo Rober—. Si te ha gustado follártela por el coño, no te digo nada cuando encules a una de las tres. O a dos. O a todas, si así lo prefieres.

Atónito quedé al escucharle. Realmente esto si que no me lo esperaba, aunque entraba dentro de lo más que posible en los tiempos que vivimos. Resuelto, no me lo pensé dos veces y elegí el de Auri.

Nuevamente estaba detrás de ella, con las manos apoyadas en sus firmes caderas y la punta del rabo en su entrada, esta vez la trasera. El ano estaba cerrado, más de lo que cabía esperar; no obstante, con un primer golpe de caderas entró sin dificultad hasta la mitad. Acto seguido, con un segundo envite terminé de enterrarla en su recto y comencé a moverme adelante y atrás, enculándola como no recordaba haberlo hecho nunca. No era tan complicado, de todos modos, ya que la única que me había permitido algo así había sido un ligue de verano, francesa, para más señas, ante de conocer a mi esposa.

Ahí estaba yo, feliz como una perdiz, enculando a una mujer de bandera al tiempo que Rober alternaba su herramienta entre la morena y la rubia, dándolas por el culo con una agilidad más propia de un chaval que de un cuarentón. Sí, hace unos pocos años que ambos superamos los cuarenta.

Finalmente, y muy a mi pesar, ya que el panorama no invitaba a menos, terminé llenado de leche el condón.

Mi dicha era indescriptible.

La de Auri no tanto, pero también se la notaba satisfecha, a su modo.

Y la de Rober y sus compañeras de juegos… Bueno, la escena no tenía desperdicio ya que, apenas anunció que iba a correrse, sacó la verga del trasero de la rubia, se deshizo del condón y entre las dos se la comieron hasta que, gimiendo como un animal herido, terminó bañando de semen sus rostros.

El asunto no dio para más.

Bueno, lo cierto es que sí dio para más. Y este es el origen del mal que me aqueja.

Aquella noche quedé tan prendado de las putas de Alicante, de su arte y buen hacer, que los seis fines de semana precedentes viajé allí inventando todo tipo de pretextos. En tren, por supuesto. Y en alguna que otra ocasión por mi cuenta, sin contar con Rober. Y siempre con intención de follarme a una diferente hasta probarlas a todas. He aprendido que en estos casos lo mejor es no prendarse de una en particular.

Ahora, el dilema que me atormenta es tal, que solo me planteo dos posibles soluciones:

Una, seguir como hasta ahora, mintiendo a mi mujer, dejando que viva feliz en su ignorancia. Seguramente lo entendería, y me perdonaría si supiera lo feliz que soy y que gran parte del placer que le doy cuando hacemos el amor es gracias a lo que he aprendido con ellas. Da igual, tarde o temprano terminaré confesando. Es inevitable.

Dos, cortar por lo sano y trasladarme a esa ciudad de forma permanente. Eso sí, suponiendo que la parienta me ponga las maletas en la puerta y me eche como a un perro.

Así de loco estoy. Y todo porque las putas de Alicante, entre todas, las más excitantes, me han quitado diez años de encima, han devuelto la sonrisa a mi rostro y vacían mis bolsillos a un ritmo que da gusto dejarlo ir. 

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