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Zapatería

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Cuando era mucho más joven, trabajé un par de años como dependiente de una zapatería. El trabajo puede parecer anodino, pero no lo fue, en absoluto, o al menos no lo fue el día de la experiencia que paso a relatar.

El comercio era espacioso, con las paredes laterales repletas de zapatos bastante caros –se trataba de una zapatería prestigiosa- y en el centro una serie de butacones dispuestos en círculo para que la clientela se probase su calzado.

Aquel día, era noviembre, entró una señora elegante, con estilo; lo que solemos llamar una burguesa. Al pasar por su lado con unas cajas para llevar al almacén, llamó mi atención. Me disculpé y le dije que en un minuto estaría con ella. Regresé enseguida y la señora me señaló cuatro modelos de zapatos, expuestos frente a ella. Calzaba el 39. Todos eran elegantes, de tacón fino sin plataforma, muy similares entre ellos. Le dije que se sentara y fui a por las cajas al almacén.

Me esperaba sentada con las piernas cruzadas. Me acuclillé a sus pies y saqué el primero de los modelos. Hasta ese momento no había reparado en que llevaba falda. Extendió una de sus piernas y con un gesto educado y acostumbrado a que la obedecieran, me indicó que se lo probara.

Le quité el zapato que llevaba con una mano en su fino tobillo y le coloqué el nuevo con la ayuda de un calzador.

Fue durante el trayecto de mi mirada hacia la suya que los vi. Fue una visión tan fugaz que casi ni me di cuenta. Vi sus muslos, ligeramente separados, cubiertos por unas medias. No me pidan que les diga que pude ver más porque mentiría. Observó el zapato en el pequeño espejo que había en el suelo y me dijo que le probara el siguiente. Ahora ya estaba prevenido, así que me demoré algo más en quitarle el que llevaba y en ponerle el siguiente. Juraría que había separado un poco más los muslos. Se me dibujaron ante mí dos piernas envueltas en medias e, inevitablemente, sentí el cosquilleo que anuncia una erección. Cuando le probé el último par de zapatos, la señora había separado considerablemente los muslos. Pude comprobar que al final de ellos había unas bragas blancas, bastante transparentes juraría, que dejaban entrever un mechón de vello oscuro. Mi erección era tan evidente que temía el momento de ponerme en pie.

Ella sí lo hizo. Se bajó la falda y anduvo arriba y abajo por delante de cuantos espejos encontraba. Yo guardaba los zapatos en sus cajas sin dejar de mirar sus piernas y su culo, recordando lo que acababa de ver, caliente como el veinteañero que era y cómo solía fantasear con mujeres como ella.

Regresó al asiento, me miró con un rostro en el que yo pretendía ver algo más de lo que reflejaba, y dijo: “Me los quedo”.

-Si me permite –le dije- le sientan de maravilla. Tiene usted unos tobillos y unas pantorrillas que parecen creadas para estos zapatos.

-¿Me los quitas?- y ahora sí que descubrí un inequívoco juego en su mirada y sus palabras.

Tome sus tobillos un poco más arriba de lo que me habían enseñado y ella regresó a su apertura de muslos, ahora evidente por no decir descarada. Creo que incluso le acaricié los pies y los tobillos mientras le quitaba los zapatos nuevos y le ponía los que traía puestos. No protestó, sino que se acercó más al borde del sillón para que pudiera contemplar, ahora sí, esas bragas transparentes que apenas ocultaban el vello de su coño. Cuando terminé, no sabía cómo ponerme de pie. Pensé en meterme una mano en el bolsillo, pero cargado con las cajas eso resultaba imposible.

-¿Te ocurre algo?- me dijo. Decidí que era una calientapollas y que disfrutaría pensando en la paja que me iba a hacer en cuanto pudiera.

-No- acerté a decir. Tan sólo una especie de dolor lumbar.

-¿Seguro?

La miré por primera vez francamente a los ojos. Me la puso todavía más dura.

-¿A qué hora acabas?

Miré el reloj y dije que entre unas cosas y otras en unos 20 minutos habría terminado de trabajar.

Se puso de pie delante de mí. Me contuve de meter la cabeza entre sus muslos aferrado a ellos.

-¿Ves el bar de enfrente?

-Sí, allí suelo tomar café.

-Te espero en 20 minutos. Y por favor, no malgastes todo lo que llevas acumulado. Lo quiero para mí.

La polla me iba a estallar y me ruboricé hasta lo insoportable. Me recompuse:

-Vaya a caja y allí le darán sus zapatos.

Como pude, cargué las cuatro cajas y con ellas oculté mi erección. En el almacén respiré hondo y pensé: “Esto no te está pasando”.

Cuando regresé a la tienda pude ver su culo saliendo por la puerta. Lo acompañé con mi mirada hasta la cafetería, donde entró y la perdí de vista.

¿Me creerán si les digo que anduve empalmado los veinte minutos siguientes? Había follado con chicas de mi edad, incluso con alguna de alrededor de 30 años. Pero esa mujer era la concreción de todas mis fantasías de la época: con estilo, burguesa y, al parecer, muy golfa.

Entré en la cafetería y estaba sentada en la última mesa, con las piernas cruzadas, las rodillas a la vista y una taza de café vacía ante ella.

Me senté a su lado y cuando iba a presentarme me cortó:

-Nada de nombres. ¿Quieres tomar algo o vamos a mi coche? Lo tengo cerca- y puso su mano en mi muslo.

Yo hice lo mismo, incluso la metí por entre los muslos cruzados. Dio una especie de respingo que me animó.

-¿Sabes que llevo empalmado desde que te vi las bragas?

-¿Sí?- y me tocó para comprobarlo.

A renglón seguido, metió la mano en su bolso y puso entre mis piernas ese para de braguitas blancas, casi transparentes. Estaba lanzado. Las tomé y me las llevé a la nariz. Olían a sales de baño y a coño de hembra. Me las guardé en el bolsillo con gran dificultad por motivos obvios.

-Vamos- dije.

Se puso en pie y paseó su culo por mi cara. Pagó en la barra y salimos juntos. Mi forma de vestir no desentonaba demasiado, aunque las marcas de la ropa no eran las mismas.

-¿Sabes qué me gusta de ti?- dijo cuando ya estábamos dentro de su Audi.

Callé y metí mi mano entre sus muslos hasta llegar a su coño.

-Tu cuerpo. Tienes que ser un buen amante. Y los tipos de mi edad juegan mucho de dedos y lengua, pero yo prefiero que me folle una buena polla joven.

Arrancó con mi mano en su coño. No quería parecer impaciente, pero me moría por magrearla entera y follármela sin parar. Corriéndome y volviéndomela a follar sin sacarla.

En los semáforos me miraba el paquete y me lo apretaba. Le besaba el cuello. Era tan perra que fuimos a un parque, a las afueras, y allí aparcó. En cuanto echó el freno de mano me lancé sobre ella y empecé a comerle el cuello y la boca. Nos metíamos las lenguas hasta la garganta, recorriendo las encías. Le desabroché la blusa y metí la cabeza entre sus tetas. Llevaba un sujetador de aros, blanco, que le formaba un canalillo perfecto. Le saqué las tetas por encima del sostén y le comí y lamí los pezones. Sus manos me despeinaban. Gemía.

-Me gusta ser tu puta- susurró.

Me encendí más si cabe. Recliné hasta dejarlo horizontal su asiento y le subí la falda hasta la cintura. Tenía un coño precioso, con el vello justo, formando un triángulo perfecto. Empecé a frotarle el coño con la palma de la mano, fuerte. Se le abrió enseguida. Estaba empapada. Le metí dos, tres dedos…

-Fóllame- gimió.

-Cómeme antes la polla- respondí sabiendo con quien trataba.

Se inclinó sobre mí y en unos segundos tenía los pantalones y los bóxers por los tobillos. La comía bien, y se tocaba mientras lo hacía. Le empujé la cabeza hasta que le entró toda.

-¡Qué polla tienes! ¡Nunca me equivoco! -dijo sacándosela un instante de la boca.

Me vine arriba y le dije que saliéramos del coche. La tumbé con la espalda apoyada en el capó y le comí el coño hasta que se corrió en mi boca. Echó tanto flujo que parecía mearse. Me retiré y la contemplé: la falda por la cintura, la blusa abierta, las tetas por fuera del sujetador, las medias…, y el deseo en sus ojos de hembra que quiere más.

-Ábrete el coño con las manos.

Obedeció y vi su clítoris brillante y erecto. Cogí mi verga y la froté por todo su coño, sin meterla. Le pajeaba el clítoris con mi capullo. Era una delicia ver cómo arqueaba la espalda y me pedía a gritos que la follara.

Se la clavé hasta los huevos, de un solo golpe. Me quedé quieto. Me rodeó la cintura con las piernas y empezó a contraer los músculos de su coño. Empecé a follármela, primero despacio, sacándola casi entera, después con embestidas salvajes, mis huevos golpeando su culo. El sonido de su coño nos ponía como locos. Los dos miramos el metesaca. Volvió a correrse, y lo hizo alguna vez más. No sé si fue uno muy largo o varios los orgasmos que encadenó.

-¿Tienes bastante?- le dije sin dejar de meter y sacar mi verga, dura como una piedra.

Sentí que me venía.

-Te voy a dar toda mi leche.

-Dentro, no, por favor- gimió.

Cuando estaba a punto, la saqué y con dos sacudidas le solté todo lo que había acumulado desde la zapatería. Fueron varios chorros. Le manché de semen hasta el cuello, luego las tetas y el vientre, a medida que las avenidas de leche menguaban. Le manché la blusa, la falda, las medias… Estaba obscenamente preciosa, jadeando, satisfecha.

Era generosa y agradecida, y me limpió con la boca todo el capullo hasta dejarlo reluciente. Seguía empalmado y se la volví a meter, ahora por detrás, tirándole del pelo.

¡Qué hembra, Dios!

Nos recompusimos mal que bien y me devolvió a mi casa. Antes de bajarme del coche me dijo:

-Ya sé dónde localizarte.

Y se alejó calle arriba. Al llegar a mi casa, mi novia me esperaba cariñosa. Me duché y seguí con ella. Antes de dormirme me sentí el tipo más afortunado del mundo. Y me abracé a mi chica.

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