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Hombres marcados. Cap. 3. Favores que son placeres

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Capítulo 3

Favores que son placeres

 

 

  Después de dos días persiguiendo a aquellos tres forajidos, el sheriff de Goodland, Carl Smith, y sus otros acompañantes, entre los que se encontraba el exteniente Albert Anderssen, decidieron regresar a la ciudad; sabían que era imposible alcanzarlos, así que lo más sensato, según convinieron, era darse la vuelta y regresar. El sheriff Smith era un tipo de unos cuarenta años, no de gran estatura, aunque recio y compacto, pelo entrecano y manos fuertes, que en sus tiempos jóvenes había sido boxeador, tiempos de los que aún conservaba cierto aire de luchador. Habían hecho una parada en el camino, la noche se les había venido encima apenas sin darse cuenta. Frente a una hoguera, charlaban algunos de los hombres que formaban la expedición, entre ellos el sheriff Smith, Albert Anderssen y Sean Brighton.

– ¿De qué conoces a ese chico, Albert?– preguntó el sheriff.

– Lo conocí en la guerra, y le puedo asegurar que no he visto un joven con más valor y agallas que él, además de ser un extraordinario jinete.

– ¿Por eso se acercó a Goodland?– inquirió el sheriff.

– Posiblemente, señor– contestó Anderssen–. Hace mucho tiempo que no nos vemos. Fue mi asistente personal durante algún tiempo, en la guerra me refiero.

– ¿De ahí el aprecio que le tiene?

– Por eso, señor, y porque sé cómo es él realmente.

– Entiendo– asintió el sheriff.

– Sería un buen soldado, no lo sé– intervino Brighton–, lo que sí está claro es que es un forajido buscado por la justicia.

Sean Brighton era un tipo de aspecto rudo, bastante mayor que Albert, que se estaba haciendo dueño de media Goodland, nadie sabía cómo; desde su rancho había ido comprando locales, hoteles, establos y la gran mayoría del terreno que conformaba el municipio.

La luz de la hoguera iluminaba los rostros de los hombres, la mirada dura de Brighton se clavaba en el perfil sereno de Anderssen. La noche estaba estrellada y hacía bastante calor. De vez en cuando el relincho de un caballo, o el ulular de un búho ponía contrapunto a la conversación de aquellos tipos.

– Soy de la opinión de que todo el mundo merece ser escuchado– habló por fin Albert–, y a esos hombres no les hemos dado esa oportunidad.

La risa de Brighton rompió el silencio de la noche.

– ¿Qué oportunidad quieres que les demos? ¿No te basta ver sus caras en los carteles? Ya me imagino qué tipo de oportunidad es la que tú le darías a esos tres– hizo una breve pausa– O quizás solo con la del jovencito te bastara.

Al oír aquello Albert hizo un amago de levantarse, pero el recio brazo del sheriff Smith se lo impidió. Algunos hombres de Brighton se habían echado ya mano a sus cartucheras, dispuestos a defender a su patrón.

– Calma, señores, calma. Aquí y en Goodland soy yo el único representante de la ley, y por lo que a mí respecta la decisión que he tomado es la correcta: no vamos a seguir persiguiendo a esos tres, además de que no conseguiremos darles caza, no existe ninguna reclamación en Kansas contra ellos.

– Pero sí están reclamados en Colorado, Wyoming y Montana– gritó Sean Brighton.

– Las reclamaciones de esos territorios no tienen nada que ver con nuestro estado– replicó Albert.

– Es nuestra obligación, como ciudadanos de la Unión, eliminar a esos tipos repulsivos, alguien tendrá que evitar que comentan en otros lugares los mismos actos por los que son reclamados en aquellos estados– se defendió Brighton.

– Tienes razón, Sean– intervino el sheriff.

Albert giró su rostro hacia él.

– Pero, sheriff, quizás aquellas acusaciones que se les hacen están motivadas por otros intereses.

– ¿Otros intereses? ¿Qué clases de intereses?– preguntó Sean Brighton– Pregúntale a cualquiera de ellos, pregúntale a cualquiera de esos malhechores, todos te dirán que son inocentes, todos te dirán que se cometió tremenda injusticia con ellos– los ojos de Sean eran pura brasa intentado quemar la mirada de Albert–. Hay que ser bastante pardillo para creer a uno de esos tipos. Eso o...

Pero no terminó la frase; no hacía falta, bastaba con ver la sonrisa que se había dibujado en su rostro. Albert Anderssen apretó los dientes y lanzó una mirada hacia donde estaba Sean Brighton. ¿Qué podía hacer? ¿Contarles a aquellos tipos lo que el propio Johnyboy le había confiado aquella noche en su tienda de campaña? Él no solo tenía el relato del joven sino que lo había creído, es más, lo había hecho suyo, aquel muchacho se había entregado a él totalmente, y él lo había poseído como hasta entonces no había poseído a nadie. El recuerdo del cuerpo del joven dibujó un trazo de melancolía en el rostro de Albert. No, no podía decir nada. Debía callar.

– Sea como sea, la decisión está tomada– intervino el sheriff Smith–. Han sido dos días y estamos muy cansados, así que, señores, creo que lo mejor es que nos vayamos a dormir. Además no me puedo permitir el lujo de estar tantos días ausente de Goodland. Ya sabéis que aún no hemos dado caza a esos ladrones que están robando los trenes del condado, esos condenados me traen en vilo desde hace meses.

Así era, desde hacía casi un año, un grupo de forajidos cuya pista se perdía siempre, se había especializado en el robo del tren del condado, aquel que solía transportar las sacas de los impuestos de todos los pueblos vecinos.

– Quizás esos cuatreros robatrenes son los mismos que estamos dejando escapar– intervino Sean Brighton.

– No lo creo, si fueran ellos no llevarían un año cometiendo esos robos, los hubiéramos cogido ya. Así que mañana regresamos a Goodland. Esta es mi decisión – concluyó el sheriff.

Con aquellas palabras se retiraron todos a dormir, cada grupo había escogido una zona de la acampada para montar sus tiendas o echar sus mantas. Los de Sean Brighton a un lado, los hombres del sheriff en el medio y al otro extremo, el teniente Albert y los dos hombres de confianza que le acompañaban, los dos únicos que en todo Goodland aún permanecían a su lado, el viejo Heinz, que llevaba toda su vida trabajando para la familia Anderssen, y el joven Tommy, un chico negro con la mayoría de edad recién alcanzada, al que Albert dio cobijo cuando lo encontró un día, escondido en el granero de su rancho en el que había acabado exhausto y casi muerto huyendo de un despiadado amo sureño. No he luchado yo en una guerra durante cuatro años para esto, pensó Albert al ver el deplorable estado en el que encontró al muchacho. Ahora Tommy se había convertido en un buen mozo de anchos y flexibles miembros, dispuesto siempre a echar una mano a quien desde aquel momento se convirtió en la única persona por quien estuviera dispuesto a morir y a matar. Por eso, habiéndolo visto cómo había salido de la reunión tan triste y apesadumbrado, decidió entrar en la tienda de su patrón.

Albert se había desnudado ya, a punto estaba de acostarse cuando le sorprendió la voz de Tommy.

– ¿Pasa algo, jefe?

– No, nada, Tommy, es solo...

Los ojos de Albert se perdieron en un punto inconcreto de la tienda. Como era un poco baja, Tommy se acercó al catre y se sentó junto a él, podía contemplar aquel cuerpo tan pálido, aquel pecho delgado en el que unos vellos como suaves hilos de oro se enredaban, las piernas esbeltas y finas, cubiertas también de un fino vello rubio, aquel cuerpo que el joven Tommy, tan oscuro y brillante, admiraba.

–Es por el capullo ese de Sean Brighton, ¿no?– dijo rompiendo el ensimismamiento del exteniente.

Albert sonrió al muchacho, no había nada que se le pudiera escapar, pensó.

– Sí, entre otras cosas.

– Es un cerdo, jefe, lo sé bien.

– Temo que esté tramando algo, Tommy. No me fío de los tipos como Sean, será porque nos conocemos ya de hace mucho tiempo, el caso es que no estoy seguro de que vaya a cumplir la orden del sheriff.

Albert se había inclinado ahora hacia delante, apoyando los brazos sobre los muslos, mientras sus manos desordenaban aquel cabello rubio. Tommy se fijó en su espalda, en cómo se marcaban los músculos como si fueran suaves dunas de arena.

– ¿Teme que siga la persecución por su cuenta?

– Exactamente. Eso es lo que temo– suspiró.

– Si quiere puedo intentar enterarme de algo– sugirió Tommy.

– ¿Puedes?– preguntó Albert, recobrando cierta alegría mientras su mano se apoyaba en el hombro del joven.

– Hay un tipo en la cuadrilla de Brighton al que conozco un poco y creo que algo podré sonsacarle.

– ¿Te importaría...?

– Sería un placer, jefe.

Y diciendo estas palabras se giró y salió de la tienda.

La noche estaba muy clara y estrellada, hacía calor, no en vano estaban a finales de agosto. Los caballos dormitaban apaciblemente en un pequeño cercado y los distintos grupos de hombres se habían retirado cada uno a su zona, se oían algunos murmullos, conversaciones en voz baja, alguna risa. Tommy dio una vuelta, sabía lo que estaba buscando, no era la primera vez, lo único que tenía que hacer era esperar el momento, a veces, pensó, todo es cuestión de eso: de esperar el momento. Se alejó de la zona de acampada, detrás de él el murmullo de aquel improvisado campamento, delante, algunos árboles y arbustos, con sus formas algo espectrales. Llegó a uno de los árboles y apoyó el cuerpo, metió una de sus manos en el chalequillo que marcaba sus fuertes pectorales y extrajo un cigarrillo, lo olió, el olor del tabaco seco le hacía sentirse bien, le traía buenos recuerdos, quizás los únicos buenos recuerdos de su vida en aquella plantación de Misisipi. En esos pensamientos estaba cuando oyó unos pasos que se acercaban, se giró y allí lo vio, Jack Diamond, uno de los tipos de la cuadrilla de Brighton, el mismo que estaba esperando Tommy.

Jack Diamond había llegado a Goodland hacía poco más de seis meses; nadie sabía de dónde venía, ni si huía de algo o si, por el contrario, había recalado en aquella ciudad buscando algo; sea lo que fuere, tampoco a nadie le importaba mucho lo que a aquel tipo le había llevado a aquel lugar, un tipo de unos treinta y pocos años, de aspecto bastante atildado, nada que ver con la rudeza características de los vaqueros, a lo que también contribuían sus educados ademanes. Esta apariencia nada tenía que ver con la determinación y frialdad con la que acabó con el primer, y único, tipo que, en una noche de borrachera, había tenido la insensatez de enfrentarse a él. Todos los presentes estuvieron de acuerdo en que aquel tipo no había parado de provocar al recién llegado, quien en un principio se mostró conciliador, pero que al darse cuenta de que el otro tipo quería coger por la fuerza lo que este le negaba educadamente, no tuvo más remedio que tomarse la justicia por su mano y acabar con él. Aquello le valió no solo la rápida fama en Goodland sino también un puesto en la cada vez más numerosa cuadrilla de Sean Brighton, el cual siempre se jactaba de contar con los mejores, y no cabía duda de que esto era así en el caso de Diamond.

– ¡Oh, curiosa coincidencia! No sé el motivo pero imaginaba que esa sombra que veía eras tú– fue este quien empezó la conversación.

Alguna vez habían coincidido Jack y Tommy en algunos de los locales de Goodland, aunque no habían pasado de un cortés saludo con los sombreros.

– Me estaba preguntando yo a quién le podría pedir fuego– contestó Tommy mientras mostraba el cigarrillo entre sus dedos.

Jack sonrió y se acercó al joven, una cerilla iluminó el rostro del muchacho, el blanco de sus ojos y de sus dientes destacaba en la oscuridad de su piel y de la noche.

– Deseaba estirar un poco las piernas, todo el día cabalgando agota a cualquiera– prosiguió Jack mientras fijaba sus ojos en los ojos negros del muchacho.

– No solo agota– respondió este con una sonrisa.

Jack levantó las cejas en un gesto de expectación, ¿a qué se estaba refiriendo el muchacho?

– Posiblemente tú, al ser mayor que yo y llevar más tiempo cabalgando, ya no lo notas, pero yo...– se cortó Tommy, quien no estaba dispuesto a darle todas las pistas.

Entonces fue cuando la sonrisa de Jack se hizo más amplia.

– ¡Ah, eso!– exclamó.

Tommy dio una chupada a su cigarrillo.

– Sí, eso– repitió mientras dejaba caer su cuerpo contra el árbol– . Supongo que a ti, cuando tenías mi edad, también te pasó.

Jack podía ver el torso musculado del muchacho, la camisa entreabierta por la que despuntaba un pecho sólido, el torso ceñido por aquel chalequillo negro, los antebrazos nervudos que sobresalían de la remangada camisa, y no se atrevía a mirar más abajo, allí donde “eso” posiblemente estaba mortificando al pobre muchacho. A pesar de que había hecho juramento de que no iba a poner en peligro su misión, el deseo que en aquel momento empezaba a sentir era superior a cualquier promesa, así que, casi con un temblor en la voz, dijo.

– Tengo un remedio para eso.

Tommy abrió sus ojos negros mientras soltaba una buena bocanada de humo.

– ¿Sí? ¿Tienes un remedio? ¿Me lo podrías dar?– preguntó con voz ansiosa.

– Bueno, es, es, un poco... no sé cómo decir... es un poco comprometedor, sí, esa es la palabra, comprometedor, pero si tú estás dispuesto, por mi parte, por mi parte no tendría ningún inconveniente en... en... aliviarte.

– Claro que estoy dispuesto, si esto sigue así no creo que pueda dormir en toda la noche, y solo pensar en lo que nos queda mañana...

– No, desde luego– dijo Jack, quien ya empezaba a hacérsele la boca agua– mañana lo pasarás muy mal si no... si no... te alivias hoy.

Tommy tiró el cigarrillo y lo apagó con sus botas.

– Dime qué tengo que hacer– le dijo a Jack.

– Bueno, en primer lugar, obviamente, en fin, ya sabes, te tienes que... te tienes que quitar los pantalones.

Jack temía aquel momento, pues pensaba que el joven que, hasta entonces se había mostrado tan entusiasta, al oír la primera indicación se echaría para atrás. Pero su sorpresa fue grande cuando observó cómo Tommy con gestos rápidos, se desataba la cartuchera, la arrojaba a un lado, y con otros movimientos rápidos se desabrochaba el pantalón y lo arrastraba junto con los calzones hacia abajo. Jack no se atrevía a mirar, pues temía que las ganas le delataran, y es que llevaba algo más de seis meses sin probar bocado, justo desde su llegada a Goodland. Tenía los ojos de Tommy fijos en los suyos.

– ¿Y ahora?– preguntó este, a quien la ligera brisa de la noche y la tensión del momento empezaban a hacerle cosquillas en su prodigiosa entrepierna.

Bajó la vista por fin, Jack y su nuez tragó medio litro de saliva cuando sus ojos vieron aquel portento de la naturaleza. Sí, lo que decían de los chicos negros era cierto, pensó.

– Ahora debes... debes girarte, tengo... tengo que ver cómo está eso.

Tommy obedeció como hasta entonces había hecho, aquella situación le estaba resultando divertido. Se giró y apoyó las manos en el tronco del árbol sobre el que hasta hace unos momentos descansaba.

Jack se agachó, frente a él las mejores nalgas que jamás había visto en su vida: carnosas y prietas a la vez, firmes y rotundas como la grupa de un alazán, y con un color como el del café recién tostado.

– ¿Puedes separar... un poco... las piernas?– preguntó desde aquella postura que a pesar de la incomodidad no le resultaba molesta.

Tommy obedeció. Al separar las piernas, las nalgas habían dejado a la vista unos huevos oscuros y limpios, como dos ciruelas. Jack sentía que toda la sangre se le acumulaba dentro de sus pantalones. Temía no ser capaz de hacer lo que le había prometido a aquel muchacho y no por ganas sino justamente por exceso de las mismas. Así que intentó concentrarse, aunque antes tuvo que responder a una pregunta de Tommy.

– ¿No dolerá, verdad?

– No...no, al contrario... ya verás– respondió Jack.

Con manos temblorosas separó suavemente las deliciosas curvas color chocolate del muchacho y acercó su vista a aquellas combaduras tan prometedoras; un olor acre le golpeó ligeramente la nariz, sus ojos podían observar en el interior de los muslos del chico unas pequeñas rojeces, fruto del roce de la cabalgadura. Sabía lo que aquello podía escocer, pues todos los que alguna vez habían cabalgado conocían aquellas marcas, sobre todo al principio. Había varios remedios para aliviar el escozor pero sin duda, aquel era el mejor. Así que acercó su lengua a las marcas y empezó a lamerlas, un sabor como a melocotón aún verde le llenó toda la boca, siguió lamiendo las marcas de la piel oscura del muchacho, quien al sentir el frescor de la saliva de Jack notó cómo la sangre acudía veloz a lo que entre sus piernas ya empezaba a elevarse. No fue ajeno Jack a este cambio en la anatomía del joven, cambio que aceleró aún más la frecuencia de sus lametones. Tenía hundida Jack prácticamente la cabeza entre las nalgas del Tommy, sus dedos aún separando aquellos dos prodigiosos montículos cuando, sin poder evitarlo, decidió subir un poco más, hasta morder una de aquellas dos ciruelas que al contacto de sus labios se encogió para rápidamente dilatarse. Un suspiro de gozo salió de la boca del muchacho, quien mantenía aún la postura, las manos contra el tronco del árbol, a pesar de que todo su cuerpo pedía agitarse. Conocedor Jack de la inquietud que el muchacho podía estar sintiendo, decidió subir un poco más sus labios hacia donde se erguía majestuoso el soberbio tranco del que pendían aquellas dos deliciosas frutas, así que fue recorriendo lentamente, en un equilibrio un tanto forzado, la oscura carne que ahora sentía palpitar debajo de su lengua hasta que al fin consiguió coronar una cumbre en la que un capullo morado brillaba a punto de romperse. Ya no pudo más Tommy mantener la postura por eso decidió al fin flexionar las piernas de tal manera que a Jack no le resultara tan incómodo tragar lo que con tanto placer como esfuerzo ahora se disponía a engullir. Sí, era cierto lo que decían de los chicos negros, pensaba Jack afanándose en extraer todo el líquido que aquel miembro que le rebosaba la boca, contenía. Mientras tanto, Tommy, llevado por la pericia de aquel vaquero tan caballeroso, colaboraba con el agitado movimiento de su pelvis; no hizo falta más balanceo pues ya sentía cómo un chorro de vida embocaba la salida y cómo los labios expertos de Jack se esforzaban por retener hasta la última gota, perla en un tapiz de terciopelo.

Quedó el joven satisfecho, recobrando la respiración, mientras observaba cómo debajo de él, el atildado y educado vaquero Jack Diamond se relamía los labios como un gatito que se hubiera zampado un platito de leche.

(Continuará)

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