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Yegua domada (1)

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Querida ***: Hace mucho tiempo que quería contar esto, pero no hallaba la persona indicada para ser mi confidente. Lo que voy a contarte sucedió hace unos pocos años, cuando yo aún era un adolescente. Iba a la secundaria estatal, y al principio todos me humillaban. La razón del maltrato era que se había filtrado la noticia de que mi mamá había sido prostituta en su juventud. El dato era absolutamente cierto, y aparte, en el primer curso, yo era bastante escuálido. Pero al año siguiente, como nos suele pasar a esa edad, pegué el estirón. Ahora ya era difícil tomarme el pelo, con mi metro ochenta y los brazos que habían criado músculos jugando al tenis. De hecho, a uno que volvió a mencionar el asunto de mamá, le pegué una piña que lo tuvo sangrando todo el recreo; por suerte el tipo estaba tan asustado que le mintió a la celadora y le dijo que se había caído.

A partir de entonces todos me respetaron. Y no sólo por mi contextura, sino por otra ventaja que en segundo año ya era notable, pero que, cuando llegamos a quinto se había hecho fenomenal: tenía una soberbia poronga, no sólo por los 27 cms. de largo, sino por lo gruesa: aun haciendo un anillo con el índice y el pulgar no alcanzaba a tocarme los dedos. Mis compañeros se habían dado cuenta en la clase de gimnasia; los más íntimos me cargaban, otros miraban admirados… Si algo faltaba para ganarme el respeto de todos era eso.

El problema era que no quería salir con chicas de mi edad, porque tenía miedo de reventarlas. Yo despreciaba mucho a las mujeres, pero tenía ciertos escrúpulos, acaso por mi juventud.

Con mi madre vivíamos solos, ya que mi padre, el fiolo que la explotaba, se había rajado hace tiempo. Como dije, yo no dejaba que nadie hablara mal de ella, pero íntimamente la despreciaba; para mí, seguía siendo una puta, aunque ya llevara años sin hacer la calle. Su manera de vestirse y de pintarse, sus movimientos, su indudable belleza (por entonces tenía 39 años, el pelo castaño enrulado, los ojos verdes; sus medidas, según lo que vi una vez en la nota de una modista, eran 96-62-110) … todo me lo recordaba. Como sea, nunca le perdoné las humillaciones por las que había pasado, y siempre las tuve latentes dentro de mí… Hasta que un día todo explotó.

Yo ya estaba en quinto año. Una tarde llegué del colegio temprano y, como no encontré nada en la heladera, me bajé un litro y medio de vino tinto. Después me quedé en la cama mirando la televisión. Cuando mamá llegó de su trabajo –en esa época en una casa de familia-, le dije:

—Hace horas que quiero comer y no hay nada, andá a prepararme algo.

Se me quedó mirando, sorprendida de mi tono alcoholizado; enseguida se puso a reír y se fue al living sin dejar de lanzar carcajadas. Al rato escuché la tele de abajo: se había sentado a ver una serie, sin darme la más absoluta bolilla. Creo que, hasta entonces, jamás había estado tan enojado con una mujer. Terminé lo que quedaba del vino, y bajé.

Cuando me vio acercarme, me dijo:

—Si vas a la cocina, preparame un sánguche para mí.

Y siguió mirando la televisión, mientras meneaba la cabeza.

Yo me paré frente a ella y me la quedé mirando.

—Me estás tapando el televisor… ¿no te das cuenta? —me dijo, con un tono cada vez más soberbio.

Dudé apenas un instante sobre lo que cabía hacer, hasta que, ya sin ser dueño de mí mismo, le metí un soberbio cachetazo. Ella se tomó la cara y me miró indignada. Pero antes de que pudiera reaccionar, le pegué otro de revés. Recién entonces se dio cuenta de lo que se le venía y me dijo en un grito:

—¡Calmate, por favor, calmate, soy tu madre!

—Vos sos una puta y lo sabés —respondí yo, sin levantar la voz, pero con firmeza, alentado por la bronca y el alcohol.

Los dos sopapos no habían alcanzado para calmarme, así que la levanté del brazo y la llevé a la cocina dándole patadas en el culo. Creo que ella gritaba cada vez más, pero todo pasó muy rápido y sólo alcanzo a recordarlo de forma borrosa. Lo que sí recuerdo bien es cómo mamá se puso a cocinar enseguida, mientras yo me sentaba en el mismo sofá de donde la había arrancado. Pero apenas sí le presté atención al televisor; mi mente estaba absorbida por las humillaciones que había sufrido desde niño. Nada me serenaba. Pensé que ya era mayor de edad y que, a pesar de haber sido beneficiado con una pija de burro, sentía grandes impedimentos para entablar una relación con una mujer. Lo único que me salía en ese momento era ir cada tres o cuatro minutos a la cocina, para cagarla a pedo.

—Mové el culo, puta, tengo hambre.

No sólo por mi fuerza física y por mi enojo, sino por mi rostro, que debió ser temible en ese momento, ella me respondía:

—Ya va a estar, hijo, dame un ratito más, por favor —o cosas así. Y maniobraba con toda la rapidez de la que era capaz.

No creo que haya pasado más de media hora. Me había preparado un churrasco con ensalada y lo trajo hasta el living sin decir nada. Los vahos del alcohol empezaban a abandonarme, y me sentía un poco culpable; cuando terminé de comer ella me preguntó si podía retirar las cosas y lo hizo de inmediato. Yo me había hecho el propósito de pedirle disculpas cuando viniera de la cocina; pero no me dio tiempo.

Apenas volvió, se sentó a mi lado; yo no dije nada, atento a lo que ocurriera. Después de mirarme un rato, balbuceó:

—Perdoname.

Lo dijo tan bajito y con tanta ternura que apenas la oí. Empezó a lagrimear, mientras repetía “Perdoname” a cada rato. Al fin, puso la mano en mi bragueta y estuvo un rato tanteando el vistoso monte que hacía mi poronga. Me di cuenta de que ya no era sólo mi madre, sino también mi puta, sólo que no se animaba a ir más allá. La idea que había tenido de pedirle disculpas me parecía ridícula ahora. En lugar de eso, le dije con suma calma:

—Arrodillate y chupame la pija.

Ella me miró suplicante. Tuve que repetir.

—Chupame la pija, te dije. ¿O querés que te cague de nuevo a patadas en el culo?

Dio un respingo; en dos segundos estaba arrodillada. Me desprendió la bragueta y dejó mi nabo en libertad. A pesar de que había visto muchos, dio un grito de sorpresa y temor. Sin embargo, sabía que ya no podía volverse atrás. Me miró a los ojos y empezó a sobarla, primero desde las pelotas hasta la punta, y al minuto, abriendo la boca cuanto le era posible, tragándose lo que pudo.

Yo encendí un cigarrillo, abrí bien las piernas para estar cómodo y la agarré de la cabeza, haciendo un bollo de su cabello castaño para poder manejarla mejor con el puño. Era mi primera vez con una mujer, pero llevaba años preparándome para eso. Sin embargo, debido a mi notable tamaño, me era imposible entrar más de la tercera parte. Así que, cuando ya faltaba poco para acabar, me paré sin soltarla del pelo, arqueé bien las piernas e inicié una feroz cogida en su boca. La agarré de ambas partes del pelo, aderezando dos riendas como si fuera una yegua, y logré ensartarle la mitad de la pija. Su rostro adquirió un color carmesí, su nariz empezó a largar moco y sus manos se apretaron con fuerza contra mis piernas. Pero no la solté. Al rato acabé y la vi expulsar guasca por las fosas; recién entonces aflojé mis poderosas manos y se la saqué.

Ella estaba sollozando e inclinó la cabeza hacia el piso; no pasaron ni diez segundos y vomitó sobre la alfombra. Estuvo un rato así, parando por momentos y volviendo a volcar.

Yo me prendí la bragueta, apagué el cigarrillo y le dije:

—Parece que ya habías comido.

Me sonreí y me fui al baño a lavarme.

Y recién estábamos empezando…

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