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Yegua domada (3)

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—Levantá lo que tiraste —le dije a mamá, que se había quedado en suspenso.

Se puso a recoger las masitas y el plato, mientras me miraba de reojo; su mirada me fastidió, pero lo dejé pasar por un minuto. Continué, dirigiéndome a todas:

—No quiero que piensen que tengo preferencias. Acá las cosas no podrían ser más claras: yo mando y ustedes hacen lo que se les manda. Así de fácil. Son un hatajo de putas y lo saben bien. No se engañen por mi edad, ya vieron que sé hacer lo que tengo que hacer. ¿Tienen alguna duda? Hablen ahora.

Todas dijeron que no, menos mamá, que había acabado con su tarea y estaba colocando el plato sobre la mesita. Me di cuenta de que estaba resentida por mi elección, pero yo no podía tolerar esos desafíos.

—Pregunté algo, Jazmín… —le dije, cruzándome de brazos. Era la primera vez que la llamaba por su nombre.

Ella asintió con la cabeza, pero no habló.

La agarré por los hombros y me senté con ella haciéndola inclinarse. Entonces le empecé a dar suaves puñetazos en la cabeza, mientras le decía:

—¿Qué te pasa, no te entran las cosas en esa cabecita de idiota?

—Sí, sí, entendí —dijo ella, lo más rápido que pudo.

—¿Entonces por qué no contestabas, taradita? —le pregunté, soltándola un poco.

—Porque… Porque…

—¿Porque sos una estúpida, por eso? —le dije.

Ella bajó la cabeza, pero yo aún no estaba conforme y le quise dar una lección delante de todas. Así que le di vuelta la cara de un sopapo, que debe haber sonado hasta la esquina. Ella era la que más me irritaba de todas y me había puesto rojo; les dije a las demás:

—Váyanse, la semana que viene empezamos.

María se dio vuelta y se acomodó la ropa; Denise, confundida, se paró y esperó a las otras. Leticia me mostró la blusa que yo había desgarrado y me dijo si mamá no le podía prestar algo para volverse a su casa. Sin dejar de mirar a mamá, le respondí:

—Allá está la habitación, sacá algo del placard y ponételo; y apurate.

Hizo lo que le mandé; al rato volvió con una blusa celeste que le quedaba muy bien; era una de las favoritas de mamá, así que fue un castigo extra para ella. Fui a despedir a las chicas hasta puerta; más allá de lo sucedido, parecían complacidas de volver al trabajo, salvo Denise, que nada decía, y que no parecía la misma chica altiva de la primera vez. Pero yo no tenía tiempo ahora de seguir ocupándome de ellas.

Mamá me había chupado la pija unas cuantas veces desde que empezamos el asunto, hacía dos semanas, pero hasta ahora yo no la había penetrado; ni a ella ni a ninguna otra mujer. Más allá de que todo lo que yo hacía era intuitivo, me sentía preparado para romperla toda, y se vio bien que las otras chicas no tenían ninguna duda de que lo estaba, y que en unos días les tocaría a ellas.

Cuando regresé al living mamá aún permanecía cabizbaja. Estaba especialmente hermosa aquella tarde. Se había peinado su largo pelo castaño en una toca muy complicada, y tenía puestas unas calzas estampadas y una remera transparente. Cuando me sintió, levantó el rostro para decirme:

—Me pegaste delante de todas… Y le diste mi blusa a Leticia…

Como me pasaba habitualmente, sus palabras, en lugar de moverme a consideraciones, me dieron más bronca aún.

—¿Y qué tenés para decir? —la desafié.

—No tenías necesidad… —continuó— Sabés que te quiero mucho y que te respeto.

No quería seguir esa charla, más teniendo pendiente lo que ambos sabíamos.

—Pronto se nos va a acabar la plata que guardaste de tu trabajo y vamos a tener que empezar en serio. Ya oíste lo que le dije a las chicas; así que preparate.

Me senté a su lado y, como de costumbre, encendí un cigarrillo. Cuando más tiempo perdiéramos, más difícil sería para los dos, así que me desprendí la bragueta, la agarré de la cabeza y la puse a sobar. Al rato empecé a empujarle la cabeza como a mí me gustaba, bajándola y subiéndola; ella ya estaba acostumbrada a todo eso, así que se dejaba hacer. Cuando me di cuenta de que mamá estaba teniendo las primeras arcadas, se la saqué.

—Parate, yegua —le ordené.

Ella me hizo caso; la di vuelta y le bajé las calzas hasta más abajo de las rodillas. Me quedé unos minutos mirando ese culo que volvía locos a tantos hombres, enfundado en una bombacha negra calada; al final, se la bajé también, dejando su ojete al aire. Después me acomodé el slip y el pantalón y le dije:

—Caminá para la pieza.

Ella trató de levantarse las calzas y la bombacha, pero le metí un chirlo, diciéndole:

  —Dejátelo así.

  Me miró por sobre el hombro con la intención de protestar, pero se dio cuenta de que no era una buena idea. Empezó a caminar dando pasos cortitos, según se lo permitía la ropa que ya se le había caído casi hasta los tobillos. Me di cuenta que iba a meterse en mi habitación, pero la agarré del orto y le dije:

—No, ahí no. Te voy a coger en tu pieza.

Meneó la cabeza, pero siguió caminando sin decir nada. Yo la tomé del pelo con la mano izquierda y le metí el dedo medio de la mano derecha en el culo. Le dije:

—No sabés hacer nada sola, así que te voy a manejar yo. Caminá.

Anduvimos los quince o veinte pasos que faltaban para llegar a su habitación de esa manera. Ella, avanzando como podía, yo sosteniéndola bien del pelo y del orto. Llegamos, la solté por unos instantes y después la agarré por ambos hombros, mientras ella seguía de espaldas. Me afirmé bien y, con la planta del pie derecho, le metí una buena patada en el culo que le dejó mi zapato marcado y la tumbó sobre su cama.

No se dio vuelta; apenas se sacó la calza y la bombacha, quedando en corpiño y remera, y se empinó un poco, dejando ver, aparte de su culo en pompa, esa argolla con pelos en el medio y depilada a los costados, simétrica y palpitante, que había traído al mundo al machote que ahora se la iba a culear.

En tanto, yo me había sacado toda la ropa y mi pija de casi treinta centímetros parecía más grande aún. Me la masajeé un rato y le dije:

—Abrite la concha con las manos.

Ella obedeció, Se metió los dedos medios y anulares en la argolla y enseguida dejó ver el suave rosado de sus paredes internas.

—Pedí la pija —le mandé, sin dejar de tocármela.

—¿¿Qué?? —dijo ella, sin entender.

—Pedí la pija; no me digas que no lo sabés hacer, puta.

En unos segundos estaba diciendo:

—Quiero la pija.

—Repetilo varias veces, te quiero escuchar —le dije.

—Quiero la pija, quiero la pija, quiero la pija…

—Más fuerte –le dije, ya medio cebado y sacando el cinto de mi pantalón, que había dejado sobre un mueble.

—Quiero la pija, QUIERO LA PIJA

Le metí un cintazo, cuya marca fue a sumarse a la de mi zapato.

—¡Ay, mi vida! —se quejó mamá.

—Gritalo y mové el culo… ¿Qué clase de puta sos?

Ella empezó a mover el ojete para ambos lados, contorneándose como una perra, y gritando:

—¡QUIERO LA PIJA, QUIERO LA PIJA, QUIERO LA PIJA!

Le metí dos cintazos más y ella empezó a moquear. Aplastó la cabeza sobre la almohada y me dijo:

—No te enojes, mi vida, por favor... Voy a hacer lo que me digas…

—Pero hacelo bien —le dije— Te tengo que preparar para los clientes…

Estuvo como cinco minutos zamarreando el orto y clamando por la pija; yo me fumé otro cigarrillo, ya un poco más conforme. Al final, y en el momento en que ella no lo esperaba para nada, la monté y la empomé de un saque. Dos o tres empellones fueron suficientes para ensartarla hasta la matriz, y sentir todo el calor maternal que Jazmín tenía para dar. Juro que gritó como una virgen, y, teniendo en cuenta lo que se estaba comiendo, era como si lo fuera. Estuvo como un minuto retorciéndose y arañando las sábanas, hasta que se dio por derrotada y empezó a decir, como quien delira:

—Sos mi hijo… Sos mi hijo… Sos mi hijo…

Que dijera eso me excitó más y en unos pocos bombeos más la llené de guasca. Se la saqué y me di cuenta que mi pija no se había puesto fláccida, apenas un poco más blanda, tanta era la calentura que yo tenía. Mamá había empezado a rezar:

—Padre nuestro que estás en los cielos…

Se la sentía apenas, pero me di cuenta que iba a decir la oración hasta el final. Yo me volví a tocar la poronga y, en apenas dos o tres minutos, la hice recobrar su grosor y su dureza poderosa. Metí el dedo medio y el índice en el culo de mami, que recién entonces se espabiló:

—… y perdona nuestras deudas… ¡No hijito, no! ¡No le rompas el culo a mamita, no seas malo! ¡Tenés tres putas más para reventarlas! ¡Entendelo, hijo, tenés demasiado choto! Vas a hacer sufrir mucho a mami…

Me puse el dedo en los labios, llamándola a silencio y sin dejar de hacer mi trabajo. Ella abandonó el rezo y volvió a sollozar:

—Es mucha pija, amor… Sos demasiado macho… Sos demasiado macho… Ay, Diosito, ayudame… No voy a aguantar el dolor… Ay, hijo, hijo, te pido perdón por ser puta. Pero no la revientes a mami… Ay, tengo mucho miedo… Le tengo miedo a tu pija…

La dejé hablar todo lo que quisiera, preparándome para la doma final…

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