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Yegua Domada (4)

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Mientras le acomodaba mis dedos en el ojete, a mamá se le caían algunos cuajarones de guasca de la argolla. Le saqué la mano de atrás un segundo y me la empapé en ese caldo formado por mi leche y sus fluidos; después se la puse delante de la cara y la embadurné, mientras le decía:

-Sentí el vigor de tu macho. Esto es lo que pariste, yegua.

Tuve que darle un suave cachetazo en la boca, porque no entendió lo que quería.

-Lamelo –le dije con sequedad.

Sacó la lengüita y lamió mis dedos uno por uno. Esperé a que terminara y volví a mi trabajo en su soberbio culo, cada vez más cebado y sintiendo que mi poronga estaba más dura que nunca, casi como si fuera a romper una madera. El agujero del orto, bastante cerrado por los años de estar fuera del laburo de puta, tenía un pálido color marrón, que iba cediendo de a poco a la presión de mis dedos, que ya eran tres.

-¿Querés la chota por el culo, yegua? –le pregunté.

-No, mi vida –me respondió-, tengo mucho miedo… -No dejaba de sollozar.

-Bien, ¿pero sabés que te la voy a poner igual, ¿no? 

La vi mover su hermosa cabecita sobre la almohada.

-Sí –asintió-. Porque sos el macho y hacés lo que querés.

Me encantó ver que había entendido rápido las cosas.

-Muy bien –le dije-. Repetilo.

-Vos sos el macho acá; y yo me la aguanto –dijo, asintiendo con la cabeza sobre la almohada.

-Bien… ¿Estás preparada?

Pero no lo estaba. Apenas se dio cuenta de que la pija ya se le venía, empezó a menear la cabeza de nuevo, como una nena. De repente tuvo una idea.

-¡Esperá, mi vida, por favor! En el baño tengo cremita… Sólo dejame que me ponga un poco, para aguantármela mejor; si no, la vas a hacer padecer mucho a mami. Sé buenito.

Dudé un poco, pero después pensé que era lo mínimo que le podía permitir. Me aparté para dejarla levantarse, y ella salió de apuro para el baño.

En el fondo, estaba contento de que nos entendiéramos mejor, y encendí un cigarrillo mientras la esperaba. Pero después de dos minutos me pareció que tardaba demasiado, así que le grité:

¡Apurate, mamá!

No me respondió; paciente aún, dejé pasar dos minutos más, sin resultado; una desagradable sospecha se apoderó de mí; apagué el cigarrillo con saña y la fui a buscar.

Toqué la puerta del baño con energía, preguntando:

-¿Qué te pasa, Jazmín? ¿Tanto tardás en encremarte el orto?

No me respondió; tanteé el picaporte y me di cuenta de que estaba con la llave puesta; entonces me convencí de lo que estaba pasando. Por fin, ella habló:

-Andate –me dijo, seca y cortante.

Por supuesto que yo estaba enojado, pero admito que el asunto me dejó una lección: no dejar una doma por la mitad. Entender esto me hizo tranquilizarme un poco. Sin embargo, quería darle una oportunidad a mami de ponerse solita en su lugar. Volví a tocar a la puerta, esta vez con golpes normales, y le dije:

-Te conviene abrir la puerta, yegua.

-No voy a abrir –me respondió. Se notaba que ya había recuperado el dominio de sí misma-. Andate a dar una vuelta y volvé cuando ya te hayas calmado –terminó.

Nunca me sentí más seguro de lo que hacía. Di un paso atrás y le metí una patada a la puerta, cuyo cerrojo saltó en el acto. Creo que mamá se había olvidado de la fuerza del macho que había parido.

La encontré sentadita en el bidet, al parecer lavándose la argolla. Se puso pálida y no se le ocurrió nada mejor que decir:

-¡Ay, mi amor, ay mi amor!

Yo no le dije nada. La agarré del pelo y la empecé a surtir de sopapos; ella dio unos cuantos gritos, tratando de calmarme de todas las formas posibles. Después de cagarla a palos, la levanté de los pelos, dejando el chorro del bidet manando en el aire. Entonces la hice arrodillar delante del inodoro y levanté la tapa. Se dio cuenta rápido de lo que tenía planeado, porque alcanzó a decir:

-¡No, hijito, eso sí que no, por favor!

No había terminado de hablar cuando yo ya le estaba metiendo la cabeza adentro, al tiempo que la empezaba a curtir a patadas en el ojete. Moví la palanca de la mochila del inodoro y la empapé, sosteniéndola férreamente. Entonces me acomodé para romperle el culo, diciéndole:

-Yo te voy a dar cremita, conchuda de mierda.

La puerteé unos segundos, poniendo rígidos todos mis músculos; cuando estuve firme y en posición, se la mandé a guardar. Mi cabeza de casi diez centímetros entró toda, aunque aquel primer impulso se trabó apenas entró el glande. El primer grito de mamá se perdió en el fondo del inodoro. Moví mis caderas hacia ambos lados, tratando de hacer resbalar mi enorme cosa entre las paredes de aquel culo espectacular. En el tercer o cuarto intento logré meter casi la mitad del choto. Mamá empezó a patalear sobre el piso del baño, y yo empecé a entender lo que decía:

-¡Soy tuya… ¡Soy tuya…! ¡Duele mucho, duele mucho…! ¡Hijo, me voy a hacer caquita…! Me cago, me cago, mi vida… ay diosito, por qué le diste tanta pija… por qué, diosito, lo hiciste tan mach… Ay, me voy a cagar enci… Ay, mi amor, te pid… ¡No la hagas hacer caca a mamá! ¡Ay, no la aguanto, papito, hijito, papito!

No le di pelota y empujé lo que quedaba. Para subrayar mi dominio, volví a vaciarle el depósito de agua en la cabeza. Ella abrazó el inodoro y dejó de patalear, totalmente domada. Le saqué un rato el choto, y vi que estaba sucio con sangre y mierda. Ella seguía llorando sin sacar la cabeza del inodoro, hablando como una nena.

-Sos muy macho, sos muy… m.… macho, hijito… Quiero t.… trabajar la concha p… para vos… T… Te merecés t…todo…  

Volví a puertearla y esta vez sus propios excrementos sirvieron de lubricación; en un par de segundos se la había ensartado hasta las bolas y durante tres o cuatro minutos estuve moviéndome con suma comodidad, abriendo las vías de aquel ojete para servicio de todos los machos que quisieran pagar por cogérsela por ahí.  Ella se la aguantó como pudo, mientras yo hacía chocar su cabellera castaña contra la cabecera del inodoro. Al final le volví a descargar el agua sobre la cabeza, al tiempo que mi choto escupía una buena cantidad de guasca. Me puse de pie y me paré a sus espaldas, diciéndole:

-Quedate ahí un rato.

No me desobedeció, pero por un buen rato estuvo retorciendo piernas y nalgas; otra vez estaba hablándome, pero ahora no se le entendía un carajo. Tranquilo, me puse a lavarme las manos, y ya me preparaba a higienizarme el choto, cuando lo peor sucedió.

Primero sentí un pedo guarro y estentóreo, y enseguida vi el sorete que se escapaba con toda libertad del culo de mamá. Entonces ella sacó la cabeza del inodoro y me miró, con la cara roja y demacrada por la humillación. Me sonreí y le dije

-Ya me la veía venir. Seguí cagando, yegua.

Efectivamente, siguió haciéndolo sin dejar de mirarme. Hacía mohines con la boca, las mejillas y los ojitos, pero no apartaba la mirada de mis ojos, como si aquel intimísimo momento nos uniera para siempre. Meaba y cagaba delante de su macho, sin decir ni una palabra, y no acabó hasta que el piso del baño quedó sucio y hediondo. Recién cuando terminó le dije, sin dejar de sonreír:  

-¿Qué te pasó, Jazmín

 Ella respondió:

-Me hiciste cagar… Me hi… ciste cagar, mi amor… Me hice pis y caca…

No había mucho que responder ante algo tan evidente. Así que salí del baño diciéndole:

-Limpiá y después metete en la cocina. En una hora quiero la comida lista.

Y fui a la habitación a cambiarme.

(8,90)