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Caperucita y Feroz - Parte I

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Priscilla estaba harta de pasar las noches en vela.

Su marido dormía plácidamente a su lado, mientras ella, se revolvía entre las sábanas con ganas de que él despertara, abriese sus piernas con furia y metiera hasta el fondo de sus entrañas, su duro y jugoso falo.

Pero eso jamás ocurría y ella se sentía muy, pero que muy decepcionada.

Gotas de sudor recorrían su cuerpo de arriba a abajo. Por no hablar de la ansiedad y taquicardias propias de un cuerpo que tiene ganas de algo, pero que no puede cumplir su objetivo.

Hasta que de pronto, un sábado por la noche, harta de los desplantes amatorios de su marido, se dispuso, como toda mujer mal follada a tomar la revancha.

Sacó del armario su vestido negro favorito. Ese, que la había sacado de más de un apuro, cuando el cuerpo le pedía guerra.

Se calzó sus zapatos de charol negros con plataformas y echó mano de la capa de terciopelo roja, que aparte de abrigarla del gélido frio que se respiraba en el exterior, le servía también de armadura para enfrentarse a la batalla del placer, a la que intentaba someterse.

Después de andar un buen rato por las calles del pueblo, por fin se decide a entrar en el primer pub que encuentra, pues no estaba la noche como para perder el tiempo.

Echa un breve vistazo a su alrededor, con paso firme y decidido se dirige a la barra y pide un cubata. Así uno tras otro, hasta que perdió la cuenta.

De repente, mira su reloj, y se da cuenta que ya son más de las tres y aún no ha probado bocado, en lo que a sexo se refiere.

Derrotada y sin ganas de más, decide dar la batalla por perdida y regresar a casa, donde una noche más, le espera su amado dildo.

Cuando está abandonando el local, una mano fornida la agarra fuertemente del brazo, haciendo que Priscilla se sobresalte.

Al alzar la mirada, se da cuenta del espécimen que tiene ante sí.

—¡Hola!

Saluda con una voz cargada de sensualidad. A ella se le pone el vello en punta.

—¿A dónde vas tan deprisa?

—A mi casa. Me llamo Priscilla, ¿y tú?

—Me llaman Feroz.

—Qué nombre tan original! Siempre me han atraído los hombres con nombres diferentes y sensuales.

—Ya adivinarás porqué me llaman así. ¡Bueno! Eso espero.

Ambos salen a la calle.

Fuera hace un frio atroz, y Priscilla se pone la capa. Feroz la observa muy sonriente.

—Y… ¿se puede saber que llevas metido en ese bolso tan grande?

Pregunta Feroz, mientras ella se lo cuelga al hombro como puede.

—Bueno…

No sabe qué decir.

De repente, se siente muy intimidada por ese hombre tan misterioso, pero sabe que con timideces no llegará a ninguna parte y decide romper el hielo y hablar.

—Preservativos de colores, lubricante con sabor a fresa, bolas chinas y un bote de miel.

—Muy bien, muy bien. Me parece perfecto. Un bolso lleno de posibilidades.

Sus frases son cortas, pero llenas de mensajes prometedores.

—Y, ¿dónde vas con todo ese material?

—Voy a casa, a llevárselo a mi marido, que no se encuentra muy bien.

—¡Vaya, vaya! A juzgar por las medicinas que llevas en el bolso, y la forma en que lo dices, deduzco que tú marido debe encontrarse muy mal. ¡Fatal, fatal! Y, ¿Cómo vas a tú casa?

—Andando. No vivo muy lejos, y así de paso doy un paseo. No me importa hacer ejercicio.

—Mmm…! A mí tampoco

—¡Uff…!

Priscilla ya no sabe dónde meterse. Se está derritiendo por momentos. Nota como las escuetas braguitas que intentan tapar sus partes más íntimas, se humedecen por momentos y ya chorrean levemente por la entrepierna.

—Y, ¿no te apetecería que te acompañara en mi coche? ¿No es un poco peligroso que una nena tan bonita ande solita a estas horas?

En parte tiene razón. La casa está un poco apartada del pueblo. Pero ella intenta hacerse la estrecha.

—No, no. ¡Gracias!

—Como digas, guapa. No puedo obligarte a hacer nada que no quieras.

—¡Joder!

Exclama desesperada pensando que todo acaba, sin haber empezado.

—¿Qué has dicho? Para ser una niña tan guapa, acabas de pronunciar una palabra muy fea.

Su voz es tan sensual y aterciopelada como el caramelo derramándose sobre un helado de vainilla.

Priscilla deja a Feroz y se aleja calle abajo, como alma que lleva al diablo.

Se siente muy vacía, pues la historia que podría haberse convertido en una noche lujuriosa y desenfrenada, no ha llegado a buen fin.

Por no decir, que a nada de nada.

De camino a casa, entra en una licorería y compra una botella de absenta. Necesita animarse y cree que con un poco de alcohol logrará ese propósito.

Cuando va a cruzar la calle, un Ferrari amarillo le corta el paso. Baja la ventanilla y aparece Feroz. Aunque sólo se limita a saludarla.

—¡Hasta pronto!

Se aleja a toda velocidad, dejando de nuevo a Priscilla desamparada y sedienta de sexo.

Una hora más tarde llega a su casa.

La botella de Absenta está prácticamente vacía.

Tarda varios minutos en abrir la puerta, ya que lo ve todo doble y le ha costado mucho adivinar la posición correcta de la llave en la cerradura.

De camino al dormitorio se desprende de los zapatos y la ropa.

Un reguero de prendas marca el recorrido hacia la cama.

Retira las mantas y se mete dentro, tapándose hasta el cuello. Se agarra con fuerza al colchón, pues la cabeza le da vueltas.

De golpe y con un solo movimiento, el marido se le echa encima.

Por el tamaño y dureza del miembro, deduce que este quiere guerra.

¿Quién lo iba a decir?

—¡Priscilla!¡Priscilla!

Susurra su nombre suavemente al oído, mientras que con su mano derecha le acaricia el pezón, dibujando círculos con el pulgar.

Esa boca llena de sensualidad, baja lentamente por su cuello hasta su otro pezón describiendo círculos con su cálida saliva a su alrededor. Lo agarra con fuerza entre sus dientes, provocando un dolor leve y soportable, cargado de erotismo.

—¡Ah…!

—¿Te duele?

Esto jamás me había pasado contigo.

Responde a su pregunta entre jadeos y con los pezones duros, como timbres de castillo.

—Esto. . . o de beb. . . er antes de foll. . . ar ha sido un buen. . . n aciertoo. Todooo lo veo diferentee.

—¿Cómo me ves?

—Te veo unos ojos enorrmeeessss.

—Son para verte mejor.

A medida que habla, la voz se oye como más lejana, pues su cabeza va bajando por todo el largo de su cuerpo.

Un reguero de chupetones avanza con una intensidad palpitante desde sus pechos hasta su ombligo, donde se detiene, para inundar con cálida saliva su interior.

Sin apenas detenerse en su recorrido, abre sus piernas al máximo y encaja su cabeza entre ellas.

Priscilla se siente prisionera de los actos de su marido, que, en ese momento, es un total desconocido para ella...

(continuará)

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